Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Nuevamente sonaron gongs, tambores y vrachs, ahogando la voz de Naab, y el prolongado canto de un cuerno se alzó sobre los demás instrumentos. Luego todo se interrumpió.
El cuerpo estaba doblado, con los pies y las piernas ocultos, y la cabeza hacia atrás, exponiendo el cuello y el tórax, pálidos y brillantes al pie de la columna de luz.
—Toma, oh gran Akha, toma lo que ya es tuyo. ¡Llévatelo!
Al grito del sacerdote, el phagor dio un paso y se inclinó. Abrió la boca y puso los dientes a los lados de la garganta de Naab. Mordió. Se irguió sosteniendo en la boca un gran trozo de carne, y regresó a su puesto entre los dos soldados, masticando tranquilamente. El pelaje del pecho se le había manchado de rojo. La columna de luz se apagó. Akha desapareció y retornó a su nutritiva oscuridad. Muchos novicios se desvanecieron.
Mientras salían del Estado, Yuli preguntó: -¿Por qué utilizan esos seres diabólicos? Los phagors son enemigos de los hombres. Habría que matarlos a todos.
—Son criaturas de Wutra, como su color indica. Los mantenemos para no olvidar al enemigo —le replicó el sacerdote.
—¿Y qué ocurrirá con el… el cuerpo de Naab?
—Se aprovechará. Todas las partes son utilizables. Los huesos se usarán como combustible, quizá en los hornos de los alfareros. Realmente no lo sé. Prefiero mantenerme alejado de los aspectos administrativos.
Yuli no se atrevió a decir nada más al padre Sifans, al advertir que el sacerdote hablaba con tono disgustado. Pero se dijo varias veces, para sus adentros: «Esas bestias malignas… Akha no tendría que utilizarlas. » Pero en el Santuario había phagors en todas partes: seguían pacientemente a la milicia, mirando aquí y allá con ojos que brillaban en la oscuridad debajo de la frente protuberante.
Un día Yuli le contó a Sifans cómo su padre había muerto en las tierras salvajes a manos de los phagors.
—Pero no sabes si lo han matado. Los phagors no siempre son completamente perversos. A veces Akha consigue dominarlos.
—Estoy seguro de que ha muerto. Pero no hay modo de saberlo con certeza, ¿verdad?
Yuli oyó que el padre Sifans se mordía los labios, titubeando. Luego el viejo sacerdote se acercó a Yuli en la oscuridad.
—Hay una forma de saberlo, hijo mío.
—Oh, sí: montar una gran expedición hacia el norte de Pannoval…
—No, no. Hay modos diferentes… más sutiles. Un día comprenderás mejor las complejidades de Pannoval. O quizá no. Porque hay órdenes sacerdotales muy distintas, que no conoces, como los guerreros místicos. Quizá sea mejor que no continúe.
Yuli insistió. La voz del sacerdote bajó todavía más, hasta casi perderse bajo el rumor del agua que goteaba cerca.
—Sí, guerreros místicos, que abandonan los placeres de la carne y obtienen en cambio misteriosos poderes…
—Eso es lo que pedía Naab, y por eso lo han matado.
—Ejecutado después de juicio. Las órdenes superiores prefieren que nosotros, las órdenes administrativas, nos quedemos como estamos. Pero ellos… ellos se comunican con los muertos… Si fueras uno de ellos, podrías hablar con tu padre después de muerto.
En la oscuridad, Yuli tartamudeó sorprendido.
—Hay muchas capacidades humanas y divinas que se pueden aprender, hijo mío. Yo mismo, cuando mi padre murió, caí en el ayuno por la pena, y después de muchos días lo vi claramente, suspendido en la tierra de Akha como si fuera otro elemento, con las manos sobre los oídos, como si oyera un sonido que le disgustaba. La muerte no es un fin, sino nuestra extensión en Akha… Sin duda recuerdas la lección, hijo mío.
—Todavía estoy enojado con mi padre. Quizá sea ésa la causa de mi dificultad. En definitiva, él fue débil. Yo deseo ser fuerte. ¿Qué son… esos guerreros místicos de que hablas, padre?
—Si no crees en mis palabras, como parece, es inútil que te diga nada más. —En la voz había un tono de petulancia cuidadosamente calculado.
—Lo siento, padre. Soy un salvaje, como tú dices… Tú crees que los sacerdotes deberían reformarse, como clamaba Naab, ¿no es cierto?
—Yo sigo un camino del medio. —Sifans se inclinó hacia adelante, tenso, parpadeando como si hubiera algo que agregar, y Yuli oyó el movimiento de los párpados secos. —Muchos cismas dividen el Santuario, Yuli, como verás si te ordenas. Las cosas son más difíciles que cuando yo era niño. A veces pienso…
Las gotas de agua seguían cayendo plaf—plaf—plaf y alguien tosió a la distancia.
—¿Qué, padre?
—Oh… Ya tienes suficientes ideas heréticas, sin que yo te instile otras nuevas. No sé por qué te he hablado. Por hoy hemos terminado las lecciones, hijo.
Hablando no con Sifans, a quien le agradaba discurrir mediante equívocos, sino con los demás novicios, Yuli aprendió gradualmente algunas cosas acerca de las estructuras de poder que mantenían unida a la comunidad de Pannoval. La administración estaba en manos de los sacerdotes, que operaban junto con la milicia, reforzándose mutuamente. No había un juez definitivo, ni un jefe en el sentido de los jefes de las tribus del desierto. Detrás de cada orden había otra, y así hasta la oscuridad metafísica, en confusas jerarquías, sin que ninguna al fin tuviera poder sobre todas las demás.
Algunas órdenes, decían los rumores, vivían en la cadena montañosa, pero en cavernas distantes. En el Santuario las costumbres eran relajadas. Los sacerdotes podían servir como soldados y viceversa. Las mujeres entraban y salían libremente entre ellos. Más allá de las plegarias y de las lecciones había confusión. Akha estaba en otra parte. En alguna otra parte había más fe.
En algún punto de la larga cadena del poder, pensaba Yuli, moraba la orden de guerreros místicos que podían comunicarse con los muertos y llevar a cabo otras sorprendentes hazañas. Los rumores, casi tan imperceptibles como el sonido del agua que gotea por la superficie de un muro, hablaban de una orden que estaba en todas partes y por encima de los habitantes del Santuario, y cuyos miembros se llamaban —si se los mencionaba alguna vez—los Guardianes.
Los Guardianes, según el rumor, eran una secta de hombres cuidadosamente elegidos. Combinaban las funciones de soldados y sacerdotes. Lo que guardaban era el conocimiento. Sabían cosas ignoradas incluso en el Santuario, y eso les daba poder. Al conservar el pasado, aspiraban a ser dueños del futuro.
—¿Quiénes son los Guardianes? ¿Podemos verlos y tocarlos?-preguntó Yuli. El misterio lo excitaba, y apenas oyó hablar de ellos, deseó fervientemente pertenecer a aquella misteriosa secta.
Estaba hablando con el padre Sifans, casi al término del curso. El paso del tiempo lo había madurado. Ya no lloraba la muerte de sus padres; el Santuario le mantenía la mente ocupada. Había descubierto recientemente en su maestro una profunda afición a la charla. Los ojos del padre Sifans parpadeaban más rápidamente, los labios le temblaban, las palabras le brotaban con facilidad. Todos los días, mientras trabajaban juntos, el padre Sifans se permitía administrarle una pequeña dosis de revelación.
—Los Guardianes están entre nosotros. No sabemos quiénes son. Exteriormente no son diferentes. Yo podría ser un Guardián y tú no te darías cuenta.
Al día siguiente, después de las plegarias, Sifans llamó a Yuli con su mano enguantada y le dijo: —Ven. Como tu noviciado casi está terminado, te mostraré una cosa. ¿Recuerdas de qué hablamos ayer?
—Por supuesto.
El padre Sifans frunció los labios, bizqueó, alzó la nariz fina como de hurón, y asintió varias veces. Luego echó a andar con un paso rígido y afectado, esperando que Yuli lo siguiera.
Las luces eran raras en esa parte del Santuario, y en algunos sitios estaban totalmente prohibidas. Los dos hombres se movían con seguridad en las tinieblas. Yuli mantenía extendidos los dedos de la mano derecha, rozando la franja labrada en la pared del corredor. Estaban en Warrborw, y Yuli ya sabía leer los muros.
Al frente había unos escalones. Dos preets de ojos luminosos, encerrados en jaulas de mimbre, indicaban el punto de unión del corredor principal con un pasadizo lateral y las escaleras. Yuli y el anciano maestro subieron a paso firme, clac, clac, y fueron por galerías de más escalones, evitando por la fuerza del hábito a los otros que también marchaban en la oscuridad.
Estaban ahora en Espiga Salvaje. Eso decía el dibujo de la roca, bajo los dedos de Yuli. En un diseño que jamás se repetía, de ramas entrelazadas, se movían pequeños animales, invenciones, según Yuli, de algún artista muerto mucho antes: animales que saltaban, nadaban, trepaban y se revolvían. Por alguna razón, Yuli los imaginaba de colores vivos. La franja labrada se extendía en todas direcciones; nunca era mayor que el ancho de una mano. Éste era uno de los secretos del Santuario. Nadie podía perderse en esa oscuridad laberíntica si recordaba los diseños que identificaban cada sector y las señales que anunciaban un recodo, unos escalones, o una bifurcación.
Entraron en una galería baja. La resonancia parecía indicar que no había nadie más. El relieve mostraba unos hombres extraños, entre cabañas de madera, con las manos abiertas. Tenían que vivir en alguna parte, en el exterior, pensó Yuli, disfrutando del paisaje que las manos le revelaban.
Sifans se detuvo, y Yuli chocó contra él. Mientras se disculpaba, el anciano se apoyó contra el muro.
—Calla, y permíteme el placer de un buen jadeo —le dijo.
Un instante después, lamentando la severidad con que había hablado, agregó: —Me estoy volviendo viejo. Pronto cumpliré veinticinco años. Pero la muerte de un individuo no es nada para Akha.
Yuli sintió temor por él.
El sacerdote tocó la pared. El agua corría por la roca empapándolo todo.
—Sí, es aquí.
El maestro abrió un pequeño postigo, y la luz los inundó. Yuli tuvo que cubrirse los ojos un momento. Luego se acercó al padre Sifans y miró.
Sofocó un grito, asombrado.
Abajo se veía un pequeño pueblo construido sobre una colina. Tortuosas callejas iban de un lugar a otro; flanqueadas a veces por grandes casas, o atravesadas por senderos que delimitaban una tumultuosa edificación. A un lado, un río corría en una profunda hondonada. Algunas casas se alzaban peligrosamente sobre el abismo. Las personas, pequeñas como hormigas, se movían por las calles y en el interior de las habitaciones sin techo. El ruido llegaba levemente hasta el sitio desde donde miraban los dos hombres.
—¿Dónde estamos?
Sifans señaló con un ademán.
—Eso es Vakk. Lo habías olvidado, ¿verdad?
Observó con cierta diversión a Yuli que miraba boquiabierto.
Qué tonto era, pensó. Tendría que haber reconocido Vakk sin preguntar como un salvaje. Podía ver a la distancia el arco que conducía a Reck, frágil como el hielo. Más cerca reconoció la calle donde había vivido, y el hogar de Kyale y Tusca. Los recordó, y también a la hermosa Iskador, de pelo negro, con nostalgia; pero de nada valía lamentar un mundo perdido. Kyale y Tusca lo habrían olvidado, como él a ellos. Lo que más le sorprendió fue ver qué brillante parecía Vakk, un lugar que él recordaba como profundamente sombrío y sin color. La diferencia mostraba cuánto habían mejorado sus ojos desde que estaba en el Santuario.
—Me preguntabas quiénes eran los Guardianes, ¿recuerdas? —dijo el padre Sifans—. Preguntabas si los veíamos. He aquí mi respuesta. —Señaló el mundo, abajo. —La gente no nos ve. Aun mirando hacia arriba no pueden vemos. Somos superiores. Y así también son superiores los Guardianes a los sacerdotes corrientes. Dentro de nuestra fortaleza hay una fortaleza secreta.
—Ayúdame, padre Sifans. Esa fortaleza secreta… ¿es amistosa? El secreto es a veces hostil.
El padre Sifans parpadeó.
—La pregunta correcta sería: «Esa fortaleza secreta, ¿es necesaria para nuestra supervivencia?» Y la respuesta es sí, por alto que sea el costo. Quizá te parezca raro que yo lo diga. Yo sigo en todo, menos en esto, el camino del medio. Pero se necesitan extremos para afrontar los riesgos extremos de la vida, contra los que Akha intenta ampararnos.
"Los Guardianes guardan la Verdad. Según las escrituras, nuestro mundo ha sido liberado del fuego de Wutra. Hace muchas generaciones, los habitantes de Pannoval osaron desafiar al gran Akha y se marcharon a vivir fuera de la montaña sagrada. Las ciudades como esa que ves abajo eran construidas bajo el cielo desnudo. Y entonces el fuego derramado por Wutra y sus cohortes cayó sobre nosotros, castigándonos. Unos pocos sobrevivientes lograron regresar aquí, a nuestro hogar natural.
"No son meras escrituras, Yuli. Olvida la blasfemia implícita en ese «meras». Tendría que decir que son verdaderas escrituras. Es nuestra historia. Los Guardianes, en su fortaleza secreta, conservan esa historia y otras cosas que han sobrevivido a la época de cielos abiertos. Creo que ven con claridad lo que nosotros vemos oscuramente.
—¿Por qué no se nos considera dignos de saber esas cosas?
—Basta que las conozcamos como escrituras, como parábolas. Yo creo que nos privan del conocimiento, primero, porque quien tiene el poder siempre escatima el conocimiento, puesto que el conocimiento es poder; y segundo, porque temen que armados con ese conocimiento, intentemos regresar otra vez al mundo de cielos abiertos cuando el gran Akha despeje las nieves.
Yuli pensaba con rapidez. La franqueza del padre Sifans le sorprendía. Si el conocimiento era poder, ¿en qué se apoyaba la fe? Pensó que quizá lo estaba poniendo a prueba, y advirtió que el sacerdote aguardaba con gran interés a que él hablase. Y optó por lo más seguro, mencionando de nuevo el nombre de Akha.
—Sin duda, si Akha despeja las nieves, querrá que regresemos al mundo del cielo. No es natural que los hombres y las mujeres vivan y mueran en la oscuridad.
El padre Sifans suspiró.
—Lo dices tú, que has nacido bajo el cielo abierto.
—Y también allí espero morir —dijo Yuli, con un fervor que a él mismo le sorprendió. Temió que esa respuesta no premeditada provocara la ira del maestro; pero el anciano le puso una mano enguantada en el hombro.
—Todos tenemos deseos contradictorios… —Parecía que Sifans luchaba consigo mismo, sin saber si hablar o callar; al fin dijo serenamente: —Ven, regresaremos. Tú guiarás. Estás leyendo muy bien los muros.
Cerró el postigo. Se miraron mientras la noche se apresuraba a volver. Y luego echaron a andar por la oscura galería.
La iniciación de Yuli como sacerdote fue un gran acontecimiento. Ayunó durante cuatro días y se presentó, algo aturdido, ante el cardenal de Lathorn. Estaba acompañado por otros tres jóvenes, que también hacían los votos, y que como él tenían que cantar durante dos horas, de pie, vestidos con las rígidas túnicas ceremoniales, y sin acompañamiento musical, las liturgias memorizadas para la ocasión.