Heliconia - Primavera (50 page)

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Authors: Bryan W. Addis

Sin volverse, Aoz Roon le indicó a Eline Tal que se acercara.

—Malditos peludos —dijo Eline Tal, casi con alegría.

—Odian el agua. Tal vez la lluvia los retenga donde están. No dejes de moverte.

No se volvería ni mostraría miedo. Quizá era imposible atravesar la ciénaga. Lo mejor sería subir la pendiente. Una vez arriba —si los phagors los dejaban llegar— podrían alejarse con rapidez. No llevaba otras armas que una daga en el cinturón.

Los dos hombres avanzaban hombro contra hombro, y el perro gruñía continuamente entre ellos. La cuesta era demasiado abrupta y tenían que subir por un costado. A causa de la oscuridad, era difícil estar seguro de nada; parecía que sólo cinco o seis monstruos se agazapaban en el miserable refugio. Más atrás había dos kaidaws, sacudiendo las cabezas para quitarse las gotas de agua, entrechocando ocasionalmente los cuernos; los retenía un esclavo, humano o protognóstico, que observaba apáticamente a Aoz Roon y Eline Tal.

Sobre el techado de la construcción había dos aves vaqueras apretujadas. Otras dos se disputaban, en el suelo, una pila de excrementos de kaidaw. Una quinta, a cierta distancia, sobre una roca, destrozaba y devoraba un animalito que había capturado.

Los phagors no se movieron.

Los dos grupos estaban a tiro de piedra, y los mielas acomodaban ya el paso a la pendiente cuando Cuajo se apartó de Gris y se lanzó ladrando con furia hacia el refugio.

La reacción de Cuajo precipitó el avance de los phagors. Salieron del refugio e iniciaron el ataque. Como tantas veces, parecía que necesitaban un pinchazo para poder actuar, corno si el sistema nervioso fuera en ellos inerte por debajo de cierto nivel de estímulo. Al verlos adelantarse a la carrera, Aoz Roon gritó una orden, y junto con Eline Tal espolearon las cabalgaduras cuesta arriba.

El camino era traicionero. Los árboles jóvenes no eran más altos que un hombre y el follaje de las copas se abría como sombrillas. Era necesario cabalgar con la cabeza gacha. Las piedras puntiagudas del suelo eran un riesgo permanente para las patas de los mielas. Había que guiar con cuidado si no querían pisar en falso. Atrás se oían ruidos de persecución. Una lanza pasó al lado de los fugitivos, y se hundió en el suelo, pero eso fue todo. Más amenazantes eran el ruido de los kaidaws que se aproximaban y los gritos guturales de los jinetes. En terreno llano, un kaidaw podía superar a un miela. Entre los árboles bajos, el kaidaw estaba en desventaja. Los dos velludos monstruos blancos montados se iban rezagando; ambos alzaban los antebrazos enormes delante de las cabezas, para evitar el azote de las ramas bajas. Llevaban lanzas en la mano libre, contra el flanco de los kaidaws, y dominaban a los animales con las rodillas y los pies córneos. Los phagors de a pie sólo habían llegado a la base de la loma, y no eran aún una amenaza.

—Los peludos nunca abandonan —dijo Aoz Roon—. ¡Vamos, Gris!

Avanzaron a galope tendido, pero los phagors no cejaban.

La lluvia amainó y volvió a arreciar. Los árboles chorreaban. El suelo era llano, pero más pedregoso.

Los dos phagors estaban a tiro de lanza.

Tomando firmemente las riendas, Aoz Roon se irguió sobre los estribos. Podía ver por encima de los árboles. A la izquierda, la densa floresta se interrumpía. Con un grito a Eline Tal, Aoz Roon giró a la izquierda, y durante un rato perdieron de vista a los phagors detrás de unas grandes rocas cuyos contornos parecían temblar bajo el peso del aguacero.

Encontraron una especie de senda, y la siguieron contentos cuesta arriba. Los árboles se hacían más ralos. Al frente, el camino descendía, entre charcas cenagosas.

Mientras los hombres vislumbraban una esperanza y apremiaban a los mielas, los phagors surgieron entre los árboles-sombrilla. Aoz Roon mostró el puño y voló hacia adelante. El gran perro amarillo se mantenía junto a Gris, sin desfallecer.

Ahora iban cuesta abajo. El suelo era de pedruscos. Más adelante se veía un paisaje enteramente melancólico sombreado por rajabarales; las fuertes líneas verticales equilibraban la ancha línea horizontal del agua. Todo era verde claro.

La curva de un río turbulento pasaba por el centro de este paisaje. Las aguas desbordadas se extendían entre los alerces creando una maraña de reflejos. Más allá los árboles se sucedían en oscuras hileras hasta que la cortina de la lluvia oscurecía la visión. Las nubes rodaban por el cielo, ocultando a los dos centinelas entrelazados.

Con un rápido movimiento, Aoz Roon se quitó el sudor y la lluvia de la frente. Vio cuál era el camino más seguro. En el río había una isla, cubierta de rocas y de árboles de oscuro follaje. Si él y Eline Tal conseguían alcanzarla —y la costa más próxima no se alzaba muy lejos— estarían a salvo.

Señaló hacia adelante, gritando ásperamente.

Al mismo tiempo, advirtió que cabalgaba solo. Se volvió, y se detuvo a mirar.

A la izquierda centellearon las franjas brillantes de Veloz. El animal galopaba sin jinete, hacia el río.

Más atrás, en el punto donde terminaban los árboles que parecían sombrillas, Eline Tal yacía en el suelo. Los dos phagors se le acercaban. Uno descendió del kaidaw. Eline Tal le lanzó un puntapié, pero el phagor lo alzó con gran violencia. En el hombro de Eline Tal había una mancha roja; lo habían derribado de la silla con un lanzazo. Se debatió débilmente; el phagor bajó los cuernos y se preparó para dar el golpe mortal. El otro phagor no esperó a ver el golpe de gracia. Hizo girar el kaidaw con un elegante movimiento y se precipitó cuesta abajo contra Aoz Roon, con la lanza en alto. El señor de Embruddock espoleó a Gris. Nada podía hacer ya por el infortunado lugarteniente. Al galope, fue hacia la isla, inclinándose para alentar a Gris, pues sentía que el miela flaqueaba.

El phagor tenía ventaja. El kaidaw era más rápido en campo abierto, por más que corriera el miela.

El manto amarillo de Aoz Roon flameaba al viento mientras volaba hacia el río. Cerca, cerca, cada vez más cerca. Los remolinos, el follaje mojado, el borrón del paisaje distante, el roedor que se escabullía entre la hierba; todo relampagueó ante él. Sabía que era demasiado tarde. Sintió corno si la piel entre los omóplatos se le fundiera en líquidos mientras esperaba la lanzada fatal.

Una rápida mirada atrás. La bestia estaba casi sobre él; se le veían claramente los nervios del cuello en la cabeza estirada, como enredaderas alrededor de un árbol. Ahora la maldita bestia atacaría lanza en ristre, seguro de acertar. Le ardían los ojos.

A pesar de su edad, Aoz Roon era de reacciones más rápidas que cualquier phagor.

Bruscamente tiró de las riendas, echando hacia atrás la cabeza de Gris con fuerza salvaje, hasta casi detenerse delante del phagor. Al mismo tiempo se arrojó de la silla, dio media vuelta en el suelo barroso, ganando impulso, y se lanzó rápidamente contra el kaidaw.

Se arrancó del hombro el manto empapado, y lo hizo girar alrededor y hábilmente hacia arriba, mientras la lanza golpeaba. La tela basta se enrolló en el brazo armado del enemigo. Aoz Roon tiró.

El phagor se deslizó hacia adelante. Con el brazo libre, se aferró a la crin del kaidaw. Aoz Roon recuperó el manto, juntó las puntas y lo arrojó al cuello de la bestia. Un nuevo tirón, y el phagor cayó al suelo, mientras el kaidaw de color herrumbre proseguía su marcha.

Un olor a lecha agria asaltó a Aoz Roon. Se quedó mirando al phagor caído, como si no supiese qué hacer. No muy lejos, los demás phagors venían a la carrera. Gris se alejaba al galope. La situación era tan desesperada como antes.

Llamó a Cuajo, pero el mastín estaba agazapado, temblando, y no quiso moverse.

Cuando el phagor se incorporó, Aoz Roon echó a correr hacia el río, con la lanza en la mano. Podía nadar hasta la isla; ésa era su única esperanza.

Antes de llegar a la costa advirtió el peligro. El agua estaba negra por los lodos que arrastraba, a causa de la inundación, y llevaba también animales muertos y ramas, y contra todo eso tendría que luchar nadando.

Vaciló. Mientras tanto, el phagor cayó sobre él.

Aoz Roon recordó una lucha similar en otro tiempo, antes de aquella vergonzosa fiebre. Había vencido entonces. Pero este otro adversario… no era joven, lo sintió instintivamente, mientras le apretaba un brazo y lo pateaba con la bota. Lo arrojaría al río antes de que los demás se acercaran.

Pero no fue tan fácil. El phagor tenía aún una fuerza enorme. Uno de ellos cedió un poco de terreno, luego el otro. Aoz Roon no consiguió alzar la lanza ni echar mano al cuchillo. Luchaban y gemían, moviéndose a saltos o con pasos rápidos, y el adversario trataba de emplear los cuernos.

Aoz Roon gritó de dolor cuando el phagor le retorció el brazo. Dejó caer la lanza. Mientras gritaba, consiguió liberar un codo. Lo alzó contra el mentón del monstruo, vivamente. Ambos retrocedieron unos pasos, y se metieron hasta las rodillas en el agua. Aoz Roon llamó desesperadamente al perro, pero Cuajo se movía de un lado a otro y ladraba ferozmente para contener a los tres phagors que se aproximaban a pie.

Un gran árbol vino bamboleándose y girando en la corriente. Una rama emergió como un brazo, goteando; golpeó al hombre y al phagor que luchaban entrelazados. Ambos cayeron y fueron arrastrados hacia abajo por una fuerza irresistible en el agua turbulenta. Otra rama emergió a la superficie, y también ella se hundió en remolinos amarillentos.

Durante cuatro horas, Batalix mordisqueó el flanco de Freyr, como un perro ensañado con un hueso. Sólo entonces desapareció del todo la luz más brillante. En las primeras horas de la tarde una sombra de acero cayó sobre la tierra. Nada se movía, ni siquiera un insecto.

Freyr desapareció del mundo durante tres horas, sustraído del cielo diurno. Reapareció, apenas parcialmente, al ocaso. Nadie podía asegurar que volviera a estar entero. Densas nubes cubrían el cielo de horizonte a horizonte. Así murió el día, un día alarmante. Niños o adultos, todos los seres humanos de Oldorando se fueron esa noche a la cama llenos de aprensión.

Luego se levantó el viento, dispersando la lluvia, inquietando aún más a todos.

Había habido tres muertes en la vieja ciudad —una, un suicidio— y algunos edificios se habían incendiado o ardían aún.

La luz de un incendio, avivada por el viento, iluminaba una franja de agua de lluvia junto a la gran torre. Los reflejos se proyectaban en el techo de la habitación donde Oyre estaba echada en cama, sin dormir. El viento silbaba, un postigo golpeteaba, las chispas ascendían en la chimenea de la noche.

Oyre esperaba, hostigada por los mosquitos que acababan de aparecer en Oldorando. Cada semana traía algo que nadie había conocido nunca.

La luz fluctuante del exterior se unió a las manchas del techo para dejar entrever a Oyre la imagen momentánea de un anciano de largo pelo enmarañado, envuelto en una túnica. Ella imaginaba que no podía verle el rostro, pues el hombro le ocultaba la cabeza. Estaba haciendo algo. Las piernas se le movían junto con las ondas que el viento provocaba afuera en la charca. Caminaba en silencio entre las estrellas.

Cansada del juego, Oyre miró hacia afuera preguntándose que habría sido de su padre. Cuando volvió a mirar, descubrió que se había equivocado: el anciano estaba mirándola por encima del hombro. Tenía el rostro manchado y arrugado por la edad. Andaba ahora más rápidamente, y el postigo golpeaba marcando el ritmo de sus pasos. Marchaba a través del mundo hacia ella. Una terrible erupción le cubría el cuerpo.

Oyre se incorporó. Un mosquito zumbó junto a su oído. Se rascó la cabeza y miró a Dol, que respiraba pesadamente.

—¿Cómo estás, muchacha?

—Los dolores vienen más a menudo.

Oyre bajó desnuda de la cama, se puso una túnica larga y se acercó a su amiga, cuyo rostro pálido apenas podía distinguir.

—¿Quieres que llame a Ma Escantion?

—Todavía no. Hablemos. —Dol extendió una mano, y Oyre la tomó.—Eres una buena amiga, Oyre. Aquí, acostada, pienso en esas cosas. Tú y Vry… ya sé qué pensáis de mí. Las dos amables, y sin embargo tan distantes. Vry es tan insegura, y tú tan segura, siempre…

—Eso es exactamente al revés.

—Quizás, nunca entendí bien… La gente abandona terriblemente a los demás, ¿no es cierto? Espero no abandonar al niño, nunca. Yo sé que le fallé a tu padre. Ahora él me falla… Imagínate, no está conmigo, esta noche entre todas las noches…

El postigo volvió a golpear en el piso inferior. Las mujeres se abrazaron. Oyre puso una mano sobre el vientre hinchado de su amiga.

—Estoy segura de que no se ha ido con Shay Tal, si eso es lo que temes.

Dol se acomodó sobre los codos y respondió, apartándose de Oyre: —A veces no puedo soportar mis propios sentimientos… Prefiero este dolor. Sé que no valgo ni la mitad. Pero yo dije sí y ella dijo no; y eso también cuenta. Siempre he dicho sí, y sin embargo, él no está aquí conmigo… No creo que me haya querido nunca…

Se echó a llorar de repente, con tanta fuerza que le saltaron las lágrimas. Brillaron a la luz vacilante y ella se volvió y ocultó la cara en el amplio pecho de Oyre.

El postigo sonó mientras el viento aullaba, hosco.

—Deja que envíe a la esclava en busca de Ma Escantion, cielo —dijo Oyre. Ma Escantion era la encargada de atender los partos desde que la madre de Dol se había vuelto vieja y decrépita.—Todavía no, todavía no. —Poco a poco las lágrimas dejaron de brotar. Dol suspiró profundamente.—Hay bastante tiempo. Tiempo para todo. —Oyre se puso de pie, envolviéndose en la túnica, y bajó descalza para asegurar el postigo. Recibió en la cara una ráfaga del viento del sur; aspiró con gratitud. El ruido inmemorial de Embruddock, las voces de los gansos, llegó hasta ella, mientras las aves se guarecían detrás de una cerca.

—¿Y por qué yo estoy sola? —preguntó a la oscuridad.

Sintió el olor acre del humo mientras corría el cerrojo. Un edificio vecino ardía aún, recordando la locura pública de ese día.

Cuando regresó a la destartalada habitación, Dol estaba sentada, secándose la cara.

—Será mejor que hagas llamar a Ma Escantion, Oyre. El futuro señor de Embruddock está a punto de nacer. Oyre la besó en la mejilla. Las dos mujeres estaban pálidas y con los ojos muy abiertos.

—Volverá pronto. Los hombres son tan… poco dignos de confianza…

Salió rápidamente a llamar a una esclava.

El viento que había golpeado el postigo en casa de Oyre venía de muy lejos, y sólo se extinguiría entre los dientes de caliza de los Quzints. Había nacido en las insondables extensiones del mar que los futuros navegantes llamarían Ardiente. Se movió luego a lo largo del ecuador, hacia el oeste, ganando velocidad y haciéndose más húmedo, hasta que tropezó con la gran barrera del Escudo Oriental de Campannlat, el Nktryhk, donde se dividió en dos vientos.

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