Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Todo el mundo era consciente de que aquél no sería un buen día para mí.
—Sí, muy bien. ¿Están listas las Hermanas?
Thelma puso los brazos en jarras.
—¿Han estado esas chicas listas para algo alguna vez en su vida?
Thelma llamaba «chicas» a las Hermanas por mucho que le doblaran la edad.
—¡Ethan! ¿Eres tú? —llamó una voz desde el cuarto de estar—. ¡Pasa! ¡Quiero que veas una cosa!
Era imposible anticipar de qué se trataba. Podían estar haciendo moldes de la revista Barras y Estrellas para una familia mapaches, o planeando a la cuarta boda de tía Prue, ¿o era la quinta? Por supuesto, existía una tercera posibilidad que no me paré a considerar, una en la que yo podría ser una parte implicada.
—Entra —dijo tía Grace haciéndome una indicación con la mano—. Mercy, dale pegatinas azules. —Tía Grace se estaba abanicando con un viejo programa de la iglesia, probablemente del funeral de alguno de sus maridos. Como mis tías no permitieron a los invitados quedarse con ninguno, la casa estaba llena—. Se las daría yo, pero tengo que cuidarme. A raíz del accidente sufro algunos achaques. — Desde la Feria del Condado no hablaba de otra cosa. La mitad del pueblo estaba enterado ya de su desmayo a fuerza de oír a mi tía contar que había sufrido una complicación casi mortal que obligaría a Thelma, tía Prue y tía Mercy a sustituirla en sus imprescindibles tareas hasta el fin de sus días.
—No, no. Ya te he dicho que las de Ethan son de color rojo. Dale las rojas, por favor —dijo tía Prue, que anotaba algo apresuradamente en una libreta de hojas amarillas.
Tía Mercy me dio un pliego con pegatinas redondas de color rojo.
—Y ahora, Ethan, mira a ver qué encuentras en este cuarto de estar que te gustes y le pones una pegatina roja. Venga, empieza ahora mismo —me instó con mirada inquisitiva, como si fuera a ofenderse por colocarle a ella una pegatina en la frente.
—¿Por qué tengo que hacerlo, tía Mercy?
Tía Grace descolgó de la pared la fotografía de un hombre con uniforme confederado.
—Este es Robert Charles Tyler, el último general rebelde que murió en la guerra de los estados. Dame una de esas pegatinas. Seguro que esto tiene algún valor.
Yo no tenía ni idea de qué se traían entre manos y me daba miedo preguntar.
—Tenemos que irnos. ¿Se han olvidado de que es el Día de Difuntos?
—Naturalmente que no —repuso tía Prue frunciendo el ceño—. Por eso estamos poniendo nuestras cosas en orden.
—Para eso son las pegatinas. Todo el mundo tiene su color: Thelma el amarillo, tú el rojo, tu padre el azul —explicó tía Mercy, y se interrumpió de pronto, como si hubiera perdido el hilo de lo que estaba diciendo.
Pero no: tía Prue la había silenciado con la mirada. No estaba de humor para interrupciones.
—Pon esas pegatinas en las cosas que te gusten. Así, cuando nos muramos, Thelma sabrá exactamente quién se queda con qué.
—Se nos ha ocurrido precisamente porque es Día de Difuntos —dijo tía Grace sonriendo con mucho orgullo.
—Yo no quiero nada. Además, ustedes no se están muriendo. —Dejé las pegatinas en la mesa.
—Ethan, el mes que viene va a venir Wade, que es más avaricioso que una zorra en un gallinero. Si no quieres quedarte sin nada, tienes que elegir tú antes.
Wade era el hijo ilegítimo de mi tío Landis, otro miembro de mi familia que nunca formaría parte del árbol genealógico de los Wate.
No tenía ningún sentido discutir con las Hermanas cuando insistían de ese modo, así que me pasé media hora poniendo pegatinas en sillas de comedor desparejadas y recuerdos de la Guerra de Sucesión. A pesar de eso, me quedó tiempo para aburrirme mientas las Hermanas se colocaban sus sombreros del Día de Difuntos. Escoger el más adecuado era muy importante. La mayoría de las damas de Gatlin se habían desplazado hasta Charleston semanas antes para adquirir los suyos. Al verlas subir la colina del cementerio con sus tocados de plumas de pavo real o rosas recién cortadas uno diría que iban a una fiesta campestre en lugar de a un camposanto.
La casa de mis tías estaba patas arriba. Probablemente, siguiendo órdenes de tía Prue, Thelma había sacado del ático todas las cajas llenas de ropa vieja, colchas y álbumes de fotos. Cogí un álbum y lo hojeé. Tenía las páginas marrones de lo viejas que estaban. Estaba lleno de fotos: tía Prue y sus maridos, tía Mercy ante su vieja casa de Dove Street, Wate’s Landing, mi casa, cuando mi abuelo era pequeño. En la última página había una mansión.
Ravenwood.
Pero no era la casa de Ravenwood que yo conocía, sino la que aparecía en el archivo de la Historical Society. Los cipreses jalonaban el paseo que conducía a la inmaculada barandilla y todas las columnas y contraventanas eran de un blanco reluciente. No había rastro de maleza ni de la cochambrosa escalera del Ravenwood de Macon. Bajo la foto había una leyenda cuidadosamente manuscrita:
Ravenwood Manor, 1865
Era el Ravenwood de Abraham.
—¿Qué estás mirando? —me preguntó tía Mercy, que llevaba el sombrero más grande y rosa que había visto en mi vida. Tenía una redecilla que cubría el rostro como un velo y adornaba el ala un pájaro muy poco realista metido en un nido. Al más pequeño movimiento de cabeza, el bicho aleteaba y parecía a punto de echar a volar. Como si Savannah y el resto de las animadoras no contaran ya con bastante munición con la que atacarme.
—Es un viejo álbum de fotos. Estaba encima de esta caja —dije entregándole el álbum al tiempo que me esforzaba por no mirar al pajarillo.
—¡Prudence Jane, tráeme las gafas!
Oí ruidos en el recibidor y al poco tía Prue apareció en la puerta con un sombrero igualmente grande y turbador, sólo que negro y con un velo sujeto al ala a su alrededor. Tía Prue parecía la madre de un jefe mafioso el día de su entierro.
—Si te las pusieras en el cuello como te he dicho mil veces…
O bien tía Mercy llevaba el audífono apagado o bien no hizo el menor caso a tía Prue.
—Mira lo que ha encontrado Ethan.
El álbum seguía abierto por la misma página. El Ravenwood del pasado seguía contemplándonos.
—Dios mío, la casa de un demonio como no ha existido otro igual. —Como todos los ancianos de Gatlin, las Hermanas estaban convencidas de que Abraham Ravenwood había sellado algún tipo de pacto con el Diablo para salvar la plantación de Ravenwood de la campaña de tierra quemada que en 1865 emprendió el general Sherman y en la que todas las demás plantaciones que jalonaban el río quedaron reducidas a cenizas. Si las Hermanas hubieran sabido cuán cerca estaban de la verdad—. Y no sólo se trata del mal que hizo —dijo tía Prue apartando el álbum de su vista.
—¿Qué quieres decir?
El noventa por cierto de lo que decían las Hermanas sólo eran tonterías, pero el otro diez por ciento merecía mucho la pena. Ellas me habían puesto al corriente de la existencia de Ethan Carter Wate, mi misterioso antepasado que murió en la Guerra de Sucesión. Tal vez supieran algo de Abraham Ravenwood.
—Nada bueno vamos a conseguir hablando de él —dijo tía Prue negando con la cabeza.
Tía Mercy, sin embargo, nunca resistía la tentación de oponerse a su hermana mayor.
—Mi abuelo decía que en la lucha entre el bien y el mal Abraham Ravenwood había optado en el bando equivocado y que tentó al destino. Se había conjurado con el Diablo, practicaba la magia, se comunicaba con los espíritus del mal.
—¡Mercy! ¡No digas más!
—¿Por qué? ¿Por qué no te gusta oír la verdad?
—¡No metas a la verdad en esta casa! —exclamó tía Prue muy nerviosa.
Tía Mercy me miró a los ojos.
—Pero el Diablo se volvió contra él en cuanto Abraham cumplió su mandato y cuando terminó con él no era ni la sombra de un hombre, sino otra cosa.
Las Hermanas opinaban que todo acto malvado, engañoso o criminal era obra del Diablo y a mí no se me pasaba por la cabeza convencerlas de lo contrario. Porque después de saber de lo que Abraham Ravenwood había sido capaz, era consciente de que era mucho más que depravado de lo que las Hermanas creían. Y sabía también que no tenía nada que ver con el Diablo.
—Eso son cuentos chinos, Mercy Lynne, y será mejor que dejes el tema antes de que Dios te fulmine aquí mismo y precisamente un día como hoy, Día de Difuntos —dijo tía Prue dando golpes con el bastón en la silla de ruedas de tía Mercy—. No quiero que me alcance ninguna bala perdida, ¿me oyes?
—¿No te parece que el chico está al corriente de que en Gatlin suceden cosas muy extrañas? —intervino tía Grace desde la puerta. También llevaba un sombrero espantoso, sólo que de color lavanda. Antes de nacer yo alguien había cometido el error de decirle que el lavanda era su color y casi todo lo que se ponía desde entonces se empañaba en desmentirlo—. ¿Qué sentido tiene poner la leche en la jarra cuando ya se ha derramado?
Tía Prue dio un fuerte golpe en el suelo con el bastón. Hablaban como Amma, con insinuaciones y verdades a medias, lo cual quería decir que sabían algo. Tal vez no que los Casters se paseaban por los Túneles que discurrían bajo su propia casa, pero algo.
—Algunos embrollos se solucionan con más facilidad que otros. Yo no quiero formar parte de este —dijo tía Prue saliendo de forma atropellada de la estancia—. Hoy no es el día indicado para hablar mal de los muertos.
Tía Grace se acercó. La cogí del brazo y la llevé hasta el sofá. Tía Mercy esperó a que el golpeteo del bastón de tía Prue resonase al fondo del pasillo.
—¿Se ha marchado ya? No tengo encendido el audífono.
—Me parece que sí —asintió tía Grace.
Las dos se inclinaron hacia mí como si fueran a comunicarse el código de lanzamiento de unos misiles nucleares.
—Si te cuento una cosa, ¿me prometes no decírsela a tu padre? Porque si lo haces, seguro que acabamos en el Hogar —dijo tía Mercy refiriéndose a la Residencia de Ancianos de Summerville, es decir, para las Hermanas, el séptimo círculo del infierno.
Tía Grace asintió con complicidad.
—¿Qué es? Prometo no decirle nada a mi padre.
—Prudence Jane se equivoca —dijo mi tía bajando la voz—. Abraham Ravenwood sigue vivo. Tan seguro que estoy aquí sentada.
Me dieron ganas de decirle que se habían vuelto locas. ¿Dos ancianas seniles que afirmaban haber visto a un hombre, o lo que la mayoría tenía por un hombre, a quien nadie había visto en cien años?
—¿Cómo que sigue vivo?
—Lo vi con mis propios ojos el año pasado. ¡Y en el cementerio de la iglesia precisamente! —confesó tía Mercy dándose aire con el pañuelo como si la mera idea fuera a provocarle un desmayo—. Los martes después de misa esperamos a Thelma delante de la iglesia porque tiene que enseñar estudios bíblicos a los metodistas, que está bajando por la misma calle. Pues bien, el martes pasado saqué del bolso a
Harlon James
para que pudiera estirar sus patitas, porque, como sabes, Prudence Jane me obliga a que lo lleve a todas partes, y en cuanto lo dejé en el suelo, echó a correr y dobló la esquina de la iglesia.
—Ya sabes que a ese perro la vida le importa tres pepinos —dijo tía Grace con gesto de preocupación.
Tía Mercy miró hacia la puerta antes de proseguir.
—El caso es que tuve que seguir al animal porque ya sabes lo chocha que está Prudence Jane con ese perro. Pues bien, me acerqué a la parte de atrás de la iglesia y en cuanto doblé la esquina para llamar a Harlon James, lo vi. ¡El mismísimo fantasma de Abraham Ravenwood en el cementerio que hay detrás de la iglesia! Al menos hay una cosa en la que esos progresistas de la iglesia redonda de Charleston tienen razón.
En Charleston decían que la iglesia redonda era redonda precisamente para que el Diablo no pudiera ocultarse en los rincones. Por mi parte, nunca señalé lo obvio, que normalmente el Diablo no tiene mayor problema en pasearse por el pasillo central de las iglesias, como, encarnado en algunas vecinas, hacía en la mayoría de las congregaciones locales de Gatlin.
—Yo también lo vi —dijo con voz muy baja tía Grace—. Y sé que era él porque hay un retrato suyo en la Historical Society, adonde voy a jugar al rummy con las chicas. En Founders Circle, la sala dedicada a los fundadores del pueblo, porque, como sabes, dicen que los Ravenwood fueron los primeros habitantes de Gatlin. Como que me llamo Grace que ese que vimos era Abraham Ravenwood.
Tía Mercy hizo callar a su hermana. Cuando tía Prue no estaba presente, la última palabra la tenía ella.
—Era él sin duda. Estaba con el chico de Silas Ravenwood. No Macon, el otro, Phinehas.
Recordé el nombre porque lo había visto en el árbol genealógico de la familia Ravenwood: Hunting Phinehas Ravenwood.
—¿Te refieres a Hunting?
—Nadie llamaba a ese chico por su nombre de pila. Lo llamaban Phinehas, que es un nombre bíblico. ¿Sabes qué significa? —me preguntó tía Grace haciendo una pausa dramática—. Lengua viperina.
Contuve la respiración por unos instantes.
—No hay error posible, era el fantasma de ese hombre. Y al buen Dios pongo por testigo de que nos marchamos de allí más aprisa que un gato escaldado. Ay, bien sabe el Señor que ya no soy capaz de correr así. Con estos achaques…
Las Hermanas estaban locas y las historias increíbles eran su seña de identidad. Nunca había forma de saber si lo que contaban era verdad o sólo una versión de la verdad. En todo caso, todas las versiones de aquella historia eran peligrosas. Por mi parte, no sabía que nos depararía todo aquello, pero si algo aprendí aquel año es que, en todo caso, acabaría por saberlo.
Lucille
maulló y arañó la puerta mosquitera. Supongo que con lo que había oído tenía bastante.
Harlon James
, que estaba debajo del sofá, gruñó. Por primera vez me pregunté qué no habrían visto aquel perro y aquella gata en esa casa al cabo de tanto tiempo.
Pero no todos los perros son como
Boo Radley
. A veces, un perro no es más que un perro y un gato no es más que un gato. Por si acaso, abrí la mosquitera y le puse a
Lucille
una pegatina roja en la frente.
S
I EN ESTE PUEBLO existe una fuente de información fiable, son los vecinos. En un día como aquel no había que buscar mucho para encontrar a casi todos en el mismo kilómetro cuadrado. El cementerio estaba abarrotado cuando llegamos —tarde, como siempre, por culpa de las hermanas: primero a
Lucille
no le daba la gana de subir al coche, luego tuvimos que parar en Gardens of Eden porque tía Prue quería comprar flores para todos sus difuntos maridos, pero ninguna de las flores le gustó y cuando por fin nos montamos otra vez en el coche, tía Mercy no me dejó pasar de treinta por hora—. Día de difuntos, una fecha que llevaba meses temiendo. Pero había llegado.