Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España (3 page)

Capítulo II: Cómo descubrimos la provincia de Yucatán

En ocho días del mes de febrero del año de mill y quinientos y diez y siete salimos de la Habana, del puerto de Axaruco, que está en la banda del norte, y en doce días doblamos la punta de Santo Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama Tierra de los Gunahataveyes, que son unos indios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con gran riesgo de nuestras personas, porque en aquella sazón nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder, y desque abonanzó, siguiendo nuestra navegación, pasados veinte e un días que habíamos salido del puerto, vimos tierra, de que nos alegramos y dimos muchas gracias a Dios por ello. La cual tierra jamás se había descubierto ni se había tenido noticia della hasta entonces, y desde los navíos vimos un gran pueblo que, al parecer, estaría de la costa dos leguas, y viendo que era gran poblazón y no habíamos visto en la isla de Cuba ni en la Española pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cairo. Y acordamos que con los dos navíos de menos porte se acercasen lo más que pudiesen a la costa para ver si habría fondo para que pudiésemos anclar junto a tierra; y una mañana, que fueron cuatro de marzo, vimos venir diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, llenas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes y de maderos gruesos y cavados de arte que están huecos; y todas son de un madero y hay muchas dellas en que caben cuarenta indios.

Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las diez canoas cerca de nuestros navíos, con señas de paz que les hicimos, y llamándoles con las manos y capeando para que nos viniesen a hablar, porqué entonces no teníamos lenguas que entendiesen la de Yucatán y mejicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos. Y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se querían tornar en sus canoas y irse a su pueblo; que para otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra. Y venían estos indios vestidos con camisetas de algodón como jaquetas, y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman masteles, y tuvímoslos por hombres de más razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con las vergüenzas de fuera, eceto las mujeres, que traían hasta los muslos unas ropas de algodón, que llaman naguas.

Volvamos a nuestro cuento. Otro día por la mañana volvió el mesmo cacique a nuestros navíos y trujo doce canoas grandes, ya he dicho que se dicen piraguas, con indios remeros, y dijo por señas, con muy alegre cara y muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hobiésemos menester, y que en aquellas sus canoas podíamos saltar en tierra; entonces estaba diciendo en su lengua: «Cones cotoche, cones cotoche», que quiere decir: Andad acá, a mis casas. Por esta causa pusimos por nombre aquella tierra Punta de Cotoche, y ansí está en las cartas de marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los demás soldados los muchos halagos que nos hacía aquel cacique, fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos y en el uno de los más pequeños y en las doce canoas saltásemos en tierra todos de una vez, porque vimos la costa toda llena de indios que se habían juntado de aquella población: y ansí salimos todos de la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez por señas al capitán que fuésemos con él a sus casas, y tantas muestras de paz hacía, que, tomando el capitán consejo para ello, acordóse por todos los más soldado, que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas, y comenzamos a caminar por donde el cacique iba con otros muchos indios que le acompañaban. E yendo desta manera, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces el cacique para que saliesen a nosotros unos escuadrones de indios de guerra que tenía en celada para nos matar; y a las voces que dio, los escuadrones vinieron con gran furia y presteza y nos comenzaron a flechar de arte que de la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón que les daba a las rodillas, y lanzas, y rodelas, y arcos, y flechas, y hondas, y mucha piedra, y con sus penachos, y luego, tras las flechas, se vinieron a juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas quiso Dios que luego les hicimos huir, como conoscieron el buen cortar de nuestras espadas y de las ballestas y escopetas; por manera que quedaron muertos quince dellos. Y un poco más adelante donde nos dieron aquella refriega estaba una placeta y tres casas de cal y canto que eran cues y adoratorios donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios, y otros como de mujeres, y otros de otras malas figuras, de manera que, al parecer, estaban haciendo sodomías los unos indios con los otros, y dentro, en las casas, tenían unas arquillas chicas de madera y en ellas otros ídolos, y unas patenillas de medio oro y lo más cobre, y unos pinjantes, y tres diademas, y otras pecezuelas de pescadillos y ánades de la tierra, y todo de oro bajo. Y desque lo hobimos visto, ansí el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos por que habíamos descubierto tal tierra; porque en aquel tiempo ni era descubierto el Perú ni aun se descubrió de ahí a veinte años. Y cuando estábamos batallando con los indios, el clérigo González, que iba con nosotros, se cargó de las arquillas e ídolos y oro, y lo llevó al navío. Y en aquellas escaramuzas prendimos dos indios, que después que se bautizaron se llamó el uno Julián y el otro Melchior, y entrambos eran trastabados de los ojos. Y acabado aquel rebato nos volvimos a los navíos y seguimos la costa adelante descubriendo hacia do se pone el sol, y después de curados los heridos dimos velas. Y lo que más pasó adelante lo diré.

Capítulo III: Cómo seguimos la costa adelante hacia el poniente, descubriendo puntas y bajos y ancones y arrecifes

Creyendo que era isla, como nos lo certificaba el piloto Antón de Alaminos, íbamos con muy gran tiento, de día navegando y de noche al reparo, y en quince días que fuimos desta manera vimos desde los navíos un pueblo, y al parecer algo grande; y había cerca dél gran ensenada y bahía; creímos que habría río o arroyo donde pudiésemos tomar agua, porque teníamos gran falta della, a causa de las pipas y vasijas que traíamos, que no venían estancas, porque como nuestra armada era de hombres pobres, y no teníamos oro cuanto convenía para comprar buenas vasijas y cables, faltó el agua, y hobimos de saltar en tierra junto al pueblo, y fue un domingo de Lázaro, y a esta causa posimos aquel pueblo por nombre Lázaro, y ansí está en las cartas de marear, y el nombre propio de indios se dice Campeche. Pues para salir todos de una barcada acordamos de ir en el navío más chico y en los tres bateles con nuestras armas, no nos acacciese como en la Punta de Cotoche. Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos anclados más de una legua de tierra y fuimos a desembarcar cerca del pueblo. Y estaba allí un buen pozo de agua, donde los naturales de aquella población bebían, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos, y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. E ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios, con buenas mantas de algodón y de paz y a lo que parescía debían de ser caciques, y nos dicen por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y nos señalaron con las manos que si veníamos de donde sale el sol, y decían: «Castilan, castilan», y no miramos en lo de la plática del «castilan». Y después destas pláticas nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estovimos tomando consejo si iríamos o no, y acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso. Y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras grandes y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre, y en otra parte de los ídolos tenían unos como a manera de señales de cruces, y todo pintado, de lo cual nos admirarnos como cosa nunca vista ni oída. Y según paresció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios para que les diesen victoria contra nosotros, y andaban muchas indias riéndose y holgándose, y al parecer muy de paz; y como se juntaban tantos indios, temimos no hubiese alguna zalagarda como la pasada de Cotoche. Y estando desta manera vinieron otros muchos indios, que traían muy ruines mantas, cargados de carrizos secos y los pusieron en un llano, y luego, tras éstos, vinieron dos escuadrones de indios flecheros, con lanzas y rodelas y hondas y piedras, y con sus armas de algodón, y puestos en concierto, y en cada escuadrón su capitán, los cuales se apartaron poco trecho de nosotros; y luego en aquel instante salieron de otra casa, que era su adoratorio de ídolos diez indios que traían las ropas de mantas de algodón largas, que les daban hasta los pies, y eran blancas, y los cabellos muy grandes, llenos de sangre revuelta con ellos, que no se pueden desparcir ni aun peinar si no se cortan; los cuales indios eran sacerdotes de ídolos que en la Nueva España comúnmente se llamaban papas, y ansí los nombraré de aquí adelante. Y aquellos papas nos trujeron sahumerios, como a manera de resina, que entre ellos llaman copal, y con braseros de barro llenos de ascuas nos comenzaron a sahumar, y por señas nos dicen que nos vamos de sus tierras antes que aquella leña que allí tienen junta se ponga fuego y se acabe de arder; si no, que nos darán guerra y matarán. Y luego mandaron pegar fuego a los carrizos y se fueron los papas, sin más nos hablar. Y los que estaban apercebidos en los escuadrones para nos dar guerra comenzaron a silbar y a tañer sus bocinas y atabalejos. Y desque los vimos de aquel arte y muy bravosos, y de lo de la Punta de Cotoche aún no teníamos sanas las heridas, y aun se nos hablan muerto dos soldados, que echamos a la mar, y vimos grandes escuadrones de indios sobre nosotros, tuvimos temor y acordamos con buen concierto de imos a la costa, y comenzamos a caminar por la playa adelante hasta llegar cerca de un peñol que está en la mar. Y los bateles y el navío chico fueron la costa tierra a tierra con las pipas y vasijas de agua, y no nos osamos embarcar junto al pueblo donde habíamos desembarcado, por el gran número de indios que allí estaban aguardándonos, porque tuvimos por cierto que al embarcar nos darían guerra. Pues ya metida nuestra agua en los navíos y embarcados, comenzamos a navegar seis días con sus noches con buen tiempo, y volvió un Norte, que es travesía en aquella costa, que duró cuatro días con sus noches, que estuvimos para dar al través; que tan recio temporal había que nos hizo anclar, y se nos quebraron dos cables, que iba ya garrando el un navío. ¡Oh en qué trabajo nos vimos, en ventura de que si se quebrara el cable íbamos a la costa perdidos, y quiso Dios que se ayudaron con otras maromas y guindalesas! Pues ya reposado el tiempo, seguimos nuestra costa adelante, llegándonos a tierra cuanto podíamos para tornar a tomar agua, que, como ya he dicho, las pipas que traíamos no venían estancas, sino muy abiertas, y no había regla en ello; y como íbamos costeando creíamos que doquiera que saltásemos en tierra la tomaríamos de jagueyes o pozos que cavaríamos. Pues yendo nuestra derrota adelante, vimos desde los navíos un pueblo, y antes de él, obra de una legua había una ensenada, que parescía río o arroyo, y acordamos de surgir; y como en aquella costa mengua mucho la mar y quedan muy en seco los navíos, por temor dello surgimos más de una legua de tierra, y en el navío menor, con todos los bateles, saltamos en aquella ensenada, sacando todas nuestras vasijas para tomar agua, y con muy buen concierto de armas y ballestas y escopetas salimos en tierra a poco más de mediodía, y habría desde el pueblo adonde desembarcamos obra de una legua, y allí junto había unos pozos y maizales y caseríos de cal y canto; llámase este pueblo Potonchan. Henchimos nuestras pipas de agua, mas no las podimos llevar con la mucha gente de guerreros que cargó sobre nosotros. Y quedarse ha aquí, y adelante diré de las guerras que nos dieron.

Capítulo IV: De las guerras que allí nos dieron estando en las estancias y maizales por mí ya dichos

Tomando nuestra a a vinieron por la costa muchos escuadrones de indios del pueblo Potonchan (que ansí se dice), con sus armas de algodón que les daba a la rodilla, y arcos y flechas y lanzas y rodelas y espadas que parescen de a dos manos, y hondas y piedras, y con sus penachos, de los que ellos suelen usar; las caras pintadas de blanco y prieto y enalmagrado, y venían callando, y se vienen derechos a nosotros, como que nos venían a ver de paz, y por señas nos dijeron que si veníamos de donde sale el sol, y respondimos por señas que de donde sale el sol veníamos. Y paramos entonces en las mientes y pensar qué podían ser aquellas pláticas que nos dijeron agora y habían dicho los de Lázaro; mas nunca entendimos al fin lo que decían. Sería cuando esto pasó y se juntaron a la hora de las Avemarías, y fuéronse a unas caserías que estaban cerca, y nosotros pusimos velas y escuchas y buen recaudo, porque no nos pareció bien aquellas juntas de gentes de aquella manera. Pues estando velando toda la noche oímos venir gran escuadrón de indios de las estancias y del pueblo, y todos de guerra; y desque aquello sentimos, bien entendido teníamos que no se juntaban para hacemos ningún bien, y entramos en acuerdo para ver lo que haríamos, y unos soldados daban por consejo que nos fuésemos luego a embarcar. Y como en tales casos suele acaescer, unos dicen uno y otros dicen otro, hubo parecer de todos los más compañeros que si nos íbamos a embarcar, como eran muchos indios, darían en nosotros y habría riesgo en nuestras vidas, y otros éramos de acuerdo que diésemos esa noche en ellos, que, como dice el refrán, que quien acomete, vence; y también nos pareció que para cada uno e nosotros había sobre docientos indios. Y estando en estos conciertos amaneció, y dijimos unos soldados a otros que estuviésemos con corazones muy fuertes para pelear y encomendándolo a Dios y procurar de salvar nuestras vidas. Ya de día claro vimos venir por la costa muchos más indios guerreros con sus banderas tendidas y penachos y atambores, y se juntaron con los primeros que habían venido la noche antes, y luego hicieron sus escuadrones y nos cercaron por todas partes, y nos dan tales rociadas de flechas y varas y piedras tiradas con hondas, que hirieron sobre ochenta de nuestros soldados, y se juntaron con nosotros pie con pie, unos con lanzas y otros flechando, y con espadas de navajas, que parece que son de hechura de dos manos, de arte que nos traían a mal andar, puesto que les dábamos muy buena priesa de estocadas y cuchilladas, y las escopetas y ballestas que no paraban, unas tirando y otras armando. Ya que se apartaron algo de nosotros, desde que sentían las grandes cuchilladas y estocadas que les dábamos, no era lejos, y esto por nos flechar y tirar a terrero a su salvo. Y cuando estábamos en esta batalla y los indios se apedillaban, decían: «Al Calachumi, Calachumi», que en su lengua quiere decir que arremetiesen al capitán y le matasen; y le dieron diez flechazos, y a mí me dieron tres, y uno dellos fue bien peligroso, en el costado izquierdo, que me pasó lo hueco, y a todos nuestros soldados dieron grandes lanzadas, y a dos llevaron vivos, que se decía el uno Alonso Boto y otro era un portugués viejo. Y viendo nuestro capitán que no bastaba nuestro buen pelear, y que nos cercaban tantos escuadrones, y que venían muchos más de refresco del pueblo y les traían de comer y beber y muchas flechas, y nosotros todos heridos a dos y a tres flechazos, y tres soldados atravesados los gaznates de lanzadas, y el capitán corriendo sangre de muchas partes, ya nos habían muerto sobre cincuenta soldados, y viendo que no teníamos fuerzas para sustentarnos ni pelear contra ellos, acordamos con corazones muy fuertes romper por medio sus batallones y acogernos a los bateles que teníamos en la costa, questaban muy a mano; el cual fue buen socorro. Y hechos todos nosotros un escuadrón, rompimos por ellos; pues oír la grita y silbos y vocería y priesa que nos daban de flechazos y a manteniente con sus lanzas, hiriendo siempre en nosotros. Pues otro daño tuvimos: que como nos acogimos de golpe a los bateles y éramos muchos, no nos podíamos sustentar y íbanse a fondo, y como mejor podimos, asidos a los bordes y entre dos aguas, medio nadando, llegamos al navío de menos porte, que ya venía con gran priesa a nos socorrer, y al embarcar hirieron muchos de nuestros soldados, en especial a los que iban asidos a las popas de los bateles, y les tiraban a terrero, y aun entraban en la mar con las lanzas y daban a mantiniente, y con mucho trabajo quiso Dios que escapamos con las vidas de poder de aquellas gentes. Pues ya embarcados en los navíos, hallamos que faltaban sobre cincuenta soldados, con los dos que llevaron vivos, y cinco echamos en la mar de ahí a pocos días, que se murieron de las heridas y de gran sed que pasábamos. Y estuvimos peleando en aquellas batallas obra de un hora. Llámase este pueblo Potonchan, y en las cartas del marcar le pusieron por nombre los pilotos y marineros Costa de Mala Pelea. Y desque nos vimos en salvo de aquellas refriegas, dimos muchas gracias a Dios . Pues cuando nos curábamos los soldados las heridas se quejaban algunos dellos del dolor que sentían, que como se hablan resfriado y con el agua salada. estaban muy hichados, y ciertos soldados maldecían al piloto Antón de Alaminos y a su viaje y descubrimiento de isla, porque siempre porfiaba que no era tierra firme. Donde lo dejaré y diré lo que más nos acaeció.

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