Heliconia - Primavera (41 page)

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Authors: Bryan W. Addis

Se había dicho a sí mismo, letra por letra, cuál era la dificultad: «Si he de gobernar Oldorando, como exige mi linaje, he de matar al padre de la muchacha que deseo para mí. Pero esto es imposible.»

Sin duda, Oyre comprendía también este dilema. Sin embargo, ella era la mujer de él y de nadie más. Laintal Ay habría luchado a muerte con cualquier hombre que se le hubiera acercado.

El instinto de salvaje, que preveía las emboscadas astutas y el momento de descuido anterior al desastre, le hacía ver tan claramente como a Shay Tal que Oldorando era ahora vulnerable a un ataque enemigo. En el arrobamiento del calor, nadie estaba alerta. Los guardias dormitaban en sus puestos.

Planteó el problema de la defensa a Aoz Roon, quien le dio una respuesta razonable.

Aoz Roon dijo, zanjando la cuestión, que ya nadie viajaba a gran distancia, fuera amigo o enemigo. La nieve hacía fácil que los hombres fueran adonde deseaban; ahora todo estaba cubierto de cosas verdes y las florestas se hacían más densas cada día. El tiempo de las incursiones había pasado.

Además, añadió, no había habido ataques de los phagors desde el día en que la madre Shay Tal había realizado el milagro de la Laguna del Pez. Estaban ahora más seguros que nunca. Y tendió a Laintal Ay una jarra de bitel.

Laintal Ay no quedó contento con la respuesta. El tío Nahkri se había considerado perfectamente seguro aquella noche, mientras subía los escalones de la gran torre. Dos minutos más tarde, yacía en la calle con el cuello partido.

Ese día, cuando los cazadores salieron, Laintal Ay sólo había ido hasta el puente. Allí se había vuelto, en silencio, decidido a hacer una inspección de la aldea, y a imaginar qué ocurriría en caso de un ataque inesperado.

Apenas comenzó a recorrer los alrededores, observó un leve penacho de vapor sobre el Voral. Se movía en el centro de la corriente, sin desviarse; parecía que se deslizara sobre el rápido caudal oscuro, manteniéndose, sin embargo, en el mismo sitio. De él se desprendían plumas de vapor que flotaban hacia la costa. Laintal Ay avanzó con una impresión de inquietud.

La atmósfera era más pesada. Crecían arbustos sobre elevaciones que habían sido antes edificios. Observó a través de las ramas delgadas las torres que se mantenían en píe. En cierto modo, Aoz Roon tenía razón: se había hecho más difícil acercarse a Oldorando.

Sin embargo, le venían a la mente imágenes de advertencia. Veía phagors montados en kaidaws, saltando obstáculos y cargando contra el corazón de la aldea. Veía a los cazadores regresando a sus hogares, cargados de pieles brillantes, con las cabezas embotadas por el exceso de bitel. Aún tenían tiempo de ver los hogares incendiados, las mujeres e hijos muertos, antes de sucumbir también ellos bajo los cascos salvajes.

Se abrió paso entre los espinosos arbustos.

¡Cómo cabalgaban los phagors! ¿Qué podía ser más maravilloso que montar un kaidaw, dominarlo, compartir su poder, ser una misma cosa con su movimiento? Estas bestias feroces sólo se dejaban montar por un phagor; al menos, eso decía la leyenda, y él jamás había oído hablar de un hombre que montara un kaidaw. Se mareaba sólo de pensarlo. Los hombres iban a pie… pero un hombre montado en un kaidaw superaría a un phagor montado en un kaidaw.

Medio escondido entre los arbustos pudo ver la puerta norte, abierta y sin defensa. Sobre la puerta había dos pájaros que cantaban. Se preguntó si habrían destinado un guardia allí, o si el hombre habría abandonado el puesto. El silencio parecía resonar en el aire pesado.

Una figura que avanzaba con paso vacilante entró en el campo visual de Laintal Ay. Reconoció en seguida al encargado de los esclavos, Goija Hin. Detrás de él iba Myk, sujeto por una cuerda.

—Te gustará el trabajo de esta tarde —oyó decir al encargado de esclavos. Este se detuvo después de atravesar la puerta y ató el phagor a un árbol pequeño. El phagor tenía los pies encadenados. Goija Hin dio a Myk una palmada casi afectuosa.

Myk miró con aprensión a Goija Hin.

—Myk puede sentarse un rato al sol.

—Sentarse no. De pie, Myk; haz lo que se te dice o ya sabes lo que pasará. Haremos exactamente lo que ha dicho Aoz Roon, o los dos tendremos dificultades.

El viejo phagor gruñó.

—Las dificultades están todo alrededor en las octavas de aire. ¿Qué son los Hijos de Freyr sino dificultades?

—Basta de eso o te arrancaré la piel maloliente —dijo Goija Hin sin maldad—. Te quedas aquí y haces lo que te dicen y pronto podrás darte el gusto con un Hijo de Freyr.

Dejó al monstruo allí oculto y regresó arrastrando los pies planos hacia las torres. Myk se echó enseguida al suelo y desapareció de la vista de Laintal Ay.

Como las huellas de vapor del Voral, este incidente inquietó a Laintal Ay. Esperó, escuchó, se interrogó. Muy pocos años antes, habría considerado insólita esa quietud poblada de trinos. Se encogió de hombros y siguió caminando.

Oldorando estaba indefensa. Era preciso despertar en los cazadores una sensación de peligro. Observó que de las copas de los rajabarales brotaba vapor. Era otro portento que no podía interpretar. Se oían truenos por el norte, muy lejos, pero amenazadores. Atravesó un arroyo que burbujeaba y despedía unos vapores que se enredaban entre los helechos dentados de la costa. Se inclinó, hundió la mano y encontró el agua bastante caliente. Un pez muerto flotaba con la cola hacia arriba, justamente debajo de la superficie. Laintal Ay, en cuclillas, miró la maraña de verde nuevo a través de la cual se veían las cimas de las torres. Antes no había allí una fuente termal.

El suelo se estremeció. Crecían cañas en el agua que se rizaba sin cesar; las salamandras se asomaban y desaparecían como relámpagos. Las aves se elevaban gritando sobre las torres y volvían a bajar.

Mientras esperaba la repetición del temblor, oyó, cerca, la llamada del Silbador de Horas, ese sonido de Oldorando que recordaba desde la cuna. Duró una fracción más que de costumbre. Sabía exactamente cuánto duraba; esta vez, la nota se sostuvo un instante más.

Se irguió y continuó su camino. Mientras avanzaba con dificultad entre la vegetación que le llegaba a los muslos, oyó voces. Con la instantánea respuesta del cazador, se quedó quieto, y luego prosiguió cautelosamente, agazapado. Había al frente un terreno elevado donde crecían unas plantas de tomillo. Se dejó caer sobre las manos entre las hojas aromáticas, para mirar hacia adelante. Sintió cómo se le combaba el estómago; la reciente abundancia le había transformado el vientre plano en convexo.

Nuevamente, voces. Voces femeninas. Alzó la cabeza y miró.

No sabía lo que esperaba ver, pero la realidad fue mucho más feliz. Se encontró asomado a una depresión del terreno; en el centro había una laguna profunda rodeada de verdor. Del agua brotaban mechones humeantes que subían hasta los arbustos vecinos. Luego la humedad goteaba de vuelta al estanque. En el lado opuesto, dos mujeres vestían con pieles de miela; una estaba embarazada. La identificó en el acto como Amin Lim, y la compañera era Vry. Más cerca, de pie al borde del agua, con la hermosa espalda vuelta hacia él, estaba la adorada y voluntariosa Oyre, desnuda.

Cuando comprendió quién era, casi dejó escapar una exclamación de placer, y permaneció donde estaba mirando aquellos hombros, la curva de la espalda, las nalgas y las piernas brillantes, con una alegría que le cortaba la respiración.

Batalix se había liberado de un gigantesco castillo de nubes moradas, inundando de oro el paisaje. Los rayos del centinela descendían oblicuamente sobre el cuerpo color canela de Oyre, cuyos hombros y pechos estaban cubiertos de gotitas de agua. Unos arroyuelos le corrían por la carne y caían sobre la piedra del suelo, uniéndola como una náyade al estanque vecino. La actitud era distendida, los pies estaban levemente separados. Tenía una mano alzada para secarse el agua de las pestañas mientras miraba a sus amigas, que se disponían a regresar. Parecía descuidada, pero como un animal: inconsciente en ese momento de la mirada predatoria del cazador, estaba sin embargo preparada para huir si era necesario.

El pelo oscuro y mojado se le pegaba al cráneo, y sobre el cuello y los hombros le caían unos rizos que le daban un aspecto de nutria.

Agazapado en el escondite, Laintal Ay apenas podía verle el rostro. Jamás había contemplado antes un cuerpo desnudo, masculino o femenino; las costumbres, sumadas al frío, habían desterrado de Oldorando la desnudez. Aturdido por lo que veía, dejó caer la cara entre las fragantes hojas de tomillo. El pulso le latía rápidamente en las sienes.

Cuando pudo alzar la cabeza y volver a mirar, el movimiento de las nalgas de ella mientras se daba vuelta y decía adiós a sus amigas, lo fascinó; creía respirar un aire diferente. Oyre contempló el agua de modo casi soñoliento, estudiando las límpidas profundidades con las pestañas brillantes sobre las mejillas. Con el siguiente movimiento, él pudo verle el bajo vientre cubierto de ricillos mojados, el abdomen soberbio, y la delicada espiral del ombligo. Todo esto se reveló un instante, cuando ella alzó los brazos y saltó a la laguna.

El se quedó solo con el pesado sol y el vapor que ascendía a los arbustos hasta que ella emergió riendo.

Apareció muy cerca de él, con los pechos meciéndose y rozándose suavemente.

—Oyre, dorada Oyre —dijo él, extasiado.

Se puso de pie.

Ella estaba algo agachada ante él; una vena le latía junto a un hoyuelo de la garganta. Lo miraba intensamente, con brillantes ojos negros, aunque como contagiados de la sensual pesadez del entorno, maduro y cálido. Él reconoció la nueva belleza de ella, el menudo óvalo de la cara, enmarcado por el pelo de nutria, y la dulzura alrededor de las cejas y los pliegues de los párpados. Las cejas estaban arqueadas ahora, pero después de la sorpresa inicial, ella no parecía asustada, lo miraba sencillamente con los labios entreabiertos, aguardando el movimiento próximo de Laintal Ay, como si se preguntara cuál podía ser. Luego, sin prisa alguna, bajó una mano y se cubrió el queme. El ademán fue más provocativo que modesto. Sabía que era hermosa, y tenía una compostura natural.

Cuatro pajarillos aleteaban entre ambos, dominados también por la pesadez de la tarde.

Laintal Ay avanzó por la hierba y la abrazó, mirándole con vehemencia los ojos, sintiendo el cuerpo de ella contra las pieles. Inclinándose, la besó en los labios.

Oyre retrocedió y se pasó la lengua por los labios, sonriendo levemente, entornando los ojos.

—Desnúdate. Que Batalix vea cómo estás hecho —le dijo.

Las palabras eran en parte invitación, en parte desafío. Laintal Ay se desató los cordones del cuello, y luego tiró de la abertura de la túnica hasta que las costuras se descosieron. Lo mismo hizo con los pantalones, que arrojó a un lado. Sintió la rigidez del prodo, mientras se acercaba a Oyre. Oyre le tomó el brazo, tiró de él, le lanzó un puntapié al tobillo, y se echó rápidamente atrás, arrojándolo al agua cuan largo era.

Unos húmedos labios se cerraron sobre Laintal Ay. El agua estaba sorprendentemente caliente. Laintal Ay subió a la superficie gritando sin aliento.

Ella se inclinó, riendo, con las manos sobre las hermosas rodillas.

—Lávate antes de acercarte, guerrero comido por las pulgas.

El la salpicó golpeando la superficie del agua, entre divertido y enojado.

Oyre lo ayudó a salir de la laguna, considerablemente apaciguada, sintiendo que resbalaba en brazos de él. Cuando se arrodillaron en la hierba, él le deslizó una mano entre las piernas, y en ese mismo momento la simiente saltó de él a las plantas.

—Tonto, más que tonto —exclamó ella, decepcionada, torciendo la cara, y le dio una palmada en el pecho.

—No, no, Oyre, está bien. Aguárdame un instante, por favor. Te quiero, Oyre, con todo mi eddre. Siempre te he querido. Acércate.

Pero Oyre se incorporó, fastidiada y perpleja. Aun mientras le rogaba, él se sentía furioso con ella y consigo mismo.

—Maldito sea, ¡no tendrías que ser tan hermosa, desvergonzada!

La tomó por el brazo, la hizo girar violentamente y la empujó hacia la laguna. Ella chilló y le agarró el pelo. Juntos cayeron al agua.

Laintal Ay le pasó un brazo por detrás de la espalda, debajo del agua; la besó cuando emergieron, le apretó un pecho con la mano izquierda. Riendo, treparon a la orilla fangosa, rodando uno sobre otro. Él le apartó una pierna con la suya y se puso encima. Ella lo besó con pasión, y él entró en el queme de ella.

Se quedaron en ese lugar secreto, serenos, en éxtasis. Debajo de ellos, el fango emitía unos ruidos agradables como si estuviera lleno de microbios, todos copulando para expresar la alegría de vivir.

Ella, lánguidamente, se ponía las píeles de miela. Las suaves pieles tenían unas franjas de color azul oscuro y celeste, que se ensanchaban de arriba abajo. La tarde se había vuelto sofocante, y los truenos se oían próximos, estallando a veces en ruidos secos que parecían agudos gritos de protesta.

Laintal Ay estaba junto a ella, tendido de espaldas y abierto de brazos y piernas, mirando los movimientos de Oyre con los ojos entornados.

—Siempre te he querido —dijo—. Durante años. Tu carne es una fuente tibia. Serás mi mujer. Vendremos aquí todas las tardes.

Oyre no dijo nada. Empezó a cantar en voz muy baja.

La corriente en camino como el tiempo se escurre…

—Te he deseado todos los días, Oyre. Tú, también, ¿verdad?

Ella lo miró.

—Sí, Laintal Ay. Pero no puedo ser tu mujer.

El sintió que el suelo se estremecía.

—¿Qué quieres decir?

Ella parecía vacilante, luego se inclinó sobre él. Él trató automáticamente de abrazarla, ella se apartó, cerró la túnica sobre sus pechos y respondió: —Te quiero, Laintal Ay, pero no seré tu mujer… Siempre sospeché que la academia era poco más que una diversión, un consuelo para mujeres bobas como Amin Lim. Ahora que el clima es hermoso, se ha derrumbado. En verdad, sólo Vry y Shay Tal se preocupan por la academia, y tal vez el viejo Datnil. Sin embargo, yo aprecio la independencia de Shay Tal, y quiero imitarla. No se ha sometido a mi padre, aunque supongo que lo desea como todas, y yo seguiré su ejemplo. Si soy tu propiedad, soy nada. Él se puso de rodillas, con aire de desventura.

—No es así, no es así. Serás… todo, Oyre, todo. No somos nada el uno sin el otro.

—Por unas semanas.

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