La bóveda del tiempo (13 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia-ficción, #Relatos

El ministro Galáctico se levantó y acogió a Farro con amistosa reserva; al segundo tuvo oportunidad de evaluar al oponente. Laterobinson era inconfundiblemente humanoide; podía, ciertamente, haber pasado por terrícola si no hubiera sido por la rareza de sus ojos ubicados a los lados del rostro y medio ocultos por la configuración peculiar de un pliegue de pellejo. Esta pequeña variación de facciones, no obstante, proporcionaba a Jandanagger lo que toda su raza parecía poseer: un aire de observación tensa y persistente.

—Ya conoce la razón de mi visita, señor ministro —dijo Farro una vez se hubo presentado. Hablaba competentemente en Galingua, la lengua que tan penosos meses de aprendizaje le había costado; en principio, las vastas variaciones formales respecto de cualquier idioma terrestre le habían confundido por entero.

—Resumiendo, usted representa un núcleo de gente que teme entrar en contacto con las otras razas de la galaxia, a diferencia, no obstante, de la gran mayoría de sus compatriotas terrestres —dijo Jandanagger con soltura. Expresada así, la idea parecía absurda.

—Preferiría afirmar que represento un núcleo de gente que ha calibrado a conciencia la situación presente, a diferencia, quizá, de lo que sus compatriotas han hecho.

—Puesto que sus propósitos me son ya conocidos a través del recién establecido Consejo Terrestre-Galáctico, ¿he de considerar que es su deseo que discutamos el asunto personalmente?

—En efecto.

Jandanagger volvió a sentarse e invitó a Farro a imitarlo.

—Mi papel en la Tierra es simplemente el de hablar y escuchar —dijo, no sin ironía—. De modo que puede hablar libremente.

—Ministro, represento al cinco por cien de la población de la Tierra. Si le parece un número pequeño, me gustaría señalarle que tal porcentaje incluye a la mayoría de los hombres eminentes de nuestro mundo. Nuestra posición es relativamente sencilla. La primera visita que realizaron ustedes a la Tierra se produjo hace un año, al final de la década de exilio de Israel; tras las investigaciones de rigor, ustedes decidieron que estábamos lo suficientemente avanzados como para convertirnos en miembros probados de la Federación Galáctica. De resultas, nos sobrevendrían ciertas ventajas y ciertas desventajas; aun cuando por ambas partes cosecharemos ventajas, las desventajas las sufriremos nosotros, todas ellas, lo que puede muy bien sernos fatal.

Haciendo una pausa, observó a Jandanagger, aunque nada sacó en limpio de su imperturbable expresión de atención amistosa. Prosiguió.

—Antes de pasar a las desventajas, desearía protestar contra lo que quizá le parecerá a usted un punto menor. Ustedes han insistido, su carta de privilegios insiste, en que este mundo será rebautizado arbitrariamente; dejará de llamarse Tierra para ser conocido como Yinnisfar. ¿Hay alguna razón digna de respeto por la que tenga que ser adoptado ese nombre extranjero?

El ministro sonrió ampliamente y se relajó, como si la pregunta le hubiera proporcionado la clave que necesitaba para captar al hombre que tenía frente a si. Sobre el escritorio había un cuenco de golosinas de Nueva Unión; lo empujó hacia Farro y, éste lo rechazó; luego, él cogió un terrón azucarado que se llevó a la boca antes de replicar.

—Hay alrededor de trescientos planetas, según nuestros conocimientos, que tienen el nombre de Tierra —dijo—. Todos los nuevos aspirantes al título son automáticamente rebautizados. A partir de ahora ustedes son Yinnisfar. Creo que será más provechoso que discutamos las ventajas y desventajas de la federación, si es eso lo que desea discutir conmigo.

Farro suspiró con resignación.

—Muy bien —dijo.

—Comenzaremos por las ventajas que les reportará a ustedes. Poseerán aquí una base, un puerto y una sede administrativa adecuadas a una región del espacio que, al decir de ustedes, ya ha sido explorada y trabajada. También es posible que, cuando se hayan llevado a cabo los acuerdos entre nosotros, le sea concedida ayuda en la colonización de los nuevos mundos que ustedes esperen encontrar en esta región. Por nuestra parte, instalaremos una barata área manufacturera al servicio de ustedes. Produciremos plásticos, tejidos, alimentos y herramientas sencillas y les resultará más fácil comprárnoslos que transportarlos de sus distantes planetas. ¿Correcto hasta aquí?

»Como usted señala, señor Westerby, la Tierra ocupa una posición clave en el presente plan milenario de expansión de la Federación. Aunque hoy por hoy ustedes sólo puedan contemplarse como mundo fronterizo, al final de ese período podrán ser perfectamente un mundo clave. Al cabo de diez mil años… bueno, su gente confía plenamente; los pronósticos son buenos.

—En pocas palabras, tenemos promoción a la vista si nos comportamos como buenos chicos, ¿no es eso?

La nota acida en la voz de Farro provocó una leve sonrisa en los labios de Jandanagger.

—Uno no se vuelve un chico listo en los primeros días de colegio.

—Permítame entonces enumerar las ventajas de que gozará la Tierra si entra en la Federación. En primer lugar, gozaremos de beneficios materiales: máquinas nuevas, juguetes nuevos, baratijas nuevas y algunas nuevas técnicas, como el sistema de construcción vibronuclear que ustedes poseen, que produce, si me permite decirlo, estructuras particularmente feas.

—El gusto de uno, señor Westerby, tiene que estar educado para apreciar cualquier concepción estética.

—Estupendo. Hay que contemplar lo asqueroso como normal. Sin embargo, esto nos lleva a las ventajas no materiales que conlleva la pertenencia a la Federación. Ustedes planean revolucionar nuestros sistemas de educación. De la escuela de enfermeras hasta la universidad ustedes nos inculcarán hábitos, materias y métodos ajenos a los nuestros. La Tierra será invadida, no por soldados, sino por educadores: que es la forma más segura de obtener una victoria incruenta.

Los anchos ojos, aunque inmóviles, observaron a Farro con calma, como si tras ellos se levantara una barricada.

—¿De qué otra forma podemos ayudarles para que se conviertan en ciudadanos de una civilización compleja? Para comenzar, es esencial que ustedes aprendan Galingua. La educación es una ciencia y un arte sobre la que ustedes aún no han comenzado a establecer reglas. La cuestión entera es enormemente complicada y exige bastante más que una explicación breve: y no puedo acometer esa explicación porque no soy un especialista en pedagogía; los especialistas llegarán aquí cuando mi trabajo haya sido realizado y las cartas de privilegio como miembros de la Federación hayan sido firmadas. Pero tomemos un punto simple. Sus niños van a la escuela, digamos, a partir de los cinco años de edad. Asisten a las clases junto con otros niños y para ello son apartados de sus casas; el aprendizaje se convierte entonces en una parte aislada de sus vidas, algo que se lleva a cabo a ciertas horas. Y lo primero que aprenden es a obedecer al maestro. Así, si su educación deviene un éxito es porque, salvo excepciones, han aprendido a obedecer y a perder el derecho a la independencia mental; y con toda probabilidad se convierten en enemigos del entorno familiar.

»Nuestros métodos son radicalmente diferentes. No permitimos que nuestros niños vayan a la escuela mientras no cumplen los diez años de edad: pero a esa edad, gracias a ciertos juguetes instructivos y otros ingenios con los que se habrán familiarizado durante estos años, poseerán, al menos, conocimientos equivalentes a los aprendidos por sus niños en sus prematuros años de escuela. Y no sólo poseerán conocimientos. También sentido de la conducta. Sentimientos. Entendimiento.

Farro se sintió en desventaja.

—Me siento como salvaje que escucha de boca de misionero la conveniencia de usar vestidos.

El otro hombre sonrió, se levantó y se acercó a Farro.

—Consuélese pensando que la analogía es falsa —dijo—. Ustedes están
demandando
los vestidos. Y cuando los lleven puestos, con toda seguridad, admirarán el corte.

Lo que, reflexionó Farro, los convertía a ambos en algo poco distante del salvaje y el misionero.

—No se muestre tan desconcertado, señor Westerby. Tiene usted perfecto derecho a sentirse disgustado ante la idea de que su planeta va a ser despersonalizado. Pero es algo que no pensamos hacer. Despersonalizados, se convertirían en nada, tanto para ustedes mismos como para nosotros. Y necesitamos mundos capaces de aportar su mejor contribución personal. Si tuviera a bien acompañarme, gustosamente le mostraría algo que quizá resulte un ejemplo mejor de cómo funciona la galaxia civilizada.

Farro se levantó. Le consoló el hecho de ser más alto que el ministro. Jandanagger se puso cortésmente a un lado, invitándolo a salir. Mientras caminaban por un pasillo silencioso, Farro tomó de nuevo la palabra.

—Creo que no me he explicado plenamente sobre las razones que me inducen a considerar que la Federación será un perjuicio para la Tierra. Nosotros estamos progresando a nuestro modo. Eventualmente, desarrollaremos nuestro propio método de viaje espacial, con lo que acabaremos igualándonos a ustedes.

—Los viajes espaciales, esto es, los viajes entre diferentes sistemas estelares, no son sólo cuestión de capacidad para construir naves estelares. Cualquier cultura post-nuclear puede hacerlo. El viaje espacial es un estado de espíritu. Todo viaje es siempre un infierno, y nunca se encuentra un planeta, por maravilloso que sea, que reúna las condiciones de aquel en el que uno nació. Se necesita un incentivo.

—¿Qué clase de incentivo?

—¿Tiene usted alguna idea?

—¿He de entender que no se refiere usted ni a comercio interestelar ni a conquistas?

—Correcto.

—Me temo que ignoro la clase de incentivo a que se refiere.

El ministro emitió algo parecido a una risa ahogada y dijo:

—Haré lo posible por mostrárselo. Pero iba usted a decirme por qué la federación será un perjuicio para la Tierra.

—No dudo que uno de sus propósitos habrá sido aprender algo de nuestra historia. Está llena de cosas sombrías. Sangre, guerra, causas perdidas, esperanzas olvidadas, períodos de caos y días en que perece hasta la desesperación. No es una historia de la que se pueda estar orgulloso Aunque muchos hombres busquen individualmente el bien colectivamente lo pierden tan pronto como lo encuentran. No obstante, poseemos una cualidad que nos proporciona siempre la esperanza de una mañana mejor: iniciativa. La iniciativa no desaparece nunca, ni siquiera cuando salimos arrastrándonos de lo que había parecido el último precipicio.

»Pero si sabemos de la existencia de una cultura colectiva compuesta por varios miles de mundos que jamás podremos tener la esperanza de emular, ¿qué evitará que caigamos en la desesperación para siempre?

—Un incentivo, por supuesto.

Mientras hablaba, Jandanagger lo condujo hasta una pequeña sala en forma de boomerang y amplias ventanas. Se dejaron caer en un sillón bajo y entonces la habitación comenzó a moverse. La confusa vista alcanzada desde la ventana se desplazó y giró bajo ellos. La habitación era aerotransportada.

—Este es nuestro equivalente más cercano a los trenes de ustedes. Corre a lo largo de un carril nucleónicamente engarzado. Vamos solamente hasta el edificio de al lado; allí hay un equipo que me gustaría que inspeccionase.

No parecía necesaria ninguna respuesta; Farro guardo silencio. Había experimentado un eléctrico momento de miedo cuando la habitación se puso en marcha. Al cabo de apenas diez segundos, penetraron en el ala de otro edificio Galáctico.

Indicando el camino una vez más, Jandanagger lo introdujo en un montacargas que los llevó hasta una sala en el sótano. El equipo de que hablara Jandanagger no era particularmente llamativo. Delante de una hilera de asientos acolchados corría un mostrador sobre el que colgaban una serie de objetos, parecidos a máscaras antigás, dotados de cables que los unían a la pared.

El ministro Galáctico se sentó e instó a Farro a que hiciera lo propio en un asiento adjunto.

—¿Qué aparato es éste? —preguntó Farro, incapaz de reprimir cierto deje de ansiedad en el tono de su voz.

—Es un modelo de sintetizador de onda. En efecto, capta muchas de las longitudes de onda que el oído del hombre no puede detectar por sí mismo, y se los traduce en términos que, parafraseados, permiten su comprensión. Al mismo tiempo se alimenta de impresiones objetivas y subjetivas del universo. Es decir, usted experimentará (cuando se coloque la máscara y la conecte) los registros instrumentales del universo (visuales, auditivos, etc.) tan a la perfección como si fueran humanos.

»Le advierto que, debido a su ausencia de entrenamiento, puede usted propender, desgraciadamente, a recibir una impresión más bien confusa del sintetizador. De todos modos, le aseguro que le proporcionará una idea mucho más exacta de la galaxia que un largo viaje estelar.

—Adelante —dijo Farro, juntando sus manos heladas.

Ya toda la columna de lemines permanecía sumergida en las inmóviles aguas. Nadaban suave y silenciosamente, pronto disuelta la estela común en medio del colosal movimiento del mar. Gradualmente, la columna iba atenuándose a medida que los animales más fuertes ganaban distancia y los más débiles quedaban rezagados. Uno tras otro, inevitablemente, los más débiles iban ahogándose; y no obstante, hasta que sus lisas y brillantes cabezas desaparecían bajo la superficie, manteníanse erguidas y con los ojos fijos en el lejano y vacío horizonte.

Ningún espectador humano, por muy desprovisto de sentido antropomórfico que estuviese, habría dejado de preguntarse: ¿qué clase de destino había inspirado, un sacrificio tal?

El interior de la máscara era frío. La encajó a la perfección en su rostro, cubriendo los oídos y dejando libre tan sólo la parte posterior de la cabeza. De nuevo se sintió alcanzado por un toque de miedo irracional.

—El interruptor está junto a su mano —dijo el ministro—. Presiónelo.

Farro presionó el interruptor. La tiniebla lo envolvió.

—Estoy a su lado —dijo el ministro impertérrito—. Llevo puesta también una máscara y puedo ver y sentir igual que usted.

Una espiral procedente de la oscuridad se desenroscaba trazando su trayecto a través de la nada: una nada blanda y suave, tan cálida como la carne. Materializándose a partir de la espiral, tomó consistencia un apelotonamiento de burbujas, oscuras como uvas poliédricas, que se multiplicaban constantemente como pompas de jabón brotadas del extremo de una caña. La luz se reflejaba en su superficie centelleante, cambiando y agitando un neblinoso tejido que velaba la operación gradualmente.

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