Authors: Marqués de Sade
El honesto señor de Corville no había podido oír esta historia sin sentirse profundamente conmovido; en cuanto a la señora de Lorsange en quien, como hemos dicho, los monstruosos errores de su juventud no habían apagado en absoluto la sensibilidad, estaba a punto de desmayarse.
–Señorita –le dijo a Justine–, es difícil oíros sin sentir por vos el más vivo interés; pero, ¡tengo que confesarlo?, un sentimiento inexplicable, mucho más tierno del que describo, me arrastra invenciblemente hacia vos y convierte vuestros males en míos propios. Me habéis disfrazado vuestro nombre, me habéis ocultado vuestro nacimiento; os conjuro a que confeséis vuestro secreto; no os imaginéis que sea una vana curiosidad lo que me lleva a hablaros así... ¡Gran Dios! ¿Es posible lo que sospecho?... ¡Oh, Thérèse! ¿Y si fuerais Justine?... ¿Y si fuerais mi hermana?
–¡Justine! Señora, ¡vaya nombre! –Tendría ahora vuestra edad...
–¡Juliette! ¿Te estoy oyendo a ti? –dijo la desdichada prisionera arrojándose a los brazos de la señora de Lorsange...– i Tú... mi hermana!... ¡Ah, moriré mucho menos infeliz, ya que, al menos, he podido abrazarte una vez más!...
Y las dos hermanas, estrechamente abrazadas, ya sólo escuchaban sus sollozos, ya sólo se expresaban a través de las lágrimas.
El señor de Corville no pudo retener las suyas; sintiendo que se le hace imposible no sentir por este caso el mayor interés, pasa a otra habitación, escribe al canciller, describe con trazos encendidos el horror de la suerte de la pobre Justine a la que seguiremos llamando Thérèse; se hace fiador de su inocencia, pide que hasta el esclarecimiento del proceso, la supuesta culpable no tenga otra prisión que su castillo, y se compromete a devolverla a la primera orden de aquel jefe soberano de la justicia; se da a conocer a los dos guardianes de Thérèse, les confía su carta, les responde de la prisionera; es obedecido, Thérèse le es entregada; un carruaje avanza.
–Acercaos, criatura harto desdichada –dijo entonces el señor de Corville a la interesante hermana de la señora de Lorsange–, acercaos, todo cambiará para vos. No podrá decirse que vuestras virtudes quedan siempre sin recompensa, y que la hermosa alma que habéis recibido de la naturaleza sólo encuentra siempre el cautiverio: seguidnos, ahora sólo dependéis de mí...
Y el señor de Corville explica en pocas palabras lo que acaba de hacer.
Hombre respetable y amado dijo la señora de Lorsange arrojándose a las rodillas de su amante–, este es el rasgo más hermoso que habéis tenido en todos vuestros días; a quien conoce realmente el corazón del hombre y el espíritu de la ley le corresponde vengar la inocencia oprimida. Ahí tenéis, señor, ahí tenéis a vuestra prisionera: ve, Thérèse, ve, corre, vuela al instante a arrojarte a los pies de este protector equitativo que no te abandonará como los demás. ¡Oh, señor, si me resultaban queridos los lazos del amor con vos, cuanto más lo serán ahora, reforzados por la más tierna estimación!...
Y las dos mujeres abrazaban sucesivamente las rodillas de un amigo tan generoso y las regaban con sus lágrimas.
Llegaron en pocas horas al castillo: allí, el señor de Corville y la señora de Lorsange se ocuparon ambos a porfía de hacer pasar a Thérèse del exceso de la desdicha al colmo del bienestar. La alimentaban con deleite de los manjares más suculentos; la acostaban en los mejores lechos, querían que mandara en su casa, ponían en ello, en suma, toda la delicadeza que cabía esperar de dos almas sensibles. Consiguieron curarla en pocos días, la bañaron, la vistieron, la embellecieron; era el ídolo de los dos amantes, competían en ver cuál de los dos le –haría olvidar cuanto antes sus desgracias. Mediante algunos cuidados, un excelente cirujano se encargó de hacer desaparecer aquella marca ignominiosa, fruto cruel de la maldad de Rodin. Todo respondía a las atenciones de los bienhechores de Thérèse: las huellas del infortunio ya se borraban de la frente de la amable joven; las Gracias ya restablecían en ella su dominio. A los colores lívidos de sus mejillas de alabastro sucedían las rosas de su edad, marchitas por tantos pesares. La risa, borrada de sus labios desde hacía tantos años, reapareció en ellos finalmente bajo el ala de los placeres. Las mejores noticias acababan de llegar de la Corte; el señor de Corville había puesto toda Francia en movimiento, había reavivado el celo del señor S***, que se había unido a él para describir las desdichas de Thérèse y para devolverle una tranquilidad a la que era tan acreedora. Llegaron finalmente las cartas del Rey que purgaban a Thérèse de todos los procesos injustamente incoados contra ella, le devolvían el título de honesta ciudadana, imponían para siempre silencio a todos los tribunales del reino donde se había intentado difamarla, y le concedían mil escudos de pensión a cuenta del oro requisado en el taller de los monederos falsos del Delfmesado. Tuvieron la intención de apoderarse de Cardoville y de Saint–Florent; pero obedeciendo a la fatalidad de la estrella relacionada con todos los perseguidores de Thérèse, uno, Cardoville, acababa de ser nombrado, antes de que sus crímenes fueran conocidos, a la intendencia de ***, el otro a la intendencia general del comercio de las Colonias; cada uno de ellos estaba ya en su destino, las órdenes sólo encontraron familias poderosas que no tardaron en buscar los medios para calmar la tempestad, y tranquilos en el seno de la fortuna, las fechorías de esos monstruos fueron pronto olvidadas.
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En lo que se refiere a Thérèse, así que se enteró de tantas cosas agradables para ella, poco faltó para que expirara de alegría, derramó varios días consecutivos unas lágrimas muy dulces, en el seno de sus protectores, cuando de repente su humor cambió, sin que fuera posible adivinar la causa. Se volvió sombría, inquieta, ensimismada; a veces lloraba en medio de sus amigos, sin que ni ella misma pudiera explicar la causa de sus penas.
–No he nacido para tanta felicidad –le decía a la señora de Lorsange–... Oh, querida hermana, es imposible que dure mucho tiempo.
Por más que le aseguraran que todas sus historias habían terminado y que ya no debía sentir más inquietud, nada conseguía calmarla; diríase que esta triste criatura, únicamente destinada a la desdicha, y sintiendo la mano del infortunio siempre colgada sobre su cabeza, previera ya los últimos golpes que iban a aplastarla.
El señor de Corville seguía viviendo en el campo; estaban a fines del verano, planeaban un paseo que la proximidad de una espantosa tormenta parecía poder estorbar; el exceso de calor había obligado a dejarlo todo abierto. El relámpago brilla, el granizo cae, los vientos silban, el fuego del cielo agita las nubes, las sacude de una manera terrible; parecía que la naturaleza, aburrida de sus obras, estuviera dispuesta a mezclar todos los elementos para obligarlos a unas formas nuevas. La señora de Lorsange, asustada, suplica a su hermana que lo cierre todo, lo más rápidamente posible; Thérèse, apresurada en calmar a su hermana, corre hacia las ventanas que ya se rompen; quiere luchar por un minuto contra el viento que la rechaza: al instante el resplandor del rayo la derriba en el centro del salón.
La señora de Lorsánge lanza un grito espantoso y se desmaya; el señor de Corville pide ayuda; los cuidados se dividen, devuelven a la señora de Lorsange a la luz, pero la desdichada Thérèse está herida de manera que ni la menor esperanza puede subsistir para ella; el rayo había entrado por el seno derecho; después de haber consumido su pecho y su cara, había salido por el centro del vientre. La visión de aquella miserable criatura infundía horror: el señor de Corville ordena que se la lleven...
–No –dijo la señora de Lorsange levantándose con la mayor calma–; no, dejadla bajo mis miradas, señor; necesito contemplarla para afirmarme en las decisiones que acabo de tomar. Escuchadme, Corville, y no os enfrentéis sobre todo a la decisión que tomo, a unos proyectos de los que nada en el mundo podría distraerme ahora. Las increíbles desdichas que experimentó esta infortunada, aunque siempre haya respetado sus deberes, tienen algo de demasiado extraordinario como para no abrirme los ojos sobre mí misma; no os imaginéis que me ciego con los falsos resplandores de felicidad que hemos visto disfrutar, en el transcurso de las aventuras de Thérèse, a los malvados que la han hollado. Estos caprichos del cielo son unos enigmas que no nos corresponde a nosotros desvelar, pero que jamás deben seducirnos.
¡Oh, amigo mío! la prosperidad del crimen sólo es una prueba a la que la Providencia quiere someter la virtud; es como el rayo cuyos fuegos falaces sólo embellecen un instante la atmósfera para precipitar en los abismos de la muerte al desdichado que han deslumbrado.
Aquí tenemos el ejemplo bajo nuestros ojos; las increíbles calamidades, los reveses terroríficos e ininterrumpidos de esta encantadora joven, son una advertencia que el Eterno me da para escuchar la voz de mis remordimientos y arrojarme al fin en sus brazos. ¿Qué castigo debo yo temer de él, yo, a quien el libertinaje, la irreligiosidad y el abandono de todos los principios han señalado cada instante de la vida? ¿Qué es lo que debo esperar, cuando así ha sido tratada aquella que no tuvo en todos sus días un solo error verdadero que reprocharse? Separémonos, Corville, ya es hora; ninguna cadena nos ata, olvidadme, y considerad oportuno que vaya con un arrepentimiento eterno a abjurar a los pies del Ser Supremo de las infamias con que me he manchado. Este espantoso golpe era necesario para mi conversión en esta vida, lo era para la dicha que me atrevo a esperar en la otra. Adiós, señor; la última señal que espero de vuestra amistad es no hacer ningún tipo de pesquisas para saber qué ha sido de mí. ¡Oh, Corville!, os aguardo en un mundo mejor, vuestras virtudes deben conduciros a él; ojalá las maceraciones en las que voy a pasar para expiar mis crímenes, los desdichados años que me quedan, puedan permitirme volver a veros un día.
La señora de Lorsange abandona inmediatamente la casa; toma algún dinero consigo, se precipita a un carruaje, abandona al señor de Corville el resto de sus bienes señalándole unos legados piadosos, y vuela a París, donde entra en las carmelitas, de las que al cabo de muy pocos años se convierte en ejemplo y edificación, tanto por su elevada piedad como por la sabiduría de su mente y la regularidad de sus costumbres.
El señor de Corville, digno de obtener los mejores empleos de su patria, los consiguió, y sólo fue honrado con ellos para hacer a la vez la dicha de los pueblos, la gloria de su amo, al que sirvió bien,
aunque ministro, y
la fortuna de sus amigos.
¡Oh, vosotros, que derramasteis lágrimas sobre las desdichas de la virtud; vosotros, que compadecisteis a la infortunada Justine; perdonando los lápices, quizás un poco fuertes que nos hemos visto obligados a emplear, ojalá podáis sacar, al menos, de esta historia el mismo fruto que la señora de Lorsange! ¡Ojalá os convenzáis con ella de que la auténtica felicidad sólo está en el seno de la virtud, y que si, con unas intenciones que no nos corresponde a nosotros profundizar, Dios permite que sea perseguida en la Tierra, es para compensarla en el cielo con las más halagüeñas recompensas!
[1] ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)
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[2] El marqués de Bièvre jamás llegó a hacer ninguno que valiera el del Nazareno a su discípulo: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra alzaré mi Iglesia». ¡Y que se nos venga a decir ahora que los calambures son de nuestro siglo! (N. del A.)
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[3] Ved una obrita titulada
Los jesuitas de buen humor.
(N. del A.)
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[4] Ved la
Historia de Bretaña,
por mosén Lobineau. (N. del A.)
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[5] Que no se tome esto por una fábula: este desdichado personaje ha existido en el mismo Lyon. Lo que se cuenta aquí de sus maniobras es exacto: ha costado el honor de quince o veinte mil pequeñas desdichadas: terminada su operación, las embarcaban sobre el Ródano, y las ciudades que se mencionan han sido durante treinta años pobladas de objetos de excesos por las víctimas de este malvado. En este episodio, sólo hay de novelesco el nombre. (N. del A.)
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[6] El emperador chino Kie tenía una mujer tan cruel y tan disoluta como él; no les costaba nada derramar sangre, y por su exclusivo placer, hacían correr todos los días raudales; tenían, en el interior de su palacio, un gabinete secreto donde las víctimas eran inmoladas bajo sus ojos mientras ellos gozaban. Théo, uno de los sucesores de ese príncipe, tuvo como él una mujer muy cruel; habían inventado una columna de bronce que ponían al rojo vivo, y a la que ataban a las infortunadas bajo sus ojos: «La princesa, cuenta el historiador de quien sacamos estas líneas, se divertía infinitamente con las contorsiones y los gritos de las tristes víctimas; no estaba contenta si su marido no le ofrecía frecuentemente este espectáculo».
(Hist. des Conj., tomo VII, página 43.)
(N. del A.)
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[7] Este juego, que ha sido descrito anteriormente, era muy utilizado por los celtas de los que descendemos (véase la
Histoire des Celtes,
del Sr. Peloutier); casi todos esos extravíos de excesos, estas pasiones singulares del libertinaje, en parte descritas en este libro, y que hoy provocan ridículamente la atención de las leyes, era antes o unos juegos de nuestros antepasados que valían más que nosotros, o unas costumbres legales, o unas ceremonias religiosas: ahora las convertimos en crímenes. ¡En cuántas ceremonias piadosas de los paganos se utilizaba la fustigación! Varios pueblos utilizaban estos mismos tormentos o pasiones para instalar a sus guerreros, eso se llamaba
Huscanaver
(véanse las ceremonias religiosas de todos los pueblos de la tierra). Estas bromas, cuyo inconveniente puede ser como máximo la muerte de una ramera, ¡son ahora crímenes capitales! ¡Vivan los progresos de la civilización! ¡Cómo cooperan a la felicidad del hombre, y cuánto más afortunados somos que nuestros abuelos! (N. del A.)
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[8] En cuanto a los frailes de Santa María de los Bosques, la supresión de las órdenes religiosas descubrirá los crímenes atroces de esta horrible calaña. (N. del A.)
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