Authors: Marqués de Sade
–¡Bien! –me dice–, ¿has sentido miedo?
–¡Oh, señor!
–Así es como morirás, Thérèse, tenlo por seguro, y me encanta acostumbrarte a ello.
Subimos... ¿Tenía que quejarme, tenía que alegrarme? ¡Vaya recompensa por lo que acababa de hacer por él! Pero ¿podía hacer otra cosa el monstruo? ¿Acaso no podía arrebatarme la vida? ¡Oh, qué hombre!
Roland preparó al fin su marcha. Vino a verme la víspera a medianoche; me arrojo a sus pies, le conjuro con las más vivas instancias que me devuelva la libertad y que le añada el mínimo dinero necesario para llevarme a Grenoble.
–¡A Grenoble! Claro que no, Thérèse, nos denunciarías.
–¡Bien, señor! –le dije regando sus rodillas con mis lágrimas–, os juro que jamás iré allí, y para que os convenzáis, dignaos a llevarme con vos a Venecia; es posible que allí encuentre unos corazones menos duros que en mi patria, y una vez que os hayáis decidido a llevarme allí, os juro por lo más santo que hay en el mundo que jamás volveré a importunaros.
–No te daré ni una ayuda ni un céntimo –me contestó duramente aquel insigne tunante–; todo lo que atañe a la piedad, a la conmiseración, a la gratitud, queda tan lejos de mi corazón que, aunque fuera tres veces más rico de lo que soy, nadie me vería dar un escudo a un pobre: el espectáculo del infortunio me excita, me divierte, y cuando no puedo hacer el mal por mí mismo, disfruto deliciosamente del que comete la mano de la suerte. Sobre ese punto tengo unos principios de los que no me apartaré, Thérèse; el pobre está en el orden de la naturaleza: al crear a los hombres con fuerzas dispares, ésta nos ha convencido del deseo que tenía de que esta desigualdad se mantuviera, incluso en los cambios que nuestra civilización aportara a sus leyes; aliviar al individuo es aniquilar el orden establecido; es oponerse al de la naturaleza, es invertir el equilibrio que es la base de sus más sublimes acuerdos; es contribuir a una igualdad peligrosa para la sociedad; es estimular la indolencia y la holgazanería; es enseñar al pobre a robar al rico, cuando a éste se le antoje rehusar su ayuda. Y ello a través de la costumbre en que esas ayudas habrán puesto al pobre de obtenerlas sin trabajo.
–¡Oh, señor, qué duros son estos principios! ¿Hablaríais de igual manera si no hubierais sido siempre rico?
–Es posible, Thérèse; cada cual tiene su manera de ver las cosas; ésta es la mía, y no la cambiaré. Nos quejamos de los mendigos en Francia: si quisiéramos, pronto no quedaría ni uno; bastaría con ahorcar a siete u ocho mil para que esta infame calaña no tardara en desaparecer. El cuerpo político debe tener sobre eso las mismas reglas que el cuerpo físico. ¿Un hombre devorado por los parásitos los dejaría subsistir sobre él por conmiseración? ¿Acaso no arrancamos en nuestros jardines la planta parásita que daña al vegetal útil? ¿Por qué, en este caso, querer actuar de manera diferente?
–Pero la religión –exclamé–, señor, la beneficencia, la humanidad...
–Son los escollos de todo lo que aspira a la felicidad –dijo Roland–. Si yo he consolidado la mía, sólo es sobre los escombros de todos estos infames prejuicios del hombre; sólo es burlándome de las leyes divinas y humanas; sólo es sacrificando al débil siempre que lo encontraba en mi camino; sólo abusando de la buena fe pública; sólo arruinando al pobre y robando al rico, he alcanzado el escarpado templo de la divinidad que incensaba. ¡Por qué no me imitaste? El estrecho sendero de ese templo se ofrecía tanto a mis ojos como a los tuyos. Las quiméricas virtudes que tú le has preferido ¿te han consolado de tus sacrificios? Ya no tienes tiempo, desdichada, ya no tienes tiempo, llora sobre tus faltas, sufre e intenta encontrar, si es que puedes, en el seno de los fantasmas que reverencias, lo que el culto que tú les has dado te ha hecho perder.
Con estas palabras, el cruel Roland se precipita sobre mí y me veo obligada a servir una vez más a las indignas voluptuosidades de un monstruo que aborrecía con tanta razón; esta vez creía que iba a estrangularme. Cuando su pasión quedó satisfecha, tomó el vergajo y me asestó más de cien latigazos por todo el cuerpo, asegurándome que tenía mucha suerte de que no dispusiera de tiempo para ir más lejos.
Al día siguiente, antes de irse, aquel desdichado nos ofreció una nueva escena de crueldad y de barbarie, como ninguna de las que brindan los anales de los Andrónico, de los Nerón, de los Tiberio y de los Venceslao. Todo el mundo en el castillo creía que la hermana de Roland se iría con él: la había hecho vestir en consecuencia, pero en el momento de subir al caballo, la lleva hacia nosotras.
–Ese es tu lugar, vil criatura –le dijo, ordenándole que se desnudara–. Quiero que mis camaradas se acuerden de mí dejándoles en prenda la mujer de la que me creían más enamorado; pero como aquí sólo se precisan un número determinado, ya que voy a emprender un camino peligroso en el que tal vez mis armas me resulten útiles, tengo que probar mis pistolas sobre una de esas busconas.
Al decir esto, amartilla una de sus armas, la acerca al pecho de cada una de nosotras y, regresando finalmente a su hermana, dijo, abrasándole los sesos:
–¡Vete, puta, vete a contarle al diablo que Roland, el más rico de los malvados de la Tierra, es el que desea con mayor insolencia tanto la mano del cielo como la suya!
La infortunada, que no expiró inmediatamente, se debatió largo rato bajo sus grilletes: horrible espectáculo que el infame contempló con sangre fría y del que se apartó para alejarse definitivamente de nosotras.
Todo cambió al día siguiente de la marcha de Roland. Su sucesor, hombre dulce y razonable, nos hizo soltar al instante.
–Este no es trabajo para un sexo débil y delicado –nos dijo con bondad–; es cosa de animales hacer funcionar esta máquina. El oficio que tenemos es bastante criminal sin necesidad de ofender aún más al Ser supremo con unas atrocidades gratuitas.
Nos instaló en el castillo, y me colocó, sin exigir nada de mí, en posesión de las tareas que realizaba la hermana de Roland. Las restantes mujeres fueron ocupadas en la talla de piezas de moneda, tarea mucho menos fatigante sin duda y de la que, sin embargo, se veían recompensadas, al igual que yo, con buenas habitaciones y una excelente nutrición.
Al cabo de dos meses, Dalville, sucesor de Roland, nos informó de la feliz llegada de su colega a Venecia: ya estaba instalado, había hecho su fortuna, disfrutaba de todo el descanso y de toda la felicidad que había podido desear. La suerte del que le sustituía no fue ni con mucho la misma. El desdichado Dalville era honesto en su profesión: y eso bastaba para que no tardaran en aplastarlo.
Un día que todo estaba tranquilo en el castillo, pues bajo las leyes de aquel buen amo, el trabajo, aunque criminal, se efectuaba, sin embargo, con alegría, las puertas fueron reventadas, los fosos escalados y la casa, antes de que nuestra gente pudiera pensar en su defensa, se llenó con más de sesenta jinetes de la gendarmería. Hubo que rendirse; no cabía hacer otra cosa. Nos encadenaron como animales; nos ataron sobre unos caballos y nos llevaron a Grenoble. «¡Oh, santo cielo!», me dije al entrar allí, «será, pues, el cadalso mi suerte en esta ciudad en la que había cometido la locura de creer que la felicidad debía nacer para mí... ¡Oh, presentimientos humanos, qué engañosos sois!»
El proceso de los monederos falsos no tardó en ser sentenciado; todos fueron condenados a la horca. Cuando vieron la marca que yo llevaba, casi ni se toma ron el esfuerzo de interrogarme, y ya iba a ser tratada como los demás, cuando finalmente intenté conseguir alguna compasión del magistrado famoso, honra de aquel tribunal, juez íntegro, ciudadano querido, filósofo iluminado, cuya sabiduría y cuya beneficencia grabarán para siempre su célebre nombre en letras de oro en el templo de Temis. Me escuchó; convencido de mi buena fe y de la verdad de mis desdichas, se dignó poner en mi proceso algo más de atención que sus colegas... Oh, gran hombre, te debo mi homenaje, la gratitud de una infortunada no será nada onerosa para ti, y el tributo que te ofrezco, dando a conocer tu corazón, será siempre el más dulce goce del suyo.
El señor S*** se convirtió en mi propio abogado; mis protestas fueron atendidas, y su viril elocuencia iluminó las mentes. Las declaraciones generales de los monede ros falsos que iban a ejecutar acabaron por apoyar el celo del que quería interesarse por mí: fui declarada seducida, inocente, plenamente liberada de acusación, con una total libertad de hacer lo que se me antojara. Mi protector sumó a estos servicios el de conseguirme una colecta que me valió más de cincuenta luises; al fin veía brillar ante mis ojos la aurora de la felicidad; al fin mis presentimientos parecían cumplirse, y me creía al término de mis males cuando le agradó a la Providencia convencerme de que todavía me hallaba muy lejos de ello.
Al salir de la cárcel, me había alojado en una posada delante del puente del Isère, al lado de los arrabales, donde me habían asegurado que viviría honestamente. Mi intención, de acuerdo con el consejo del señor S***, era permanecer allí un tiempo para intentar colocarme en la ciudad, o regresar a Lyon, si no lo conseguía, con las cartas de recomendación que el señor S*** tenía la bondad de ofrecerme. En esta posada comía en lo que se llama la mesa redonda, cuando al segundo día descubrí que era extremadamente observada por una gruesa señora muy bien vestida, que se hacía dar el título de baronesa: a fuerza de examinarla a mi vez, creí reconocerla y nos dirigimos simultáneamente una hacia la otra, como dos personas que se han conocido, pero que no pueden recordar dónde.
Al fin, la baronesa, llevándome aparte, me dijo:
–Thérèse, ¿me equivoco? ¿No sois la que salvé hace diez años de la Conciergerie, y no reconocéis a la Dubois?
Poco contenta con este descubrimiento, contesté, sin embargo, con cortesía, pues estaba tratando con la mujer más inteligente y más astuta que existió en Francia: no hubo manera de escapársele. La Dubois me colmó de amabilidades, me dijo que se había interesado por mi suerte como toda la ciudad, pero que si hubiera sabido que se trataba de mí, no habría habido ningún tipo de gestiones que no hubiera hecho ante los magistrados, varios de los cuales, según pretendía, eran amigos suyos. Débil como de costumbre, me dejé llevar a la habitación de esa mujer y le conté mis desdichas.
–Querida amiga –me dijo, abrazándome una vez más–, si he deseado verte con mayor intimidad es para contarte que disfruto de una gran fortuna, y que cuanto tengo está a tu servicio; mira –me dijo, abriéndome unos joyeros llenos de oro y de diamantes–, ahí están los frutos de mi ingenio; si hubiera incensado la virtud como tú, a estas alturas estaría encerrada o ahorcada.
–Oh, señora –le dije–, si sólo debéis todo eso a unos crímenes, la Providencia, que siempre acaba por ser justa, no os lo dejará disfrutar largo tiempo.
–Estás en un error –me dijo la Dubois–, no te creas que la Providencia favorece siempre la virtud; que un breve instante de prosperidad no te ciegue hasta este punto. Para el mantenimiento de las leyes de la Providencia tanto da que Pablo siga el mal, como que Pedro se entregue al bien; la naturaleza necesita una suma igual de uno y de otro, y una mayor práctica del crimen que de la virtud es la cosa del mundo que le resulta más indiferente. Escucha, Thérèse, escúchame con un poco de atención –prosiguió esa corruptora, sentándose y haciéndome poner a su lado–; tú eres inteligente, hija mía, y me gustaría convencerte de una vez.
»No es la opción que el hombre hace de la virtud lo que le permite encontrar la felicidad, querida muchacha, pues la virtud sólo es, al igual que el vicio, una de las maneras de comportarse en el mundo; así pues, no se trata de seguir la una más que la otra; se trata de caminar siempre por el camino principal; el que se aparta de él siempre se equivoca. En un mundo enteramente virtuoso, yo te aconsejaría la virtud, porque al estar las recompensas vinculadas a ella, allí reside infaliblemente la felicidad; en un mundo totalmente corrompido, siempre te aconsejaré el vicio. El que no sigue el camino de los demás perece inevitablemente; choca con todo lo que encuentra, y como es el más débil, es absolutamente inevitable que no resista. Las leyes quieren restablecer el orden y encaminar los hombres a la virtud, pero es en vano; demasiado prevaricadoras para conseguirlo, demasiado insuficientes para alcanzarlo, los apartarán un instante del camino hollado, pero jamás llegarán a hacerlos abandonar. Cuando el interés general de los hombres les llevará a la corrupción, el que no quiera corromperse con ellos luchará, pues, en contra del interés general; ahora bien, ¿qué felicidad puede esperar aquel que contraría perpetuamente el interés de los demás? Me dirás que es el vicio lo que contraría el interés de los hombres. Te lo concedería en un mundo compuesto de una parte igual de buenos y de malvados, porque entonces el interés de unos choca visiblemente con el de los otros. Pero eso no es así en una sociedad totalmente corrompida; mis vicios, entonces, al ofender únicamente al vicioso, determinan en él otros vicios que le compensan, y los dos nos sentimos dichosos. La vibración se hace general; es una multitud de choques. y de lesiones mutuas en las que cada cual, recuperando inmediatamente lo que acaba de perder, se encuentra incesantemente en una posición dichosa. El vicio sólo es peligroso para la virtud que, débil y tímida, jamás se atreve a emprender nada; pero cuando ya no exista en la Tierra, cuando su fastidioso reinado haya concluido, el vicio entonces, ofendiendo únicamente al vicioso, hará aflorar otros vicios, pero ya no alterará las virtudes. ¿Cómo no ibas a fracasar mil veces en tu vida, Thérèse, adoptando continuamente a contrapelo el camino contrario al que seguía todo el mundo? Si te hubieras entregado al torrente, habrías encontrado, como yo, un puerto. Aquel que quiere remontar un río ¿recorrerá en un mismo día tanto camino como el que lo desciende? Me hablas siempre de la Providencia; pues bien, ¿quién te demuestra que esta Providencia prefiere el orden y, por consiguiente, la virtud? ¿No te ofrece ejemplos incesantes de sus injusticias e irregularidades? Enviando a los hombres la guerra, la peste y el hambre, habiendo creado un universo vicioso en su totalidad, ¿manifiesta ante tus ojos su extremo amor por el bien?, ¿por qué quieres que los individuos viciosos le disgusten si ella misma sólo actúa a través de vicios, cuando todo es vicio y corrupción en sus obras, todo crimen y desorden en sus voluntades? Pero ¿de dónde provienen, además, esos impulsos que nos arrastran al mal? ¿No es su mano la que nos los ofrece? ¿Hay una sola de nuestras sensaciones que no provenga de ella? ¿Uno solo de nuestros deseos que no sea obra suya? ¿Es razonable, por tanto, decir que nos permitiría o nos daría inclinaciones hacia algo que le perjudicaría, o que le resultaría inútil? Así pues, si los vicios le sirven, ¿por qué querríamos nosotros resistirnos? ¿Con qué derecho nos empeñaríamos en destruirlos? ¿Y a santo de qué sofocaríamos su voz? Un poco más de filosofía en el mundo no tardaría en ponerlo todo en orden, y haría ver a los magistrados y a los legisladores que los crímenes que censuran y castigan con tanto rigor tienen a veces un grado de utilidad mucho mayor que esas virtudes que predican sin practicarlas ellos mismos y sin recompensarlas jamás.