Heliconia - Primavera (49 page)

Read Heliconia - Primavera Online

Authors: Bryan W. Addis

Las dos criaturas se hicieron más estables. En el momento siguiente, las colas de largas púas habían dejado el suelo. Estaban en el aire, y la luz de Freyr les brillaba sobre el cuerpo escamoso y las nervaduras de las alas. Un monstruo, el verde, era macho; tenía una doble serie de apéndices tentaculares en la región central; el otro, el azul, era hembra y de escarnas menos brillantes.

Las alas batían ahora con firmeza, y los monstruos se alzaron por encima de los árboles. La abertura frontal, la boca, absorbía aire, expelido por otras aberturas de la parte posterior. Las criaturas volaron en círculos mientras los phagors las miraban sin saber qué hacer. Luego los monstruos iniciaron el vuelo nupcial.

Tomaron direcciones opuestas, uno hacía el norte distante, otro hacia el lejano sur, obedeciendo a las misteriosas y musicales octavas de aire, de pronto poderosos, magníficos. Los largos cuerpos finos ondulaban en la atmósfera. Ganaron altura, alzándose por encima de los límites del valle. Y luego desaparecieron; habían ido a emparejarse en los remotos polos opuestos. Ambas criaturas habían olvidado las existencias anteriores, aprisionadas durante siglos en la tierra hibernal.

Murmurando, los phagors se ocupaban de asuntos más inmediatos. Miraron alrededor. Allí estaba el kaidaw ramoneando plácidamente la hierba. Los madis habían desaparecido. Aprovechando la oportunidad, los protognósticos habían huido al bosque.

Los madis se acoplaban en general para toda la vida, y es raro que un viudo o una viuda volviera a unirse; por lo común, cierta profunda melancolía acababa con el sobreviviente de la pareja. Los fugitivos eran tres hombres y sus mujeres. La pareja mayor —por pocos años— se llamaba Caathkarnit, nombre que tenían desde el tiempo de la unión. Pero cada uno de ellos se distinguía como Caathkarnit— él y Caathkarnit— ella.

Los seis eran delgados y de baja estatura, y de color oscuro. Los protognósticos trashumantes, una de cuyas tribus eran los madis, no eran muy diferentes de los seres humanos. Los labios, abultados a causa de la formación de los huesos craneanos y la disposición de los dientes, les daban una expresión de avidez. Tenían ocho dedos en cada mano, cuatro y cuatro opuestos, que se cerraban con fuerza sorprendente, y en los pies tenían también cuatro dedos delante y cuatro detrás del talón.

Corrían, alejándose del lugar donde estaban los phagors, a un trote regular que podían mantener durante horas si era necesario.

Avanzaban en doble fila, los Caathkarnit al frente, luego la pareja que les seguía en edad, luego la otra, a través de bosques y ciénagas. Algunos animales salvajes, sobre todo venados, huían precipitadamente ante ellos. En una ocasión, un jabalí. Corrían sin pausa.

Iban aproximadamente hacia el oeste; el recuerdo de las ocho semanas de cautividad les daba fuerzas. Bordeando las zonas inundadas, trepaban para salir del gran cuenco de tierra. Hacía menos calor. El largo camino en pendiente los agotaba. El trote se convirtió en paso rápido. Sentían un escozor ardiente en la piel. Continuaban con las cabezas bajas, respirando penosamente por la boca y la nariz, y de vez en cuando trastabillaban sobre el áspero terreno.

Finalmente, los dos últimos rodaron por el suelo apretándose el estómago. Los cuatro compañeros alzaron los ojos y vieron que casi habían llegado a la cumbre de la elevación; se podía esperar que más allá la tierra fuera plana. Continuaron, inclinados hacia adelante, para dejarse caer apenas llegaran a la llanura. Respiraban con mucho trabajo.

Desde allí pudieron mirar hacia atrás, a través del aire de una claridad sobrenatural. Un poco más abajo los dos compañeros exhaustos yacían en la parte superior de un enorme tazón de tierra. Los lados de ese tazón estaban marcados por las hondonadas de los torrentes. Estos alimentaban un río serpentino suficientemente nuevo como para que algunos árboles todavía sobresalieran en medio de las aguas. La corriente se estancaba en los sitios donde se juntaban troncos y otros materiales arrastrados. El río se perdía de vista girando más allá de un repliegue montañoso.

El aire estaba lleno de ruidos de agua. Podían ver el lugar de los grandes rajabarales cóncavos. En alguna parte, entre ellos, estaban los phagors de los que habían huido. Detrás de los rajabarales, del otro lado del tazón, unos bosques jóvenes cubrían los barrancos. Los árboles eran en general de color verde oscuro y crecían en hileras, punteadas de vez en cuando por unos árboles de brillante follaje dorado, que los madis llamaban caspiarnos; en épocas de hambre se podían comer los brotes amargos.

Pero el paisaje no terminaba en los bosques. Más allá se veían riscos desmoronados, por donde hombres o animales podían intentar un azaroso descenso. Esos riscos eran parte de una montaña de contornos redondeados y se extendían de un lado al otro del panorama. La roca blanda de la base estaba partida en quebradas, cubiertas de vegetación. Donde la vegetación era más densa, y la dislocada configuración de la montaña parecía más espectacular, brillaba un torrente espumoso que irrumpía en el valle por una estrecha quebrada.

Por encima y más lejos de esa montaña se erguían otras, más sólidas, de duradero basalto, con los flancos excoriados por los pasados siglos invernales. Parecía que no tuviesen ninguna relación con las tierras de alrededor, aunque estaban salpicadas por el amarillo, el blanco y el anaranjado de las pequeñas flores de la meseta, cuyos colores se percibían distintamente incluso a millas de distancia.

Por encima de las montañas de basalto había otras cumbres, desnudas, azules, terribles. Como para demostrar a todas las cosas vivientes que el mundo no tenía fin, esas cumbres permitían vislumbrar otros objetos: tierras altísimas y lejanísimas que mostraban los dientes como una procesión de picos. Eran los bastiones de la materia, y se alzaban donde comenzaban los fríos tremendos de la tropopausa.

La aguda visión de los madis examinó esta escena, descubriendo unos pequeños puntos blancos entre los caspiarnos más próximos, los altos desfiladeros de las montañas, y en el lejano afluente. Los madis identificaron correctamente esos puntos blancos como aves vaqueras. Donde había aves vaqueras había phagors. Las aves vaqueras señalaban el avance del ejército de Hrr-Brahl Yprt, a lo largo casi de tantas millas como las que ellos podían ver. No se observaba un solo phagor; sin embargo, ese imponente panorama ocultaba probablemente unos diez mil.

Mientras los madis reposaban y miraban, empezaron a rascarse, primero unos, luego otros, suavemente al principio. Pero el escozor se hizo más violento a medida que los cuerpos se enfriaban, y pronto empezaron a rodar por el suelo, jurando, gritando doloridos cuando el sudor penetraba en las picaduras que les moteaban todo el cuerpo. Se enroscaron como bolas, rascándose con manos y pies. Ese frenético escozor ya los había asaltado a intervalos desde el momento en que habían sido capturados por los phagors.

Mientras se rascaban las entrepiernas o las axilas, mientras metían las uñas en la densa pelambre, no pensaban en la causa y el efecto, y en ningún momento atribuyeron la erupción a las garrapatas de los phagors.

Esas garrapatas eran generalmente inocuas, o al menos sólo provocaban en los humanos y los protognósticos una fiebre o una erupción que desaparecían a los pocos días. Pero el equilibrio térmico cambiaba mientras Heliconia se acercaba a Freyr. Las ixodidas se multiplicaban; la garrapata hembra pagaba tributo al gran Freyr en millones de huevos.

Muy pronto, esa garrapata insignificante, tan corriente que pasaba inadvertida, sería el portador de un virus que causaba la llamada fiebre de los huesos, y por ella el mundo cambiaría.

Ese virus iniciaba una fase activa en la primavera del gran año de Heliconia, en el momento de los eclipses. Cada primavera, la población humana padecía la fiebre de los huesos; sólo podía tener esperanzas de supervivencia, aproximadamente, la mitad de la población. El desastre era tan generalizado, de efectos tan amplios, que casi parecía que se hubiera borrado a sí mismo de los precarios anales que se llevaban.

Mientras los madis rodaban y se rascaban sobre la hierba, no pensaron en el terreno que tenían enfrente.

Allí, lejos del calor del valle, crecían unas hierbas lozanas entre matorrales de una planta densa y retorcida llamada chotapraxi, de tronco hueco que se endurecía con el tiempo. Hombres de ropas ligeras, con altas botas de chotapraxi, con cuerdas en las manos, se precipitaron sobre los madis.

Los dos madis que habían quedado más abajo aprovecharon la oportunidad y huyeron, aunque así volvían a aproximarse a las columnas de los phagors. Los hombres apresaron a los otros cuatro. El breve y agotador período de libertad había concluido. Esta vez los que mandaban eran seres humanos. Los madis serían desde entonces una parte minúscula de otro acontecimiento cíclico: la expansión de Sibornal hacia el sur.

Involuntariamente, se habían unido al ejército colonizador del sacerdote guerrero Festibariyatid. Poco importaba esto a los Caathkarnit y a los otros dos madis, encorvados como estaban bajo el peso de las cargas que les habían puesto encima. Los nuevos amos los obligaron a avanzar. Tropezando, y todavía rascándose, a pesar de las desdichas más recientes, se encaminaron hacia el sur.

Mientras bordeaban el gran tazón por la derecha, Freyr se elevó en el cielo. Todas las cosas echaron una segunda sombra, que se acortaba a medida que el sol subía hacia el cenit.

El paisaje parecía tembloroso. La temperatura aumentaba. Las insignificantes garrapatas proliferaban secretamente, en miríadas de insignificantes grietas.

XII - SEÑOR DE LA ISLA

Eline Tal era un hombre alto, alegre, fiel, carente de imaginación. Era valiente, buen cazador, y montaba con gracia en su miela. Hasta tenía a veces asomos de inteligencia, aunque sospechaba de la academia y no sabía leer. Había conseguido que su mujer y sus hijos no leyeran casi nunca. Era absolutamente leal a Aoz Roon y no tenía otra ambición que servirle tan bien como pudiera.

Pero no era capaz de comprender a Aoz Roon. Eline Tal había desmontado de su animal de brillantes colores y aguardaba pacientemente a cierta distancia del señor de Embruddock. Sólo podía verle la espalda, porque Aoz Roon miraba hacia adelante, con la barbilla sobre el pecho. Aoz Roon vestía las viejas píeles negras malolientes, como siempre, pero se había colocado sobre los hombros un manto de áspera tela amarilla, quizá para honrar, de alguna oscura manera, a la hechicera que se alejaba. El perro, Cuajo, estaba junto a los cascos de Gris.

Eline Tal esperaba con un dedo en la boca, tocándose ociosamente una muela posterior. No hacía nada más y tenía la mente en blanco.

Después de algunas otras maldiciones, pronunciadas en voz alta, Aoz Roon se movió con su miela. Miró una vez por encima del hombro, frunciendo las cejas oscuras, pero no prestó a su fiel lugarteniente más atención que al perro.

Llevó al miela a todo galope hasta el borde de la elevación y lo contuvo con tal violencia que el animal se alzó sobre las patas traseras.

—¡Perra bruja! —gritó Aoz Roon, y sólo el eco le contestó.

Encantado con el sonido de su propia amargura, Aoz Roon mugió con regocijo a los ecos, sin importarle que la yegua lo alejase de Oldorando, o que el perro y el escudero lo siguiesen.

Tiró bruscamente de la brida de Gris, que echó espuma por la boca. Sólo era media mañana. Sin embargo, una sombra había caído sobre el mundo. Miró entre las ramas espinosas y observó con el ceño fruncido que el globo sombrío había subido gradualmente hasta alcanzar a Freyr y darle un mordisco. La oscuridad aumentaba. Cuajo gruñó, atemorizado, y se acercó más a los cascos del miela.

Un búho nocturno salió de un alerce caído, volando junto al suelo. Tenía plumas moteadas y las alas de una envergadura mayor que los brazos abiertos de un hombre. Chillando, se metió entre las patas de Gris y se elevó hacia el cielo pálido.

Gris se irguió sobre las patas traseras y luego se lanzó inconteniblemente a galope tendido. Aoz Roon intentaba no caerse; el miela intentaba quitárselo de encima.

Alarmado por el fenómeno celestial, Eline Tal lo siguió, luchando por dominar a Veloz. Corría como el viento del sur, persiguiendo al otro animal.

Cuando Aoz Roon calmó finalmente al asustado miela, el ánimo tenebroso se le había ido. Rió sin alegría, acariciando a Gris y hablándole con una gentileza que no empleaba con los hombres. Lenta y firmemente, Batalix penetraba más en el disco de Freyr. La mordedura del phagor… las viejas leyendas le volvían a la mente; los centinelas no eran compañeros, sino enemigos condenados a devorarse uno a otro durante toda la eternidad.

Se inclinó hacia adelante y dejó que el animal eligiera el camino. ¿Por qué no? Podía regresar a Oldorando a gobernar como de costumbre. Pero, ¿sería el mismo lugar ahora que ella se había ido, esa perra? Dol era una pobre criatura insípida a quien nada importaba lo que él fuese. En el hogar sólo había peligro y decepción.

Torciendo la cabeza del miela, le obligó a proseguir a través de una maraña de arbustos espinosos y a aceptar de mala gana el azote de las ramas. La dislocación del mundo era demasiado profunda para que Aoz Roon pudiera medirla. Entre las ramas había cañas, hierbas y pajas. Tan abrumado se sentía que ignoró esta prueba de una reciente inundación.

El borde inferior de Batalix, que continuaba devorando a Freyr, ardía con un fuego plateado. Luego también Batalix fue eclipsado por las nubes oscuras que venían del este. La lluvia llegó y castigó con una fuerza creciente la vegetación cenicienta. Aoz Roon, con la cabeza gacha, continuó avanzando. La lluvia silbaba entre el follaje. Wutra mostraba su odio.

Aoz Roon espoleó al miela, salió de la espesura, y se detuvo; la densa hierba gorgoteaba bajo los cascos. Eline Tal se acercó lentamente desde atrás. La lluvia arreciaba y corría por la piel de los animales hasta el suelo. Mirando por debajo de las mojadas cejas, el señor de Embruddock vio que el terreno se elevaba a un costado, y que había árboles sobre un barranco rocoso. En la base habían construido una especie de refugio con piedras partidas. Más allá había una zona cenagosa, atravesada por cursos de agua. La lluvia hacía borrosa la escena; incluso el contorno del refugio era indistinto, aunque Aoz Roon alcanzó a ver las figuras que estaban de pie en la entrada.

Las figuras estaban inmóviles. Miraban. Tenían que haber estado allí desde mucho antes de que él las viera. Cuajo se detuvo, gruñendo.

Other books

Secrets of Surrender by Madeline Hunter
Alligator Bayou by Donna Jo Napoli
Terror in the Balkans by Ben Shepherd
The Legend of El Shashi by Marc Secchia
Hers to Choose by Patricia A. Knight