Read Heliconia - Primavera Online
Authors: Bryan W. Addis
Habían quedado atrás las desnudas regiones de Mordriat, las quebradas con eco, los rotos paredones rocosos, los páramos de aspecto insólitamente tímido, los parduscos altiplanos donde humeaban siempre las nubes, como si los invariables contornos de la desolación hubiesen sido modelados por el fuego y no por el hielo.
La cruzada, rota en muchos grupos separados, se abría camino por las tierras bajas, donde sólo vivían los madis, los rebaños de los madis y densas bandadas de pájaros. Indiferentes al entorno, los phagors continuaban marchando hacia el sudeste.
El kzahhn de Hrastyprt, Hrr-Brahl Yprt, los conducía. El propósito de venganza les ardía aún con violencia en los guarneses, mientras atravesaban las inundaciones, en el lado oriental de la llanura oldorandina; sin embargo, muchos de ellos habían muerto. Las enfermedades y los ataques de los despiadados Hijos de Freyr los habían diezmado.
Tampoco habían sido bien recibidos por los pequeños grupos de phagors cuyas tierras atravesaban. Esos grupos, sin kaidaws, llevaban una vida estable, tenían con frecuencia esclavos humanos y madis, y rechazaban con energía todas las invasiones.
Hrr-Brahl Yprt había marchado de victoria en victoria. Sólo la enfermedad era más poderosa que él. La noticia de que se acercaba iba siempre delante de él, precediéndolo; las cosas vivas se apartaban para dejarlo pasar; y como resultado el frente invasor se extendía a lo largo de medio continente. Los jefes se encontraban ahora con Hrr-Brahl Yprt a orillas de un ancho río. Las aguas eran muy frías y descendían (aunque el ejército phagor lo ignoraba) de las mismas alturas de Nktryhk donde se había iniciado la cruzada contra los Hijos de Freyr, a mil millas de distancia.
—Aquí, junto a estos torrentes, nos quedaremos hasta que Batalix recorra dos veces el cielo —dijo Hrr-Brahl Yprt a los comandantes—. Los exploradores se adelantarán en direcciones divergentes buscando un paso; las octavas de aire los guiarán.
Silbó al ave vaquera, que se puso a buscar garrapatas en el pelaje del phagor. No le importaban mucho, porque el kzahhn tenía otras cosas en el guarnés; pero las diminutas criaturas se habían vuelto bruscamente irritantes. Quizá la causa era el calor del valle. Unos muros verdes crecían en todas direcciones, atrapando el calor importuno como agua en el hueco de las manos. Pronto estaría sobre ellos la tercera ceguera. Y más tarde tendría que regresar a zonas más frías.
Pero antes, la venganza.
Alejó con un ademán al gracioso Zzhrrk, y se alejó un trecho tratando de comprender la totalidad de la situación. Mientras, el ave permanecía sobre él, con ocasionales aletazos.
Podían esperar allí a que se reagrupase el resto de las fuerzas, extendidas a lo largo de doce millas. Se izaron las banderas y soltaron a los kaidaws que se pusieron a pastar. Los esbirros levantaron tiendas para los jefes. Se prepararon comidas y rituales.
Mientras Batalix y el traicionero Freyr pasaban sobre el campamento, el kzahhn de Hrastyprt entró en la tienda, quitándose la corona facial. Adelantó la larga cabeza entre los hombros robustos e inclinó hacia adelante el tonel del cuerpo, adelgazado por las penurias del viaje.
Las largas pestañas descendieron, y miró con ojos rojos y entornados a lo largo de la curva de la nariz, a las cuatro fillockas. Dentro de la tienda, se rascaban o jugueteaban mientras esperaban la llegada del estalón.
Zzhrrk penetró por la abertura de la tienda, pero Hrr-Brahl Yprt la alejó. El ave aleteó, perdiendo el equilibrio, y aterrizó torpemente, antes de salir andando de la tienda. Hrr-Brahl Yprt dejó caer un tapiz, cerrando la entrada. Empezó a quitarse la armadura, la chaqueta sin mangas, el cinturón, el bolso, mientras miraba a las cuatro novias, pasando de una a otra la mirada imperiosa. Olisqueó el aire.
Las fillockas, inquietas, se rascaban o se ajustaban las largas túnicas blancas para que él pudiese verles las ubres. Las plumas de águila que llevaban en la cabeza se inclinaron hacia él. Las hembras resoplaron y una lecha pálida les asomó de pronto en los ollares.—¡Tú! —dijo, señalando a la única hembra que estaba plenamente en celo. Mientras las otras retrocedían y se echaban en la parte posterior, la elegida volvió la espalda al joven kzahhn y se agachó. Él se acercó; hundió los tres dedos profundamente en la carne que se le ofrecía, y se los secó en la piel negra del hocico. Sin más demora, se apoyó contra ella, poniéndola en cuatro patas. Luego, lentamente, ella se inclinó todavía más hasta apoyar la frente ancha sobre la alfombra.
Concluida la incursión, las demás fillockas se adelantaron trotando a husmear a la hermana, y Hrr-Brahl Yprt se colocó la armadura y salió de la tienda. Pasarían tres semanas antes de que el interés sexual del phagor se reavivara otra vez.
El comandante Yohl-Gharr Wyrrijk lo esperaba estólidamente. Muy tiesos, se miraron a los ojos. Yohl-Gharr Wyrrijk señaló el cielo.
—Se acerca el día —dijo—. Las octavas son cada vez más angostas.
El kzahhn alzó la cabeza y movió el puño para que las aves vaqueras despejaran el cielo. Miró al usurpador Freyr, viendo que cada día se acercaba más a Batalix, como una araña sobre la tela. Pronto, muy pronto, Freyr quedaría oculto en el vientre del enemigo. Entonces los ejércitos habrían llegado a la meta. Golpearían, y matarían a toda la progenie de Freyr que vivía en donde habían matado al noble abuelo de Hrr-Brahl Yprt; y luego incendiarían la ciudad y la borrarían de la memoria. Sólo entonces él y sus seguidores lograrían un honroso estado de brida. Estos pensamientos se les arrastraban por los guarneses como el lento goteo de las estalactitas, que estallan y se deshacen empapando el suelo. —Los dos seminales —gruñó.
Entonces un esclavo humano hizo sonar el cuerno de pinzasaco y otros trajeron las figuras queratinosas del padre y del bisabuelo estalón. El joven kzahhn observó que el largo viaje había deteriorado las figuras, a pesar de que las habían cuidado en todo momento. Humildemente, mientras los ejércitos se reunían junto al río, Hrr-Brahl Yprt entró en trance. Todos quedaron absolutamente inmóviles, de acuerdo con su naturaleza, como si se hubieran congelado en un océano de aire.
Apareció la imagen del bisabuelo, no mayor que un conejo de las nieves, corriendo a cuatro patas, como habían hecho los phagors en los tiempos antiguos, cuando Batalix aún no había caído en la telaraña tejida por Freyr.
—Cuernos en alto —dijo el conejo de las nieves—. Recuerda las enemistades, desconfía de la llegada del verde, riégalo con el líquido rojo de los Hijos de Freyr, que han traído el verde y han expulsado el blanco.
También apareció el queratinoso padre, apenas mayor, inclinándose ante su hijo y despertándole en el pálido guarnés una secuencia de imágenes.
Allí, ante sus ojos cerrados, estaba el mundo, y las tres partes bombeaban. Del vapor brotaban las hebras amarillas de las octavas de aire, retorciéndose como largas cintas y envolviendo los puños apretados, y los puños apretados de los mundos vecinos, y también del amado Batalix y la forma de araña de Freyr. Unas cosas como piojos corrían por las cintas, quejándose con una nota aguda.
Hrr-Brahl Yprt agradeció a su padre las imágenes que le fluctuaban en el guarnés. Las había visto antes, muchas veces. Todos los presentes estaban familiarizados con ellas. Tenían que repetirse. Eran las piedras de imán de la cruzada. Si las luces no se repetían, se debilitaban hasta apagarse, dejando el cráneo como una caverna remota atestada de cadáveres de serpientes.
Mediante la repetición se comprendía con claridad que las necesidades de un phagor eran las necesidades de ese mundo que quienes habían partido llamaban Hrl-Ichor Yhar. Ahora había imágenes de los Hijos de Freyr. Cuando los colores de las octavas de aire brillaban, los Hijos caían por tierra, enfermos, o muertos, o transformados y de menor tamaño. Ese tiempo había venido antes. Ese tiempo vendría pronto. El pasado y el futuro eran el presente. Eso ocurriría cuando Freyr quedara totalmente oculto detrás de Batalix. Y ése sería el momento de atacar, a todos, y en particular a aquellos cuyos antepasados habían asesinado al gran kzahhn Hrr-Tryhk Hrast.
Recuerda. Sé valiente, sé implacable. No te desvíes una pulgada del programa, transmitido a través de incontables ancestros.
Había una fragancia de viejos días, lejana, rancia, y verdadera. Alcanzó a ver la hueste angélica de los predecesores, que devoraban los prístinos campos de hielo. Millones de giros de aire marchaban sin detenerse, jamás silenciosos.
Recuerda. Prepárate para la próxima etapa. Cuernos en alto.
El joven kzahhn salió lentamente del trance. La blanca ave vaquera se le había posado en el hombro izquierdo. Le deslizó el pico curvo entre el pelaje y los pliegues de los hombros, y el ave empezó a devorar las garrapatas que allí se arracimaban. El cuerno sonó otra vez, y la fúnebre nota pasó por encima del río glacial.
Esa nota melancólica fue escuchada a cierta distancia, donde un grupo de phagors estaba separado del cuerpo principal. Eran ocho, dos estalones y seis gillotas. Tenían un viejo kaidaw rojo, que ya no se podía montar, y que llevaba armas y provisiones. Unos días antes, cuando Batalix imperaba auspicioso en el cielo, habían capturado a seis hombres y mujeres rnadis que llevaban unos pocos animales y eran la retaguardia de una caravana migratoria que iba hacia el istmo de Chalce. Los animales habían sido inmediatamente cocidos y comidos, después del correcto mordisco en el cuello.
Los infortunados protognósticos, atados juntos, fueron obligados a marchar a retaguardia. Pero como los madis avanzaban con dificultad, y el grupo se había demorado en el festín, se encontraban ahora lejos de la cruzada, en el lado inadecuado de un arroyo que pronto se convirtió en torrente. Llovió en las sierras, el torrente creció y quedaron aislados. Esa noche de Batalix los ocho phagors acamparon en un lugar sombrío, debajo de unos altos rajabarales, y amarraron a los protognósticos a un árbol delgado. Allí los dejaron dormir, en un montón. Los phagors se echaron de espaldas muy cerca; las aves vaqueras se les posaron sobre los pechos, con las cabezas y los picos hundidos en el pelaje tibio de la garganta. Los phagors pasaron inmediatamente a un inmóvil reposo sin sueños, como si se prepararan para el estado de brida.
Los despertaron los chillidos de las aves vaqueras y los gritos de los madis. Los madis, aterrorizados, se habían desatado del árbol y habían caído sobre los captores, buscando protección contra una amenaza más grave.
Uno de los rajabarales se partía. En el aire vibraba el ruido de la destrucción.
Aparecían grietas verticales, y una oscura savia castaña brotaba en ellas como pus. El vapor del árbol envolvía la cosa que emergía retorciéndose.
—¡El gusano de Wutra! ¡El gusano de Wutra! —gritaban los protognósticos mientras los phagors se ponían en pie. El jefe phagor se acercó y repartió las armas.
El gran tambor del rajabaral tenía diez metros de altura. De pronto la parte superior voló hecha añicos, como una pieza de cerámica, y apareció el gusano de Wutra, derramando el hedor característico: una mezcla de excrementos, peces podridos y queso rancio.
La cabeza de la criatura se elevó como la de una serpiente, brillando al sol, sobre la flexible columna del cuello. Dio media vuelta y el rajabaral se partió, mostrando nuevos anillos viscosos, y la piel vieja de una muda. La criatura había entrado en el rajabaral por las raíces, utilizando el árbol como guarida. El calor creciente había favorecido la muda y la metamorfosis. Ahora necesitaba alimento; una nueva etapa se abría paso entre los imperativos del ciclo vital.
Los phagors ya estaban armados. El jefe, una maciza gillota de pelos negros, dio la orden. Los dos mejores lanceros arrojaron las armas al gusano de Wutra. La bestia se volvió y las lanzas pasaron junto a ella. Vio las figuras allá abajo, y movió la cabeza para atacar. Los phagors comprendieron lo enorme que era el gusano cuando los cuatro ojos los miraron por encima de los carnosos tentáculos que le rodeaban la boca. Los tentáculos se movían como dedos mientras el gusano se disponía a atacar. La boca, con dientes inclinados hacia dentro, parecía curiosamente floja en el medio y los costados.
La cabeza se sacudió como la cola de un asokin. En un momento estaba sobre las copas de los árboles; en el siguiente, caía sobre la línea de phagors. Los lanceros arrojaron las armas. Las aves vaqueras se dispersaron.
Esa boca de extraño funcionamiento, sin mandíbulas, parecía infinitamente eficaz. Alcanzó una gillota y la alzó a medias. La gillota era demasiado pesada para aquel cuello flexible. El gusano la arrastró por la ciénaga. Ella graznaba e intentaba golpear con un brazo las bolsas odoríferas del monstruo.
—¡Matadlo! —gritó la gillota que mandaba, lanzándose adelante con el cuchillo en alto.
Pero en las oscuras viscosidades del cerebro del gusano se había llegado a una decisión. Mordió ferozmente la carne que tenía en la boca, dejando caer una parte. Alzó la cabeza, alejándola de los phagors, chorreando sangre amarilla. El trozo restante de la gillota golpeó contra el suelo.
El gusano empezó a cambiar antes de engullir el bocado. Los anillos aplastaban los árboles jóvenes. Aunque no se arredraban con facilidad, los siete phagors vivientes se arrojaron espantados al suelo. El gusano se partía en dos.
La ensangrentada cabeza se arrastraba sobre la hierba. Las membranas se desgarraban con ruidos retardados. Algo como una máscara se separó de la cabeza, que se convirtió grotescamente en dos cabezas. Mientras estas dos cabezas estuvieron superpuestas, se parecieron a la antigua; pero cuando la superior se alzó separándose, la semejanza concluyó. De las nuevas bocas salieron unos tentáculos carnosos, que se estiraron en un círculo de púas alrededor de una boca cartilaginosa y entreabierta. En la parte superior de esa increíble abertura había dos ojos dispuestos horizontalmente. Las membranas rotas revelaron una capa viscosa que se secó con un leve cambio de color. Una cabeza se hizo verde con un matiz grisáceo, la otra azul moteada.
Las cabezas se elevaron, esquivándose, antagónicas, con un grave zumbido.
Este movimiento determinó que nuevas membranas se desgarraran a lo largo del viejo cuerpo, y aparecieron dos cuerpos, uno verde, otro azul, muy delgados. Un esfuerzo convulsivo, como un estertor mortal, sacudió el viejo cuerpo. Los dos nuevos, finos como jabalinas, asomaron abriendo unas alas como de papel. Las cabezas se elevaron sobre el destrozado rajabaral, y las alas de papel empezaron a moverse. Ocho aves vaqueras revoloteaban alrededor, con los picos abiertos, chillando.