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Authors: Bryan W. Addis

Heliconia - Primavera (3 page)

Mientras tanto, Yuli trepaba a los árboles y arrancaba las ramas rotas. Junto a un tronco caído limpió de nieve el suelo con los pies preparando un lugar protegido donde encender un pequeño fuego. Envolvió una rama aguzada en la cuerda del arco, y la hizo girar. La rama empezó a echar humo. Yuli sopló suavemente hasta que brotó una llamita como las que había visto muchas veces bajo el mágico aliento de Onesa. Cuando el fuego creció, puso encima la olla de bronce; la llenó de nieve y agregó sal de un bolso de cuero que traía entre las pieles. Todo estaba listo cuando apareció su padre con siete lenguas viscosas entre las manos y las dejó caer en la olla.

Cuatro para Alehaw, tres para Yuli. Comieron con gruñidos de satisfacción. Yuli esperaba que su padre lo mirase para sonreírle y mostrarle qué contento estaba, pero Alehaw comía con el ceño fruncido y los ojos fijos en el suelo pisoteado.

Aún había trabajo pendiente. Antes de terminar de comer, Alehaw se puso de pie y dispersó las brasas rojas a puntapiés. Las aves merodeadoras se elevaron un momento, y luego continuaron con su festín. Yuli vació la olla de bronce y la sujetó al cinturón.

Subieron casi hasta el punto donde el gran rebaño migratorio había alcanzado el límite occidental. En las tierras altas, los animales buscarían los líquenes debajo de la nieve, y pastarían los musgos verdes y altos en los lindes del bosque de alerces. En una meseta baja algunos animales terminarían la gestación y procrearían.

A la grisácea luz diurna, Alehaw y su hijo llegaron a una milla de esta meseta. Vieron a la distancia grupos de tres o más cazadores que se encaminaban hacia el mismo sitio; cada grupo ignoraba deliberadamente a los demás. Sólo ellos no eran más que dos, observó Yuli. Así pagaban la desgracia de no provenir de la llanura sino de las Barreras. Para ellos todo era más difícil.

Caminaban, inclinados, cuesta arriba. El camino estaba sembrado de rocas, allí donde un antiguo mar se había retirado ante la invasión del frío; pero ellos nada sabían de ese asunto, ni les importaba. A Alehaw y a su hijo sólo les importaba el presente.

Se quedaron al borde de la meseta, mirando hacia adelante, protegiéndose los ojos contra el aire helado. La mayor parte del rebaño había desaparecido. Los grupos aún en marcha sólo habían dejado atrás un olor acre, y a los animales que se reproducían.

Entre estos predestinados individuos no sólo había yelks, sino delicados gunnadus y macizos biyelks. Tendidos en el suelo, cubrían una extensa zona, muertos o moribundos, a veces con los flancos estremecidos. Otro grupo de cazadores se acercaba entre los animales agonizantes. Gruñendo, Alehaw señaló a un lado, y marchó con su hijo hasta un monte de pinos, donde había unos pocos yelks. Yuli observó cómo Alehaw mataba a la bestia inerme, que ya se abría paso hacia el mundo gris de la eternidad.

Como su monstruoso primo, el biyelk, y como el gunnadu, el yelk era un necrógeno, que sólo se reproducía al morir. Los animales eran hermafroditas, y a veces machos, y a veces hembras, demasiado toscos para contener los sistemas propios de los mamíferos, como el ovario o 1a matriz. Luego de la fecundación, el esperma se desarrollaba en el cálido interior en pequeñas formas larvales que crecían mientras devoraban el vientre materno.

En cierto momento, las larvas yelk llegaban a una arteria mayor. Entonces se esparcían como semillas al viento, y el animal huésped no tardaba en morir. Esto ocurría invariablemente cuando los grandes rebaños llegaban a la meseta, el límite occidental de la tierra de los yelks. Así había ocurrido durante edades incontables.

Mientras Alehaw y Yuli estaban junto a la bestia, el estómago se desinfló como un bolso viejo. El animal movió la cabeza y murió. Alehaw clavó la lanza al modo ceremonial. Los dos hombres se dejaron caer de rodillas en la nieve y abrieron con los cuchillos el vientre del yelk.

Dentro estaban las larvas, no mayores que la uña de un dedo, a veces tan diminutas que era difícil verlas, pero de sabor delicioso, y además muy nutritivas. Ayudarían a que Onesa se recuperase. Morían en contacto con el aire helado. Libradas a sí mismas, las larvas se desarrollaban bajo la piel del animal huésped. Dentro de ese pequeño universo oscuro, no vacilaban en devorarse unas a otras, y eran muchos los combates que se libraban en la aorta y en las arterias del mesenterio. Las sobrevivientes pasaban por sucesivas metamorfosis, creciendo en tamaño y disminuyendo en número. Finalmente, dos, o quizá tres yelks de rápidos movimientos emergían por la garganta o el ano y se enfrentaban al famélico mundo exterior. Esto ocurría justo a tiempo de evitar que los rebaños los pisotearan hasta la muerte mientras se reunían en la meseta para la migración de regreso, hacia la lejana Chalce, en el noreste.

Unos gruesos pilares de piedra salpicaban la meseta, entre los animales que morían y procreaban a la vez. Habían sido levantados por una raza anterior de hombres. En cada pilar había un sencillo dibujo labrado: un círculo, o una rueda, con un círculo menor en el centro. Desde el círculo menor partían hacia afuera dos radios curvos y opuestos. Ninguno de los presentes en aquella meseta labrada por el océano, cazador o animal, prestaba la menor atención a esos pilares decorados.

Yuli estaba embelesado con la presa. Cortó tiras de piel y las entretejió haciendo un saco rústico en el que metió las larvas de yelk. Mientras tanto, el padre disecaba el cuerpo: todos los trozos eran útiles. Construiría un trineo con los huesos más largos, sujetándolos con tiras de cuero. Un par de cuernos haría las veces de patines y los ayudaría a empujar el pesado trineo de vuelta hasta la casa. Porque el pequeño vehículo iría cargado con apretados trozos de carne del lomo y las costillas de la bestia, cubierto todo con el resto de la piel.

Ambos trabajaban juntos, gruñendo por el esfuerzo, con las manos rojas y el aliento elevándose sobre ellos en una nubecilla, donde se reunían los mosquitos.

De repente, Alehaw lanzó un grito terrible, cayó hacia atrás e intentó echar a correr.

Yuli miró en torno, aterrorizado. Tres grandes phagors blancos habían salido de entre los pinos y estaban sobre ellos. Dos atacaron a Alehaw mientras se incorporaba y lo derribaron a palos sobre la nieve. El otro se precipitó contra Yuli, que gritó y rodó a un lado, eludiendo el golpe.

Habían olvidado por completo el riesgo de los phagors, y se habían descuidado. Mientras giraba, saltaba y evitaba el garrote, Yuli vio a los cazadores vecinos: se atareaban tranquilamente con un yelk moribundo, como él y su padre un momento antes. Tan decididos estaban en concluir su tarea, construir sus trineos y partir —tan próximos estaban a morir de inanición—, que siguieron trabajando, de vez en cuando volviéndose apenas hacia la pelea. La historia habría sido distinta si hubieran sido parientes de Alehaw y Yuli. Pero eran hombres de la llanura, extraños y hostiles. Yuli les gritó pidiendo ayuda, sin resultado. Uno de ellos arrojó a los phagors un hueso sanguinolento. Eso fue todo.

Esquivando los golpes, Yuli echó a correr, resbaló y cayó. El phagor aulló. Yuli quedó en una posición instintivamente defensiva, apoyado en una pierna. Cuando el phagor saltó sobre él, Yuli alzó el cuchillo por debajo del brazo y lo hundió en el ancho vientre del atacante. Vio con disgusto y asombro cómo el brazo desaparecía entre el duro pelaje hirsuto, que se cubría inmediatamente de sangre espesa y dorada. Luego el cuerpo cayó y Yuli rodó por el suelo; rodó alejándose del peligro, en busca de cualquier protección posible, hasta llegar jadeando al costillar del yelk muerto; desde allí miró el mundo que de pronto era un mundo inamistoso.

El phagor había caído al suelo. Ahora se incorporaba, con las enormes manos córneas apretadas contra la mancha dorada del vientre, dando unos pasos vacilantes, gritando: —Aoh, aoh, aohhh, aohhh—. Cayó de cabeza y no volvió a moverse.

Más allá, Alehaw yacía tendido en la nieve; pero los dos phagors lo recogieron y uno de ellos lo cargó sobre los hombros. La pareja miró alrededor; vieron al compañero caído, cambiaron una mirada, gruñeron, volvieron la espalda a Yuli, y empezaron a alejarse.

Yuli se incorporó. Descubrió que las piernas le temblaban dentro de los pantalones de cuero. No sabía qué hacer. Aturdido, esquivó el cuerpo del phagor que él había matado —cómo se jactaría ante la madre y los tíos— y corrió hasta el lugar de la pelea. Recogió la lanza, titubeó, y recogió también la lanza de su padre. Luego se puso a seguir a los phagors.

Avanzaban trabajosamente cuesta arriba, inclinados bajo la pesada carga. Pronto advirtieron que el muchacho los seguía, y se dieron vuelta una y otra vez, sin demasiado Interés, tratando de ahuyentarlo con amenazas y gestos. Era evidente que no les parecía digno de que gastaran en él una lanza.

Cuando Alehaw recobró el sentido, los dos phagors se detuvieron, lo pusieron de pie y a golpes lo obligaron a caminar entre ellos. Emitiendo una serie de silbidos, Yuli hizo saber a su padre que estaba cerca; pero cada vez que el hombre más viejo intentaba mirar por encima del hombro, uno de los phagors le asestaba un golpe que lo hacía tambalear.

Los phagors alcanzaron poco a poco a un grupo de su propia especie: una hembra y dos machos. Uno de los machos era viejo y caminaba con un palo tan alto como él, sobre el que se apoyaba pesadamente mientras ascendía. De vez en cuando, resbalaba en las pilas de excrementos de los yelks.

Al fin los excrementos desaparecieron y también el hedor. El rebaño migratorio no había pasado por allí. El viento había amainado; en la ladera crecían abetos. Varios grupos de phagors subían trepando. Muchos se doblaban bajo los cuerpos muertos de los yelks. Y detrás de ellos, un ser humano de siete años, con el corazón amedrentado, trataba de no perder de vista a su padre.

El aire se tornó pesado y denso, como por un hechizo. Los árboles se apretaban, el paso era más lento y los phagors se veían obligados a agruparse. Las lenguas córneas emitían un sonido áspero y el canto resonaba con fuerza; era un zumbido que en ocasiones ascendía en un ardiente crescendo y luego descendía. Yuli, aterrorizado, se retrasó un poco más, corriendo de un árbol a otro.

No podía comprender por qué Alehaw no se libraba de sus captores y corría ladera abajo; entonces podría recuperar su lanza, y los dos juntos, espalda contra espalda, matarían a todos los phagors. Pero el padre seguía cautivo, y ahora era una figura delgada que se perdía entre las figuras apretadas en la penumbra, bajo los árboles.

El canto zumbante se elevó ásperamente y murió. Una luz verdosa y ahumada brillaba enfrente, anunciando una nueva crisis. Yuli se deslizó agazapado hasta el próximo árbol. Delante había una construcción de algún tipo, con una puerta doble entreabierta. Se veía luz. Los phagors gritaban y la puerta se abrió más. Se vio que la luz venía de una antorcha que alguien sostenía.

—¡Padre, padre! —gritó Yuli—. ¡Corre, padre! ¡Estoy aquí!

No hubo respuesta. En la confusión acrecentada por la luz, era imposible ver si Alehaw había sido empujado puertas adentro. Uno o dos phagors se volvieron con indiferencia hacia Yuli y lo amenazaron sin animosidad.

—Ve a gritar al viento —dijo uno en olonets. Sólo querían esclavos adultos.

La última robusta figura entró en la vivienda. Con nuevos gritos, las puertas se cerraron. Yuli corrió hasta ellas y golpeó los burdos maderos, dando voces, hasta que oyó dentro un cerrojo que caía. Se quedó allí largo rato, con la frente apoyada en la puerta, incapaz de aceptar lo que había ocurrido.

Las puertas estaban instaladas en una fortificación de grandes bloques de piedra sencillamente apilados unos sobre otros y cubiertos de largos colgajos de musgo. La construcción era sólo la entrada de una de las cavernas subterráneas donde, como Yuli sabía, habitaban los phagors. Eran criaturas indolentes, y preferían que los humanos trabajaran para ellos.

Durante un rato merodeó ante las puertas y luego subió la empinada ladera hasta que encontró lo que esperaba encontrar. Era una chimenea, tres veces más alta que él, y de considerable circunferencia. Pudo trepar fácilmente pues la chimenea se iba adelgazando hacia la cima y entre los bloques de piedra, toscamente superpuestos, había huecos que permitían apoyar el pie. Las piedras no estaban tan frías como Yuli hubiera esperado, ni cubiertas de escarcha.

En la parte superior se asomó imprudentemente al borde, y en el acto se echó atrás de modo que perdió pie y cayó. Aterrizó sobre el hombro izquierdo y rodó en la nieve.

Había recibido una bocanada de aire caliente y fétido, mezclado con humo de leña y exhalaciones rancias. La chimenea era el tubo de ventilación de los cubiles de los phagors, debajo del suelo. No podía entrar por esa vía. Estaba encerrado fuera, y había perdido a su padre para siempre.

Se sentó miserablemente en la nieve. Tenía los pies cubiertos de pieles atadas a lo largo de las piernas. Llevaba un par de pantalones y una túnica forrada de piel de oso, cosida por su madre. Y como abrigo adicional tenía una parka con capucha. Onesa, en un momento en que se sentía mejor, había decorado la parka con tres franjas de piel blanca, de conejo de las nieves, en cada hombro, y unas cuantas rojas y azules en el cuello. A pesar de esto, Yuli tenía un aspecto deplorable, con las ropas manchadas de grasa y barro, que olían fuertemente a Yuli. El rostro, de piel trigueña cuando estaba limpio, tenía marcas oscuras de suciedad, y el pelo le caía desgreñado sobre las sienes y el cuello. Tenía una nariz achatada, que empezó a frotar, y una boca ancha y sensual, que empezó a fruncir, revelando un diente delantero roto mientras se echaba a llorar y golpeaba la nieve.

Un rato más tarde se puso de pie y caminó entre los solitarios alerces, arrastrando la lanza del padre. La alternativa era volver sobre sus pasos y tratar de regresar al lado de la madre enferma, si lograba encontrar el camino a través del desierto helado.

Recordó además que estaba hambriento.

Sintiéndose desesperadamente abandonado, hizo un gran alboroto ante las puertas cerradas. No hubo ninguna respuesta. Empezó a nevar, lenta pero incesantemente. Se quedó un instante con los puños alzados por encima de la cabeza. Escupió contra los maderos. Eso para su padre. Lo odiaba por ser tan débil. Recordó todos los golpes que había recibido de su mano. ¿Por qué no había golpeado a los phagors?

Por último se volvió y echó a caminar entre la nieve que caía, cuesta abajo.

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