—¿Y?
—Megalomanía… y encontraremos que esto se repite una y otra vez. Hay cierta mascarada bajo los destelleantes soles de las insignias de almirante. Hasta se quitó las insignias para que no las viéramos. ¿No podía haber sido un hombre de cierta graduación, o un esclavo, o cualquier otra cosa? Tuvo que ser
almirante
, almirante de una inmensa flota espacial. Tal autoengrandecimiento es una característica común de la insania.
Davi se mantuvo en silencio, eludiendo el desafío contenido en la voz de Shansfor. Sentía que desaparecía su seguridad y deseaba hablar otra vez con Israel para sentirse revitalizado por aquella naturaleza irreprimible. Si estos imbéciles comprendieran tan sólo un poco, que un hombre como Israel no podría ser nada inferior a almirante…
—El punto siguiente —continuó Shansfor— es incluso más detestable. Recordará qué Israel afirma haber sido capturado por el enemigo durante esa guerra ridícula. Lo derrotaron. ¿Se le ocurrió a Israel decirle a usted el nombre de la raza que lo derrotó? ¡El nombre era Israel! ¡Israel fue conquistado por Israel!
—¿Y qué? —preguntó Davi estúpidamente.
Esto fue demasiado para Inald Uatt. Se adelantó vaso en mano, las mandíbulas a punto de estallar.
—¿Se atreve a preguntar «y qué»? —dijo—. Si lo que se propone es insultarnos con sus majaderías podemos considerar igualmente clausurada esta conversación. Israel padece escisión de personalidad, por utilizar términos cercanos a su comprensión. Él es él; y también su peor enemigo. Israel contra Israel: un hombre dividido contra sí mismo. Es obvio hasta para un patán.
—De ningún modo —dijo Davi, intentando refrenar su rabia.
—¡Maldita sea!
—De ningún modo —repitió Davi—. Buen Dios, Bergharra luchó con los Goraggs en la última guerra. Uno de nuestros hombres más bravos fue un Capitán de Campo Goragg, pero no lo encerramos en un lanchón recuperador a causa de su nombre desafortunado.
Hubo un silencio helado.
—Creo —dijo Uatt— que el fastidioso término con que ha bautizado una nave de salud mental no puede considerarse educado ni siquiera en los umbrales de la comicidad más pedestre.
—No puede rechazarlo todo como si se tratase de una sarta de coincidencias, señor Dael —dijo Shansfor con precipitación, agitando las manos como para acallar a su superior—. Tiene que hacer un esfuerzo por contemplar esto desde el punto de vista de una mente sana. Nosotros no creemos en las coincidencias. Permítame pasar al siguiente y último punto, sobre el que descansa el aspecto más crucial del asunto, si me permite la expresión.
»La etiqueta de esta reyerta galáctica tan increíble, afirma Israel, obliga a un exilio de por vida a un almirante o cualquier otro pez gordo, en caso de ser capturado por el enemigo. Como podrá esperarse en este caso, el exilio mismo es ya un asunto complicado, una mezcla de clemencia y crueldad. El exilio consistió en borrar su nombre de la civilización y en abandonarlo en un planeta, sin ningún recurso ni recuerdo. Antes de ser depositado en este planeta, fue tratado por medios hipnóticos para que adoptara el idioma del planeta o país en que quedara desterrado. Ello absuelve magníficamente a Israel de la posible acusación de conocimiento perfecto de una lengua extraña.
—¡Lo está tratando de mentiroso! —exclamó Davi con amargura.
—No —le contradijo Shansfor—. Me está usted malinterpretando. Nosotros estamos convencidos de que él cree genuinamente en todo lo que dice. Pero recuerde, y esto constituye otra escapatoria para él, que no puede hablar el idioma galáctico.porque le fue borrado cuando sus enemigos le empotraron el nuestro en la garganta.
»No obstante, por abominable que parezca, esto es la parte más pequeña del edicto del exilio. Según Israel, estaba estipulado que los exiliados serían únicamente abandonados en planetas ajenos a la federación galáctica, planetas demasiado primitivos para haber desarrollado poco más que los rudimentos de lo que él llama viaje espacial «mecánico»; en tales lugares tienen que sobrevivir entre los nativos hostiles de la forma que mejor puedan. En otras palabras, Bergharra y la Tierra son la idea galáctica que Israel tiene del infierno.
—¿Y por qué encuentra usted eso tan abominable? —preguntó Davi.
—¿Por qué? Porque sugiere con demasiada evidencia la fabricación de una mente culpable que intenta castigarse atrayendo sobre sí un sufrimiento eterno. Es un modelo de castigo que solemos encontrar aquí muy a menudo.
Antes de que Davi pudiera recuperarse lo suficiente para replicar, Uatt se puso de pie, se alisó un cabello imaginario en la calva cabeza y tomó la palabra.
—De modo que aquí tiene el caso Israel, Dael —dijo—. Es una criatura enferma, acosada por un fantasma persecutorio. Confío en que sabrá usted apreciar, aunque me temo que no basta con mi confianza, los esfuerzos con que hemos tratado este asunto y la limpieza con que hemos conseguido atar los cabos sueltos.
—Aunque plausible —dijo Shansfor, incorporándose también y abotonándose la túnica para dar por finalizada la reunión—, Israel se nos revela sin vacilación como desesperada e incluso peligrosamente desequilibrado. Excusando mi candidez, difícilmente encontramos en el informe algún fragmento en que el desequilibrio no esté presente en mayor o menor medida. Y aún no hemos desentrañado todos los puntos oscuros. Esta clase de cosas exigen tiempo y paciencia.
—Dé a la policía un poco más de tiempo —dijo el Archihermano con deleite— y probablemente nos enteraremos de que se trata de un vulgar asesino bajo el efecto de una amnesia expiatoria.
—¡Oh, Israel! ¡Tú un vulgar asesino! ¡Ciertamente, los hostiles nativos te han atrapado en sus redes brutales y sucias! ¡Deberías haber venido cincuenta millones de años antes: el hombre de Neanderthal se habría mostrado contigo más comprensivo y misericordioso!
Davi alzó la mirada al techo y se llevó las manos a la cara. La sangre le corría bullente por las venas como una catarata. Durante un momento pensó en arrojarse sobre Inald Uatt. Luego, desesperanzado, bajó las manos.
—Tengo que ver a Israel —dijo con voz apagada.
—Eso no será posible —dijo Uatt—. Tenemos que trasladarlo a un lugar más tranquilo; puede resultar peligroso.
—¿De veras? —dijo Davi. Con los dedos tensos se abotonó la túnica.
El Archihermano y Shansfor, permanecieron juntos cerca del fuego, esperando educadamente que Davi se marchara. Davi, el único hombre que creía en Israel, derrotado, quedó plantado frente a ellos, apoyándose desgarbadamente ora en un pie ora en el otro. Al cabo, optó por suspirar y volverse para abandonar el lugar sin ninguna palabra de agradecimiento. Alcanzó a ver el marchito ranúnculo prendido de su pecho; ¡cómo tenía que haber divertido a los fulanos! Sin embargo, Davi sentía oscuramente que existía en el ranúnculo un débil eslabón entre la salud y la galaxia.
Repentinamente comprendió la deliberada crueldad del exilio de Israel, la amargura de permanecer en medio de una gente incapaz de comprenderle.
—¡Voy a llamar a los periódicos de Nueva Unión a ver si pueden echarme una mano! —dijo resueltamente.
—¡Una idea excelente! El sentimentalismo y lo tremendo son lo suyo —replicó el Archihermano, pero Davi se había ido ya.
Caminando por la pasarela sin mirar, se encaminó a la ciudad. Un viento frío le hizo temblar y aquello le recordó que había dejado en alguna parte de la nave su capa de piel. Pero era ya demasiado tarde para volver por ella. Sobre su cabeza, a través de las nubes inconsistentes, las estrellas de la galaxia brillaban con terrible avidez.
Eventualmente, Israel fue declarado sano, y verdadero su relato. Así, los hombres de la Tierra penetraron en la galaxia que al final heredarían. Descubrieron, en el funcionamiento de aquel extraordinario código social llamado Guerra de Auto-Perpetuación, la estabilidad y el estímulo de lo que generaba los frutos de la paz. Y uno de los frutos más extraños resultó una paralengua ampliamente difundida: la Galingua.
Cuando los primeros lemines llegaron hasta él, el océano parecía respirar apaciblemente, como un niño dormido. En todo el ancho mar no se divisaba la menor traza de peligro. Sin embargo, los primeros lemines se detuvieron con cautela en el borde mismo de las aguas, mirando hacia alta mar como si les faltase decisión. Incontenible, la presión de la columna que marchaba tras ellos los empujaba a adentrarse en las suaves ondas de la superficie. Cuando sus patas se humedecieron, fue como si la resignación acogiera lo que estaba por suceder. Nadando con energía, los que componían la vanguardia de la columna se alejaron de la orilla. El resto de los lemines los siguió, dejando tan sólo fuera del agua la cabeza. Un observador humano habría dicho que nadaban con bravura; y sin poder evitarlo se habría preguntado: ¿hacia qué objetivo creían dirigirse los lemines? ¿En virtud de qué gran ilusión se habían decidido a arriesgar la vida?
El vehículo se deslizaba vía acuática abajo. Instalado a babor, Farro Westerby permanecía en la parte delantera de su hidrotaxi observando el horizonte e ignorando el tráfico que se desarrollaba junto a él. Sus dos compañeros Aislacionistas se mantenían aparte sin decir palabra. Los ojos de Farro estaban clavados en la estructura que se alzaba en la orilla izquierda. Cuando el hidrotaxi se aproximó al máximo a la estructura, Farro saltó a la orilla; mirando atrás con impaciencia, esperó a que uno de sus compañeros pagara el pasaje.
—Maravilloso, ¿no es cierto? —dijo el taxista, señalando con la cabeza el extraño edificio—. No me imagino levantando nada igual.
—No —dijo Farro apagadamente y púsose en camino delante de sus amigos.
Habían desembarcado en el sector de la capital llamado Isla Horby Clive. Ubicado en el centro gubernamental de Nueva Unión, gran parte había sido cedida hacía un año a los Galácticos. En tan breve tiempo, usando mano de obra terrícola, habían transformado el lugar. Seis de sus inmensos e irregulares edificios estaban ya terminados. El séptimo estaba construyéndose, dispuesto a convertirse en una nueva maravilla del mundo.
—Te esperaremos aquí, Farro —dijo uno de los otros dos, extendiendo formalmente la mano—. Buena suerte con el ministro Galáctico. Como único Aislacionista con extensos conocimientos de la lengua Galáctica, Galingua, representas la mejor oportunidad que tenemos para que la Tierra quede fuera de la Federación Multiplanetaria.
Mientras Farro le daba las gracias y aceptaba la mano amistosa, el otro hombre, un septuagenario con voz descolorida, apretó el brazo de aquél.
—La cosa está muy clara —dijo—. Estos alienígenas simulan ofrecernos la Federación por altruismo. La mayoría de la gente lo acepta porque cree ingenuamente que la Tierra tiene que ser una valiosa posesión en cualquier parte de la galaxia. Y bien puede ser, pero los Aislacionistas afirmamos que tiene que haber motivos ocultos para que nos abran los brazos de esa manera. Si en tu entrevista con el ministro Jandanagger alcanzas a vislumbrar algunos de esos motivos, habremos adelantado mucho.
—Gracias; creo que mi idea de la situación está ya bastante perfilada —dijo Farro cortante, y en el acto lamentó el tono de voz empleado. Pero los otros dos eran lo bastante sabios como para no permitirse el nerviosismo en época de agotamiento. Cuando los dejó para encaminarse hacia las construcciones Galácticas, sus rostros sólo manifestaban sinceras sonrisas de despedida.
Mientras Farro se abría paso por entre los corros de turistas que se pasaban allí todo el día observando, el desarrollo del nuevo edificio, escuchó, con interés y algo de contento, sus comentarios. La mayoría estaba discutiendo los anuncios públicos de la Federación.
—Creo que su sinceridad está demostrada por la forma que han tenido de llegar hasta nosotros. No es sino un gesto de amistad.
—Manifiesta el respeto que tienen a la Tierra.
—Ahora que podemos exportar mercancías por toda la galaxia sólo se puede imaginar el futuro de color de rosa. Se lo digo, vamos a dar el golpe.
—Lo que viene a demostrar que por muy avanzada que esté su raza no puede pasarse sin la conocida y vieja Tierra. ¡Cómo que no lo sabrán ya!
El séptimo edificio, que congregaba tan ociosos espectadores, estaba ya próximo a su terminación. Se erguía orgánicamente como una vasta planta, se combaba a partir de una gruesa matriz metálica y se prolongaba a lo largo de vigas curvas abarcándolas. Su color era un bermejo natural que parecía tomar sus tonos del cielo que lo cubría.
Agrupadas en torno a la base de esta extraordinaria estructura, había destilerías, pulverizadores, excavadoras y otras máquinas de función desconocida para Farro. Éstas proveían el material bruto con el que se rellenaba el edificio.
A un lado de estas siete excentricidades perfectamente diseñadas, se abría la pista espacial. También allí había otro pequeño misterio. Los gobiernos de la Tierra habían cedido —¡muy gustosamente cuando se olieron los precios que podían sonsacar a la Federación!— cinco centros semejantes al centro Horby Clive en varias partes del globo. Cada centro estaba siendo diseñado como un espaciopuerto y unidad de educación donde los terrícolas aprenderían las complejidades fonéticas de Galingua y también a comportarse como ciudadanos de una galaxia superpoblada.
Incluso como obra de los vastos recursos alienígenas era un proyecto formidable. De acuerdo con las últimas apreciaciones, al menos, había ocho mil Galácticos trabajando en la Tierra. Sin embargo, en la pista espacial había sólo un artefacto, un poliedro que no se parecía a nada, con símbolos arturianos en el casco. En pocas palabras, los Galácticos parecían poseer pocas naves espaciales.
Este era un punto que le gustaría investigar, pensó Farro mientras contemplaba especulativamente las inertes señales luminosas que rodeaban el perímetro de la pista.
Las evitó y se alejó de la muchedumbre cuanto le fue posible, y dirigióse hacia la entrada de uno de los otros seis edificios Galácticos, de formas tan excéntricas como su hermano aún sin acabar. En el momento de entrar, un terrícola con librea gris oscuro se le acercó con deferencia.
—Tengo una cita con el ministro Galáctico Jandanagger Laterobinson —dijo Farro, pronunciando torpemente el nombre extraño—. Soy Farro Westerby, Delegado Especial de la Liga Aislacionista.
Nada más oír la frase «Liga Aislacionista», las maneras del interlocutor sufrieron un escalofrío. Afirmando.los labios, condujo a Farro a un pequeño apartado lateral, cuyas puertas se cerraron al entrar éste. El apartado, equivalente Galáctico del montacargas terrestre, comenzó a desplazarse a través del edificio, marchando a lo largo de lo que Farro juzgó camino elíptico. Lo condujo hasta la sala de Jandanagger Laterobinson.