Heliconia - Primavera (47 page)

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Authors: Bryan W. Addis

—Todavía no soportas mi presencia, ¿no es verdad? —dijo.

—Ah, ya estaba olvidándome de algo —murmuró ella dulcemente.

Se volvió, eludiendo la mirada ceñuda de Dathka, y se abrió paso entre las mujeres hasta Shay Tal.

—Tienes que medir las distancias, Shay Tal. No lo olvides. Haz que un esclavo cuente cada día los pasos del miela, después de anotar la dirección en que vais. Escribe los detalles por la noche. Trata de descubrir a qué distancia se encuentra el país de Sibornal. Sé tan precisa como puedas.

Shay Tal tenía un aire majestuoso, entre los llantos y las charlas del cuarto. La cara de halcón mostraba siempre una expresión abstraída, aun cuando alguien le hablaba, como si ella ya estuviera lejos de todos. Decía poco, y en un tono indiferente.

Dathka miró en silencio las paredes, cubiertas por el complicado dibujo de los líquenes, y luego a Laintal Ay con la cabeza ladeada y señaló la puerta. Cuando Laintal Ay movió la cabeza, Dathka frunció la boca en un gesto habitual en él, y se dispuso a salir.

—Es una pena que no se pueda adiestrar a las mujeres como a los mielas —dijo mientras se alejaba.

—Por lo menos él es siempre desagradable —dijo desdeñosamente Oyre. Ella y Vry llevaron a Laintal Ay a un rincón y murmuraron allí un rato. Era esencial que Shay Tal no saliera esa mañana; él tenía que persuadirla a que esperase hasta el día siguiente.

—Es absurdo. Si quiere irse, tiene que hacerlo. Ya lo hemos hablado. Primero no queréis partir; ahora no queréis que ella se marche. Detrás de las empalizadas hay un mundo que no conocéis.

Oyre se quitó fríamente unas pajas de la ropa.

—Sí, el mundo a conquistar. Ya lo sé, mi padre no habla de otra cosa. El hecho es que mañana habrá un eclipse.

—El de mañana será muy distinto, Laintal Ay —advirtió Vry—. Sólo queremos que Shay Tal postergue la partida. Si se va de aquí el día del eclipse, la gente asociará las dos cosas. Y nosotros sabemos que no hay ninguna relación.

Laintal Ay frunció el ceño.

—Y entonces, ¿qué?

Las dos mujeres se miraron un momento, como si no supieran qué decir.

—Creemos que si se marcha mañana pueden ocurrir cosas malas.

—Ja! Entonces creéis que hay una conexión… Así es la mente femenina… Pero si hay una conexión, no hay ninguna manera de evitarla, ¿no es verdad?

Oyre torció la cara en una mueca de exagerado disgusto: —Y la mente masculina… Cualquier excusa es buena para no hacer nada, ¿eh?

—Y vosotras, las brujas, siempre enredando lo que no nos concierne. Verdaderamente disgustadas ahora, lo dejaron en el rincón y regresaron al lado de Shay Tal.

Las ancianas charlaban; hablaban del milagro de la Laguna del Pez, hablaban de costado, miraban de costado, para ver si estos recuerdos impresionaban a Shay Tal. Pero ella no daba señales de verlas ni oírlas.

—Pareces verdaderamente cansada de la vida —comentó Rol Sakil—. Te casarás y serás feliz, siempre que los hombres estén hechos como aquí.

—Quizás estén mejor hechos —respondió otra anciana, entre risas. Se discutieron las posibles mejoras.

Shay Tal continuó empacando sin sonreír.

Tenía unas pocas cosas. Cuando terminó de ordenarlas en dos bolsos de piel, se volvió y pidió a todos que se marcharan, como si deseara descansar antes del viaje. Les agradeció que estuvieran allí, los bendijo, y prometió que jamás los olvidaría. Besó en la frente a Vry. Luego llamó a Oyre y a Laintal Ay.

Tomó la mano de Laintal Ay entre las suyas, tan delgadas, y le miró los ojos con inusitada ternura. Habló cuando todos se habían ido del cuarto, menos Oyre.

—Sé prudente en todo lo que hagas, porque no te preocupas bastante por ti mismo, ni sabes cuidarte. ¿Comprendes, Laintal Ay? Me alegra que no hayas combatido por el poder que era tuyo por derecho de nacimiento. Sólo te habría traído penas.

Se volvió hacia Oyre, con una expresión de seriedad que le arrugaba la cara.

—Eres muy querida para mí, porque sé cuánto te quiere Laintal Ay. Mi consejo ahora que nos separamos es el siguiente: que seas pronto su mujer. No pongas condiciones en tu corazón, como he hecho yo y como tu padre hizo una vez. Eso lleva a la inevitable desventura, como he comprendido demasiado tarde. Yo era demasiado orgullosa en mi juventud.

Oyre respondió: —No eres desventurada. Aún eres orgullosa.

—Se puede ser a la vez orgullosa y desventurada. Escucha lo que digo, porque comprendo tus dificultades. Laintal Ay es lo que más se parece al hijo que nunca tendré. Te ama. Ámalo, con emoción pero también con el cuerpo. Los cuerpos son para quemar, no sólo para echar humo.

Shay Tal se miró el cuerpo reseco y les dijo adiós con la cabeza.

Batalix se había puesto y la noche verdadera comenzaba a caer.

Los mercaderes acudían a Oldorando en cantidades crecientes, y desde todos los puntos de la brújula. El importante comercio de sal procedía del norte y del sur, y se llevaba a cabo por medio de rebaños de cabras. Ahora había una ruta regular hacia el oeste a través de la pradera, recorrida por los mercaderes de Kace, que traían cosas llamativas como joyas, vidrio de color, juguetes plateados, instrumentos musicales, y también caña de azúcar y frutas exóticas; preferían la moneda al trueque, pero en Oldorando no había moneda, de modo que aceptaban hierbas, pieles, y granos. A veces los hombres de Kace utilizaban pinzasacos como bestias de carga, pero esos animales se hacían más raros a medida que aumentaba la temperatura.

Todavía venían sacerdotes y comerciantes de Borlien, aunque habían aprendido tiempo atrás a temer al traicionero vecino del norte. Vendían volantes y cuartillas que narraban historias tremendas en verso rimado, y también sartenes y ollas de metal de buena calidad.

Desde el este, y por distintos caminos, venían muchos mercaderes, y a veces caravanas. Unos hombrecillos oscuros, que esclavizaban a phagors y madis, seguían unas rutas regulares en las que Oldorando era sólo una estación de paso. Traían adornos delicadamente tejidos que las mujeres de Oldorando apreciaban. Se rumoreaba que algunas de estas mujeres acompañaban a veces a los hombres oscuros; era indudable que los orientales comerciaban con muchachas madis, que eran hermosas pero languidecían encerradas en las torres. De cualquier modo, y aunque de mala reputación, eran tolerados a causa de las mercancías que traían: no sólo adornos, sino también tapices, manteles, alfombras, chales, como no se habían visto nunca en Oldorando.

Todos los viajeros necesitaban alojamiento. Los campamentos eran una molestia. Los esclavos de Oldorando trabajaron para construir un barrio separado, al sur de las torres, conocido irónicamente como Pauk. Allí se efectuaba todo el comercio; en las callejuelas, los mercaderes en pieles y en cualquier otro género hacían sus negocios, cerca de los establos y las casas de comida del barrio. Durante cierto tiempo, se prohibió la entrada de los comerciantes a la verdadera Oldorando. Pero crecieron en número, y algunos se establecieron en la ciudad, importando artes y vicios.

También los oldorandinos aprendían las artimañas del comercio. Mercaderes de iniciación reciente abordaban a Aoz Roon y pedían concesiones especiales, como el derecho de acuñar moneda. Este asunto les preocupaba más que los problemas con la academia, que consideraban una pérdida de tiempo.

Un grupo de comerciantes de Oldorando, en número de seis, cómodamente montados en mielas, regresaba a la ciudad después de una expedición provechosa. Al alba de Freyr, se detuvieron en una colina al norte, cerca del terreno de los brassimipos, desde donde podían ver las afueras de la ciudad, congeladas en la luz gris. El aire estaba tan quieto que unas voces lejanas llegaban hasta ellos.

—Mirad —exclamó uno de los jóvenes mercaderes, protegiéndose los ojos con las manos para ver mejor—. Hay un alboroto cerca de la puerta. Sería mejor que tomáramos otro camino.

—No serán peludos, ¿verdad?

Todos clavaron los ojos. A lo lejos podía verse un grupo de hombres y mujeres que salían de la ciudad. En cierto punto, parte de ellos se detuvo con indecisión, de modo que el grupo se dividió en dos. Los demás continuaron avanzando.

—No parece nada importante —dijo el joven mercader, espoleando el miela. En Embruddock lo esperaba una mujer a quien tenía muchas ganas de encontrar, y llevaba una nueva chuchería para ella en el bolsillo. La partida de Shay Tal no significaba nada.

Pronto se elevó Batalix, que sobrepasó a su compañero celeste.

El frío, la mañana descolorida que amenazaba lluvia, la sensación de aventura, todo hacía que ella se sintiera incorpórea. Sin ninguna emoción, abrazó a Vry en una muda despedida. La criada, Maysa Latra, una esclava voluntaria, la ayudó a bajar sus escasas pertenencias. Junto a la torre estaba Amin Lim, sosteniendo la brida de su propio miela y el de Shay Tal, y despidiéndose afligida de su hombre y de su hijito. He ahí un sacrificio más grande que el mío, pensó Shay Tal. Yo estoy feliz de partir. Jamás sabré por qué Amin Lim me acompaña. Pero la decisión de su amiga le había iluminado el corazón, aunque también había sentido un cierto desdén.

Cuatro mujeres se marchaban con ella: Maysa Latra, Amin Lim, y dos discípulas más jóvenes, devotas participantes de la academia. Todas iban montadas y acompañadas por un esclavo castrado a pie, Hamadranabil, que conducía dos mielas cargados y un par de perros salvajes de caza con collares de púas.

Otras personas, mujeres y algunos ancianos, seguían la procesión; se despedían, o daban consejos, serios o jocosos, según la fantasía de cada uno.

Laintal Ay y Oyre esperaban junto a la puerta para ver por última vez a Shay Tal; estaban juntos pero evitaban mirarse.

Del otro lado de la puerta estaba Aoz Roon, de pie, envuelto en las pieles negras, los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho. Junto a él, al cuidado de Eline Tal, estaba Gris, que por una vez no parecía más alegre que el amo. Detrás del jefe silencioso había varios hombres de rostros graves y con las manos metidas en las axilas.

Cuando apareció Shay Tal, Aoz Roon trepó de un salto a la silla y avanzó con lentitud, no hacia ella sino en una dirección convergente, de modo que, si continuaban marchando sin desviarse, ambos se encontrarían un poco más adelante, donde comenzaban los árboles.

Freyr estaba todavía escondido entre las nubes tempranas, de modo que no había color en el mundo.

El terreno se elevaba, el sendero se hacía más estrecho, los árboles crecían más próximos. Shay Tal y los otros llegaron a un pliegue donde se interrumpían los árboles y empezaba un pantano. Las ranas escaparon chapoteando mientras el grupo se acercaba. Los mieles pisaban con cuidado, lentamente, y alzaban disgustados los cascos, sacando a la superficie el fango amarillo que se apelmazaba debajo del agua.

Del otro lado de la ciénaga, los árboles obligaron a los jinetes a acercarse más. Como si hasta entonces no hubiera visto a Aoz Roon, Shay Tal le dijo con voz clara:

—No es necesario que me sigas.

—No te sigo, señora; te guío. Quiero que salgas sana y salva de Oldorando. Es un honor que se te debe.

No dijeron nada más. Continuaron hasta llegar por fin a una elevación cubierta de arbustos. Desde la parte superior partía un limpio sendero de mercaderes que corría hacia el norte, hacia Chalce y la lejana —nadie sabía cuan lejana— Sibornal. En la ladera descendente crecían otra vez los árboles. Aoz Roon llegó primero a la cresta y allí, con el rostro inexpresivo, detuvo a Gris a un lado del camino mientras las mujeres se acercaban. Shay Tal refrenó a Lealtad y se aproximó con la cara compuesta y brillante.

—Te agradezco que hayas venido hasta aquí.

—Que tengas buen viaje —dijo él formalmente, bien erguido y ahuecando el vientre—. Observarás que nadie ha intentado impedir que nos abandones. La voz de Shay Tal se hizo más dulce: —No volveremos a vernos; de ahora en adelante estaremos muertos el uno para el otro. ¿Hemos arruinado mutuamente nuestras vidas, Aoz Roon?

—No sé de qué hablas.

—Sí lo sabes. Esta lucha empezó cuando éramos niños. Dime una palabra, amigo, ahora que me voy. No seas orgulloso, como he sido yo siempre; no ahora.

Él apretó los labios y la miró en silencio.

—Por favor, Aoz Roon, dime la verdad. Sé muy bien que te he rechazado con demasiada frecuencia.

Aoz Roon asintió.

—Tú has dicho la verdad.

Ella lo miró ansiosamente; luego espoleó al miela, que se adelantó un paso, de modo que ambas cabalgaduras se tocaban.

—Ahora que me marcho para siempre, dime solamente… que aún sientes en tu corazón lo que sentías antes, cuando éramos jóvenes.

El emitió una risa nasal.

—Estás loca. Nunca has comprendido la realidad. Estabas demasiado encerrada en ti misma. Nada siento por ti ahora, ni tú por mí, aunque lo ignores.

Ella extendió una mano, pero él retrocedió, mostrando los dientes como un perro.

—¡Mentiras, Aoz Roon, mentiras! Al menos un gesto, un beso de despedida, maldito seas, he sufrido mucho por tu causa. Un gesto es mejor que las palabras.

—Muchos piensan que no. Lo que se ha dicho, permanece.

Las lágrimas brotaron de los ojos de Shay Tal y le resbalaron por las mejillas.

—¡Que los fessupos te devoren!

Torció la cabeza de la yegua y se alejó al galope, hundiéndose entre los árboles para alcanzar al pequeño séquito.

Aoz Roon se quedó un instante donde estaba, rígidamente sentado en la silla, mirando al frente, con los nudillos blancos sobre las bridas. Lentamente, hizo girar la cabeza de Gris y encaminándose hacia los árboles se alejó de Oldorando. No tuvo en cuenta a Eline Tal, que aguardaba discretamente a cierta distancia.

Gris ganó velocidad mientras descendía, alentado por su amo. En seguida se lanzó a galope tendido; el suelo volaba por debajo y todos los demás desaparecieron de la vista. Aoz Roon alzó el puño en el aire.

—¡Buen viaje a la perra bruja! —gritó. Una carcajada salvaje le desgarró la garganta mientras cabalgaba.

La Estación Observadora Terrestre Avernus veía todo mientras pasaba por encima. Seguía todos los cambios y transmitía todos los informes a la Tierra. En el Avernus, miembros de ocho cultivadas familias trabajaban sintetizando los nuevos conocimientos.

No sólo registraban el movimiento de la población humana, sino también el de los phagors, los blancos y los negros. Cada avance o retroceso se transformaba en impulsos que por último se abrirían paso a través de los años luz hasta los ordenadores del Instituto de Centrónica Heliconiana de la Tierra.

Desde las ventanas de la estación, el personal observaba el planeta y el progreso del eclipse, visible como una necrosis gris que se extendía por el océano y el continente tropical.

En un sector de las pantallas monitoras se vigilaba otro progreso: el de la cruzada del kzahhn hacia Oldorando. Según su propia y peculiar cuenta del tiempo, la cruzada estaba en ese momento precisamente a un año de la meta prevista: la destrucción de la vieja ciudad.

En forma codificada, todas estas señales eran enviadas a la Tierra. Allí, muchos siglos más tarde, los observadores de Heliconia se reunirían a contemplar la agonía final del drama.

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