Justine (36 page)

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Authors: Marqués de Sade

–Pero aunque yo fuera lo bastante débil, señora –contesté–, para abrazar vuestros espantosos sistemas, ¿cómo conseguiríais sofocar el remordimiento que harían nacer a cada instante en mi corazón?

–El remordimiento es una quimera –me dice la Dubois–; sólo es, mi querida Thérèse, el murmullo imbécil de un alma bastante tímida como para no atreverse a aniquilarlo.

–¿Aniquilarlo? ¿Es posible?

–Nada más fácil. Sólo nos arrepentimos de lo que no solemos hacer; repite con frecuencia lo que te ocasiona remordimientos y no tardarás en apagar los; enfréntales la llama de las pasiones, las poderosas leyes del interés, y no tardarás en disiparlos. El remordimiento no demuestra el crimen, denota únicamente un alma fácil de subyugar; si llega una orden absurda que te prohíbe salir al instante de esta habitación, tú no saldrás de ella sin remordimientos, por muy claro que esté que no haces, sin embargo, ningún mal en salir de ella. Así pues, no es cierto que sólo el crimen provoca remordimientos. Convenciéndose de la nulidad de los crímenes, de lo necesarios que son respecto al orden general de la naturaleza, sería posible, por tanto, vencer con tanta facilidad el remordimiento que se sentiría después de haberlos cometido como podrías tú sofocar el que nacería de tu salida de esta habitación después de la orden ilegal que habrías recibido de permanecer en ella. Es necesario comenzar por un análisis exacto de todo lo que los hombres denominan crimen para convencerse de que sólo caracterizan así la infracción de sus leyes y de sus costumbres nacionales; lo que se denomina crimen en Francia, deja de serlo a doscientas leguas de allí; no existe ninguna acción que sea real y universalmente considerada como crimen en toda la Tierra; ninguna que, viciosa o criminal aquí, no sea loable y virtuosa a algunas millas de aquí; todo es cuestión de opinión y de geografía, y es absurdo, por tanto, querer limitarse a practicar unas virtudes que son crímenes en otro lugar, y escapar de unos crímenes que son acciones excelentes bajo otro clima. Ahora te pregunto si puedes, después de estas reflexiones, conservar todavía remordimientos por haber cometido, por placer o por interés, un crimen en Francia que es una virtud en la China; si debo sentirme muy desdichada, molestarme prodigiosamente, por practicar en Francia unas acciones que me harían quemar en el Siam. Ahora bien, si el remordimiento sólo existe en razón de la prohibición, si sólo nace de los restos del freno y en absoluto de la acción cometida, ¿es un gesto muy sabio dejarlo subsistir en sí? ¿No es estúpido no sofocarlo inmediatamente? Si nos acostumbramos a considerar como indiferente la acción que tiende a provocar remordimientos; si la juzgamos así gracias al estudio reflexivo de los hábitos y costumbres de todas las naciones de la Tierra; y, como consecuencia de este esfuerzo, repetimos esta acción, sea cual sea, con la mayor frecuencia posible; o, mejor aún, la realizamos con mayor fuerza que la que tratamos, a fin de acostumbrarnos mejor a ella, el hábito y la razón no tardarán en destruir el remordimiento; no tardarán en aniquilar ese movimiento tenebroso, fruto exclusivo de la ignorancia y de la educación. Sentiremos a partir de entonces que nada es un crimen real, arrepentirse, una estupidez, y una pusilanimidad no atreverse a hacer todo lo que pueda sernos útil o agradable, sean cuales sean los diques que haya que abatir para conseguirlo. Tengo cuarenta y cinco años, Thérèse; cometí mi primer crimen a los catorce años. Aquél me liberó de todos los lazos que me estorbaban; a partir de entonces no he cesado de correr en pos de la fortuna por un camino que estuvo sembrado de crímenes; no hay ni uno que no haya cometido, o hecho cometer... y jamás he conocido el remordimiento. Sea como fuere, llego al final, dos o tres golpes afortunados más y salto, del estado de mediocridad en que debía acabar mis días, a más de cincuenta mil libras de renta. Te lo repito, querida, jamás en esta ruta afortunadamente recorrida el remordimiento me ha hecho sentir sus espinas; un espantoso revés me sumiría al instante de la cima al abismo, no lo lamentaría, me quejaría de los hombres o de mi torpeza, pero siempre quedaría en paz con mi conciencia.

–De acuerdo, señora –contesté–, pero razonemos un instante a partir de vuestros mismos principios; ¿con qué derecho pretendéis exigir que mi conciencia sea tan firme como la vuestra, cuando no ha estado acostumbrada desde la infancia a vencer los mismos prejuicios? ¿A título de qué exigís que mi mente, que no está organizada como la vuestra, pueda adoptar los mismos sistemas? Admitís que existe una suma de bien y de mal en la naturaleza, y que se precisa, por consiguiente, una cierta cantidad de seres que practican el bien, y otra que se entregan al mal. Así pues, la opción que yo tomo está en la naturaleza; y ¿de dónde exigiríais a partir de ahí que yo me apartara de las reglas que prescribe? Encontráis, me decís, la dicha en el camino que recorréis: ¡bien!, señora, ¿por qué yo no puedo encontrarla igualmente en el que yo sigo? No creáis por otra parte que la vigilancia de las leyes deje en reposo largo tiempo al que las infringe; acabáis de ver un ejemplo clamoroso de ello: de los quince bribones con los que yo vivía, uno se salva, catorce perecen ignominiosamente...

–¿Y eso es lo que tú llamas una desgracia? –continuó la Dubois–. Pero ¿qué significa esta ignominia para el que ya no tiene principios? Cuando se ha superado todo, cuando el honor sólo es para nosotros un prejuicio, la reputación, algo indiferente, la religión, una quimera, la muerte, un aniquilamiento total, ¿no es lo mismo perecer en un cadalso que en la cama? En el mundo hay dos tipos de malvados, Thérèse: aquel a quien una fortuna poderosa, un crédito prodigioso, pone al amparo de este fin trágico, y aquel que no lo evitará si lo atrapan. Este último, nacido sin bienes, debe tener un único deseo, si es inteligente: llegar a rico al precio que sea. Si lo consigue, tiene lo que ha querido, debe estar contento; si es ajusticiado, ¿qué lamentará, ya que no tiene nada que perder? Así pues, las leyes son nulas a los malvados, puesto que no alcanzan al que es poderoso, y es imposible que las tema el miserable, ya que su espada es su único recurso.

–¿Y creéis –continué– que la Justicia celestial no espera en el otro mundo al que el crimen no ha atemorizado en éste?

–Creo –replicó la peligrosa mujer– que si existiera un Dios, habría menos mal en la Tierra; creo que si este mal existe, o estos desórdenes han sido ordenados por ese Dios, y se trata entonces de un ser bárbaro, o es incapaz de impedirlos: a partir de ese momento, se trata de un dios débil, y en ambos casos de un ser abominable, un ser cuya cólera debo desafiar y cuyas leyes despreciar. Ay, Thérèse. ¿No es mejor el ateísmo que uno u otro de ambos extremos? Ese es mi sistema, querida muchacha, lo sigo desde la infancia, y seguramente no renunciaré a él en toda la vida.

–Me hacéis estremecer, señora –dije levantándome–, perdonad que no pueda seguir escuchando ni vuestros sofismas ni vuestras blasfemias.

–Un momento, Thérèse –dijo la Dubois, reteniéndome–, si no puedo vencer tu razón, que cautive por lo menos tu corazón. Te necesito, no me niegues tu ayuda; ahí tienes mil luises, te pertenecerán así que el golpe esté dado.

Escuchando aquí únicamente mi inclinación a hacer el bien, pregunté inmediatamente a la Dubois de qué se trataba, a fin de prevenir, si podía, el crimen que se disponía a cometer.

–Es lo siguiente –me dijo–: ¿te has fijado en el joven negociante de Lyon que lleva cuatro o cinco días comiendo aquí?

–¿Quién? ¿Dubreuil?

–Exactamente.

–¿Y qué?

–Está enamorado de ti, me lo ha contado en secreto; tu aire modesto y dulce le gusta infinitamente, ama tu candor y le encanta tu virtud. Este amante novelesco tiene ochocientos mil francos en oro o en papel moneda en un cofrecito al lado de su cama. Déjame hacer creer a este hombre que tú consientes en escucharle: que eso sea cierto o no, ¿qué te importa? Yo le animaré a proponerte un paseo fuera de la ciudad, le convenceré de que su historia contigo progresará durante ese paseo; tú le entretienes, le mantienes alejado el mayor tiempo posible, intervalo durante el cual yo le robaré, sin llegar a escapar; sus pertenencias ya estarán en Turín, y yo seguiré todavía en Grenoble. Emplearemos toda la astucia posible en disuadirle de que se fije en nosotras, aparentaremos ayudarle en sus pesquisas; mientras tanto anunciaré mi marcha, a él no le asombrará nada; tú me seguirás, y los mil luises te serán entregados al tocar las tierras del Piamonte.

–Acepto, señora –le dije a la Dubois, absolutamente decidida a avisar a Dubreuil del robo que querían hacerle–; pero ¿os dais cuenta –añadí para engañar mejor

a la malvada– que si Dubreuil está enamorado de mí, puedo, avisándole, o entregándome a él, sacar mucho más de lo que me ofrecéis por traicionarle?

–¡Bravo! –me dijo la Dubois–, eso es lo que yo llamo una buena alumna. Empiezo a creer que el cielo te ha dado más arte que a mí para el crimen. Bien –prosiguió ella escribiendo–, ahí tienes mi billete de veinte mil escudos: atrévete a negarte ahora.

–Me guardaré mucho, señora –dije recogiendo el billete–, pero atribuid únicamente a mi desdichado estado y a mi debilidad el error que cometo en rendirme a vuestras seducciones.

–Yo quería rendir un homenaje a tu inteligencia –me dijo la Dubois–, si prefieres que acuse de ello a tu desdicha, haré lo que quieras. Sírveme siempre, y estarás contenta.

Todo se arregló; a partir de aquella misma noche, yo comencé a poner mejor cara a Dubreuil, y descubrí efectivamente que sentía alguna predilección por mí.

Nada más molesto que mi situación: sin duda estaba muy lejos de prestarme al crimen propuesto, aunque me hubieran ofrecido una cantidad diez mil veces mayor de oro; pero denunciar a aquella mujer era penoso para mí; me repugnaba extremadamente exponer a morir a una criatura a la que diez años antes había debido mi libertad. Habría querido encontrar el medio de impedir el crimen sin provocar su castigo, y con cualquier otra que no una consumada malvada como la Dubois, lo habría conseguido. Eso fue, pues, lo que decidí, ignorando que las sordas maniobras de aquella horrible mujer no sólo derrumbarían todo el edificio de mis honestos proyectos, sino que me castigarían incluso por haberlo concebido.

En el día prescrito para el proyectado paseo, la Dubois nos invitó a los dos a cenar en su habitación; aceptamos, y terminada la cena, Dubreuil y yo bajamos para ocupar el carruaje que nos habían preparado; como la Dubois no nos acompañó, me encontré a solas con Dubreuil un instante antes de partir.

–Señor –le dije apresuradamente–, escuchadme con atención; no digáis nada, y sobre todo cumplid rigurosamente lo que voy a aconsejaros: ¿tenéis algún amigo seguro en esta posada?

–Sí, tengo un joven socio con el que puedo contar como si fuera yo mismo.

–Bien, señor, id inmediatamente a ordenarle que no abandone vuestra habitación ni un minuto mientras nosotros estemos de paseo.

–Pero yo tengo la llave de esa habitación. ¿Qué significa este exceso de precaución?

–Es más esencial de lo que creéis, señor: tomadla, os lo ruego, o no salgo con vos. La mujer con la que hemos cenado es una malvada: organiza la excursión que vamos a hacer juntos para robaros con mayor comodidad durante ese tiempo. Apresuraos, señor, nos está observando, es peligrosa. Entregad la llave a vuestro amigo; que se instale en vuestra habitación, y que no se mueva hasta que nosotros no hayamos vuelto. Os explicaré todo el resto así que estemos en el coche.

Dubreuil me hace caso, me estrecha la mano para darme las gracias, corre a dar las órdenes relativas al aviso que recibe, y regresa. Salimos, durante el camino le relato toda la aventura, le cuento las mías, y le informo acerca de las desdichadas circunstancias de mi vida que me han hecho conocer a una mujer semejante. Aquel joven honrado y sensible me demuestra el más vivo agradecimiento por el servicio que quiero prestarle; se interesa por mis infortunios, y me propone suavizarlos con el don de su mano.

–Me siento demasiado feliz de poder reparar los errores que la Fortuna ha cometido con vos, señorita –me dice–; yo soy mi propio dueño, no dependo de nadie. Me voy a Ginebra para una inversión considerable de unas cantidades que vuestros buenos consejos me salvan, así que vendréis conmigo. Al llegar allí me convertiré en vuestro esposo, y sólo apareceréis en Lyon bajo este título, o si lo preferís, señorita, si sentís alguna desconfianza, sólo en mi propia patria os daré mi apellido.

Tal ofrecimiento me halagaba demasiado para que me atreviera a rechazarlo; pero tampoco me convenía aceptarlo sin hacer escuchar a Dubreuil todo lo que podría hacerle arrepentirse; me agradeció mi delicadeza, y me urgió con mayor insistencia... ¡Qué infeliz criatura era yo! ¡Era preciso que la dicha sólo se me ofreciera para llenarme más vivamente de pena al no poderla aprovechar jamás! ¡Era preciso que ninguna virtud pudiera nacer en mi corazón sin ocasionarme tormentos!

Nuestra conversación ya nos había llevado a dos leguas de la ciudad, y nos disponíamos a bajar para disfrutar de la frescura de unas alamedas al borde del Isère, por las que teníamos la intención de pasear, cuando de repente Dubreuil me dice que se sentía muy mal... Baja, y le sorprenden unos espantosos vómitos; le hago subir inmediatamente al coche, y regresamos apresuradamente a la ciudad. Dubreuil está tan mal que hay que llevarle a su habitación; su estado sorprende a su socio al que encontramos allí, y que, siguiendo sus órdenes, no había salido de ella. Llega un médico. ¡Cielos, Dubreuil está envenenado! Así que me entero de la fatal noticia, corro al apartamento de la Dubois. ¡La infame había desaparecido! Entro en mi habitación, el armario ha sido forzado, el poco dinero y las ropas que poseo desaparecidos. Me aseguran que la Dubois emprendió hace tres horas el viaje a Turín. No había ninguna duda de que era la autora de esta multitud de crímenes: se había presentado en el cuarto de Dubreuil; irritada por encontrar gente, se había vengado conmigo, y había envenenado a Dubreuil, cenando, para que, a la vuelta, si hubiera conseguido robarle, aquel desdichado joven, más preocupado por su vida que por perseguir a la que robaba su fortuna, la dejara escapar con seguridad, y yo pudiera resultar más sospechosa que ella en vista de que el accidente de su muerte ocurría en mis brazos. Nada nos probó sus combinaciones, pero ¿cabía imaginar que fueran otras?

Vuelvo corriendo a ver a Dubreuil: no me dejan aproximarme; protesto por esta negativa, me cuentan la causa. El desdichado expira, y ya sólo se ocupa de Dios. Sin embargo, me ha exculpado; yo soy inocente, asegura; prohíbe expresamente que me persigan; muere. Apenas ha cerrado los ojos, su socio se apresura a darme la noticia, rogándome que esté tranquila. ¡Ay! ¿Podía estarlo? ¿Podía no llorar amargamente la muerte de un hombre que se había ofrecido tan generosamente a sacarme del infortunio? ¿Podía dejar de deplorar un robo que me devolvía a la miseria, de la que acababa de salir? «¡Espantosa criatura!», exclamé; «si es ahí donde conducen tus principios, ¿hay que sorprenderse de que los aborrezcamos, y las personas honradas los castiguen?» Pero yo razonaba en tanto que parte lesionada, y la Dubois, que sólo veía su dicha y su interés en lo que había hecho, sacaba sin duda otras conclusiones.

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