—Las células se están formando sometidas a una duplicación infinita en el yunque microscópico de la creación. Es usted testigo del comienzo de una nueva vida —dijo Jandanagger, y su voz sonaba en la distancia.
Como una cortina agitada por una ventana abierta, las células temblaban tras el velo aguardando vivir. Y el momento de su venida no fue perceptible. De pronto, el velo pareció contener algo en su interior; su translucidez disminuyó, las superficies se moldearon, y una especie de propósito ciego se conformó en unas fronteras más definidas. Dejó de ser hermoso.
La conciencia se fue forjando en su interior, un despuntar de sobreinstinto sin deseo ni entendimiento, ojo que pretendía ver a través de un párpado de piel. No permanecía inerte sino que forcejeaba al borde del terror sufriendo el trauma del arribar-al-ser, luchando, arañando, retrocediendo finalmente, y cayendo de nuevo en el vacío sin fin del no-ser.
—He aquí el estado que sucede a la vida que sus religiones mencionan —dijo la voz de Jandanagger—. Este es el purgatorio que cada uno de nosotros debemos sufrir, sólo que no tiene lugar después sino antes de la vida. El espíritu que desee arribar hasta nosotros debe recorrer el billón de años del pasado antes de alcanzar el presente y nacer en él. Casi podría decirse que hay algo que tiene que expiar.
El feto era todo el universo de Farro; llenaba la máscara, lo llenaba a él. Sufría con él, pues éste sufría evidentemente. Las presiones lo hacían naufragar, irremediables presiones del tiempo y la bioquímica, cuyas dolorosas sensaciones le hacían luchar contra la disminución a que era sometido en virtud de su forma cambiante. Se retorció y se convirtió de gusano en babosa y luego aparecieron en su cuerpo agallas y cola. Se asemejó al pez y en seguida fue desemejante del pez; fue ascendiendo los peldaños de la evolución, asimilándose al ratón, al cerdo, al mono y a la criatura humana.
—Esta es la verdad que el hombre más sabio olvida: que ha sido todo esto.
Cambió el entorno. El feto, esforzándose, habíase convertido en un niño y el niño sólo se convertiría en hombre en virtud de mil nuevos estímulos. Y todos estos estímulos, animales, vegetales o minerales, vivían también en su forma de vida particular. Compitieron. Arrojaron constantes desafíos contra el proyecto de hombre; unos, semisensibles, invadieron la carne del hombre y allí buscaron y encontraron alimento creando sus propios ciclos vitales; otros, insensibles, eran como ondas que incesantemente atravesaban el alma y el cuerpo. Difícilmente se les consideraría entidades: en todo caso meros puntos focales de fuerzas constantemente amenazadas por la disolución.
Tan completa fue la identificación entre la imagen y el receptor, que Farro sintió que el hombre era él. Reconoció que todo lo que le estaba ocurriendo al hombre le ocurría a él; sudó v se retorció como el feto, consciente del agua salada en su sangre y los incontenibles rayos en la médula de sus huesos. Sin embargo, el alma era más libre ahora que cuando se encontraba en estado fetal; durante el tenso momento de miedo que se produjo al alterarse el entorno, el ojo de la conciencia había abierto su párpado.
—Y ahora el hombre cambia nuevamente su entorno, aventurándose lejos de su propio planeta —dijo el ministro Galáctico.
Pero el espacio no era el espacio que había conjeturado Farro.
En sus ojos se formó una densa cortina: no una nada sencilla, sino un conjunto infame de fuerzas, una hormigueante fusión de tensiones y campos en los que astros y planetas pendían como un rocío de telas de araña. Ahí no había vida, tan sólo la misma interacción de planos y presiones que habían antecedido al hombre, y de los que incluso el hombre mismo estaba compuesto. No obstante, su percepción alcanzó un nuevo estadio, la luz de la conciencia ardió con mayor firmeza.
De nuevo se desplazaba, nadando hacia los confines de la galaxia. A su alrededor cambiaron las proporciones, se deslizaron, disminuyeron. Al principio el útero había estado en todas partes, provisto de todas las amenazas y coerciones propias de un universo a escala natural; ahora, la galaxia se revelaba tan pequeña como el útero: como una pecera en la que nadase un pequeño ser y en la que no se advirtiera la diferencia entre el aire y el agua. No había golfos abiertos entre las galaxias: sólo la nada, la nada de un Exterior sin referencia. Y el hombre no había encontrado la nada antes. La libertad no era una condición que conociera, porque no existía en su existencia interpenetrada.
Y nadó ascendiendo a la superficie, mientras algo se removía más allá del borde amarillo de la galaxia. El algo podía distinguirse a duras penas porque estaba enclavado en lo Exterior, velado, inmóvil: una criatura con sentidos, pero insensata. Aparecía visible a medias, sonoro a medias: una amortiguada y tarda serie de chasquidos semejantes al sonido de arterias que revientan. Era grande. Farro, sumergido en la negrura de su máscara, gritó ante aquella enormidad y aquella ferocidad.
La criatura estaba esperando al hombre. Estirándose, se prolongó por todo el contorno de la redonda galaxia, de la redonda pecera, y sus sobrenatatorias alas de murciélago tanteaban intencionadamente.
Farro volvió a gritar.
—Lo siento —dijo débilmente cuando notó que el ministro le quitaba la máscara—, lo siento.
El ministro le palmeó el hombro. Estremeciéndose, Farro enterró el rostro entre las manos, intentando eludir el reciente espeluznante contacto de la máscara. Aquel ser más allá de la galaxia, parecía haber penetrado y hallado un puesto permanente en su cerebro.
Por último, reuniendo fuerzas, se levantó. La debilidad flotaba en cada estrato de su ser. Humedeciéndose los labios, habló.
—¡Así que quiere camelarnos con la Federación para afrontar eso!
Jandanagger lo tomó del brazo.
—Volvamos a mi despacho. Hay un punto que ahora puedo aclararle y antes no: la Tierra no ha sido camelada con la Federación. Considerando su punto de vista tan ligado a la Tierra, puedo entender cómo ve usted la situación. Usted cree que, a pesar de la evidencia de la superioridad Galáctica, tiene que haber algún punto vital en el que la Tierra puede ofrecer algo imbatible. Cree que ha de existir algún factor por el que nosotros necesitemos la ayuda terrestre: un factor que todavía no nos conviene revelar, ¿no es eso?
Farro evitó los alargados ojos del ministro mientras ascendían en el montacargas hasta lo alto del edificio.
—Hay otras cosas aparte de las materiales —dijo evasivamente—. Piense, por ejemplo, en la gran herencia literaria que hay en el mundo; para una raza verdaderamente civilizada, eso puede resultar inapreciable.
—Depende de lo que entienda usted por civilización. Las razas más veteranas de la galaxia, que han perdido el gusto por el espectáculo del sufrimiento mental, difícilmente encontrarían atractivo alguno en su literatura.
La amable réplica acalló a Farro. Tras una pausa, el ministro Galáctico continuó:
—No, claro que no, ustedes no poseen virtudes por las que deseemos estafarles con la Federación. Creo que más bien se trata de lo contrario. Nuestra oferta es para nosotros como un deber, ya que consideramos que ustedes nos necesitan. Excúseme por presentar el asunto tan abruptamente; pero tal vez sea lo mejor.
El montacargas se detuvo con suavidad y los depositó en la sala con forma de boomerang. Al cabo de un minuto regresaban al edificio en el que Farro había entrado al principio, sobre el sector Horby Clive. Farro cerró los ojos, aún experimentando náuseas y agotamiento. Las implicaciones de lo que acababa de decir Jandanagger estaban, por el momento, más allá de su comprensión.
—No entiendo nada —dijo—. No entiendo por qué sienten como un deber la oferta que han hecho a la Tierra.
—Entonces es que ya comienza a entender —dijo Jandanagger, y por vez primera cierta calidez personal templó su voz—. Pues no sólo nuestras ciencias han llegado más allá que las suyas, sino también nuestra filosofía y disciplina de pensamiento. Todas nuestras habilidades mentales han sido organizadas semánticamente en el idioma que usted ha aprendido para conversar conmigo, el idioma Galingua.
La estancia volante acabó de encajarse, convirtiéndose otra vez en un fragmento más del edificio que se erguía hacia las grises nubes.
—Su idioma es ciertamente completo y complicado —dijo Farro—, pero tal vez mi conocimiento del mismo sea demasiado elemental para reconocer la connotación de lo que me está diciendo.
—Eso se debe a que tiene usted que demostrarse a sí mismo que Galingua es algo más que un idioma: es una forma de vida, ¡nuestro sentido mismo del viaje espacial! Concéntrese en lo que le estoy diciendo, señor Westerby.
Confundido, Farro sacudió la cabeza mientras el otro proseguía; la sangre pareció congestionársele en la base del cráneo. Le asaltó la curiosa idea de que estaba perdiendo su característica, su identidad. Mechones de significado, motas de una más grande comprensión estallaron por todo su cerebro como corrientes de aire impulsadas por un ventilador, Mientras se esforzaba en asentar los retazos, en mantenerlos fijos y firmes, su propio lenguaje fue desapareciendo en tanto que cimiento de su ser; su conocimiento de Galingua, emparejado con las experiencias de la última hora, fue asumiendo progresivamente un tono dominante. Con los ojos graves de Jandanagger fijos en él, comenzó a pensar en el idioma de la galaxia.
Jandanagger estaba hablando con rapidez creciente. Pese a que el significado de cuanto decía estaba claro, Farro sentía como si lo estuviera asimilando sólo a través de un nivel por debajo del de su conciencia, disolviendo disciplinas mentales nunca formuladas en jerga terrestre. Sin embargo, todas aquellas cosas se equilibraban juntas en una única frase, como pelotas de malabarista, elevando la una a la otra.
Jandanagger estaba hablando de una sola cosa: el impulso de la ceración. Hablaba de lo que el sintetizador había demostrado: aquel hombre no fue jamás una entidad separada, apenas era un sólido enclavado en un sólido, o, mejor aún, un flujo enclavado en un flujo, con sólo una identidad subjetiva. Decía que la rodante materia de la galaxia formaba una unidad en sí.
Y habló en el mismo tono de Galingua, que era meramente una representación vocal de aquel flujo, y cuyas cadencias seguían la gran espiral de la vida encerrada en el flujo. Mientras hablaba, abrió para Farro la entraña secreta de aquello, de tal manera que lo que en principio fuera un estadio formal se convirtió en una orquestación, y cada célula una nota.
Con salvaje exultación, Farro fue capaz de responder, emergiendo con la espiral de la palabra. El nuevo lenguaje era como un gran edificio sin materia, de ancha base, enraizado en el solar de su ego, alto ápice y constante ascenso hacia los cielos. Y unido a él, gradualmente, Farro ascendía con Jandanagger: mejor dicho, las proporciones y perspectivas que lo rodeaban cambiaron, se desplazaron, se consumieron, como había ocurrido en el sintetizador. Sin la menor sensación de alarma, se encontró sobre las multitudes lanzado hacia lo alto de una espiral eléctrica.
En su interior cohabitaba una nueva comprensión de las tensiones que permeabilizaban todo el espacio. Se desplazó hacia arriba a través de los planos del universo, Jandanagger permanecía a su lado, compartiendo la revelación.
Ahora estaba claro por qué los Galácticos tenían necesidad de pocas naves espaciales: sus grandes armazones poligonales transportaban sólo lo material; el hombre había encontrado una forma más segura de viajar por la concavidad de la galaxia.
Mirando a lo lejos. Farro vio el lugar donde se encogían las estrellas. De allí era el ser con garras que bombeaba silenciosamente emitiendo chasquidos como de vasos sanguíneos reventando. El miedo lo asaltó de nuevo.
—El ser es el sintetizador… —dijo a Jandanagger a través del medio de comunicación recién hallado—. El ser que rodea la galaxia: si el hombre no alcanza nunca la salida, ¿penetrará en nosotros?
Durante un largo minuto Jandanagger permaneció en silencio, buscando las frases clave para la explicación.
—Ha aprendido usted muy rápidamente —dijo—. Mediante la no-comprensión y luego mediante la comprensión sin tachas, se ha convertido en un auténtico ciudadano de la galaxia. Pero tan sólo ha saltado X; y debe saltar X10. Prepárese.
—Estoy preparado.
—Todo lo que ha aprendido es cierto. Sin embargo, hay una verdad lejana mucho más grande. En última instancia, nada existe: todo es ilusión, una representación bidimensional de sombras sobre la niebla del espacio-tiempo. Yinnisfar significa «ilusión».
—Pero el ser con garras…
—El ser con garras es el porqué de nuestro constante adentramiento en la ilusión del espacio. Es real. Sólo la galaxia, en tanto que previamente malinterpretada por usted, es irreal y no es sino una configuración de fuerzas mentales. Ese monstruo, ese ser que usted advierte, es el residuo del fango de la peste evolucionaría todavía agonizante, ¡Y no está fuera de usted!… sino en su propia alma. De eso es de lo que debemos escapar. Debemos alejarnos de ello.
Siguieron más explicaciones, pero escapaban a Farro. En un relámpago, vio que Jandanagger, con avidez experimental, lo había llevado demasiado lejos y demasiado rápido. No podía dar el último salto; estaba retrocediendo, descendiendo hacia el no-ser. En algún lugar de su interior comenzó el sonido de arterias que estallaban. Otros tendrían éxito donde él había fallado… pero mientras tanto, las garras iracundas procedentes de la bóveda del firmamento estaban dándole alcance para hacerle pedazos sin posibilidad de ulterior recomposición.
Los lemines ya se habían dispersado sobre una considerable extensión de mar. Pocos eran los que quedaban de la columna original; los nadadores que resistían, aislados entre sí, comenzaban a agotarse. Sin embargo, seguían esforzándose como al principio por alcanzar una meta invisible.
Nada había frente a ellos. Se habían arrojado a un vasto, pero finito mundo despojado de señales indicadoras. El cruel incentivo les había urgido a proseguir siempre. Y si un espectador invisible se hubiera preguntado el agonizante «¿por qué?» de todo aquello, una respuesta podría habérsele ocurrido: que las criaturas no se dirigían a ningún sitio impulsadas por algún futuro prometido sino que, sencillamente, estaban huyendo de algún espantoso episodio del pasado.
En tanto transcurrían los breves siglos, el mundo que en otro tiempo fuera conocido como la Tierra fue conquistado por el comercio, su carácter fue experimentando en el proceso cierta modificación difícil de apreciar. Entonces sobrevino la explosión que obligó al hombre a cambiar su propio carácter. Su perspectiva metafísica del ser, obviamente, había estado constantemente sometida a los cambios; pero entonces tuvo lugar el terrible momento en que el hombre se reveló a sí mismo bajo una nueva luz como un ente ajeno en un medio hostil.