En la historia ha habido verdaderamente pocas naciones centro. Egipto fue una de ellas, y siguió siendo una nación centro hasta que la conquistó Alejandro Magno; incluso entonces conservó en parte su carácter central hasta que el Islam lo barrió. Mesopotamia podría haber sido una, durante algún tiempo, pero al contrario que Egipto, sus ciudades no pudieron unirse lo suficiente para controlar sus territorios. El resultado fue que acabaron barridas y gobernadas por sus naciones periféricas una y otra vez. El carácter de Mesopotamia le permitió asimilar culturalmente a sus conquistadores durante muchos años, hasta que acabó convirtiéndose en una provincia periférica dividida entre Roma y Partia. Como en el caso de Egipto, su papel central fue finalmente aplastado por el Islam. China llegó después a ocupar su lugar como nación centro, pero ha tenido un éxito sorprendente. El camino hacia la unidad fue largo y sangriento, pero una vez conseguida, esa unidad permaneció, si no políticamente, sí en el aspecto cultural. Los gobernantes de China, como los de Egipto, controlaron su territorio, pero rara vez intentaron y nunca consiguieron establecer un dominio a largo plazo sobre naciones verdaderamente extranjeras. Lleno de esta idea, y de otras que surgieron a partir de ella, concebí una conversación entre Wang-mu y Peter en la que ella le cuenta su idea de las naciones centro y las naciones periféricas. Fui a mi ordenador y escribí notas sobre este concepto, que incluían el siguiente fragmento:
Los pueblos centro no temen perder su identidad. Dan por hecho que todos los demás quieren ser como ellos, que su civilización es superior y que el resto son burdas imitaciones o errores pasajeros. La arrogancia, curiosamente, conduce a una sencilla humildad: no alardean de su fuerza porque no tienen necesidad de demostrar su superioridad. Se transforman sólo gradualmente y pretendiendo siempre no cambiar en absoluto.
Los pueblos periféricos, por otro lado, saben que no son la civilización superior. A veces saquean y roban y se quedan a gobernar (vikingos, mongoles, turcos, árabes), a veces experimentan transformaciones radicales para competir (griegos, romanos, japoneses) y a veces simplemente siguen siendo avergonzados segundones. Pero cuando están en alza son insufribles porque se sienten inseguros de su valor y deben por tanto alardear y hacer aspavientos y demostrárselo a sí mismos una y otra vez, hasta que por fin se sienten pueblos centro. Por desgracia, esa misma complacencia los destruye, porque no lo son y su creencia es equivocada. Los pueblos periféricos triunfantes no perduran, como Egipto o China, se difuminan, como hicieron los árabes, y los turcos, y los vikingos, y los mongoles después de sus victorias. Los japoneses se han convertido en un pueblo periférico permanente.
También especulé sobre América que, compuesta por refugiados de la periferia, se comportaba sin embargo como una nación centro, controlando (brutalmente) su territorio, pero flirteando sólo con la idea de imperio, contenta con ser el centro del mundo. Los americanos, al menos durante un tiempo, pecamos de la misma arrogancia que los chinos: al suponer que el resto del mundo quería ser como nosotros. Y me pregunté si, como con el islam, una idea poderosa había convertido a una nación periférica en una nación centro.
Igual que los árabes perdieron el control del nuevo centro islámico, que fue gobernado por los turcos, la cultura inglesa original de América podría también suavizarse o adaptarse, mientras la poderosa nación de América permanece en el centro; es una idea con la que todavía estoy jugando y cuya veracidad no estoy en condiciones de evaluar, ya que en gran parte sólo se conocerá en el futuro y de momento sólo cabe especular. Pero la idea de las naciones periféricas y las naciones centro sigue siendo intrigante o así lo creo, al menos tal como yo la entiendo.
Tras haber tomado notas, empecé a escribir el capítulo la noche siguiente. Wang-mu y Peter acababan de cenar en el restaurante, y estaba dispuesto a hacerles conocer a un personaje japonés por primera vez.
Pero eran las cuatro de la mañana. Mi esposa, Kristine, se despertó para cuidar a nuestra hija de un año, Zina; cogió el fragmento del capítulo y lo leyó.
Mientras me preparaba para dormir, también ella se quedó adormilada, pero entonces se despertó y me contó un sueño que había tenido en aquella cabezada momentánea. Había soñado que los japoneses de Viento Divino llevaban las cenizas de sus antepasados en diminutos camafeos o amuletos colgados del cuello; Peter se sentía perdido porque sólo tenía un antepasado y moriría cuando lo hiciera ese antepasado. Supe de inmediato que tenía que utilizar esa idea; entonces me metí en la cama, cogí de nuevo el libro de Oe, y empecé a leer.
Imaginen mi sorpresa, pues, cuando después de aquel primer párrafo referido a sus sentimientos hacia Escandinavia, Oe se puso a analizar la cultura y la literatura japonesas desarrollando exactamente la idea que se me había ocurrido tras leer aquellos párrafos referidos a Nils. Él, un hombre que ha estudiado los pueblos periféricos de Japón, sobre todo la cultura de Okinawa, concebía Japón como una cultura que corría el peligro de perder su centro. La literatura seria nipona, decía, estaba deteriorándose precisamente porque los intelectuales japoneses estaban «aceptando» y «descargando» ideas occidentales, (no porque creyeran en ellas sino llevados por la moda), e ignoraban aquellas poderosas ideas inherentes a la cultura Yamato (nativa japonesa) que daría a su país el poder para convertirse en una nación centro que aguantase. Incluso usó, finalmente, las palabras «centro» y «periferia» en esta frase:
Los escritores de posguerra, sin embargo, buscaron un camino diferente que llevara a Japón a un lugar que no estuviera en el centro del mundo, sino en la periferia (pp. 97-98).
Su argumento no era igual que el mío, pero la concepción de las palabras centro y periferia era armoniosa.
Me tomé bastante personalmente todas las inquietudes de Oe respecto a la literatura porque, como él, pertenezco a una cultura «periférica» que «acepta» y «descarga» ideas de la cultura dominante y que está en peligro de perder su fuerza centrípeta. Me refiero a la cultura mormona, que nació en la periferia de América y que desde hace tiempo es más americana que mormona. La literatura mormona supuestamente «seria» no ha consistido más que en imitaciones, casi siempre patéticas pero de vez en cuando de calidad decente, de la literatura «seria» de la América contemporánea, que en sí misma es decadente, derivada, y desesperanzadamente irrelevante, sin un público que crea en sus historias o se preocupe por ellas, e incapaz de una transformación auténtica de la comunidad. Y como Oe (o digamos que creo comprender a Oe correctamente en esto), puedo ver la redención (o, digamos, la-creación) de una auténtica literatura mormona a través del rechazo de la literatura americana «seria» de moda (en realidad, frívola) y su sustitución por una literatura que encaje con los criterios de Oe de
Junbungaku
:
El papel de la literatura, puesto que el hombre es obviamente un ser histórico, es crear un modelo de una era contemporánea que comprenda pasado y futuro, también un modelo de la gente que viva en esa era.
Lo que los escritores mormones «serios» jamás intentaron fue un modelo de la gente que vive en nuestra cultura en nuestra época. O, más bien, lo intentaron, pero nunca desde dentro: la pose del autor implicado (por usar el término de Wayne Booth) fue siempre escéptica y externa en vez de crítica e interna; creo que ninguna literatura nacional auténtica puede ser escrita por aquellos cuyos valores derivan de fuera de la cultura nacional.
Pero yo no escribo sólo, ni siquiera principalmente, literatura mormona. Con la misma frecuencia he sido escritor de ciencia ficción y he escrito ciencia ficción para la comunidad de lectores del genéro… también una cultura periférica, aunque trasciende las fronteras nacionales. También soy, para bien o para mal, un escritor americano que escribe literatura americana para un público americano. Pero principalmente soy un ser humano que escribe literatura humana para un público humano, como lo somos todos los que nos dedicamos a este negocio. En ocasiones, también esto me parece una cultura periférica. Nos empecinamos en unirlo todo mientras permanecemos solos, conjurarnos la muerte pero nos atrae irresistiblemente su poder, no queremos que se entrometan en nuestra vida pero nos entrometemos en la de los demás, guardamos nuestros secretos y contamos los de otros, nos consideramos únicos en un mundo de gente uniforme; somos totalmente diferentes de las plantas y del resto de los animales que, contrariamente a nosotros, conocen su sitio y que, si piensan en Dios, no imaginan que sea de su especie ni se consideran sus herederos. Qué peligrosos somos, como esos reinos de la periferia; cuán probable es que nos lancemos hacia fuera, hacia todos los reinos no conquistados en el esfuerzo de convertirnos en el centro después de todo.
Lo que Kenzaburo Oe pretende para la literatura japonesa, lo pretendo yo también para la literatura americana, para la literatura mormona, para la ciencia ficción, para la literatura humana. Pero no siempre se hace de la manera más obvia. Cuando Shusaku Endo explora el tema del significado de la vida frente a la muerte, reúne un conjunto de personajes del Japón contemporáneo, pero la magia, la ciencia y la religión no están lejos de su historia; aunque yo no pretendo ser un narrador de la categoría de Endo, ¿no he tratado los mismos temas y usado las mismas herramientas en esta novela? ¿No encaja
Hijos de la mente
como
Junbungaku
solamente porque está ambientada en el futuro? ¿Es mi novela
Niños perdidos
la única de mis obras que puede aspirar a ser considerada seria, y sólo en la medida en que es un fiel reflejo de la vida en 1983 en Greensboro, Carolina del Norte?
¿Debo atreverme a ir más allá de lo dicho por un premio Nobel y sugerir que se puede crear fácilmente «un modelo de una era contemporánea que comprenda pasado y futuro» por medio de una novela que describa concienzuda y fielmente una sociedad de otro tiempo y lugar, aunque contraste claramente con nuestra época? ¿Debo por el contrario declarar un anti
junbungaku
y atacar una idea con la que estoy de acuerdo y separarme de un objetivo que también yo persigo? ¿Es incompleta la visión de Oe de la literatura significativa? ¿o soy simplemente partícipe de literaturas periféricas, buscando el centro pero condenado a no llegar nunca a ese pacífico lugar que todo lo abarca?
Quizá por eso el Extranjero y el Otro son tan importantes en todas mis obras (a pesar de que nunca lo planeo al principio), aunque mis historias también recalcan la importancia del Miembro y el Familiar; pero no es, a su modo, un modelo de la época contemporánea que abarque pasado y futuro; ¿no soy yo, con mis propias contradicciones internas entre dentro y fuera, miembro y desconocido, un modelo de la gente de nuestra época? ¿Sólo hay un escenario donde un autor pueda contar historias verdaderas?
Cuando leo
Río profundo
, de Shusaku Endo, soy un extranjero en su mundo. Cosas que suenan a los lectores japoneses, que asienten y dicen: «Sí, así fue, así es para nosotros», son extrañas para mí, y digo: «¿Es así como lo experimentaron? ¿Es así como lo sienten?». ¿No saco tanto de la lectura de una novela que describe la edad contemporánea de otra persona? ¿No aprendo tanto de Austen como de Tyler; de Endo como de Russo? ¿No me es el mundo del Extranjero y del Otro igualmente vital para comprender lo que significa ser humano en el mundo en el que vivo? ¿No me es entonces posible crear un mundo futuro inventado tan evocador para los lectores contemporáneos como los ambientes que describen los escritores de otra época o lugar?
Quizá todos los ambientes descritos son igualmente el producto de la imaginación, vivamos en ellos o los inventemos. Quizás a otro japonés,
Río profundo
le resulte casi tan extraña como a mí, porque el propio Endo es inevitablemente diferente de cualquier otro japonés, Quizá todo escritor que construye concienzudamente un mundo ficticio crea inevitablemente un reflejo de su propio tiempo y, sin embargo, también un mundo que nadie más que él ha visitado jamás; sólo los detalles triviales, como algunos nombres, fechas o personas famosas, separan el universo inventado de
Hijos de la mente
del universo «real» descrito en
Río profundo
. Lo que Endo consigue es lo mismo a lo que yo aspiro: ambos pretendemos dar al lector una experiencia convincente de la realidad, taladrando la concha del detalle y penetrando en la estructura de causa y significado que siempre esperamos pero nunca experimentamos en el mundo real. Causa y significado son siempre imaginados, no importa lo concienzudamente que creemos «un modelo de una época contemporánea». Pero si imaginamos bien, y no simplemente «aceptamos» y «descargamos» la cultura moderna que nos rodea, ¿no creamos
junbungaku
?
No creo que las herramientas de la ciencia ficción sean menos adecuadas para la tarea de crear
junbungaku
que las herramientas de la literatura seria contemporánea aunque, por supuesto, quienes empleamos esas herramientas no aprovechemos todo su potencial. Pero puede que me engañe en esto o que mi propia obra sea demasiado floja para demostrar de lo que es capaz nuestra literatura. Una cosa es segura: en la comunidad de lectores de ciencia ficción hay tantos pensadores y exploradores serios de la realidad como en cualquier otra comunidad literaria de la que yo haya formado parte. Si una gran literatura exige un gran público, ese público está ya ahí, dispuesto, y cualquier fracaso en conseguir esa literatura hay que achacarlo al escritor.
Así que continuaré intentando crear
junbungaku
, comentando la cultura contemporánea de forma alegórica o simbólica como hacemos todos los escritores de ciencia ficción, conscientemente o no. Son otros quienes tienen que decidir si alguna de mis obras consigue el status de auténtica seriedad que propugna Oe, pues a pesar de la calidad del escritor, ha de haber también un público que reciba la obra antes de que tenga ningún poder transformador. Dependo de un público vigoroso capaz de descubrir dulzura y luz, belleza y verdad, más allá de la habilidad del artista para crearlas por su cuenta.