Detuvieron un taxi que pasaba y subimos en él. Era un verdadero cachivache. Ya se sabe: ¿francés?
Circa
mil setecientos ochenta: tiempo atrás, antes de que los siglos se embarrasen con las grandes guerras. El Marido se sentó a un lado, la Esposa al otro, ambos sosteniéndome un brazo como si temiesen algún arrebato de violencia por mi parte. Les dejé hacerlo aunque la idea me divirtió.
—¡Muy bien, amigos! —dije irónicamente. A veces los llamaba «padres» o «discípulos», o quizá «pacientes». Cualquier cosa—. Parecéis más viejos —dije.
La maravillosa estaba llorando levemente.
—¡Mírala! —dije al Marido—. Está tan encantadora cuando llora, que blasfemaría. Pude haberme casado con ella, tú lo sabes bien, de no haber estado ocupado. Dile tú, criatura maravillosa, dile a tu marido de qué forma te rechacé.
Ella dijo entre sollozos:
—Alex decía que tenía cosas más importantes que hacer que dedicarse al sexo.
—De manera que tienes que darme las gracias —le dije a él—. Fue un sacrificio inmenso, pero me alegra veros tan felices—. A menudo la llamaba Perdita. Parecía irle de perlas. Él se rió al oír lo que dije y al momento estábamos todos riendo. Sí, estar vivo era una delicia; yo sabía que les hacía sentir la delicia de estar vivo. Eran personas leales. Tenía que pagarles con algo: el oro y la plata me eran desconocidos.
El carricoche se detuvo frente al local de Charles: la Residencia del Marido, por decirlo más cabalmente. ¡Oh, los nombres que he puesto al lugar! Alguien debiera haberse dedicado a coleccionarlos. Era una de esas casas-colmena invertidas: habitación por puerta y ascensor en la planta baja, pero, cuando llegabas al quinto piso, podías meter allí una pista de baile. Arriba, arriba. Subimos hasta la quinta planta. No había sexta; de haber existido habría subido así de volador me sentía. De todos modos, pregunté por ella, pero sólo para ver resplandecer a la
maravillosa
. Me gustaba gastarle bromas, incluso cuando no me encontraba de humor para ello. Podía decir que aún me amaba lo suficiente como para sentirse picada.
—Ahora hagamos un milagro con vuestros amados jades —dije, al salir del ascensor y penetrando en la sala de estar.
Cogí una vasija vacía de un estante bajo y escupí en el interior. ¡Ah, el viejo truco persistía! Al instante se llenó de vino, dulce y con aspecto de sangre. Bebí un trago v lo encontré delicioso.
—¡Toma, pruébalo, Perdy! —le dije a ella.
La maravillosa M. Volvió la cabeza con melancolía. No tocaría la vasija. Podía comerme cada filamento de su cabellera: impertérrita, seguiría siendo incapaz de ver el vino. De veras creía yo que ella no podía ver el vino.
—Por favor, no vayamos a lo mismo otra vez, Alex —me imploró con debilidad. La poca fe, ya se sabe: la vieja historia. (He de recordar un chisme que oí el otro día.) Coloqué el culo en una silla y la pata mala en la otra y me enfurruñé.
Se aproximaron y me rodearon… pero no demasiado cerca.
—Acercaos más —insté, mirándolos con las cejas fruncidas y haciéndome el gruñón—. No voy a haceros daño. Sólo mato a Parowen Scryban, ¿recordáis?
—Tenemos que hablarte de eso —dijo el Marido con desesperación. Pensé que se había vuelto chocho.
—Creo que das la impresión de haber envejecido, Perdita —dije—. A menudo también a él lo llamaba Perdita
{8}
; vaya, hombre, a veces parecían tan contristados que no podías dirigirte a ellos por separado.
—No puedo vivir eternamente, Alex —replicó él—. Ahora, intenta concentrarte en ese crimen, ¿quieres?
Agité una mano e hice lo posible por eructar. A veces los eructos me suenan a barco que zarpa y se despide.
—Hacemos lo que podemos por ayudarte, Alex —dijo él. Lo escuchaba aunque tenía los ojos cerrados; ¿puedes hacer tú eso?—. Pero sólo podremos mantenerte fuera de líos si cooperas. En el baile está la causa; nada te traiciona como el baile. Tienes que prometer que te mantendrás alejado de él. De hecho, queremos que nos prometas que nos permitirás ejercer sobre ti alguna clase de retención. Para mantenerte alejado del baile. Algo del baile…
Hablaba y hablaba y todavía podía oír sus palabras. Pero estaban ocurriendo otras cosas. La palabra «baile» se interpuso en el camino de todas las demás palabras. Provocó una especie de revoloteo bajo mis párpados. Extendí la mano y tomé la de la mujer maravillosa, tan blanda, tan ardiente, y me dediqué a ver bailar la palabra «baile». Traía su propio ritmo y daba saltos en mi cabeza como un globo ocular. El ritmo se hizo más intenso, él estaba gritando.
De pronto me levanté y abrí los ojos.
La mujer M. estaba tendida en el suelo, muy pálida.
—Muchacho, apretaste demasiado fuerte —susurró.
Pude ver que su pequeña mano era la única cosa roja que poseía.
—Lo siento —dije—. Me pregunto por qué no me contuvisteis. —No pude remediarlo y me eché a reír. Me gusta reír. Puedo reírme hasta cuando no hay nada divertido. Incluso cuando vi sus rostros seguí riendo como un idiota.
—¡Ya está bien! —dijo el Marido. Por un momento me miró como si me hubiera golpeado. Pero me estaba riendo tanto y tan a gusto que no lo reconocí. Tenía que hacerles bien el ver que me divertía a mi propia costa; ambos necesitaban estímulo, si se me permite la observación.
—Si dejas de reír te llevaré al club —dijo él, sobornándome suciamente.
Me detuve. Siempre sé cuándo detenerme. Con toda la humildad posible: es un don natural que poseo.
—El club es el lugar que me corresponde —dije—. Ya tengo un pie a medio camino
{9}
. ¡De veras, de veras, te digo que podemos ir! Me levanté.
—Conducidme, leales porteadores, señores de humildes vasallos —ordené.
—Iremos tú y yo solos, Alex —dijo el Marido—. La mujer maravillosa se quedará aquí. Tiene que ir a la cama.
—¿Qué va a buscar allí? —bromeé. Lo seguí hasta el ascensor. Sabe que no me gusta permanecer en un sitio mucho rato.
Cuando llegáramos al club, lo sabía muy bien, querría estar en algún otro lugar. Eso es lo peor de tener una misión que cumplir: te convierte en alguien terriblemente intranquilo. A veces me encuentro intranquilo hasta sentirme morir. La gente ordinaria no sabe lo que esa palabra significa. Pude haberme casado con ella de haber sido yo un hombre ordinario. A esto se le llama destino. Pero el club estaba muy bien.
Penetramos en él. Cojeé. Estoy seguro de que cojeé de lo lindo.
El club tenía una cronopantalla. En eso, debo admitirlo, radicaba mi único interés por el club. No me preocupan las mujeres. Ni los hombres. Me refiero a los hombres y mujeres vivos. Sólo me divierto con ellos
cuando retroceden en el tiempo.
Esa noche —iba a decir «esa noche especial», pero nada había especialmente especial en ella— la cronopantalla había sido enfocada abruptamente a ciento sesenta siglos en el pasado. Creo que lo que se veía era la Guerra de Color, a juzgar por las ropas femeninas y los muchos impactos subterráneos. Un inmenso gentío miraba la pantalla cuando Perdita Caesar y yo entramos de manera que fingí no haber visto nunca una pantalla de aquel tipo. Ya me conocéis: Choteo, S. A.
—Los tele-ojos que retroceden en la historia consumen una fabulosa cantidad de poder energético por segundo —le dije en voz alta, en un tono que sugería una deglución de atizador de lumbre—. Es verdaderamente caro, porque cuanto más retrocede más gasta. Lo que significa que los ciudadanos medios no pueden permitirse el lujo de comprar pantallas y tele-ojos, al igual que tiempo atrás no podían disponer de cines privados. Por fortuna, este club es muy rico. Sus miembros duermen por la noche en jergones de oro.
Varias personas habían vuelto ya la cabeza para mirarme. César bajaba la suya y me hacía señas con los ojos.
—Los tele-ojos vuelven a la gente cada vez más idiota; en estos días, no hay dios que pueda obtener una imagen histórica que vaya más allá de veintitrés mil años retrospectivos —le dije—. A causa de las limitaciones de la ciencia, podemos ver a mi tocayo Alejandro el Magno, pero no a los hombres que levantaron las primitivas pirámides. La ciencia, tú lo sabes bien, es un sistema que con una mano te da y con la otra te quita.
No pudo responder con ingenio. Proseguí:
—En estos días degenerados, gracias a las antedichas limitaciones, también se muestra incapaz de enviar seres humanos al pasado más allá de una semana. Y aun eso cuesta tanto que sólo los del gobierno pueden hacerlo. Y, como habrás oído, nada puede ser enviado al porvenir: ¡no existe el futuro!
Tuve que reírme. Era divertido y bastante espontáneo.
Mucha gente me daba berridos y César Borgia me tiraba del brazo llamándome al orden.
—¡No quiero estropear la diversión de nadie! —exclamé—. Seguid con vuestra contemplación; yo proseguiré mi charla.
Pero no tenía ganas de hablar a un montón de bobalicones como los que allí había. De modo que me senté sin decir ni una palabra más, viendo cómo el Borgia se dejaba caer a mi lado con un suspiro de alivio. De repente, me sentí muy, muy triste. La vida sólo es lo que todo esto era; en cierta ocasión pude casarme con la mujer de este marido.
—Físicamente, puedes retroceder una semana —susurré—, óptimamente dos mil trescientos siglos. Es muy triste.
Era muy triste, la gente que aparecía en la pantalla también era muy triste. Vivía en malos tiempos y, tal como parecía, no le sacaba mucho jugo a su circunstancia. Intenté llorar por aquella gente, pero fracasé porque al instante me parecieron sólo dibujos animados. Vi los individuos como hechos en serie, enclavados allí, algunas generaciones antes de que el leer y el escribir hubieran muerto y los grilletes de la instrucción abandonaran por siempre el mundo. Pocos se preocupaban por los modelos históricos, que son mucho más importantes de cualquier culturalismo jamás inventado.
—Se me ha ocurrido una idea y quiero explicártela, Cheezer —dije. Era una buena idea.
—¿No puede esperar? —preguntó—. Me gustaría ver ese episodio. Es sobre la Fidelidad Afro-China.
—Debo contártela antes de que la olvide.
—Adelante —dijo con resignación, al tiempo que se incorporaba.
—Me eres demasiado leal —protesté—. Me ofende eso. Se lo comentaré a san Pedro, vaya si lo haré.
Tan dócil como sería de tu gusto, lo seguí hasta una antesala. Se sirvió un poco de bebida de un hombre automático en una esquina. El tipo estaba temblando. Yo no temblaba, aunque en la retaguardia de mi cacumen acechaban muchas cosas para hacer temblar a cualquiera.
—Adelante y di lo que tengas que decir —me espetó oscureciendo mis ojos con su mano. Le he visto usar ese truco antes; lo utilizó antes de que yo matara a Parowen Scryban la primera vez. Mi memoria funciona bien, sólo que tiene lagunas.
—He aquí mi idea —dije, intentando recordarla—. Una idea ah, sí. La historia. Se me ha ocurrido al ver esa gente del siglo veintidós. La mitología es la clave de todo, ¿no? Quiero decir que un hombre, cualquier hombre, en cualquier período, construye siempre su vida a tenor de una serie de mitos, ¿no? Bien: en nuestro mundo, el mundo que hemos heredado, los mitos aceptados fueron de índole religiosa hasta, más o menos, el diecinueve. Por entonces, una mayoría de europeos estaban alfabetizados, o a punto de serlo, y durante varios siglos los mitos se convirtieron en mitos literarios: la tragedia dejó de ser la diferencia entre la gracia y la naturaleza para convertirse en la diferencia entre el arte y la realidad. Es una idea de envergadura, ¿no, Squeezer
{10}
?
Julio bajó las manos. Estaba interesado. Pude ver cómo se interrogaba acerca de la continuación. A duras penas la sabía yo mismo.
—Luego, los cacharros mecánicos, televisión, ordenadores, exploradores de todo tipo, abolieron lo literario —dije—. Para llenar el vacío dejado, vinieron las cronopantallas, si es que puedo hablar con esquemas. Nuestras mitologías son ahora históricas: la tragedia se ha convertido sencillamente en un fracaso para ver el futuro.
Me incliné hacia él e hice una reverencia, sin dejar que supiera que yo estaba más allá de la tragedia. Se limito a quedarse sentado. Nada dijo. A veces cae sobre mí tal aburrimiento, que difícilmente puedo luchar contra él.
—¿Te suena mi razonamiento? —pregunté. (Dos mujeres echaron un vistazo a la sala, me vieron y se largaron corriendo. Deben haber sentido de alguna manera que no las deseo, de otro modo se habrían acercado hasta donde estoy; soy joven y guapo: aún no he cumplido los treinta y tres.)
—Tus razonamientos nunca están del todo mal —dijo Marco Aurelio Marconi—, lo que pasa es que nunca conducen a ninguna parte. Y, por Dios, estoy tan cansado.
—Este breve razonamiento lleva a una parte. Te ruego que me creas, Santo Romano —dije, cayendo de rodillas ante él—. Lo que te he venido explicando es la filosofía del estado Solite. Ahí tienes por qué, pese a prescribir pena de muerte para los delitos serios, como matar a un bastardo llamado Parowen Scryban, se retrocede en el tiempo al día siguiente y se suspende la ejecución. Es creencia establecida que debes morir por tu crimen, ¿no? Pues aún se cree con mayor profundidad que todo hombre debe afrontar su destino. Ellos, nosotros hemos visto demasiadas muertes prematuras en las cronopantallas. Romanos, celtas, incas, ingleses, israelitas. Todas las razas. Los individuos: muertos demasiado pronto, fracasando en su empeño por cumplir…
Oh, lo admito, estaba llorando en sus rodillas en aquel momento, aunque disimulándolo bravamente con ladridos caninos: un perro danés. Hamlet. No en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos. (He observado la firma W. S. bajo esa frase.)
También lloraba porque pensaba en que la policía vendría puntualmente la semana siguiente para liquidarme y resucitarme nuevamente, según lo previsto por la sentencia. Estaba recordando a qué me supo la última vez. Lo recordaba siempre. Hicieron que durase mucho.
Hicieron que durase mucho. Aunque luchaba, no podía moverme; los policías sabían cómo sujetar a un hombre. Mi tráquea fue bloqueada, según exigía la sentencia de la corte. No más oxígeno para mí, ningún O para A. A. Ybo.
Luego, al parecer, comenzaron a venir los recuadros. Los primeros fueron menudos, más grandes los sucesivos. Eran recuadros negros, todos negros. Me penetraban y circundaban más y más rápido. ¡Te estoy diciendo lo que sentí, por Dios! Y bloqueaban el universo entero y total, negro y rojo, rojo sobre negro. Con los pulmones atascados, rígidos por aquellos recuadros… me alejé del mundo. ¡Muerto!