Penetré en el limbo y descendí a los infiernos.
No digo que no ocurrió nada, pero el caso es que no podía aprehender lo que allí sucedía, porque era incapaz de participar en ello. Luego estuve vivo otra vez.
Una vez más, abruptamente, se trataba del día anterior al estrangulamiento: el agente del gobierno había retrocedido en el tiempo para rescatarme, de modo que, desde cierto punto de vista, yo no había sido estrangulado.
Pero
seguía recordando cómo ocurría: los recuadros, el limbo. No me vengas ahora con paradojas. El gobierno gastó varios billones de megavoltios enviando a morir a aquel tipo por mí y esos megavoltios valen lo que todas las paradojas del mundo. Estuve muerto y luego nuevamente vivo.
Sentenciado una vez más. No me maravilla que haya pocos delitos hoy en día: la amenaza de tan horrible experiencia echa atrás a muchos criminales. Pero yo
tenía
que matar a Parowen Scryban; nada más se desplazaban al pasado y me resucitaban después de perpetrado mi asesinato, yo me sentía impulsado a buscar a mi víctima y acabar con ella nuevamente. Llámalo obligación moral. Nadie me comprende. Es como si estuviera viviendo en un mundo hecho con mi propia sustancia.
—¡Álzate, álzate! ¡Me estás fastidiando los tobillos!
¿Dónde había oído antes aquella voz? Por lo menos no podía ignorarla por mucho tiempo. Siempre que intentaba recordar, las voces se interrumpían. Dejé de masticar lo que estuviera masticando, abrí los ojos y me incorporé. Estaba en una habitación: ya había ocupado antes otras habitaciones. Un hombre estaba inclinado hacia mí; no lo reconocí. Era simplemente un hombre.
—Pareces haber envejecido —le dije.
—Gracias a Dios, no vivo eternamente —dijo—. Ahora levántate y vamos a casa. Tienes que meterte en la cama.
—¿A qué casa? —pregunté—. ¿Qué cama? En el gentil nombre de quien sea, ¿quién puedes ser tú?
Parecía enfermo.
—Llámame Adán —me dijo morbosamente.
Entonces le reconocí y fui con él. Habíamos estado en una especie de club; nunca me dijo por qué. Todavía ignoro por qué fuimos a aquel club.
La casa a la que me condujo estaba conformada como una colmena cabeza abajo y penetré en ella como un borracho. Un borracho patizambo.
El maravilloso extraño me condujo hasta un ascensor y luego hasta una mullida cama. Me desnudó y me introdujo en aquella mullida cama tan amablemente como si se hubiera tratado de su hijo. Realmente estoy impresionado por la amabilidad que los extraños me manifiestan; magnetismo personal, supongo.
Yací en la cama de la colmena invertida todo el tiempo que pude. Luego, las tinieblas fueron haciéndose densas y compactas y pude imaginar todos los gruesos y veloces cuerpos alados de las abejas en las celdas. Un minuto más y me lanzaría de cabeza contra ellas. Tenazmente, luché por resistir, pero un hombre no puede aguantar eternamente.
Sobre manos y rodillas me lancé fuera de la cama y fuera de la habitación. Rápida, suavemente, cerré la puerta a mis espaldas; no escapó ni una abeja.
Había gente que hablaba en una habitación iluminada al otro lado del pasillo. Gateé hasta el umbral, miré y escuché. El maravilloso extraño hablaba con la mujer maravillosa; llevaba un vestido de noche y una mano vendada.
Decía ella:
—Tendrás que ver mañana a las autoridades y hacerles la petición.
Decía él:
—No comportará ningún beneficio. No puedo hacer que cambien las leyes. Tú sabes eso. Es desesperanzador.
Yo me limitaba a escuchar.
Dejándose caer en la cama, el hombre enterró la cara entre las manos para alzarla luego y decir:
—La ley insiste en la responsabilidad personal. Tenemos que hacernos cargo de Alex. Lo que vivimos es un reflejo del tiempo; gracias a las cronopantallas hemos conseguido, nos guste o no, perspectivas históricas. Hemos llegado a ver que toda la locura del pasado se debía a fracasos de responsabilidad personal. Nuestras leyes, naturalmente, tienen miedo de enmendar ese aspecto y como resultado la negligencia redunda en perjuicio nuestro.
Suspiró y añadió:
—Lo triste es que incluso Alex se da cuenta. Me ha hablado en el club con mucho sentimiento sobre la imposible evasión al futuro.
—Lo que más me apena es cuando se pone sentimental —dijo la mujer doblemente maravillosa—. Hace que te des cuenta de que aún es capaz de sufrir.
El hombre tomó la mano vendada de la mujer casi como si se resintieran de un dolor y esperasen verlo aliviado por el simple hecho de compartirlo.
—Por la mañana iré a ver a las autoridades —prometió él— y les pediré que permitan que la ejecución sea final: que no siga suspendiéndose indefinidamente.
Pero aquello no pareció satisfacerla.
Quizá, como yo, se sentía incapaz de decir sobre qué estaban hablando. Negó con la cabeza misericordemente.
—Si no hubiera sido por su pie torcido —dijo—. Si no hubiera sido por eso, podría haber hecho saltar la enfermedad fuera de sí.
Su rostro hacía más y más muecas.
Fue suficiente. Más.
—Reíd y engordad —sugerí. Grazné, porque mi garganta estaba seca. Mis glándulas están siempre como balas.
Aquello me recordó una rana, de modo que salté espontáneamente al interior de la habitación. No se movieron; me senté con ellos en la cama.
—Juntos de nuevo —dije.
No se movieron.
—Vuelve a la cama, Alex —dijo la de las maravillas, con voz suave.
Me estaban mirando; el cielo sabe qué querían que dijera o hiciese. Permanecí donde estaba. Un pequeño reloj verde sobre un anaquel verde marcaba las nueve en punto.
—¡Oh, cielo santo! —exclamó el doble yo—. ¿Qué nos deparará el futuro?
—Doble mentón para ti, doble ego para mí —bromeé. El reloj verde marcaba las nueve y un minuto. Me sentía como si la manecilla de las horas fuera lenta, lentamente desentrañándome.
Si esperaba lo suficiente sabía que pensaría en algo. Me hablaron mientras pensaba y esperaba; lo bueno es que imaginaban que lo que estaban haciendo se me escapaba, pero no iba a hacerles daño. Representaban el bien. Son las mejores personas del mundo. Lo que no quiere decir que tenga que hacerles caso.
El pensamiento sobre el reloj llegó por fin. Divina revelación.
—El baile será ahora mismo —dije, enderezándome como un cortaplumas.
—¡No! —exclamó el Marido.
—¡No! —exclamó Perdita.
—Parecéis más viejos —les dije. Es la frase favorita de todo mi repertorio.
Corrí hacia fuera de la habitación, cerré la puerta tras de mí, corrí renqueando por el pasillo y me metí en el ascensor. Con demora infinitesimal apreté el botón justo y me hundí hasta llegar al nivel del suelo. Allí dejé abierta la puerta de rejas trabándola con una silla, lo que dejó el ascensor fuera de funcionamiento.
La gente de la calle no se preocupó de mí. Los imbéciles no advertían quién era yo. Nadie me dirigió la palabra mientras corría, de manera que, obvio, repliqué con la misma moneda.
Así, llegué al área del baile.
Toda comunidad posee su área de danza. En Unión hay tres. Piensa en lo que, cosas como el drama, la contienda de gladiadores, la declamación y el deporte, han significado en el pasado. Todo esto ha convergido, en nuestros días, en el baile, inevitablemente, pues sólo a través del baile —nuestra clase de baile— puede ser interpretada la historia. Y la interpretación de la historia constituye nuestro ser, porque a través de las cronopantallas observamos que la historia es la vida. Vive rodeándonos y así bailamos nosotros. A menos que tengamos los pies cojo-cojo-cojidoblidoblados.
Se estaban practicando muchos bailes en los treinta campos permanentes. Estos campos estaban separados unos de otros al azar, de manera que espectadores y danzantes podían ir de uno a otro y captar el sentido de conjunto, que es el sentido que te transmiten las cronopantallas.
Esto es, de la historia, cosa que amo con locura. No pertenece al pasado: prosigue eternamente. Cleopatra yace por siempre entre los acaramelados brazos de Antonio, Sócrates bebe continuamente su cicuta. Sólo tienes que mirar la pantalla adecuada o la adecuada danza.
La mayoría de los bailarines eran aficionados, aunque este término significa poco donde todo el mundo baila según sus reglas siempre que puede. Estaba yo en medio de una aglomeración y observaba. Los movimientos más vivos poseen un efecto vertiginoso; me excitan. A un costado mío, Marco Polo camina exultante a través de Catay hasta Kublai Kan. Más allá, cuatro niños que representan los satélites de Júpiter se desplazan para encontrar la sombría figura de Galileo Galilei Al otro costado, el poeta persa Firdusi parte para su exilio de Bagdad y Suryavarman construye el hermoso palacio de la anciana Angkor. Más allá aún, alcanzo a ver un retazo de Heyerdahl volviéndose hacia el temporal.
Y cruzan por mis ojos balsa, telescopio, pagoda, palacio, palma, todo confundido y mezclado. ¡Ese es el sentido! ¡Si pudiera bailarlo tan sólo!
No puedo quedarme quieto. He aquí mi intranquilidad nuevamente, mi única compañía. Me muevo, los ojos en blanco. Rodeo los campos de baile o los cruzo y me mezclo entre los bailarines. Algo me empuja, algo que no puedo recordar. Ahora ya no puedo recordar quién soy. He ido más allá de la mera identidad.
Por todas partes, el baile es frenético, acompasa el ritmo de mi corazón. No haré daño a nadie, excepto a una persona que me hirió para siempre. Es a él a quien debo encontrar. ¿Por qué bailan tan rápido? Los movimientos me hacen dar tumbos.
Ahora corro a un espejo. Está instalado sobre un campo lleno de gente. Lucho con la criatura que ha sido apresada por el espejo creyendo que es auténtica. Comprendo entonces que es sólo un espejo. Sacudiendo la cabeza, me aclaro la sangre que hay tras mis ojos y me contemplo. Sí, soy inconfundiblemente yo. Y recuerdo quién pensaba ser.
La primera vez que descubrí quién me creía ser fue cuando, de niño, asistí a uno de los dramas más impresionantes. ¡Y estaba allí, capturado por las cronopantallas! Llegaban soldados y centuriones y con ellos una multitud jactanciosa. El cielo se estaba oscureciendo mientras tres cruces eran plantadas en tierra. Y cuando vi al hombre que crucificaban en la cruz central supe que yo tenía su rostro. Supe que yo era él.
Y aquí está ahora, el mismo rostro sublime, mirándome con dolor y piedad desde el cristal. Nadie me cree; ya no he de decirles nunca más quién creo ser. Pero hay una cosa que tengo que hacer. Y debo hacerla.
De manera que me lanzo otra vez a la carrera cojeante sabiendo con exactitud qué es lo que busco. Mirando, rodeo los grandes campos, los pilares, los paneles de cemento y plástico.
Helo aquí. Los profesionales bailan este drama, mi drama, tan difícil, intrincado y triste. Pilato de gris paloma, María Magdalena se mueve en verde, azul es la túnica de Pedro. Hordas de bailarines me rodean representando las turbas indiferentes. ¡Yo no estoy indiferente! Mis ojos arden en medio de ellos, buscando. Entonces descubro al hombre que busco.
Acaba de salir de la pista para descansar hasta que suene la señal de su último baile. Lo sigo cuidándome de no ser visto, como un cangrejo en la espesura.
¡Sí! ¡Es igual que yo! Es mi viva imagen y en consecuencia reproduce la cara de aquel otro. No obstante ahora está cubierta de maquillaje, rosado y cera, de modo que, cuando le da la luz, tiene el aspecto de un cadáver.
Me acerco lo suficiente para comprobar la espesa suciedad de su piel, con tiznes y regueros provocados por el sudor y los movimientos. Bajo esa piel, el verdadero rostro se me aparece con claridad; pese al maquillaje plástico representa a
Judas.
¡Poseer el rostro del otro y hacer el papel de Judas! Es la más terrible de las infamias. Pues éste es Parowen Scryban, muerto dos veces a mis manos por representar esta blasfemia. Consuela un poco saber que, pese a las incursiones del gobierno en el pasado para salvarlo dos veces, debe recordar muy bien sus dos muertes y sin duda las recordará siempre. Ahora debo matarlo de nuevo.
Mientras se desplaza hacia una sala de descanso, lo atrapo. Ah, mis dedos resbalan sobre la viscosa capa rosada, pero debajo la piel es firme. Es un hombre pequeño, esmirriado, cansado por la agitación de la danza. Cae de bruces y yo caigo con él.
Ya lo he matado, aunque dentro de pocas horas vendrán, irán por él y lo rescatarán, y todo quedará como si nada hubiera ocurrido. No importan los gritos: sólo apretar. ¡Apretar, amado Dios!
No me preocupo cuando los golpes llueven sobre mi cabeza. Scryban ya estará muerto, el muy traidor. Me aparto de él y dejo que muchas manos me introduzcan en una camisa de fuerza.
Hay muchas luces sobre mis ojos. Muchas voces hablan. Yo me limito a estar allí, pensando en que he reconocido dos de las voces, una de hombre, la otra de mujer.
Dice el hombre:
—Sí, Inspector,
sé
que ante la ley los padres son responsables de la conducta de los hijos. Buscamos frenéticamente a Alex, pero ocurre que está loco. ¡Es un retrasado! Yo… por Dios, Inspector,
odio
ese engendro.
—¡No digas eso! —grita la mujer—. Haga lo que haga, es nuestro hijo.
Lo dicen con voz demasiado aguda para ser cierto No creo en aquello por lo que se arma semejante barullo. Así que abro los ojos y los miro. Ella es una mujer maravillosa, pero no la reconozco, como tampoco reconozco al hombre; no me interesan. A Scryban sí lo reconozco.
Está frotándose la garganta. Parece un verdadero embrollo con sus dos rostros mezclados, como un Picasso. Puesto que respira, sé que han ido por él y lo han vuelto a salvar. No importa: lo recordará, lo recordará siempre.
El hombre al que llaman Inspector (¿y quién, pregunto, querría un nombre así?) se dispone a hablar a Scryban.
—Tu padre dice que eres el hermano de este loco —dice a Scryban. Judas tiene gacha la cabeza debido a los continuos masajes que prodiga a su cuello.
—Sí —dice. Está tan tranquilo como la mujer que chillaba; de qué manera tan extraña cambia la gente—. Alex y yo somos hermanos gemelos. Hace años cambié de nombre… la publicidad, ¿sabe? perjudica mi profesión.
Qué terriblemente hastiado y aburrido me siento.
¿Quién es hermano de ese hermano, me pregunto, y quién hijo de esa madre? Tengo suerte: no estoy emparentado con nadie. Triste compañía esas personas. La más triste del universo.