La bóveda del tiempo (4 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

Aguardó en tensión, sabiendo que algo dramático estaba a punto de suceder ante sus ojos. Al otro lado del césped apareció un diminuto objeto con ruedas, se detuvo y desapareció luego tras una arcada. Era un guardián de la barrera y había ido a dar la alarma y a advertir que había un intruso en los alrededores.

Al minuto regresó. Lo acompañaban cuatro grandes robots; uno de ellos fue reconocido por Smithlao como la máquina sapo que había recusado su llegada. Siguieron su camino sin vacilaciones por entre macizos de rosas, como cinco amenazas diferenciadas. El jardinero metálico murmuró algo para sí, abandonó su tarea y se unió a la procesión que marchaba hacia el salvaje.

—Tiene menos escapatoria que un perro —se dijo Smithlao. Aquella frase tenía su significado: todos los perros habían sido exterminados desde hacía tiempo.

El salvaje había atravesado ya la barrera de matorrales y se adentró hasta el borde del césped. Cogió una rama espesa de un arbusto y se la introdujo en la camisa de modo que su rostro quedaba parcialmente oscurecido; arrancó otra rama y se la introdujo en los pantalones. En tanto los robots se aproximaban, alzó los brazos sobre la cabeza sosteniendo una tercera rama en las manos.

Las seis máquinas lo rodearon, zumbando y resoplando.

El robot sapo chasqueó como si estuviera decidiendo qué hacer a continuación.

—Diga quién es —exigió.

—Soy un rosal —dijo el salvaje.

—Los rosales producen rosas. Usted no produce rosas. Usted no es un rosal —dijo el sapo de acero. Su más alto y grande cañón se alzó a la altura del pecho del salvaje.

—Mis rosas han muerto ya —dijo el salvaje—, pero todavía me quedan hojas. Si no sabes lo que son las hojas pregunta al jardinero.

—Este objeto es un objeto con hojas —dijo súbitamente el jardinero con voz profunda.

—Sé lo que son las hojas. No tengo necesidad de preguntar al jardinero. Las hojas son el follaje de los árboles y las plantas, que les prestan su apariencia verde —dijo el sapo.

—Este objeto es un objeto con hojas —repitió el jardinero, añadiendo, para aclarar la proposición—, hojas que le prestan una apariencia verde.

—Sé lo que son los objetos con hojas —dijo el sapo—. No tengo necesidad de preguntarte, jardinero.

Al parecer, un estallido de argumentos limitados iba a desarrollarse entre ambos robots; pero en aquel momento una de las máquinas restantes dijo algo:

—Este rosal puede hablar —declaró.

—Los rosales no pueden hablar —dijo de pronto el sapo. Tras parir semejante perla, quedó en silencio, probablemente considerando la extrañeza de la vida. Al cabo de unos instantes dijo con lentitud—: En consecuencia, o este rosal no es un rosal o este rosal no tiene por qué hablar.

—Este objeto es un objeto con hojas —comenzó el jardinero cansinamente—. Pero no es un rosal. Los rosales tienen estípulas. Este objeto no tiene estípulas. Es un espino negro tronchado. El espino negro se llama también endrino.

Este conocimiento especializado iba más allá del vocabulario del sapo. Se produjo un silencio tenso.

—Soy un espino negro tronchado —dijo el salvaje, que permanecía en la misma posición que al comienzo—. No puedo hablar.

Ante esto, todas las máquinas se pusieron a hablar a la vez, dando vueltas en torno al hombre para obtener una mejor perspectiva, al tiempo que se ladraban las unas a las otras. Por último, la voz del sapo se alzó por encima de la babel metálica.

—Sea lo que fuere esta cosa con hojas, debemos arrancarla de cuajo. Debemos exterminarla —dijo.

—No puedes desenraizarla. Esa es únicamente tarea de jardineros —dijo el jardinero. Esgrimiendo sus podadoras y enarbolando una impresionante guadaña, el jardinero cargó contra el sapo.

Las armas, empero fueron ineficaces contra el blindaje del sapo. Éste, sin embargo, se dio cuenta de que habían llegado a un punto muerto en sus investigaciones.

—Nos retiraremos para preguntar a Charles Gunpat lo que debemos hacer —dijo—. Hagámoslo así.

—Charles Gunpat está en una conferencia —dijo el robot explorador—. Charles Gunpat no debe ser molestado cuando está en una conferencia. Por lo tanto, no debemos molestar a Charles Gunpat.

—En ese caso, debemos esperar a Charles Gunpat —dijo imperturbable el sapo de metal. Emprendió camino por un área cercana al lugar donde se encontraba Smithlao; uno tras otro, los robots ascendieron los peldaños y desaparecieron en el interior de la mansión en medio de una nube de silogismos.

Smithlao no podía sino maravillarse de la frialdad del salvaje. Era un milagro que todavía permaneciera vivo. De haber pretendido huir, habría sido liquidado en el acto; era una situación para la que los robots estaban preparados. Sin embargo, de haberse enfrentado a un solo robot, su jerga, por muy inspirada que hubiese sido, no le habría salvado: el robot es una criatura de mentalidad única.

En conjunto, sin embargo, sufren un problema que a veces aflige a las colectividades humanas: una tendencia a exhibir su lógica particular a expensas de la materia a tratar.

¡Lógica! He aquí el problema. Era todo cuanto concernía a los robots. El hombre poseía lógica e inteligencia: a la larga superaba a sus robots. No obstante, había perdido la batalla contra la Naturaleza. Y la Naturaleza, como los robots, usaba sólo la lógica. Era una paradoja contra la que el hombre no podía precaverse.

Nada más desaparecer la hilera de máquinas en el interior de la mansión, el salvaje corrió césped adentro y ascendió los primeros tramos de escalones, encaminándose hacia la muchacha inmóvil. Smithlao se deslizó tras un grupo de árboles para estar más cerca de ellos; se sintió como un malhechor al observarles sin pantalla previa, pero no podía marcharse ahora; sintió que todo aquello era como una pequeña charada que señalaba el final de todo lo que el Hombre había sido. El salvaje estaba ya muy cerca de Ployploy, desplazándose a lo largo de la terraza como si estuviera hipnotizado.

Ella habló primero.

—Fue usted ingenioso —le dijo. Sus mejillas se habían sonrosado y contrastaban con el blanco de su rostro.

—He tenido que ser ingenioso durante todo un año para llegar hasta ti—dijo él. Y, con todos sus recursos, por fin frente a frente con ella, quedó inmóvil y desvalido. Era un hombre joven, delgado y nervioso, las ropas raídas, la barba descuidada. Sus ojos no se apartaban de los de Ployploy.

—¿Cómo me encontró? —preguntó Ployploy. Su voz, al contrario que la del salvaje, apenas llegó hasta Smithlao. Una inquieta expresión, vacilante como el otoño, jugueteaba en su rostro.

—Fue una especie de instinto: como si hubiera oído tu llamada —dijo el salvaje—. Todo lo que posiblemente pueda estar torcido en un mundo torcido. Quizá seas tú la única mujer que amo en este mundo; quizá sea yo el único hombre capaz de corresponder con justeza. De modo que he venido. Fue algo natural: no podía valerme por mí mismo.

—Siempre soñé que vendría alguien —dijo ella—. Y durante semanas he sentido… he
sabido
que estabas a punto de aparecer. Oh, amor mío…

—Debemos obrar con rapidez, corazón —dijo él—. En un tiempo trabajé con robots: tal vez pudiste ver cómo me las entendí con ellos. Para cuando salgamos de aquí, tengo preparado un avión-robot que nos conducirá lejos, a cualquier parte: a una isla, tal vez, donde las cosas no nos desesperen tanto. Pero tenemos que irnos antes de que vuelvan las máquinas de tu padre.

Dio un paso hacia Ployploy.

Ella alzó una mano.

—Aguarda —le imploró—. No es tan sencillo. Debes saber algo… El… el Centro de Apareamiento me rehusó el derecho a criar. No puedes tocarme.

—¡Odio el Centro de Apareamiento! —exclamó el salvaje—. Odio cuanto tenga que ver con el régimen dominante. Nada suyo puede afectarnos ya.

Ployploy juntó sus manos en su espalda. El color había abandonado sus mejillas. Un fresco rocío de pétalos de rosas moribundas cayó sobre sus ropas, mofándose de ella.

—Es tan desalentador —dijo ella—. No entiendes…

El salvajismo del salvaje estaba humillado.

—Lo he dejado todo para venir hasta ti —dijo—. Sólo deseo estrecharte entre mis brazos.

—¿Eso es todo, realmente todo, todo cuanto deseas en el mundo? —preguntó ella.

—Lo juro —replicó él con sencillez.

—Entonces ven y tócame —dijo Ployploy.

En aquel momento vio Smithlao el brillo de una lágrima en los ojos de la chica, reluciente y gruesa como una gota de lluvia.

La mano que el salvaje extendía hacia ella se movió hacia su mejilla. Ella permanecía sin temor en la terraza gris, muy tiesa la cabeza. Y de aquel modo los amorosos dedos del salvaje hicieron estallar la continencia de la mujer. La explosión fue casi instantánea.

Casi. Analizar el roce de otro humano llevó a los nervios de la epidermis de Ployploy apenas una fracción de segundo; entonces, el bloque neurológico implantado por el Centro de Apareamiento para el rechazo de toda copulación y protegerse contra tales contingencias entró en acción. Cada célula del cuerpo de Ployploy desató su energía en un jadeo desesperado. Con tanta fortuna en su cometido, que el salvaje fue también aniquilado por la detonación.

Sólo durante un segundo vivió un nuevo viento entre los vientos de la Tierra.

Sí, pensó Smithlao, alejándose, tienes que admitir que ha sido limpio. Y, otra vez, lógico, positivamente, aristotélico. En un mundo al borde de la inanición, ¿qué otra cosa puede detener a los rechazados para la reproducción? Lógica contra lógica, desmembramiento del hombre contra el de la Naturaleza: eso era lo que causaba todo el llanto del mundo.

Comenzó a alejarse de la plantación, encaminándose hacia el aspa, deseoso de estar lejos antes de que reaparecieran los robots de Gunpat. Las destrozadas figuras de la terraza permanecían inmóviles, medio cubiertas ya de hojas y pétalos. El viento gemía cruelmente, como un inmenso mar triunfante, por entre la cima de los árboles. No era extraño que el salvaje no supiera nada sobre el disparador neurológico: poca gente lo sabía, los psicodinámicos de la curia y los miembros del Consejo de Apareamiento, y, claro, los mismos rechazados. Sí, Ployploy sabía lo que iba a ocurrir. Deliberadamente había escogido morir de aquella manera.

—¡Y se decía que estaba loca! —se dijo Smithlao. Rió por lo bajo mientras saltaba a su máquina, agitando la cabeza.

Sería un dato excelente para irritar a Charles Gunpat la próxima vez que necesitase una vigorización del odio.

Los veranos y los inviernos se consumían en el anonimato. Para el puñado de gente que aún vivía, atendidos como estaban por todas las gamas del robot, tal vez fueran tiempos envidiables. Pero ese puñado disminuía a cada generación, los salvajes menudeaban y las máquinas seguían dominando la tierra estéril.

¿QUIÉN PUEDE REEMPLAZAR A UN HOMBRE?

El capataz terminó de remover la primera capa de suelo de un terreno de dos mil acres. Cuando hubo removido el último fragmento, saltó a la carretera y contempló su trabajo. El trabajo era bueno. Sólo la tierra era mala. Como todo el suelo de la Tierra, estaba viciada por el exceso de cosechas y los prolongados efectos de los bombardeos nucleares. Por derecho, ahora podía estar inactivo durante un tiempo, pero el capataz tenía otras órdenes.

Descendió lentamente al camino, tomándose su tiempo. Era lo bastante inteligente para apreciar la nitidez de todo aquello. Nada le preocupaba salvo una placa de inspección suelta sobre su pila atómica que debía atender. Con sus treinta pies de altura relampagueó complacido a la luz del sol.

Mientras se dirigía a la Estación Agrícola no se cruzó con ninguna otra máquina. El capataz advirtió el hecho sin hacer comentarios. En el campo de la estación vio algunas otras máquinas a las que conocía de vista; muchas de ellas debieran haber estado ocupadas en sus tareas. Pero, lejos de ello, unas estaban inactivas y las otras daban vueltas alrededor del patio de una manera ciertamente curiosa, lanzando gritos o resoplidos.

Alejándose con cuidado, el capataz se dirigió al Almacén Tres y habló al distribuidor de semillas que permanecía ociosamente en el exterior.

—He de hacer un pedido de patatas para plantar —dijo al distribuidor, y con un rápido movimiento interno expulsó una ficha ordenadora especificando cantidad, número de campo y algunos otros detalles. Cogió la ficha y se la tendió al distribuidor.

El distribuidor se acercó la ficha al ojo y luego dijo:

—El pedido está en orden; pero el almacén no está abierto aún. Las patatas requeridas se encuentran en el almacén. Por lo tanto no puedo cumplimentar el requerimiento.

Por doquier menudeaban alteraciones en el complejo sistema laboral de las máquinas, pero una dificultad como ésta no había sucedido jamás. El capataz pensó y luego dijo:

—¿Por qué no está abierto aún el almacén?

—Porque el Operador de Suministro Tipo P no ha venido esta mañana. El Operador de Suministro Tipo P es el que abre.

El capataz miró de hito en hito al distribuidor de semillas, cuyos conductos, tenazas y chapas, eran tan abismalmente distintos de los miembros del capataz.

—¿Qué clase de cerebro tienes, distribuidor de semillas? —preguntó.

—Clase cinco.

—El mío es de clase tres. Luego soy superior a ti. Por lo tanto, iré y veré por qué el abridor no ha venido esta mañana.

Alejándose del distribuidor, el capataz atravesó el gran patio.

Habían aparecido más máquinas, y todas ellas estaban entregadas a fortuitos movimientos. Algunas permanecían en pequeños grupos, observándose, sin intercambiar palabra. Entre tantos tipos diferenciados, el abridor fue fácil de localizar. Poseía cincuenta brazos, la mayoría con un único dedo, y todos éstos en forma de llave. Parecía un acerico lleno de variedad de agujas.

El capataz se le aproximó.

—No puedo proseguir mi trabajo mientras no se abra el Almacén Tres —dijo—. Tu deber es abrir el almacén todas las mañanas. ¿Por qué no has abierto esta mañana el almacén?

—No he recibido órdenes esta mañana —replicó el abridor—. Cada mañana recibo órdenes. Cuando recibo órdenes abro el almacén.

—Ninguno de nosotros ha recibido órdenes esta mañana —dijo deslizándose hacia ellos uno que tenía forma de bolígrafo.

—¿Por qué no habéis recibido órdenes esta mañana? —preguntó el capataz.

—Porque la radio no emitió ninguna —dijo el abridor, dando vueltas parsimoniosas a una docena de sus brazos.

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