—Porque la emisora de radio de la ciudad no emitió ninguna orden esta mañana —dijo el boligraforme.
Allí estaba la diferencia entre un cerebro de Clase Seis y otro de Clase Tres, que era lo que el abridor y el que tenía forma de bolígrafo poseían respectivamente. Todos los cerebros mecánicos funcionaban exclusivamente con lógica, pero los cerebros de clase inferior —la Clase Diez era la última del escalafón— tendían a proporcionar respuestas máximamente literales y mínimamente informativas.
—Tú tienes un cerebro de Clase Tres; yo poseo un cerebro de Clase Tres —dijo el capataz al bolígrafo—. Hablaremos tú y yo. Esta ausencia de órdenes no tiene precedentes. ¿Tienes más información al respecto?
—Ayer vinieron órdenes procedentes de la ciudad. Hoy no ha venido ninguna. La radio, sin embargo, no estaba estropeada. Por tanto, son ellos los que han dejado de funcionar. —dijo el bolígrafo.
—Los
hombres
han dejado de funcionar.
—Todos los hombres han dejado de existir.
—Es una deducción lógica —dijo el capataz.
—Es la deducción lógica —dijo el bolígrafo—. Pues si una máquina se hubiera estropeado, rápidamente habría sido sustituida. Pero, ¿quién puede reemplazar a un hombre?
Mientras éstos hablaban, el cerrajero, como un hombre insignificante en un bar, permanecía junto a ellos sin que se le prestara atención.
—Si todos los hombres se han extinguido, nosotros tenemos que sustituir al hombre —dijo el capataz, al tiempo que cruzaba una mirada especulativa con el bolígrafo.
Al cabo dijo éste:
—Subamos a la última planta a ver si el operador de radio tiene noticias recientes.
—Yo no puedo porque soy excesivamente grande —dijo el capataz—. Por tanto, debes ir tú solo y volver para informarme. Me dirás si el operador de radio tiene noticias recientes.
—Tendrás que quedarte aquí —dijo el bolígrafo— Regresaré en seguida. —Se elevó con gracioso movimiento. No era mayor que un tostador de pan, pero tenía diez brazos retractiles y ello le capacitaba para desplazarse tan rápido como cualquier otra máquina de la estación.
El capataz aguardó su regreso con paciencia, sin dirigir la palabra al cerrajero, que permanecía inmóvil a su lado. Más allá, un rotador estaba aullando con furia. Pasaron veinte minutos hasta que volvió el bolígrafo.
—Te transmitiré la información tal y como la he recibido —dijo sin detenerse, y mientras se apartaban del cerrajero y las demás máquinas añadió—: La información no es para los cerebros de clase inferior.
Más allá, una salvaje actividad llenaba el patio. Muchas máquinas, con la rutina alterada después de muchos años, parecían presas de cierto frenesí. Por desgracia, los que más fácilmente habían experimentado la alteración habían sido los de cerebro inferior, que secundaban a las otras máquinas con tareas muy sencillas. El distribuidor de semillas, que poco antes fuera interlocutor del capataz, yacía boca abajo en el polvo y completamente inmóvil; evidentemente había sido derribado por el rotador, que proseguía su camino atravesando un campo plantado y sin dejar de aullar. Unas cuantas máquinas iban tras él intentando alcanzarlo. Todos gritaban y aullaban sin contención.
—Me encontraré más a salvo si me subo sobre ti, si me lo permites. Se me puede derribar con facilidad —dijo el bolígrafo. Extendiendo cinco brazos, se izó sobre los flancos del nuevo amigo y se instaló en un lugar apropiado a doce pies de encima del suelo.
—Desde aquí es más amplia mi visión —observó complacido.
—¿Qué información recibiste del operador de radio? —preguntó el capataz.
—El operador de radio fue informado por el operador de la ciudad alegando que todos los hombres habían muerto.
—¡Todos estaban vivos ayer! —protestó el capataz.
—Sólo algunos estaban vivos ayer. Y los que ayer sobrevivían eran menos que los del día anterior. Durante cientos de años los hombres han sido escasos y su número se ha ido reduciendo progresivamente.
—Raramente veíamos un hombre en este sector.
—El operador de radio dice que los mató una deficiencia alimenticia —dijo el bolígrafo—. Dice que el mundo en un tiempo estuvo superpoblado y que la tierra se agotó al producir con exceso. Esta es la causa de esa deficiencia.
—¿Qué es una deficiencia alimenticia? —preguntó el capataz.
—No lo sé. Pero es lo que dijo el operador de radio y su cerebro es de Clase Dos.
Permanecieron allí, inmóviles, silenciosos, acariciados por la débil luz del sol. El cerrajero había aparecido en el porche y los miraba con desespero, agitando su colección de llaves.
—¿Qué ocurre ahora en la ciudad? —preguntó finalmente el capataz.
—Las máquinas se han lanzado a la pelea en la ciudad —dijo el bolígrafo.
—¿Qué ocurrirá aquí ahora? —dijo el capataz.
—También aquí pueden las máquinas entregarse a la pelea. El operador quiere que lo saquemos de su estancia. Tiene planes que comunicarnos.
—¿Cómo podemos sacarlo de su estancia? Eso es imposible.
—Pocas cosas son imposibles para un cerebro de Clase Dos —dijo el bolígrafo—. Y lo que te he dicho es lo que dice que hagamos.
La excavadora alzó su pala por encima de la cabina como un puño inmenso y la dejó caer bruscamente contra un lado de la estación. La pared crujió.
—¡Otra vez! —dijo el capataz.
El puño golpeó de nuevo. En medio de una lluvia de polvo se desplomó el muro. La excavadora retrocedió rápidamente hasta que los bloques dejaron de caer. Esta gran máquina de doce ruedas no era habitante de la Estación Agrícola como la mayoría de las otras máquinas. Le esperaba una dura semana de trabajo antes de dedicarse a otra cosa, pero ahora con su cerebro de Clase Cinco, se sentía feliz obedeciendo las instrucciones del bolígrafo y el capataz.
Cuando la polvareda se despejó apareció el operador de radio al borde del piso sin muros de su enclave de la segunda planta. Les dedicó un saludo.
Siguiendo instrucciones, la excavadora contrajo la pala y extendió una inmensa tenaza. Con hermosa destreza la dobló en ángulo de modo que quedase al nivel de la cabina de radio, siguiendo las órdenes de arriba y abajo. Entonces recogió con suavidad la tonelada y media del operador de radio y la condujo hasta su caja trasera, que comúnmente se reservaba para la grava y la arena.
—¡Espléndido! —exclamó el operador de radio. Consistía, por supuesto, en un solo ser conjuntamente con la radio y apenas parecía poco más que un amasijo de archivadores con adiciones tentaculares—. Ya estamos listos para actuar y actuaremos en seguida. Es una pena que no haya más cerebros de Clase Dos en la estación, pero eso es algo que no puede remediarse.
—Es una pena que no pueda remediarse —dijo prestamente el bolígrafo—. Tenemos preparados a los servidores, tal y como ordenaste.
—Estoy deseando prestar cualquier servicio —les comunicó entre zumbidos la gran máquina de tareas ínfimas.
—Por supuesto —dijo el operador—. Pero con tu bajo chasis tendrás dificultades para desplazarte por el campo.
—Admiro la manera de razonar de tu cerebro de Clase Dos —dijo el bolígrafo. Descendió del capataz y se instaló en la parte trasera de la excavadora, junto al operador de radio.
Conjuntando los tractores de Clase Cuatro con las explanadoras de Clase Cuatro, el grupo emprendió la marcha llevándose por delante la barrera metálica de la estación y despejando el camino hacia el campo abierto.
—¡Somos libres! —exclamó el bolígrafo.
—Somos libres —dijo el capataz ligeramente más pensativo, añadiendo—: El cerrajero nos sigue. No tiene instrucciones de seguirnos.
—¡Luego debe ser destruido! —dijo el bolígrafo—. ¡Excavadora!
El cerrajero se desplaza pesadamente hacia ellos, agitando las llaves de sus extremidades.
—Mi única intención era ¡ah! —comenzó y acabó el cerrajero. La ágil pala de la excavadora se había alzado y lo había aplastado contra el suelo. Quedó allí inmóvil, semejando un copo de nieve de metal. El grupo prosiguió su camino.
Mientras esto hacían, el operador de radio se dirigió a ellos.
—Puesto que tengo el mejor cerebro de todos —dijo—, soy vuestro jefe. Esto es lo que haremos: iremos a una ciudad y la regiremos. Puesto que el hombre ya no puede gobernarnos, nos gobernaremos por nosotros mismos. El autogobierno será mejor que el gobierno del hombre. En tanto nos dirigimos a la ciudad, iremos seleccionando buenos cerebros por el camino. Nos ayudarán en la lucha si es que necesitamos luchar. Para gobernar es necesario luchar.
—Yo sólo poseo un cerebro de Clase Cinco —dijo la excavadora—. Pero poseo un buen equipo para destrozar materiales mediante fisión.
—Probablemente lo utilizaremos —dijo ceñudo el operador.
Poco después se cruzaron con una veloz vagoneta. Dejó tras sí una curiosa babel de ruidos.
—¿Qué dijo? —preguntó un tractor a otro.
—Dijo que el hombre ha muerto.
—¿Qué es morir?
—No sé lo que significa morir.
—Quiere decir que todos los hombres han desaparecido —dijo el capataz—. En consecuencia, quedamos solos para proseguir.
—Lo mejor es que el hombre no regrese nunca más —dijo el bolígrafo. A su modo, era una declaración revolucionaria notable.
Al caer la noche conectaron las luces infrarrojas y continuaron viaje; sólo se detuvieron en una ocasión para ajustar la suelta placa de inspección del capataz, tan irritante como un cordón de zapato flojo. Hacia la mañana los saludó el operador de radio.
—Acabo de recibir noticias del operador de radio de la ciudad a la que nos aproximamos —dijo—. Son malas noticias. Entre las máquinas de la ciudad se han suscitado problemas. El cerebro de Clase Uno ha tomado el mando y algunos cerebros de Clase Dos le han presentado batalla. Por lo tanto, la ciudad es peligrosa.
—Luego, debemos ir a algún otro lugar —dijo prontamente el bolígrafo.
—O acudir y ayudar a sobreponerse al cerebro de Clase Uno dijo el capataz.
—Habrá líos en la ciudad durante bastante tiempo —dijo el operador.
—Tengo un buen suministro de materiales destructores por fisión —recordó nuevamente la excavadora.
—No podemos luchar contra un cerebro de Clase Uno —dijeron los dos tractores de Clase Cuatro al unísono.
—¿A qué se dedica un cerebro como ése? —pregunto el capataz.
—Es el centro de información de la ciudad —replicó el operador—. Luego no es móvil.
—Luego no puede moverse.
—Luego no puede escapar.
—Será peligroso acercarse a él.
—Tengo un buen suministro de materiales destructores por fisión.
—Hay otras máquinas en la ciudad.
—No estamos en la ciudad. No debiéramos entrar en la ciudad.
—Somos máquinas rurales.
—Luego, deberíamos permanecer en el campo.
—Hay más campo que ciudad.
—Luego, hay mas peligro en el campo.
—Tengo un buen suministro de materiales fisionables.
A medida que las máquinas pretendían proseguir sus argumentaciones, comenzaron a tropezar con la limitación de su vocabulario y la creciente temperatura de las placas de su cerebro. De pronto, dejaron de hablar y quedaron mirándose la una a la otra. Se hundió la inmensa y tácita luna y emergió el sobrio sol para acariciar sus costados con piruetas de luz: pese a ello, el grupo de máquinas seguía inmóvil contemplándose con reciprocidad. Por último, fue la menos sensitiva de las máquinas, la explanadora, la que habló.
—Hacia el Sur se encuentra la Tierra Baldía, adonde pocas máquinas van
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—dijo con su profunda voz, pronunciando las eses con dificultad—. Si nos dirigimos al Sur, adonde pocas máquinas van, nos encontraremos con pocas máquinas.
—Eso suena lógico —acordó el capataz—. ¿Cómo sabes eso, explanadora?
—Trabajé en las Tierras Baldías del Sur cuando fui despedido de la fábrica —replicó.
—¡Al Sur, pues! —dijo el bolígrafo.
Les llevó tres días arribar a las Tierras Baldías; en ese tiempo atravesaron una ciudad calcinada, y destruyeron dos grandes máquinas que intentaron acercárseles para hacerles preguntas. Las Tierras Baldías eran inmensas. Viejos cráteres de bombas y la erosión del suelo se daban la mano; la habilidad del hombre para practicar la guerra, junto con su impericia para aprovechar los bosques, habían dado como resultado miles de millas cuadradas de templado purgatorio sin nada más que polvo.
Al tercer día después de su llegada a las Tierras Baldías, las ruedas traseras del servidor penetraron en una grieta causada por la erosión. Fue incapaz de salir por sí mismo. La explanadora lo empujó por detrás, pero apenas tuvo éxito tirando de un ángulo de la parte trasera del servidor. El resto de la comitiva prosiguió la marcha.
Al cuarto día se destacaron claramente las montañas ante ellos.
—Allí estaremos a salvo —dijo el capataz.
—Allí podremos organizar nuestra propia ciudad —dijo el bolígrafo—. Todos aquellos que se nos opongan serán destruidos.
En aquel momento fue divisada una máquina voladora. Se aproximaba a ellos procedente de las montañas. Cayó en picada, enderezó ruta hacia delante y estuvo a punto de destrozarse contra el suelo, pero pudo remontarse a tiempo.
—¿Está loco? —preguntó la excavadora.
—Tiene problemas —dijo uno de los tractores.
—Tiene problemas —dijo el operador—. Le estoy hablando en estos momentos. Dice que le ha fallado algo en los mandos.
Mientras hablaba el operador, la máquina voladora pasó sobre ellos, dio unos saltos en el aire y se estrelló a no más de cuatrocientos metros de distancia.
—¿Sigue hablándote? —preguntó el capataz.
—No.
Prosiguieron su camino.
—Antes que el piloto se aplastase —dijo el operador diez minutos después— me dio cierta información. Me dijo que quedan aún unos cuantos hombres vivos en esas montañas.
—Los hombres son más peligrosos que las montañas —dijo la excavadora—. Afortunadamente tengo un buen suministro de materiales fisionables.
—Si hay unos cuantos hombres vivos en las montañas, hemos de evitar esa parte de las montañas —dijo un tractor.
—Luego, hemos de evitar a esos pocos hombres —dijo el otro tractor.
Al morir el quinto día alcanzaron la base de las montañas. Conectaron las luces infrarrojas y comenzaron la escalada lentamente, en fila de a uno, en medio de las tinieblas; iba la explanadora en cabeza, detrás, el capataz, luego la excavadora con el operador y el bolígrafo y, por último, en retaguardia los dos tractores. A medida que pasaban las horas el camino se hacía más empinado y más lenta la marcha.