Fue uno de esos improbables accidentes que probablemente ocurren en todas partes. El pesquero infracuático
Bartlemeo
se acercaba al subpuerto de Cabo Verde a cuatrocientas noventa brazas cuando se encontró con un problema mecánico. No soy un técnico, de manera que no puedo describir el fallo con exactitud; al parecer los lingotes de uranio se desplazaron hasta las pilas del barco y el mecanismo repartidor, que conduce los lingotes usados hasta los separadores, quedó bloqueado. En vez de utilizar el control remoto manual para compensar el fallo, el ingeniero jefe, un tipo llamado Je Regard, fue personalmente a ver qué ocurría con los lingotes. Mientras se colaba por el escotillón de inspección, el traje protector de Regard se enganchó inadvertidamente en un picaporte. Fue capaz de reparar el embotellamiento de lingotes, pero tras haber recibido una dosis casi mortal de radiación en los riñones, se derrumbó al pretender salir por donde había entrado.
El
Bartlemeo
no llevaba ningún médico a bordo. Con urgencia se pidió uno al exterior.
Ya he dicho que no soy un técnico; ni tampoco un filósofo. Sin embargo, en este trivial episodio con que se dio comienzo a tantos siglos de problemas puedo ver el esquema de todos los grandes sucesos que tienen su origen en lo insignificante: «los grandes robles no surgen de las pequeñas bellotas»; ya sabéis a lo que me refiero.
En medio de las arenas movedizas e inmemoriales del desierto de Sahara se encuentra encogida la meseta de Ahaggari que almacena dunas como tetas, al igual que un vapor en medio de un mar poco aconsejable. Al borde de la meseta se levanta Barbe Barber, el Instituto de Meditación Médica, un elaborado y viejo edificio al estilo colosalista de antaño, tan fugado como el Interrogante de Angkor, tan poco comprometido como el Introventual de la Luna. Rodeado de palmas que proporcionan sombra a sus anchos y pavimentados paseos. Barbe Barber eleva sus torreones y pisos superiores por encima de los árboles para la observación del inmenso continente en el que se asienta, a semejanza de los observadores del exterior, los médicos observan el interior del cuerpo, el continente interior del hombre.
Gerund Gyres, siempre enjugándose la frente con un extremo de la corbata, estaba frente a la escalera principal del instituto y esperaba. El avión que lo había conducido hasta allí permanecía algo alejado en el parque. Aguardaba humildemente bajo el calor, pese a ser un hombre orgulloso; en Barbe Barber no se habría admitido jamás a un patán.
Al cabo, la figura que Gerund ansiaba ver apareció en lo alto de los amplios peldaños. Era su esposa, Cyro. Se volvió, como para despedirse de alguien que estuviese a su espalda, y luego comenzó a bajar las escaleras. Como siempre que se encontraba con ella, Gerund era consciente de que Cyro se esforzaba por alejar de su interior la imagen de Barbe Barber para adaptarse al mundo de fuera. Mientras la observaba con ansiedad y amor, la mujer enderezó la espalda, irguió la cabeza y aceleró el paso. Cuando por último llegó hasta Gerund, los ojos de la mujer ya poseían aquella expresión familiar de diversión con la que afrontaba tanto la vida como la presencia de su marido.
—Parece que hace semanas que no te veo —dijo Cyro, besando a Gerund en la boca y rodeándolo con los brazos.
—Es que hace semanas —protestó él.
—¿De veras? —dijo ella juguetonamente—. ¡Pues no se me ha hecho tan largo!
Gerund la tomó de la mano y la condujo hasta el triángulo de césped sobre el que se asentaba su avión. El mes de meditación que Cyro, como médico, aceptaba voluntariamente atravesar todos los años le resultaba beneficioso sin duda; basado en sistemas superyoísticos, las disciplinas de Barbe Barber eran cursos de relajamiento para los cerebros y cuerpos de las logias médicas del mundo. Cyro parecía más joven y vital que nunca; Gerund se dijo que, tras seis años de matrimonio, él era una fuente de vitalidad en la vida de su esposa mucho más reducida que la terapia de marras; pero era irracional esperar cualquier cambio al respecto.
Caminando uno junto al otro llegaron hasta el avión. Jeffy, su siervo, estaba apoyado contra el casco metálico y les aguardaba con los brazos cruzados en actitud paciente.
—Me alegro de verla, doctora Cyro —dijo, abriéndoles la puerta y permaneciendo tras ésta.
—Y yo a ti, Jeffy. Te has puesto moreno.
—Un poco tostado —dijo el otro, sonriendo ampliamente. Su tierra natal era una isla del norte que se pasaba cubierta de hielo todo el año; el viaje ecuatorial le había sentado bien. Aunque ya hacía treinta años que le habían sacado de su lejana isla, Jeffy seguía hablando su jerga sencilla, el ingalés; a diferencia de Cyro, de Gerund y la mayoría de las gentes civilizadas, había sido incapaz de adaptar el Galingua para pensar y conversar.
Se instalaron en sus asientos, Jeffy en el del piloto. Era un hombre grandote y lento que se movía como un boxeador que se dispone a comenzar la pelea. Su mentalidad poco brillante le había vuelto inadaptado para cualquier cosa que no fuera el trabajo servil y pese a ello, manipulaba el pesado avión con la delicadeza del gato que está destripando al ratón.
Carreteó en dirección a una escollera artificial semicircular que absorbería los gases sobrantes. La señal naranja apareció en la torreta de la escollera y el avión emprendió al segundo un vuelo vertical. En seguida, los árboles y los muros blancos y grises de Barbe Barber se redujeron de tamaño bajo ellos, tan inconsiderables como un problema infantil entre las barreras ilimitadas de cielo y arena. El avión tomó rumbo oeste, siguiendo un curso que llevaría a sus pasajeros a la mansión de Gyres, en las islas Puterska: que debería haberlos llevado de no ser por el hombre que permanecía, enfermo, a mil metros bajo la suave superficie del mar Lánico: un hombre enfermo de cuya existencia eran todavía ignorantes.
—Y bien, Gerund: ¿qué ha ocurrido en el mundo mientras he estado ausente de él? —preguntó Cyro, colocándose frente a su marido.
—Nada especial. Los Dualistas quieren registrar todos los planetas de la Federación. La ciudad del Telón Investigador ha sido inaugurada con la pompa debida. Y el mundo erudito está molesto con la nueva obra de Pamlira: «Para-evolución».
—Tengo que leerla —dijo Cyro con cierto interés—. ¿Cuál es su teoría esta vez?
—Es una de esas cosas que no se pueden resumir fácilmente —le explicó Gerund—, pero, brevemente, Pamlira acepta la posición Plat-Onica de la Teoría Dual y afirma que la evolución se encamina hacia especímenes más conscientes. Las plantas tienen menos conciencia que los animales, los animales menos que los hombres, y los hombres vinieron después que los animales, los cuales vinieron a su vez, después que las plantas. Plantas, animales, hombres, son sólo los primeros escalones de un largo ascenso. Pamlira señala que el hombre no es, bajo ningún concepto, plenamente consciente. Duerme, sufre olvidos, está al margen de las funciones corporales…
—Lo cual constituye la razón de nuestra existencia —insertó Cyro.
—Exacto. Como dice el mismo Pamlira, sólo ciertos individuos portentosos, asociándose con nuestras actuales Órdenes de Medicina, pueden extender su participación consciente en la actividad somática.
Ella esbozó una sonrisa neutral.
—¿Y adonde quiere ir a parar? —preguntó.
—Postula que el siguiente peldaño de la evolución será un ser consciente de todas sus células: y la Naturaleza puede estar preparando el ascenso al nuevo estadio. La época, al parecer, está madura para el nuevo ser.
—¿Ya? —Alzó una ceja interrogadora—. Habría jurado que estaba a unos cuantos millones de años de distancia. ¿Y reúne pruebas de que ese hombre es capaz de existir ahora?
—Pamlira se tira la mitad del libro explicando por qué el nuevo espécimen corresponde al presente —dijo Gerund—. Según él, la evolución se acelera al igual que el progreso científico; cuanto más protoplasma haya disponible para la modificación, antes aparecerá la modificación. En treinta mil planetas ya me dirás si hay protoplasma.
Cyro guardó silencio. Con un doloroso suspiro advirtió Gerund que ella no le había preguntado su opinión personal acerca del libro de Pamlira y ello habría sido lo lógico puesto que había dicho haberlo leído. Sin duda consideraba que su opinión de ecólogo industrial no valía la pena y rehusaba preguntarle nada por convencionalismo.
Por último dijo la mujer:
—Sea lo que fuere esa nueva especie superconsciente, el hombre le dará pocas oportunidades para manifestar su supremacía: ni siquiera para sobrevivir. Será eliminada antes que tenga ocasión de multiplicarse. A fin de cuentas, es absurdo esperar que seamos hospitalarios con los usurpadores que vienen a arrojarnos de nuestro confortable lugar en el cosmos.
—Pamlira dice —continuó Gerund— que la evolución se ocupará de que el hombre se aparte del camino. La nueva especie dispondrá de cierto tipo de defensa, tal vez un arma, que la hará invulnerable contra la especie a la que ha de reemplazar.
—¡Cómo! —exclamó la mujer con indignación, como si su marido hubiera soltado alguna estupidez—. La evolución es un proceso completamente neutral, ciego.
—Eso es lo que lamenta Pamlira —dijo Gerund. Pudo ver que su mujer consideraba superficial su observación. Así era; había sido designado para cubrir su incertidumbre sobre lo que Pamlira había dicho respecto a ese punto.
Para-evolución
era de lectura difícil; Gerund la había leído a duras penas, pero sólo con el interés puesto en Cyro, porque sabía que la materia le interesaría a ella.
«Perfecto, pensó, ella entendería el libro: yo no. ¿Por qué tiene que molestarme esto? Ella no me entiende a mí.» La para-evolución y sus trastornos adyacentes se alejaron rápidamente de sus cabezas. Jeffy apareció por la puerta que dividía la sala de control de la cabina, mientras el avión, conectado el autopiloto, sobrevolaba el Sara.
—Hay una llamada pidiendo un médico —dijo, pronunciando las palabras una a una—. Procede el subpuerto de Cabo Verde, casi ahí enfrente. Tienen que conseguir urgentemente un hombre que vaya allí. —Mientras hablaba, miraba implorante a Cyro.
—Por supuesto que recojo la llamada —dijo ella, levantándose y penetrando en la sala de control.
La llamada estaba siendo emitida nuevamente y ella alcanzó la radio. Escuchó cuidadosamente y luego respondió.
—Gracias, doctora Gyres —dijo con alivio el operador de Cabo Verde—. Aguardamos su llegada. Corto.
Se encontraban a unas seiscientas millas de las islas Cabo Verde; casi habían doblado ya esa distancia desde que partieran de Barbe Barber. Mientras Cyro apartaba la radio, el mar Lánico apareció delante. Sobre esta desolada prolongación de la costa del continente, la más triste bajo el resplandeciente sol de Yinnisfar, el desierto se alargaba justo hasta el borde del agua: o, por decirlo de manera coloquial, la playa se prolongaba desde aquel lugar hasta Barbe Barber. Pasaron como un rayo por encima de la línea que dividía mar y tierra y tomaron rumbo WSW. Casi al instante, las nubes formaron una especie de suelo bajo ellos, alejándoles de la vista el globo rotante.
En diez minutos, comprobando sus instrumentos, Jeffy enfiló hacia abajo traspasando los reptantes nimbo-estratos y yendo al encuentro de las catorce islas del archipiélago Cabo Verde que se abría frente a ellos.
—Un cálculo perfecto —dijo Gerund. Jeffy manejaba la pensante caja metálica como un niño precoz conjurando a Britziparbtu en un cello-órgano; poseía una extraordinaria habilidad con las máquinas.
El aeroplano sobrepasó el puerto que rodeaba Satago y se dirigió hacia el mar y luego cayó en picado. Las aguas grises salieron a su encuentro como un sonoro beso dado en la mejilla, los envolvió, los engulló, y la manecilla del altímetro sobre el panel de instrumentos, pasando más allá del «Cero», se puso a marcar brazas en vez de pies.
Nuevamente, Jeffy puso la radio en contacto con el subpuerto. A las diez brazas, unas señales luminosas les indicaron el camino hacia la ciudad sumergida. Por último apareció ante ellos un hangar de amplia boca suspendido en torno a un golfo a cien brazas de profundidad. Penetraron y las compuertas se cerraron tras ellos. Unas válvulas poderosas se pusieron instantáneamente a absorber el agua del hangar, sustituyéndola por aire.
Ya con una composición mental de lo que iba a suceder, Cyro salió del avión antes que el muelle, mediante uso del vacío, acabara de recoger todos los peces atrapados y dejara seco el piso. Gerund y Jeffy intentaron seguirla lo mejor que pudieron.
Fuera del hangar, dos oficiales portuarios saludaron a Cyro.
—Le agradecemos que haya acudido tan rápidamente, doctora Gyres —dijo uno de ellos—. Probablemente le fue explicado por radio los detalles del caso. Se trata del ingeniero jefe del pesquero infracuático
Bartlemeo.
Mientras explicaba los datos pertinentes, el oficial condujo a Cyro, Gerund y Jeffy a un vehículo pequeño y abierto. El otro oficial se puso ante los mandos y el vehículo salió disparado a lo largo del extraño rompeolas donde, pese a toda la barahúnda relacionada con un puerto, no se veía agua alguna.
Durante años, la especie humana había contemplado los mares como un camino peligroso y un lugar adecuado para la instalación de criaderos de pescados; con el paso del tiempo, la conquista se había extendido hasta los océanos y los nuevos predios habían logrado recibir el mismo cuidado que la tierra; en lugar de pescaderías, ahora se veían en ellos lugares de cultivo. A medida que el trabajo de las estepas de las profundidades requería más y más personal, iban edificándose subpuertos y ciudades subacuáticas que dependían de sus contrapartidas en tierra firme.
El subpuerto de Cabo Verde, a causa de su favorecida posición en el Lánico y de su proximidad a Pequeña Unión, era la segunda de las más populosas ciudades de Yinnisfar y había sido uno de los primeros puertos infracuáticos. El lugar de la ciudad en que ahora permanecía detenido el vehículo abierto tenía más de diez siglos de antigüedad. El hospital al que se había encaminado presentaba una fachada a punto de derrumbarse.
El interior presentaba el aspecto monástico de cualquier hospital. A partir de un claustro había varias puertas que daban a una sala de espera con una primitiva cocina, una cabina de radio y pequeñas celdas; en una de éstas yacía Je Regard, ingeniero jefe del
Bartíemeo
, con una dosis de intensa radiación en los riñones.