Authors: Marqués de Sade
–Podéis hacer detener a la Dubois –le digo–, no está lejos de aquí, es posible que pueda indicaros el camino... ¡Desgraciada! Independientemente de todos sus crímenes, ha vuelto a robarme mis ropas y los cinco luises que me disteis.
–¡Oh, Thérèse! –me dijo Valbois–, sois sin duda la mujer más desdichada que hay en el mundo, pero fijaros, sin embargo, honesta criatura, en como, en medio de los males que os abruman, una mano celestial os mantiene. Que esto sea para vos un motivo suplementario para ser siempre virtuosa, jamás las buenas acciones carecen de recompensa. No persigamos a la Dubois, mis razones para dejarla en paz son las mismas que os exponía ayer. Reparemos únicamente el mal que os ha hecho. Aquí tenéis, en primer lugar, el dinero que os ha robado.
Una hora después una costurera me trajo dos trajes completos y ropa interior.
–Pero hay que irse, Thérèse –me dijo Valbois–, hay que irse hoy mismo. La Bertrand cuenta con ello. Le he rogado que se retrasara unas horas por vos, así que acompañadla.
–¡Oh, virtuoso joven! –exclamé, cayendo en los brazos de mi bienhechor–. ¡Ojalá el cielo os devuelva algún día todos los bienes que me ofrecéis!
Vamos, Thérèse –me contestó Valbois abrazándome–, yo ya disfruto de la dicha que me deseáis, puesto que la vuestra es obra mía... Adiós.
Así es como abandoné Grenoble, señora, y si bien no encontré en esa ciudad toda la felicidad que yo había supuesto, en ninguna como en ella descubrí tantas personas honradas reunidas para lamentar o calmar mis males.
Mi guía y yo íbamos en una pequeña carreta cubierta tirada por un caballo al que dirigíamos desde el fondo del carruaje. Allí estaban las mercancías de la señora Bertrand, y una chiquilla de quince meses a la que todavía amamantaba, y por la que, para mi desdicha, no tardé en sentir un afecto tan grande como el que podía darle la que la había parido.
La tal Bertrand era, por otra parte, una mujer bastante mala, suspicaz, charlatana, chismosa aburrida y necia. Bajábamos regularmente cada noche sus pertenencias a la posada, y dormíamos en la misma habitación. Hasta Lyon, todo fue muy bien, pero durante los tres días que aquella mujer necesitaba para sus negocios, tuve en esa ciudad un encuentro que estaba muy lejos de esperar.
Me paseaba una tarde por el muelle del Ródano con una de las camareras de la posada a la que había pedido que me acompañara, cuando descubrí de repente al reverendo padre Antonin de Santa María de los Bosques, superior ahora de la casa de su orden situada en esa ciudad. Aquel fraile me aborda, y después de haberme agriamente reprochado en voz baja mi huida, y de haberme dado a entender que corría grandes peligros de ser atrapada, si lo comunicaba al convento de Borgoña, añadió, ablandándose, que no diría nada si quería seguirle en aquel mismo instante con la joven que me acompañaba, y que le parecía interesante. Luego, haciendo en voz alta la misma proposición a esa criatura, el monstruo dijo:
–Os pagaremos bien a las dos. En nuestra casa somos diez, y os prometo por lo menos un luis de cada uno, si vuestra complacencia carece de límites.
Ante estas frases, me sonrojé prodigiosamente. Por un momento, intento hacer creer al fraile que se equivoca: al no conseguirlo, hago gestos para contenerlo, pero nada impresiona a aquel insolente, y sus solicitaciones van siendo cada vez más cálidas. Al fin, tras nuestros rechazos reiterados de seguirle, se limita a pedirnos insistentemente nuestra dirección. Para liberarme de él, le doy una falsa. La escribe en su cartera, y nos abandona asegurándonos que no tardará en vernos.
Al regresar a la posada, expliqué como pude la historia de esta desdichada relación a la joven que me acompañaba; pero sea que lo que le dije no la satisficiera, sea que tal vez estuviera muy enfadada por un acto virtuoso por mi parte que la privaba de una aventura en la que habría ganado tanto, se fue de la lengua. Tuve harta ocasión de darme cuenta de ello por los comentarios de la Bertrand, con motivo de la desdichada catástrofe que pronto voy a contaros. Sin embargo, el fraile no apareció, y nos fuimos.
Por salir tarde de Lyon, aquel primer día tuvimos que dormir en Villefranche, y allí fue, señora, donde me ocurrió la terrible desgracia que hoy me hace aparecer ante vos como una criminal, sin que lo haya sido más en esta funesta circunstancia de mi vida que en ninguna de todas aquellas en que me habéis visto tan injustamente vapuleada por los golpes de la suerte, y sin que otra cosa me haya conducido al abismo que la bondad de mi corazón y la maldad de los hombres.
Llegadas a las seis de la tarde a Villefranche, nos habíamos apresurado a cenar y a acostarnos, a fin de emprender una marcha más prolongada el día siguiente; no hacía ni dos horas que reposábamos cuando fuimos despertadas por una humareda espantosa; persuadidas de que el fuego no estaba lejos, nos levantamos apresuradamente. ¡Santo cielo!, los progresos del incendio ya eran más que terroríficos, abrimos semidesnudas nuestra puerta y sólo oímos a nuestro alrededor el estruendo de las paredes que se desploman, el ruido de las vigas que se parten, y los gritos espantosos de los que caen en las llamas. Envueltas por esas llamas devoradoras, ya no sabemos adónde huir; para escapar a su violencia, nos precipitamos en su foco, y nos vemos inmediatamente confundidas con la multitud de desdichados que buscan, como nosotras, su salvación en la huida. Descubro entonces que mi guía, más preocupada de sí misma que de su hija, ni siquiera ha pensado en salvarla de la muerte; sin avisarla, corro a nuestra habitación a través de las llamas que me asaltan y me queman en varios lugares; cojo a la pobre criaturita; me precipito a devolvérsela a su madre, apoyándome en una viga medio consumida: me falla el pie, mi primer gesto es adelantar las manos; este impulso de la naturaleza me fuerza a soltar el precioso fardo que sostengo... Se me escapa, y la desdichada niña cae al fuego bajo los ojos de su madre. En ese instante me cogen también a mí... me arrastran; demasiado conmovida para distinguir nada, ignoro si son ayudas o peligros lo que me rodea, pero para mi desgracia no tardo en averiguarlo cuando, arrojada a un silla de posta, me encuentro al lado de la Dubois que, colocándome una pistola en la sien, me amenaza con abrasarme los sesos si pronuncio una palabra...
–¡Ah, malvada! –me dice–, te tengo en mis manos, y esta vez no te escaparás.
–¡Oh, señora, vos aquí! –exclamé.
–Todo lo que acaba de ocurrir es obra mía –me contestó aquel monstruo–; con un incendio te salvé los días, y con un incendio los perderás. De haber hecho falta, te habría perseguido hasta los infiernos, para apoderarme de ti. Monseñor se puso furioso cuando se enteró de tu evasión; yo cobro doscientos luises por cada joven que le procuro, y no solamente no quiso pagarme a Eulalie, sino que me amenazó con toda su cólera si no te devolvía. Te descubrí y te perdí por dos horas en Lyon. Ayer, llegué a la posada una hora después que tú, le prendí fuego a través de unos adláteres que siempre tengo contratados; quería abrasarte o apoderarme de ti; te he tenido, te conduzco a una casa que tu huida ha precipitado en la turbación y en la inquietud, y te devuelvo a ella para ser tratada de cruel manera. Monseñor ha jurado que no habría suplicios bastante espantosos para ti, y no bajaremos del carruaje hasta que estemos en su casa. ¡Pues bien, Thérèse! ¿Qué piensas ahora de la virtud?
–¡Oh, señora! Que muchas veces es la presa del crimen; que es dichosa cuando triunfa; pero que en el cielo debe ser el único objeto de las recompensas de Dios, si las maldades del hombre consiguen aplastarla en la Tierra.
–No pasarás mucho tiempo sin saber, Thérèse, si existe realmente un Dios que castigue o que recompense las acciones de los hombres... Ah, si en la nada eterna donde vas a entrar inmediatamente te permitiera pensar, ¡cómo lamentarías los sacrificios infructuosos que tu testarudez te ha obligado a ofrendar a unos fantasmas que no te han pagado con otra cosa que con desgracias!... Thérèse, todavía estás a tiempo, ¿quieres ser mi cómplice? Te salvo, es más fuerte que yo verte naufragar incesantemente en los peligrosos caminos de la virtud. ¡Cómo! ¿Todavía no has sido suficientemente castigada por tu bondad y tus falsos principios? ¿Qué infortunios necesitas, pues, para corregirte? ¿Qué ejemplos te son necesarios para convencerte de que el partido que tomas es el peor de todos, y que, tal como te he dicho cien veces, sólo cabe esperar reveses cuando, tomando a la multitud a contracorriente, pretendes ser la única virtuosa en una sociedad totalmente corrompida? Das por supuesto un Dios vengador: desengáñate, Thérèse, desengáñate, el Dios que te forjas sólo es una quimera cuya necia existencia sólo apareció en la cabeza de los dementes; es un fantasma inventado por la maldad de los hombres, que no tiene más objetivo que engañarlos, o armarlos a los unos contra los otros. El servicio más importante que se habría podido prestarles hubiera sido degollar inmediatamente al primer impostor que se ocupó de hablarles de Dios. ¡Cuánta sangre habría evitado en el universo un solo homicidio! Vamos, vamos, Thérèse, la naturaleza siempre atenta, siempre activa, no tiene ninguna necesidad de un dueño para dirigirla. Y si este dueño existiera efectivamente, después de todos los defectos con que ha llenado sus obras, ¿merecería de nosotros otra cosa que desprecio e insultos? ¡Ah, si tu Dios existe, Thérèse, cómo lo odio, cómo lo aborrezco! Sí, si su existencia fuera real, lo confieso, el único placer de irritar perpetuamente al que se revistiera de ella sería la más preciosa compensación de la necesidad en que me hallaría entonces de prestarle algún crédito... Una vez más, Thérèse, ¿quieres ser mi cómplice? Se presenta un golpe soberbio, con valor lo ejecutaremos; te salvo la vida si colaboras. El señor a cuya casa vamos, y al que conoces, se aísla en la casa de campo donde realiza sus orgías; lo exige su especial índole; un solo criado vive con él, cuando la visita para sus placeres: el hombre que corre delante de esta silla, tú y yo, querida muchacha, somos tres contra dos. Cuando ese libertino esté en el ardor de sus voluptuosidades, yo me apoderaré del sable con que quita la vida de sus víctimas, tú le retendrás, le mataremos, y mi hombre mientras tanto acogotará a su criado. En esa casa hay dinero oculto; más de ochocientos mil francos, Thérèse, estoy segura, el golpe vale la pena... Elige, sensata criatura, elige: la muerte, o servirme. Si me traicionas, si le comunicas mi proyecto, te acusaré a ti sola, y no tengas la menor duda de que me creerá por la confianza que siempre tuvo conmigo... Piénsalo bien antes de contestarme; ese hombre es un malvado: así pues, asesinándole, no hacemos si no ayudar a las leyes cuyo rigor ha merecido. No hay día, Thérèse, en que ese depravado no asesine a una joven: ¿es, pues, ultrajar la virtud castigar al crimen? ¿Y la proposición que te hago alarmará una vez más tus esquivos principios?
–No lo dudéis, señora –contesté–, no es con la intención de corregir el crimen que me proponéis esta acción, es con el exclusivo motivo de cometer vos misma otro. Así que sólo puede haber un gran mal en hacer lo que decís, y ninguna apariencia de legitimidad. Pero hay más: aunque sólo tuvierais el proyecto de vengar a la humanidad de los horrores de ese hombre, haríais mal en hacerlo así, esta tarea no os incumbe: las leyes están hechas para castigar a los culpables, dejémoslas actuar, el Ser supremo no ha confiado su espada a nuestras débiles manos. Sólo nos serviríamos de ella para ultrajarlas.
–¡Pues bien! Morirás, indigna criatura –replicó la Dubois enfurecida–, morirás. No sueñes con escapar a tu suerte.
–Qué me importa –contesté con tranquilidad–, me liberaré de todos mis males. No hay nada en la muerte que me asuste, es el último sueño de la vida, es el reposo del desdichado...
Y como, ante estas palabras, aquel animal feroz se arrojó contra mí, creí que iba a estrangularme; me dio varios golpes en el seno, pero me soltó, sin embargo, en cuanto grité, por el temor de que el postillón me escuchara.
Mientras tanto avanzábamos con gran rapidez; el hombre que corría delante hacía preparar nuestros caballos, y no nos parábamos en ninguna posta. En el momento de los relevos, la Dubois cogía su arma y me la apretaba contra el corazón... ¿Qué podía hacer? A decir verdad, mi debilidad y mi situación me abatían hasta el punto de preferir la muerte a los esfuerzos por escapar de ella.
Estábamos a punto de entrar en el Delfimesado, cuando seis hombres a caballo, galopando a rienda suelta detrás de nuestro carruaje, lo alcanzaron y, sable en mano, obligaron a nuestro postillón a detenerse. A treinta pasos del camino había una choza donde esos jinetes, que no tardamos en reconocer como de la gendarmería, ordenan al postillón que conduzca el carruaje. Cuando está allí, nos hacen bajar, y todos entramos en casa del campesino. La Dubois, con un descaro inimaginable en una mujer cubierta de crímenes, y que está detenida, preguntó con altanería a esos caballeros si la conocían, y con qué derecho utilizaban esos modales con una mujer de su rango.
–No tenemos el honor de conoceros, señora –dijo el oficial–; pero estamos convencidos de que lleváis en el coche a una desdichada que prendió fuego ayer a la principal posada de Villefranche. –Después, examinándome–: Coincide con su descripción, señora, no nos equivocamos; tened la bondad de entregárnosla y de contarnos cómo una persona tan respetable como parecéis ser ha podido encargarse de semejante mujer.
–Es una historia de lo más simple –contestó la Dubois, aún más insolente–, y no pretendo ocultárosla, ni tomar partido por esta joven, si es cierto que es culpable del espantoso crimen que referís. Ayer, yo me alojaba como ella en esa posada de Villefranche, salí en medio de la confusión, y cuando subía al coche esta joven se precipitó hacia mí implorando mi compasión, diciéndome que acababa de perderlo todo en aquel incendio y que me suplicaba que la llevara conmigo hasta Lyon donde confiaba en colocarse. Atendiendo mucho menos a mi razón que a mi corazón, asentí a sus demandas; una vez en mi silla, se ofreció a servirme; de nuevo imprudentemente, consentí a ello, y la llevaba al Delfinesado donde están mis bienes y mi familia. Sin duda es una lección, ahora reconozco todos los inconvenientes de la piedad; me corregiré. Aquí la tenéis, señores, aquí la tenéis; ¡Dios me libre de interesarme por un monstruo semejante! La abandono a la severidad de las leyes, y os suplico que ocultéis cuidadosamente la desgracia que tuve de creerla un instante.
Quise defenderme, quise denunciar a la verdadera culpable; mis discursos fueron tratados de recriminaciones calumniosas de las que la Dubois sólo se defendía con una sonrisa despectiva. ¡Oh, funestos ejemplos de la miseria y de la prevención, de la riqueza y de la insolencia! ¿Era posible que una mujer que se hacía llamar la señora baronesa de Fulconis, que exhibía el lujo, que se atribuía tierras y una familia, cabía que una mujer semejante pudiera resultar culpable de un crimen en el que no parecía tener el más pequeño interés? Por el contrario, ¡acaso todo no me condenaba a mí? Yo carecía de protección, era pobre, resultaba evidente que era culpable.