Authors: Marqués de Sade
Y la vieja regresa corriendo al lado de su ama.
Por acostumbrado que esté al crimen, es raro que la noticia de su cumplimiento no asuste al que acaba de cometerlo. Este terror venga a la virtud: es el instante en que recupera sus derechos. Gemande sale desorientado, se olvida de cerrar las puertas. Me aprovecho de la circunstancia, por más debilitada que esté por un ayuno de más de cuarenta horas y por una sangría: me precipito fuera de mi calabozo, todo está abierto, atravieso los patios, y ya estoy en el bosque sin que nadie me haya descubierto. «Adelante», me dije, «adelante con valor; si el fuerte desprecia al débil, existe un Dios poderoso que protege a éste y que no le abandona jamás.» Pletórica con estas ideas, avanzo con ardor, y antes de que la noche se cierre, me encuentro en una choza a cuatro leguas del castillo. Me restaba un poco de dinero, me hice cuidar lo mejor que pude: unas pocas horas me restablecieron. Salí de allí al arrancar el día, y habiéndome hecho indicar el camino, y renunciando a todos los proyectos de denuncias, tanto antiguas como nuevas, me encaminé hacia Lyon adonde llegué al octavo día, muy débil, muy enferma, pero afortunadamente sin ser perseguida. Allí sólo pensé en restablecerme antes de llegar a Grenoble, donde siempre había pensado que me aguardaba la felicidad.
Un día que hojeaba por casualidad una gaceta extranjera, ¡cuál no sería mi sorpresa al reconocer una vez más en ella el crimen coronado, y descubrir en lo más alto a uno de los principales autores de mis males! Rodin, aquel cirujano de Saint–Marcel, aquel infame que me había castigado tan cruelmente por haber querido evitarle el asesinato de su hija, acababa, decía el diario, de ser nombrado primer cirujano de la emperatriz de Rusia, con unos emolumentos considerables. «¡Que sea afortunado el malvado», me dije, «que lo sea, ya que así lo quiere la Providencia! Y tú, desdichada criatura, sufre, sufre sin quejarte, ya que está dicho que las tribulaciones y las penas deben ser el espantoso patrimonio de la virtud; no importa, jamás me cansaré de ella.»
No habían terminado todavía para mí esos ejemplos sorprendentes del triunfo de los vicios, ejemplos tan descorazonadores para la virtud, y la prosperidad del personaje que estaba a punto de reencontrar tenía que contrariarme y sorprenderme más que cualquier otra, sin duda, ya que era uno de los hombres de los que había recibido los más sangrantes ultrajes. Sólo me ocupaba ya de mi partida, cuando recibí una noche un billete que me fue entregado por un lacayo vestido de gris, absolutamente desconocido por mí; al entregármelo, me dijo que su amo le había encarecido que obtuviera sin falta una respuesta mía. El billete decía así:
«Un hombre que tiene algunas deudas con vos, que cree haberos reconocido en la plaza de Bellecour, arde en deseos de veros y reparar su conducta: apresuraos a encontrarle; tiene cosas que deciros, que tal vez le absolverán de lo que os debe».
El billete no iba firmado, y el lacayo no daba mayores explicaciones. Después de comunicarle que estaba decidida a no responder nada si no sabía quién era su amo, me dijo:
–Es el señor de Saint–Florent, señorita. Tuvo el honor de conoceros hace tiempo en los alrededores de París. Según dice, le prestasteis unos servicios de los que arde en deseos de compensaros. Ahora está a la cabeza del comercio de esta ciudad, y disfruta a la vez de una consideración y de un patrimonio que le ponen en la situación de demostraros su gratitud. Os espera.
No tardé en tomar una decisión. Si este hombre no tenía buenas intenciones conmigo, me decía, ¿sería verosímil que me escribiera, que me hablara de esta manera? Siente remordimientos por sus infamias anteriores, recuerda con espanto haberme arrancado lo que yo más quería, y haberme reducido, por el encadenamiento de sus horrores, al más cruel estado en que pueda hallarse una mujer... Sí, sí, no hay duda, son remordimientos, sería culpable hacia el Ser supremo si no me prestara a aplacarlos. ¿Me hallo en situación, además, de rechazar la ayuda que se presenta? ¿No debo más bien apresurarme a coger todo lo que se me ofrece para consolarme? Este hombre quiere verme en su mansión: su fortuna debe rodearle de personas delante de las cuales se respetará demasiado para atreverse a faltarme una vez más, y en el estado en que me hallo, ¡Dios mío!, ¡puedo inspirarle otra cosa que conmiseración? Aseguré, pues, al lacayo de Saint–Florent que a las once de la mañana del día siguiente tendría el placer de ir a saludar a su amo, que lo felicitaba por los favores que había recibido de la Fortuna, que estaba muy lejos de haberme tratado a mí como a él.
Regresé a la posada, pero tan preocupada por lo que quería contarme aquel hombre que no pegué ojo en toda la noche. Llego finalmente a la dirección indicada: una mansión soberbia, una multitud de lacayos, las miradas humillantes de esta rica canalla sobre el infortunio que desprecia, todo ello se impone y estoy a punto de retirarme, cuando el mismo lacayo que me había hablado la víspera me aborda y me conduce, tranquilizándome, a un suntuoso gabinete donde reconozco perfectamente a mi verdugo, aunque entonces con cuarenta y cinco años de edad, y cerca de nueve sin haberlo visto. No se levanta en absoluto, pero ordena que nos dejen solos, y me indica con un gesto
que vaya a sentarme en una silla al lado del vasto sillón que lo contiene.
–He querido volverte a ver, hija mía –dijo, con el tono humillante de la superioridad–, no porque crea tener grandes deudas contigo, ni porque una molesta reminiscencia me obligue a unas reparaciones de las cuales me creo por encima; sino porque recuerdo que en el escaso tiempo en que nos conocimos, me demostraste tu inteligencia: la necesitarás para lo que voy a proponerte, y si aceptas, la necesidad que entonces tendré de ti te permitirá encontrar en mi fortuna los recursos que te son necesarios, y que en vano podrías contar sin eso.
Quise contestar con algunos reproches a la frivolidad de este comienzo; Saint–Florent me impuso silencio. –Dejemos a un lado lo ocurrido –me dijo–, es la historia de las pasiones, y mis principios me llevan a creer que ningún freno debe detener su fogosidad; cuando hablan, hay que servirlas, ésa es mi ley. Cuando los ladrones con los que estabas me atraparon, ¿me viste quejarme de mi suerte? Consolarse y actuar astutamente, si se es el más débil, disfrutar de todos sus derechos si se es el más fuerte, ése es mi sistema. Tú eras joven y bonita, Thérèse, nos hallábamos en el fondo de un bosque, no hay voluptuosidad en el mundo que inflame mis sentidos como la violación de una virgen: lo eras, te violé; es posible que hubiera hecho algo peor, si lo que intentaba no hubiera tenido éxito, y tú me hubieras puesto resistencia. Pero te robé, te dejé sin recursos en plena noche, en un camino peligroso; dos motivos provocaron este nuevo delito: necesitaba dinero, no lo tenía; en cuanto a la otra razón que pudo llevarme a esta actitud, te la explicaría inútilmente, Thérèse, y no la entenderías. Sólo los seres que conocen el corazón del hombre, que han estudiado sus dobleces, que han desenredado los rincones más impenetrables de este dédalo oscuro, podrían explicarte esta especie de extravío.
–¡Cómo, señor!, os había ofrecido dinero... acababa de haceros un favor... ser pagada por todo lo que había hecho por vos con una traición tan negra... ¿decís que es algo que puede entenderse, que puede justificarse?
–¡Pues sí, Thérèse, pues sí! La prueba de que es algo que puede justificarse es que al acabar de robarte, de maltratarte... (porque te pegué, Thérèse), ¡pues bien!, a veinte pasos de allí, pensando en el estado en que te dejaba, reencontré inmediatamente en esas ideas fuerzas para nuevos ultrajes, que, sin eso, tal vez jamás hubiera hecho. Tú sólo habías perdido una de tus primicias... ya me iba, retrocedí, y te hice perder la otra... ¡Así que es cierto que en determinadas almas la voluptuosidad puede nacer en el seno del crimen! ¿Qué digo? Lo cierto es que sólo el crimen la despierta y determina, y que no existe una sola voluptuosidad en el mundo que no inflame y que no mejore...
–¡Oh, señor, qué horror!
–¿Acaso no podía cometer otro mayor?... Estuve a punto, te lo confieso; pero estaba convencido de que ibas a quedar reducida a los últimos extremos: esta idea me satisfizo, te abandoné. Dejemos eso, Thérèse, y pasemos al objeto que me ha hecho desear verte.
»Este gusto increíble que siento por las dos virginidades de una jovencita no me ha abandonado en absoluto, Thérèse –continuó Saint–Florent ; ocurre con esto como con todos las restantes extravíos del libertinaje: cuanto más envejeces, más fuerza adquieren; de los antiguos delitos nacen nuevos deseos, y nuevos crímenes de estos deseos. Todo eso carecería de importancia, querida, si lo que se utiliza para satisfacerlo no fuera en sí mismo muy culpable. Pero como la necesidad del mal es el primer móvil de nuestros caprichos, cuanto más criminal es lo que nos empuja, más excitados nos sentimos. Una vez ahí, sólo deploramos la mediocridad de los medios: cuanto más se extiende su atrocidad, más excitante se vuelve nuestra voluptuosidad, y más nos hundimos así en el cenagal sin el más leve deseo de salir de él.
»Es mi historia, Thérèse; cada día, mis sacrificios precisan dos jovencitas. ¿He disfrutado?, no sólo no vuelvo a ver los objetos, sino que se hace incluso esencial para la absoluta satisfacción de mis fantasías que estos objetos salgan inmediatamente de la ciudad: saborearía mal los placeres del día siguiente si imaginara que las víctimas de la víspera siguen respirando el mismo aire que yo. El medio de liberarme de ellas es fácil. ¿Lo creerías, Thérése? Son mis excesos los que llenan el Languedoc y la Provenza de la multitud de objetos de libertinaje que encierra su seno:
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una hora después de que estas jovencitas me hayan servido, unos emisarios de confianza las embarcan y las venden a las alcahuetas de Nîmes, de Montpellier, de Toulouse, de Aix y de Marsella. Este comercio, en el que llevo dos tercios del beneficio, me compensa ampliamente de lo que los sujetos me cuestan, y así satisfago dos de mis más queridas pasiones, la lujuria y la codicia. Pero los descubrimientos y las seducciones me dan trabajo; además, la clase de sujetos es extremadamente importante para mi lubricidad: quiero que todas ellas procedan de estos asilos de la miseria en los que la necesidad de vivir y la imposibilidad de conseguirlo, absorbiendo el valor, el orgullo y la delicadeza, enervando finalmente el alma, determina, en la esperanza de una subsistencia indispensable, a todo lo que parece tener que asegurarla. Hurgo despiadadamente en todos estos reductos: no puedes imaginar lo que me dan. Voy más lejos, Thérèse: la actividad, la industria, un poco de bienestar, enfrentándose a mis sobornos, me arrebatarían una gran parte de los sujetos; yo opongo a estos escollos el crédito de que disfruto en esta ciudad, provoco unas oscilaciones en el comercio, o unas carestías en los víveres, que, multiplicando las clases de pobreza, quitándole por una parte los medios de trabajo, y dificultándole por otra los de la vida, aumentan en proporción igual la suma de los sujetos que la miseria me entrega. La astucia es conocida, Thérèse: estas escaseces de leña, de trigo y de otros comestibles, que han estremecido a París durante tantos años, no tenían otro objetivo que los que me animan; la avaricia, el libertinaje, estas son las pasiones que, desde el seno de los dorados artesonados, tienden una maraña de redes hasta el humilde techo del pobre. Pero, por mucha habilidad que ponga en práctica para apretar por un lado, si mis manos diestras no arrancan rápidamente del otro, me quedo sin nada que llevarme a la boca, y la máquina funciona tan mal como si yo no agotara mi imaginación en recursos y mi crédito en operaciones. Así que necesito una mujer lista, joven, inteligente, que, habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de seducir a las que transitan por ellos; una mujer cuya mirada penetrante adivine la adversidad en sus géneros más tenebrosos, y cuya mente sobornadora decida a las víctimas a escapar de la opresión por los medios que yo presento; una mujer inteligente finalmente, tan carente de escrúpulos como de piedad, que no descuide nada para triunfar, ni siquiera cortar los escasos recursos que, apoyando todavía la esperanza de estas infortunadas, les impide decidirse. Yo tenía una excelente, y segura: acaba de morir. Es imposible imaginar hasta donde llevaba esta inteligente criatura su desvergüenza; no solamente aislaba a esas miserables hasta el punto de obligarlas a acudir a implorarlas de rodillas, sino que si esos medios no aparecían con suficiente rapidez para acelerar su caída, la malvada no vacilaba en robarlas. Era un tesoro: yo sólo necesito dos sujetos por día, ella me hubiera dado diez, de haberlos querido. Se deducía de ahí que yo tenía las mejores opciones, y que la superabundancia de materia prima de mis operaciones me compensaba de la mano de obra. A esa mujer hay que sustituir, querida; tendrás cuatro a tus órdenes, y dos mil escudos de emolumentos: ya te lo he dicho, contesta, Thérèse, y sobre todo que unas quimeras no te impidan aceptar tu dicha cuando el azar y mi mano te la ofrecen.
–¡Oh, señor! –dije a aquel hombre deshonesto, estremeciéndome ante sus discursos–, ¿cómo es posible que podáis concebir tales voluptuosidades, y que os atreváis a proponerme servirlas? ¡Qué horrores acabáis de hacerme oír! Hombre cruel, bastaría con que fuerais desdichado sólo dos días y veríais como estos sistemas de inhumanidad no tardarían en aniquilarse en vuestro corazón: la prosperidad es lo que os ciega y os endurece; os aburrís con el espectáculo de los males de los que os creéis al amparo, y como confiáis en no sentirlos jamás, os suponéis en el derecho de infligirlos; ¡ojalá jamás me llegue la felicidad si es capaz de corromperme hasta este punto! ¡Oh, cielo santo! ¡No contentarse con abusar del infortunio! ¡Llevar la audacia y la ferocidad hasta incrementarlo, hasta prolongarlo, por la única satisfacción de vuestros deseos! ¡Qué crueldad, señor! Los animales más feroces no nos dan ejemplos de una barbarie semejante.
–Te equivocas, Thérèse, no hay astucias que el lobo no invente para atraer al cordero a sus trampas: estas tretas están en la naturaleza, y la beneficencia no cuenta entre ellas; sólo es una característica de la debilidad preconizada por el esclavo para enternecer a su amo y predisponerle a una mayor dulzura. Sólo se anuncia en el hombre en dos casos: si es el más débil, o si teme serlo. La prueba de que esta supuesta virtud no existe en la naturaleza es que es ignorada por el hombre más próximo a ella. El salvaje, despreciándola, mata sin piedad a su semejante, bien por venganza, bien por avidez... ¿Acaso no respetaría esa virtud si estuviera inscrita en su corazón? Pero jamás apareció, jamás se encontrará allí donde los hombres sean iguales. La civilización, al depurar a los individuos, al distinguir los rangos, al ofrecer un pobre a los ojos de un rico, al hacer temer a éste una variación de estado que podía precipitarle en la nada del otro, colocó inmediatamente en su mente el deseo de aliviar al infortunado para ser aliviado a su vez, en el caso de que perdiera sus riquezas. Entonces nació la beneficencia, fruto de la civilización y del temor: así pues, sólo es una virtud circunstancial, pero no, en absoluto, un sentimiento de la naturaleza que jamás emplazó en nosotros otro deseo que el de satisfacernos, al precio que fuera. Sólo confundiendo así todos los sentimientos, y sin analizar jamás nada, podemos cegarnos sobre todo y privarnos de todos los goces.