La cortesana de Roma (49 page)

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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

—Pero si es...

—Sí, lo es.

Había rehecho la vidriera que él había roto en un acceso de rabia. Era considerablemente más pequeña, no exacta a la primera, y las semejanzas de las figuras representadas con Sandro y Antonia ya no resultaban tan evidentes. Sin embargo, era el mismo motivo: una muchacha, y un ángel que le acariciaba la mejilla.

—Llevo trabajando en ella un par de días. Como material vidriado utilicé exclusivamente los fragmentos que tú y yo producimos —sonrió para indicar que ya era capaz de reír pensando en aquello—. Creo que deberías tenerlo tú, al menos por un tiempo. Queda muy bien entre tanto Tintoretto.

La mirada de Sandro saltaba de Antonia a la vidriera y viceversa. No tenia palabras. Algo que se había destruido, aparecía frente a él, completamente renovado.

—No sé... Yo no sé qué... —balbuceó.

—Nada —respondió ella, mirando abochornada al suelo—. Estamos ya por encima de esos rituales de agradecimiento. Has hecho mucho más por mí que yo por ti, que solo he juntado un par de pedazos de cristal.

—Sí, claro, muchísimo... Sobre todo provocar que hubiera esos pedazos en primer lugar.

Ella inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió.

—De nuevo coqueteas con la humildad, Sandro Carissimi. Evidentemente estoy hablando del encargo para la iglesia del Santo Spirito que me has conseguido. Recibí el edicto papal, y Julio III no olvidó mencionar que tu intervención había sido decisiva en la concesión del trabajo.

Sandro ignoraba completamente de qué estaba hablando Antonia. El había roto en mil pedazos el escrito que el Papa le había entregado, y había echado al viento los fragmentos. Julio había actuado por su cuenta.

—Hace tiempo que deseaba trabajar en un templo consagrado al Espíritu Santo —afirmó ella—. Dios Padre y los santos son señores muy serios y caprichosos en el Antiguo Testamento. Dios Hijo es una figura muy atormentada. Sin embargo, el Espíritu Santo, al menos, tiene sentido del humor. Entre otras cosas, está presente durante las elecciones del Papa, e influye de forma misteriosa en los razonamientos de los cardenales. Pues bien, no hay más que ver cuál suele ser, en muchas ocasiones, el resultado. Me gusta imaginarme al Espíritu Santo como una especie de Amor, de Cupido: un chiquillo travieso que se divierte jugando a ser Dios. ¿Es una herejía?

Sandro no tenía tiempo para pararse a pensar si debía corregir aquella afirmación, o simplemente limitarse a aceptarla.

—Deberías desistir, al menos, de representar al Espíritu Santo disparando flechas de amor —bromeó él.

—Entendido. Pero será solo por ti. Ahora me mantendré ocupada aquí por lo menos un año, podré permanecer en Roma y... Le has dado una oportunidad a mi vida aquí, Sandro. Sin este encargo, tendría que haberme marchado pronto, o haberme... atado.

El nombre de Milo pendía subrepticiamente de aquella frase.

—Pero ahora —continuó ella—, soy independiente. Y te lo debo a ti.

Ella se levantó.

—No hay muchos hombres que se hubieran mostrado tanta generosidad como tú después... de todo lo que ocurrió. Pero tú no eres como los demás, Sandro Carissimi. Eres muy especial.

Ella se inclinó hacia él y le besó delicadamente en la mejilla. Después se fue. En busca de Milo.

Sin embargo, aquel encuentro había dejado en el aire un aroma a triunfo, el aroma de una prometedora batalla que no hacía más que empezar.

Sandro se acarició la mejilla que ella le había besado.

37

El poderoso estruendo del repicar de miles de campanas resonaba en toda la ciudad mientras Sandro entraba en los aposentos privados del Papa. La gran misa que festejaba la conclusión de un nuevo fragmento de la cúpula de San Pedro estaba a punto de comenzar, y Julio III había decidido dirigirla él mismo. Se había colocado el alba, la casulla, la estola, el palio, el cíngulo y la mitra, y su visión movía a la veneración y el respeto. Sus ojos eran los de un gobernante orgulloso, y en absoluto recordaban a los de aquel hombre desesperado, lloroso y destrozado que había sido el día anterior a aquella misma hora. «La vida sigue» habría podido ser un buen lema que colocar sobre su imagen.

Subordinados eclesiásticos en número incontable iban y venían, esforzándose por dejar perfectas las vestiduras litúrgicas, eliminar una arruga aquí, corregir la posición del fajín allá y, en conjunto, lograr que el pontífice ofreciera una buena impresión. El, por su parte, parecía no prestar atención.

—Sandro, acércate —le llamó, mostrando buen humor.

Sandro se arrodilló a su lado y besó el anillo del pescador.

Vuestra Santidad, vos me habéis hecho llamar.

Julio rio.

—Tal y como lo decís, parece que fuera una condena a muerte.

Alguien roció al Papa con una esencia olorosa, a lo cual él reaccionó con un sonoro estornudo.

—He leído tu informe. Muy notable. Con eso me refiero no solo a la explicación del caso al que se refiere, sino también al hecho de que me revelaras los manejos de Quirini. Incluso aunque tu padre esté implicado. Esa lealtad hacia mí merece todo mi reconocimiento.

Sandro no había incluido los negocios ocultos de Quirini por lealtad, y tampoco con la esperanza de un reconocimiento o porque quisiera dañar a alguien. Lo había hecho porque, para bien o para mal, habría estado a merced de la facción de Quirini de haberle ocultado al Papa algo que no debía esconderle. Quirini y sus conspiradores le habrían estado presionando por tiempo indefinido, y además le habrían arrastrado a otras maquinaciones. Si quería seguir siendo, al menos de forma aproximada, aquel que le había prometido a Forli, entonces debía seguir manteniéndose alejado de las disputas partidistas vaticanas.

Aquella honradez, no obstante, no le llenaba de orgullo, pues le había costado muy cara. Después de que Bianca le odiara por dar al traste con su matrimonio, pues el compromiso se había cancelado, y de que su madre le odiara porque se sentía humillada por él, iba a lograr que su padre también se apartara de él, al implicar su buen nombre en una sucia trama de corrupción. Quizá su padre hubiera actuado con la mejor de las intenciones, pero había hecho mal, había intentado hacer de Sandro alguien que lavara las manos sucias de lo demás esperando que aquellos hicieran lo propio con él. En consecuencia, Quirini también le odiaría, igual que Ranuccio y los demás Farnese, y Massa, porque Sandro había tenido éxito y se había ganado el aprecio del Papa. El número de sus enemigos crecía casi cada día.

—Quirini —concluyó Julio— renunciará hoy a su cargo de
camerarius...
por motivos de salud. Dejaré a los demás implicados en paz. No quiero que salga a la luz, y no solo por los conocidos nombres relacionados con la trama. Fue... fue idea de Maddalena, su herencia, por así decirlo. Dejemos las cosas como están.

El que Sandro callara y mirara al suelo le convirtió en el objetivo de la mirada crítica de Julio.

—Sandro, escúchame. Te conozco un poco, y sé que la situación te resulta desagradable, porque has contribuido a la caída de un cardenal y a enviar al cadalso a una mujer... Ya en Trento te preocupaste porque se iba a enterrar a un mendigo en tierra no consagrada. Debes dejar de torturarte por ese tipo de cosas. Esa gente se ha puesto ella misma la soga al cuello.

—Francesca. ¿Van a...? —no se le permitió terminar la frase.

—Escúchame, te digo. No quiero que pongas esa cara en un día de fiesta como hoy.

Dos sirvientes trasteaban en torno a Julio.

—¡Lográis sacarme de mis casillas! —les gritó, irritado—. Si Dios hubiera querido que la ropa no tuviera arrugas, habría vestido a San Pedro con una armadura en lugar de con lino. Idos ahora mismo, fuera de aquí. Todo el mundo fuera.

Cuando el último cerró la puerta tras de sí, Julio añadió:

—Son gentuza de lo más despreciable. Todos iguales. Día sí, día también, se ocupan exclusivamente de tratar de gustarme. ¿Y yo fui como ellos? En parte. Yo al menos era bastante más inteligente —guiñó un ojo para indicar que había hecho una broma, pero se conformó con un asentimiento comprensivo—. Igual que tú.

Sandro no estaba seguro de si debía valorar las alabanzas de aquel hombre o no. Julio era, por lo que él sabía, una persona contradictoria: intrigante sediento de poder, y padre cariñoso; amante irascible y viudo doliente; regente belicoso y patrocinador altivo; penitente y hedonista. Un hombre así causaba tanta atracción como repulsa, y Sandro sentía como en él se mezclaban la antipatía, la lástima y el respeto. Desde aquel día, no obstante, se añadía una nueva emoción: gratitud.

—Me gustaría aprovechar la oportunidad para darle las gracias a vuestra Santidad.

—¿Tú me das las gracias a mí? Soy yo quien debe dártelas a ti.

—Lo digo por el encargo para Antonia Bender, vuestra Santidad. Os lo devolví, pero me ignorasteis y actuasteis por cuenta propia. Eso me proporcionó un... un pequeño triunfo que no habría logrado de otra manera.

Julio sonrió, bondadoso.

—Todos tenemos momentos de debilidad de los que luego nos arrepentimos. Sufriste un contratiempo y yo conservé la esperanza de que no hubiera sido muy grave. Así pues, ¿os habéis reconciliado? Verás que pronto todo marchará bien entre ella y tú. Tus sentimientos trabajan de forma más pausada que tu raciocinio, así que si alguna vez necesitas algo de ayuda... Pero no hablemos más de ello. Hablemos de tu futuro en el Vaticano. Me gustaría nombrarte mi secretario personal.

Sandro creyó que le había alcanzado un rayo. Se sintió como un marinero vencido por la visión del poderoso océano: una sensación de desafío y de temor.

Mi actual secretario es un zorro muy espabilado, pero no cuenta con la agudeza de tu capacidad de razonamiento.

Por supuesto puedes continuar ejerciendo de visitador, y en caso de que lo necesites para el cumplimiento de tus funciones, te eximiría de tus restantes obligaciones —llenó dos copas de vino y le tendió una a Sandro—. Como sé que de todas formas me lo vas a preguntar por culpa de tu inconfundible honradez: el capitán Forli ha obtenido un puesto como comandante de la policía de uno de los barrios de la ciudad. Lo de Quirini no ha tenido mayores consecuencias para su carrera... Y ahora que ese tema está resuelto, mucho menos.

Julio se dirigió a la ventana, desde donde se podía contemplar lo que en un futuro sería la plaza de San Pedro, adornada en aquel día con numerosas banderas. Un impresionante baldaquino se había instalado para Julio y el altar, pues la misa tendría lugar al aire libre. Se había planeado, para ello, una ostentosa procesión en la que participarían artistas, bailarines, cantantes, indios y africanos, para entretenimiento y asombro del pueblo llano. La mayoría de la gente, asistiría solo por eso.

—No dices nada, Sandro. ¿Aceptas el cargo?

La voz le vibraba ligeramente, como si temiera la respuesta de Sandro. Julio era el señor de los creyentes, el sucesor de Pedro, dirigente de los Estados Pontificios... ¿Cómo podía temer la respuesta de un monje? Mantenía la espalda vuelta hacia Sandro, pero de pronto parecía más viejo y herido.

—Por supuesto puedes rechazarlo si es tu deseo —dijo Julio—. Seguramente no soy el tipo de persona que un carácter recto como tú toma como modelo. Por un lado, está el hecho de que soy Papa. No puedes ni figurarte el peso que eso supone. Sin embargo, los demás..., Soy prisionero de un sistema para el que fui elegido, y en el que todos los que me rodean toman parte. Menos tú. Tú eres... como una ventana, Sandro, por la que puedo respirar aire puro. Por eso te pido que, en el nombre de mi difunto hijo, que era tu amigo, digas sí.

A Sandro se le ocurrió que todas esas festividades, esa pompa y ese carnaval en el que Julio sumergía a toda Roma, servían únicamente al propósito de hacerle olvidar su soledad, esa soledad de la que Sandro debía sacarle.

¿Lograba influir en el Papa? De ser así, podría hacer un bien indecible y podría ejercer un efecto paliativo sobre un carácter voluble y caprichoso.

—¿Y mi labor en el hospital? —preguntó.

—Una vez por semana te dejaré el día libre, y aumentaré las ayudas al hospital.

Sandro asintió.

—De ser así... Merece la pena intentarlo.

Julio le miró y rió.

—Merece la pena intentarlo. Es gracioso. Sí, está bien. Cualquiera de los cortesanos que está ahí afuera habría estallado en gritos de alabanza al cielo. Pero tú, vas y dices que merece la pena intentarlo. Qué expresividad tienes... ¡Increíble! —reía a mandíbula batiente—. Apuesto a que el día que te presentes ante las puertas del Cielo, si Pedro te ofrece la entrada exclamarás: «Pero solo si no es molestia...»

Sandro no pudo sino sonreír ante sus propias palabras.

—Bebe, Sandro.

—Preferiría no beber.

—Si de verdad estás tan agradecido, beberás conmigo.

Julio le tendió la copa con un mudo brindis, con lo que a Sandro no le quedó más opción que la de beber. Como no había comido nada en toda la mañana, sintió de inmediato un ligero vértigo, y cuando acompañó a Julio hasta la ventana y miró al vacío, casi le pareció que podía volar.

Julio abrió los cristales para saludar. El aire fresco propio de abril trasportó la alegría del pueblo hasta ellos. Era una exhibición asombrosa: la genie, las banderas, las miles de campañas... Sonaron las trompetas, el coro comenzó a cantar. Multitud de religiosos irrumpieron en la plaza y se colocaron en torno al altar.

Julio miró de nuevo a Sandro.

—¿Sabías que, de hecho, comencé como tú?. Sí, como secretario de Pio III, en el año 1503 —le guiñó un ojo y después bebió hasta vaciar la copa—. Ahora, Sandro, como mi secretario, deberías decirme que ya es hora de marcharnos.

Sandro hizo una reverencia.

—Es la hora, vuestra Santidad.

—Gracias. Me acompañarás.

—¿Durante el servicio religioso? —Sandro, de hecho, quería ir a ver a Carlotta, cuyo ruego tras la irrupción en su casa había cumplido tan solo de forma desganada. Ahora que estaba más libre, quería ayudarla igual que ella le había ayudado a él—. En realidad tengo...

Julio arqueó las cejas.

—Ahora no, Sandro. Hay un momento para todo, y ahora mismo tu lugar está conmigo, y eso es lo principal.

38

La puerta no estaba cerrada del todo, solo entornada. Entró en la habitación sin hacer ni un solo ruido, y la vio, vio a Carlotta con la espalda vuelta a él, frente a la ventana abierta.

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