Authors: Marqués de Sade
–¡Vamos! –me dijo, levantándome por los cabellos–, ¡vamos! Prepárate; es seguro que voy a inmolarte...
–¡Ay, señor!
–No, no, tienes que morir. No quiero oírte reprocharme más tus miserables favores; no me gusta deber nada a nadie, son los demás quienes deben depender por completo de mí... Morirás, te digo, métete en este ataúd, que yo vea si cabes en él.
Me lleva allí, me encierra, luego sale del panteón, y finge que me deja allí. Jamás me había creído tan cerca de la muerte. ¡Ay!, no tardaría en verla, sin embargo, bajo un aspecto todavía más real. Roland regresa, me saca del ataúd.
–Estarás muy bien ahí dentro –me dice–; diríase que está hecho a tu medida; pero dejarte acabar ahí tranquilamente, sería una muerte demasiado hermosa. Voy a hacerte sentir otra diferente que no deja de tener también sus dulzuras. ¡Vamos!, implora a tu Dios, ramera, ruégale que acuda a vengarte, si realmente tiene poder...
Me arrojo sobre el reclinatorio y mientras en voz alta abro mi corazón al Eterno, Roland incrementa sobre las partes traseras que le expongo sus vejaciones y sus suplicios de una manera aún más cruel. Con todas sus fuerzas flagela estas partes con unas disciplinas armadas con puntas de acero, cada uno de cuyos azotes hacía saltar mi sangre hasta la bóveda.
–¡Así que tu Dios no te ayuda! –proseguía blasfemando–. Permite sufrir a la virtud infortunada, la abandona en manos de la maldad. ¡Ah! ¡Qué Dios, Thérèse, qué clase de Dios es ese Dios! Ven –me dijo a continuación–, ven, ramera, ya has rezado bastante –y al mismo tiempo me coloca sobre el estómago, en el borde del sofá que estaba al fondo del gabinete–; ya te lo he dicho, Thérèse, ¡tienes que morir!
Se apodera de mis brazos, los ata sobre mis riñones, luego pasa alrededor de mi cuello un cordón de seda negra cuyos dos extremos, siempre sostenidos por él, pueden, apretándolos a su voluntad, comprimir mi respiración y mandarme al otro mundo en el mayor o menor tiempo que se le antoje.
–Este tormento es más dulce de lo que te crees, Thérèse –me dijo Roland–; sólo sentirás la muerte en medio de inefables sensaciones de placer. La compresión que esta cuerda efectuará sobre la masa de tus nervios encenderá los órganos de la voluptuosidad. Es un efecto seguro. Si todas las personas condenadas a este suplicio supieran en qué ebriedad hace morir, menos asustados de este castigo que de sus crímenes, los cometerían con mayor frecuencia y con mucha mayor seguridad. Esta deliciosa operación, Thérèse, al comprimir también el local donde voy a introducirme –añade acercándose a una ruta criminal, tan digna de semejante malvado–, doblará también mis placeres.
Pero inútilmente intenta abrirla; por más que prepare los accesos, demasiado monstruosamente proporcionado para conseguirlo, sus intentos son siempre rechazados. Entonces es cuando su furor supera los límites; sus uñas, sus manos, sus pies sirven para vengarle de las resistencias que le opone la naturaleza. Se acerca de nuevo, la espada encendida resbala por los bordes del canal vecino, y del vigor del empujón penetra en él cerca de la mitad; yo lanzo un grito. Roland, furioso por el error, se retira con rabia, y en esta ocasión golpea la otra puerta con tanto vigor que el dardo humedecido se sume en ella desgarrándome. Roland aprovecha los éxitos de este primer empujón; sus esfuerzos se hacen más violentos; gana terreno; a medida que avanza, el cordón fatal que me ha pasado alrededor del cuello se estrecha, yo lanzo unos aullidos espantosos; el feroz Roland, a quien le divierten, me anima a aumentarlos, demasiado seguro de su insuficiencia, demasiado dueño de detenerlos cuando quiera; se excita con sus sonidos agudos. Sin embargo, la ebriedad está a punto de apoderarse de él, las compresiones del cordón se modulan según los grados de su placer; poco a poco mi voz se apaga; los apretones se hacen entonces tan vivos que mis sentidos flaquean sin perder por ello la sensibilidad; rudamente zarandeada por el enorme miembro con que Roland desgarra mis entrañas, pese al espantoso estado en que me encuentro, me siento inundada por los chorros de su lujuria; todavía oigo los gritos que lanza al derramarlos. Le sucede un instante de estupor, no sé lo que me pasa, pero pronto mis ojos vuelven a abrirse a la luz, me siento libre, despejada, y mis órganos parecen renacer.
–Así me gusta, Thérèse –me dice mi verdugo–. Apuesto a que, si quieres ser sincera, sólo has sentido placer.
–¡Horror, señor, repugnancia, angustia y desesperación!
–Me engañas, conozco los efectos que acabas de sentir; pero me da igual cuáles hayan sido. Me imagino que ya debes conocerme bastante como para estar bien segura de que, en lo que hago contigo, tu voluptuosidad me preocupa infinitamente menos que la mía, y la voluptuosidad que busco ha sido tan intensa, que voy a seguir con ella un rato más. Sólo de ti, ahora, Thérèse –me dijo el insigne libertino–, sólo de ti dependerá tu vida.
Pasa entonces alrededor de mi cuello la cuerda que colgaba del techo; una vez fuertemente fijada, ata al taburete sobre el que yo ponía los pies y que me había levantado hasta allí, un cordel cuyo cabo sostiene, y se coloca en un sillón frente a mí. Yo tengo en las manos una afilada podadera que debo utilizar para cortar la cuerda en el momento en que, mediante el cordel que él empuña, tire del taburete debajo de mis pies.
Ya lo ves, Thérèse –me dijo entonces–, si tú fallas, yo no fallaré. Así que no me equivoco al decirte que tu vida depende de ti.
Se excita; llega el momento de su ebriedad en que debe tirar del taburete cuya desaparición me deja colgada del techo. Hace cuanto puede por disimular ese instan te; estaría encantado si yo careciera de maña; pero por mucho que haga, lo adivino, la violencia de su éxtasis lo traiciona, le veo realizar el fatal movimiento, el taburete se escapa, yo corto la cuerda y caigo al suelo, totalmente suelta; allí, aunque a más de doce pies de él; ¿lo creeríais, señora?, siento mi cuerpo inundado por las pruebas de su delirio y de su frenesí.
Otra en mi lugar, aprovechando el arma que tenía en las manos, se hubiera sin duda arrojado sobre aquel monstruo; pero ¿de qué me habría valido ese rasgo de valor? Sin contar con las llaves de aquellos subterráneos, ignorando sus vericuetos, moriría antes de conseguir salir de ellos; además Roland iba armado; así que me levanté, dejando el arma en el suelo, para que él no concibiera sobre mí la más ligera sospecha; no la tuvo; había saboreado el placer en toda su amplitud, y contento de mi dulzura, de mi resignación, mucho más quizá que de mi destreza, me indicó que saliera, y subimos.
Al día siguiente, examiné mejor a mis compañeras. Las cuatro mujeres tenían de veinticinco a treinta años; aunque embrutecidas por la miseria y deformadas por el exceso de trabajo, conservaban todavía algunos restos de belleza; sus talles eran bellos, y la más joven, llamada Suzanne, con unos ojos encantadores, conservaba una bellísima cabellera; Roland la había tomado en Lyon, había conseguido sus primicias, y después de haberla arrebatado a su familia, bajo los juramentos de desposarla, la había traído a aquel espantoso castillo. Llevaba allí tres años, y, aún más que sus compañeras, era el objeto de las ferocidades del monstruo: a fuerza de vergajazos, sus nalgas se habían vuelto tan callosas y duras como una piel de vaca secada al sol; tenía un cáncer en el seno izquierdo y un absceso en la matriz que le causaba unos dolores increíbles. Todo eso era la obra del pérfido Roland; cada uno de aquellos horrores era el fruto de sus lubricidades.
Fue ella quien me contó que Roland estaba en vísperas de irse a Venecia, si las sumas considerables que acababa de hacer llegar últimamente a España le reportaban las letras de cambio que esperaba para Italia, porque jamás quiso transportar su oro al otro lado de las montañas; no lo enviaba nunca: hacía llegar sus monedas falsas a un país diferente de aquel donde se proponía habitar; de ese modo, poseedor únicamente en el lugar donde quería establecerse de los papeles de otro reino, sus bribonadas jamás podían descubrirse. Pero todo podía fallar en un instante, y el retiro que meditaba dependía absolutamente de esta última negociación, en la que había comprometido la mayor parte de sus tesoros. Si Cádiz aceptaba sus piastras, sus cequíes, sus luises falsos, y le mandaba a cambio de ello unas letras sobre Venecia, Roland viviría feliz el resto de su vida; si el fraude era descubierto, bastaba un solo día para poner patas arriba el endeble edificio de su fortuna.
–¡Ay! –dije al enterarme de esos detalles–, por una vez la Providencia será justa, no permitirá el éxito de un monstruo semejante, y todas nosotras seremos vengadas...
¡Dios mío! ¡Cómo podía razonar así a partir de la experiencia que había adquirido!
Al mediodía, nos daban dos horas de reposo que aprovechábamos para ir, siempre por separado, a respirar y comer en nuestras habitaciones; a las dos, nos ataban de nuevo y nos hacían trabajar hasta la noche, sin que jamás se nos permitiera entrar en el castillo. Si íbamos desnudas, no sólo era a causa del calor, sino más aún a fin de poder recibir mejor los vergajazos que de vez en cuando venía a asestarnos nuestro feroz amo. En invierno, nos daban un pantalón y un chaleco tan ajustados a la piel, que no por ello nuestros cuerpos quedaban menos expuestos a los golpes de un malvado cuyo único placer consistía en torturarnos.
Pasaron ocho días sin que viera a Roland; al noveno, se presentó en el trabajo, y pretendiendo que Suzanne y yo girábamos la rueda con excesiva laxitud, nos repartió treinta vergajazos a cada una, desde la mitad de los riñones hasta las pantorrillas.
A la medianoche de aquel mismo día, el malvado vino a visitarme a mi calabozo, y excitándose con el espectáculo de sus crueldades, introdujo de nuevo su terrible porra en el antro tenebroso que yo le exponía por la postura en que me tenía examinando los vestigios de su rabia. Cuando sus pasiones quedaron satisfechas, quise aprovechar el instante de calma para suplicarle que cambiara mi suerte. ¡Ay! Yo ignoraba que si en tales almas el momento del delirio hace aún más activa la inclinación que sienten por la crueldad, no por ello la calma les devuelve en mayor medida a las dulces virtudes del hombre honesto; es un fuego más o menos avivado por los alimentos con que se le alimenta, pero que debajo de la ceniza no para de arder.
–¿Y con qué derecho pretendes que alivie tus cadenas? –me contestó Roland–. ¿Se debe a las fantasías que se me antoja pasar contigo? ¿Acaso me pros terno a tus pies para pedirte unos favores por cuya concesión tú puedas implorar algunas compensaciones? Yo no te pido nada, lo tomo, y no veo por qué, dado que utilizo un derecho sobre ti, deba resultar de ahí que tenga que abstenerme de un segundo. No existe el más mínimo amor en mi acción: el amor es un sentimiento caballeresco al que soberanamente desprecio, y cuyas influencias jamás conoció mi corazón. Me sirvo de una mujer por necesidad, de la misma manera que para una necesidad diferente nos servimos de un recipiente redondo y hueco, pero sin conceder jamás a ese individuo, que mi dinero y mi autoridad someten a mis deseos, ni estima ni ternura; debiendo únicamente lo que me quito de mí mismo, y sin exigir otra cosa de él que la sumisión, no puedo estar obligado a partir de ahí a concederle ninguna gratitud. Pregunto a los que quisieran obligarme a ello si un ladrón que arrebata la bolsa a un hombre en un bosque, porque es más fuerte que él, debe algún reconocimiento a ese hombre por el mal que acaba de ocasionarle. Ocurre lo mismo con el ultraje hecho a una mujer: puede ser un motivo para hacerle un segundo, pero jamás una razón suficiente para otorgarle compensaciones.
–¡Oh, señor! –le dije–. ¿Hasta qué punto lleváis vuestra maldad?
–Hasta la última fase –me contestó Roland–: no existe un único extravío en el mundo a que no me haya entregado, ni un crimen que no haya cometido, así como tampoco ninguno que mis principios no excusen o legitimen. He sentido incesantemente por el mal una especie de atracción que siempre redundaba en beneficio de mi voluptuosidad; el crimen enciende mi lujuria; cuanto más espantoso es, más me excita; disfruto cometiéndolo del mismo tipo de placer que la gente normal saborea únicamente en la lubricidad, y me he encontrado cien veces, pensando en el crimen, entregándome a él, o acabando de cometerlo, completamente en el mismo estado en que se está al lado de una hermosa mujer desnuda; excitaba mis sentidos de la misma manera, y lo cometía para inflamarme, al igual que uno se acerca a un bello objeto con las intenciones de la impudicia.
–¡Oh, señor!, lo que decís es espantoso, pero he visto ejemplos de ello.
–Hay mil, Thérèse. No debemos imaginar que sea la belleza de una mujer lo que más excita la mente de un libertino: es más bien el tipo de crimen a que han vinculado las leyes su posesión. La prueba está en que, cuanto más criminal es esa posesión, más excitados nos sentimos. El hombre que disfruta de una mujer que roba a su marido, de una hija que arrebata a sus padres, se siente mucho más complacido sin duda que el marido que disfruta de su mujer; y cuanto más respetables parecen los vínculos que rompe, más aumenta la voluptuosidad. Si es su madre, si es su hermana, si es su hija, añade nuevos atractivos a los placeres experimentados. ¿Alguien ha saboreado todo eso? Quisiéramos que los diques aumentaran aún para encontrar más dificultades y más atractivos en salvarlas. Ahora bien, si el crimen sazona un goce, es posible también que, separado de él, él mismo sea goce; así pues, existirá entonces un goce seguro exclusivamente en el crimen. Pues es imposible que lo que resulta picante, no lo contenga en sí, y en gran cantidad. Por lo que supongo que el rapto de una joven para uno mismo proporcionará un placer muy vivo, pero el rapto por cuenta ajena dará todo el placer con que el goce de esa joven se veía mejorado por el rapto. El rapto de un reloj, de una bolsa, lo darán igualmente, y si he habituado mis sentidos a sentirse conmovidos por una cierta voluptuosidad por el rapto de una joven, en tanto que rapto, este mismo placer y esta misma voluptuosidad aparecerán en el rapto del reloj, en el de la bolsa, etc. Y eso es lo que explica la fantasía de tantas personas honradas que roban sin necesitarlo. Nada más simple, a partir de ahí, tanto que se saborean los mayores placeres en todo lo que sea criminal como que se conviertan, por todo lo que cabe imaginar, los goces simples en lo más criminales posible. Comportándose así, no se hace más que añadir a este goce la dosis de picante que le faltaba y que era indispensable para la perfección de la felicidad. Ya sé que tales sistemas llevan muy lejos, y es posible incluso que dentro de poco te lo demuestre, Thérèse, pero ¿qué importa con tal de que se disfrute? ¿Hay, por ejemplo, querida joven, algo más simple y más natural que verme gozar de ti? Pero tú te opones, me pides que no lo haga; diríase que por las obligaciones que tengo contigo tuviera que concederte lo que exiges. Sin embargo, no me rindo a nada, no escucho nada, rompo todos los nudos que cautivan a los necios, te someto a mis deseos, y convierto el más simple y más monótono de los goces en otro realmente delicioso. Sométete, pues, Thérèse, sométete; y, si alguna vez regresas a este mundo bajo el carácter del más fuerte, abusa de tus derechos, y conocerás el más vivo y picante de todos los placeres.