La estrella escarlata (18 page)

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Authors: Leigh Brackett

Gerrith cabalgaba ante él, con la cabeza inclinada como si se dirigiera hacia una ordalía. Stark deseó saber lo que había soñado.

Al fin, justo bajo la cima, al lado derecho del paso, vio un peñón tan inclinado hacia adelante que parecía a punto de caer. La roca tenía la forma de un hombre alto y delgado que estuviera orando. En la base, grupos irregulares de siluetas encapuchadas parecían escucharle.

En la sombra y la luz que se alternaban en el cielo, tres siluetas se destacaron de las piedras y se colocaron en mitad del paso, cerrando el camino. Las bestias relincharon y se agitaron. La cabalgata se inmovilizó bajo el hombre inclinado.

Gelmar, solo, avanzó.

—Kell de Marg —dijo—. Hija de Skaith.

Su voz carecía de expresión, como si la controlara a duras penas.

—Fenn. Ferdic.

Las siluetas se protegían con capas de los ataques del viento, pero tenían la cabeza desnuda, salvo por las diademas de oro cincelado. La diadema de la silueta que encabezaba a las otras dos llevaba una inmensa joya oscura. Los rostros tenían algo de extraño.

Kell de Marg dijo:

—Gelmar.

La voz era cristalina. Una voz de mujer, imperiosa a pesar de la musicalidad, timbrada con la innata arrogancia del poder absoluto. Un adversario digno de Gelmar, pensó Stark. Descubrió la razón de la rareza de las caras. Estaban recubiertas de un fino pelaje blanco y sus rasgos, aunque agradables, eran sutilmente distintos de los humanos: la nariz poco definida, las mandíbulas prominentes. Los ojos de la mujer eran tan grandes, oscuros y brillantes como la joya de la diadema. Los ojos de una criatura de la noche...

Se dirigió a Gelmar.

—¿Pensabas cruzar las montañas sin detenerte?

—Hija de Skaith —replicó Gelmar; un resquicio de irritación teñía su voz—, nuestra misión es urgente y el tiempo nos apremia. Te agradezco el honor, pero...

—No es un honor —le cortó Kell de Marg.

Miró a los cautivos a espaldas de Gelmar.

—¿Son los malhechores que buscabas?

—Kell de Marg...

—Lo has ido diciendo por todo el norte. No es sorprendente que lo supiéramos. Incluso en nuestras profundas cavernas no estamos sordos.

La irritación se acentuó.

—Kell de Marg, te he dicho...

—Me has dicho que una amenaza pesaba sobre Skaith, un peligro nuevo, extraño, que sólo se podía conjurar en la Ciudadela. Me lo dijiste porque te pregunté... los Harsenyi ya nos habían traído rumores que no podíamos entender.

—No hay de qué preocuparse.

—Mucho presumes, Gelmar. Quieres arreglar el futuro de Nuestra Madre Skaith sin consultar con sus Hijos.

—¡El tiempo apremia, Kell de Marg! Debo conducir a esta gente al sur lo antes posible.

—Tendrás que perder algo de tiempo —le dijo Kell de Marg.

Silencio. El viento del Alto Norte pareció burlón. Las formas encapuchadas oían dócilmente la plegaria eterna del hombre inclinado.

—Te ruego que no intervengas —pidió Gelmar.

Su irritación era ya desesperación. Conoce a la mujer, pensó Stark. La conoce, la teme, la odia.

—Entiendo a esta gente, sé lo que hay que hacer. Por favor, déjanos pasar.

El suelo tembló ligeramente. Por encima de sus cabezas, el hombre inclinado pareció balancearse.

—¡Kell de Marg!

—¿Qué quieres, Heraldo?

Un segundo temblor de tierra. Los guijarros empezaron a caer como gotas de lluvia. El hombre inclinado se echó hacia adelante. A toda prisa, los Harsenyi y sus bestias intentaron alejarse de las toneladas de piedra.

—¡Muy bien! —exclamó Gelmar enfurecido—. ¡Perderé el tiempo!

Kell de Marg, con voz presurosa, ordenó:

—Los Harsenyi también pueden entrar; que vayan al lugar de costumbre.

Se dio la vuelta, andando con paso ligero y contoneante hacia el acantilado. Entre las estatuas de piedra se abría un pasadizo. Lo tomó, junto con Fenn y Ferdic, siendo seguido dócilmente por los jinetes. La tiesa espalda de Gelmar denotaba rabia impotente.

Gerrith se incorporó, con la cabeza alta y orgullosa. Stark sintió cierto temor que nada tenía que ver ni con los Hijos ni con el acantilado que iba a devorarles; el terror era de algo distinto. Se preguntó lo que sabía Gerrith y por enésima vez maldijo las visiones proféticas.

De la camilla llegó la voz de Halk, débil pero siempre sarcástica.

—Te advertí. ¡Tus palabras no te dejarían escapar de la realidad de los Hijos!

Una inmensa placa de piedra se abrió en la pared de piedra, deslizándose sobre su eje silenciosamente. La cabalgata entró; la puerta se cerró.

Kell de Marg abrió la capa.

—¡Cuánto detesto el viento! —dijo, sonriéndole a Gelmar.

Se encontraban en una caverna grande, donde los Harsenyi comerciaban de modo normal con los Hijos. La luz brillaba en una atmósfera en calma; su aceite tenía un cierto aroma azucarado. Las paredes eran burdas, el suelo desigual. En el extremo opuesto a la entrada, se encontraba una segunda puerta.

—Los Heraldos de rango inferior no serán necesarios —dijo Kell de Marg—. El hombre herido es inútil, que se quede. Aquellos dos... —señaló a Stark y a Gerrith—. La Mujer Sabia y el llamado Hombre Oscuro. Los quiero. Y tú, claro, Gelmar; necesito tu opinión.

Los Heraldos verdes aceptaron la humillación a su pesar. Vasth la miró ominoso, pero contuvo la lengua. Gelmar apretaba los dientes. Le costaba trabajo dominar la ira.

—Necesito guardias —dijo secamente—. Este hombre, Stark, es peligroso.

—¿Incluso encadenado?

—Incluso encadenado.

—En ese caso, cuatro criaturas. Aunque no creo que escape de la Morada de la Madre.

Los jinetes desmontaron. Kell de Marg esperaba con sus dos ayudantes. Instintivamente, Stark supo que la Hija no acudía con frecuencia a aquella caverna exterior, con los nómadas. Era una ocasión especial, lo bastante importante como para que rompiera con sus hábitos. Miraba a Stark con franca curiosidad.

Él le devolvió la mirada. La capa echada sobre los delgados hombros revelaba un cuerpo delgado tan arrogante como su voz, cubierto por su propio pelaje blanco y brillante, adornado con un ligero arnés del mismo oro cincelado que la diadema. Un soberbio animal, una voluptuosa mujer. Un armiño real de ojos diabólicos. Stark no sentía excitación alguna.

La Hija alzó un hombro delicioso.

—Puede que no sea peligroso; en todo caso, es audaz.

Se dirigió hacia la puerta interior, que se abrió silenciosamente. Kell de Marg franqueó el umbral, seguida por Gelmar, los cautivos, los guardias y, por último, los dos ayudantes de pelaje blanco y cuerpo nervioso.

Los servidores que abrieron la puerta la volvieron a cerrar. Los recién llegados eran prisioneros en aquel mundo nuevo y hermoso.

Stark tembló; el sobresalto de una fiera.

La Morada de la Madre olía a aceite dulzón, polvo, cavernas, abismo. Y a muerte.

22

Se encontraban en un corredor alto y ancho, iluminado por lámparas parpadeantes. Un grupo de gente esperaba en él. Las cabezas de piel pálida, orejas estrechas y diademas de oro, que variaban de tamaño y esplendor dependiendo del rango, se inclinaron. Las voces murmuraron llenas de respeto:

—Hija de Skaith. Estás de vuelta.

Stark pensó que esperaban desde hacía mucho tiempo y que estaban fatigados de estar de pie. En un lado, observó a cuatro Hijos que se mantenían apartados de los demás con muestras de evidente orgullo. Llevaban pantalones y tabardos de paño negro, cinturones de cadena de oro y sus cabezas no se inclinaban. Su mirada colectiva se fijó inmediatamente en los extranjeros.

Cuando se incorporaron, los cortesanos y los oficiales miraron fijamente a Stark y a Gerrith con ojos fríos y hostiles. Estaban, en apariencia, habituados a los Heraldos, pues apenas concedieron a Gelmar una desinteresada mirada. Los extranjeros, por el contrario, les causaron una profunda turbación.

—Hablaré con los adivinos —explicó Kell de Marg, apartando a los cortesanos con un gesto.

Los hombres de negro rodearon a Kell de Marg. Los cinco echaron a andar, hablando en voz baja. Cortesanos y oficiales debieron contentarse con quedar en segundo término.

Anduvieron durante mucho tiempo. Las paredes y el techo del corredor estaban cubiertos de esculturas, algunas en relieve, algunas en bajo y otras en alto relieve, pero todas admirables. Se relacionaban con la historia o la religión de los Hijos. Una parte de su historia debió ser muy tormentosa, o así lo imaginó Stark. Algunos de los motivos habían sido destruidos y reparados. Contó seis puertas que podían ser defendidas contra los invasores.

Al corredor daban numerosas salas. Sus entradas estaban soberbiamente labradas y lo que se veía el interior procuraba una sorprendente sensación de esplendor.

Lámparas de plata remarcaban los colores, incrustaciones, mosaicos, dejando adivinar formas extrañas que eran un enigma para Stark. Una cosa resultaba evidente: aquellos Hijos de Nuestra Madre Skaith no tenían nada en común con sus primos marinos. No eran animales. Poseían, bajo los brillantes picos de las Llamas Brujas, una sociedad completa y altamente desarrollada.

¿O mejor sería decir que alguna vez la tuvieron? Algunas de las salas permanecían a oscuras. Otras apenas eran iluminadas por una o dos lamparillas. Por todas partes, un persistente y sutil olor a polvo y a muerte. Y la impresión de que las idas y venidas del trabajo, fuera el que fuese, eran mucho menores de lo que tendrían que haberlo sido en la Morada de la Madre.

El corredor terminaba en una enorme caverna natural cuyas fantásticas formaciones rocosas se mantuvieron intactas. Allí había mucha luz y un pasillo real, hecho de losas de mármol, marcado en el suelo. Más allá, una serie de salitas de espera y, al fin, la sala abovedada que pertenecía a Kell de Marg, Hija de Skaith.

La sala estaba desnuda y los muros cubiertos por una piedra blanca y luminosa, sin ornamento alguno. La desnudez total. Nada debía distraer la mirada del punto central de la sala, el trono, situado sobre un estrado al que conducían una serie de anchos peldaños.

Kell de Marg los subió. Se sentó.

El trono había sido esculpido en una roca de color marrón, el mismo tono de la tierra fértil. Su forma era la de una mujer vestida con una larga túnica, sentada de tal suerte que podía tener a la Hija de Skaith en las rodillas, rodeándola con sus brazos protectores. La cabeza de la estatua se inclinaba afectuosamente hacia adelante. Kell de Marg apoyó las manos en las de Nuestra Madre Skaith. Su delgado y arrogante cuerpo contrastaba en la piedra oscura.

Los adivinos formaron un grupo pequeño a su derecha. Los otros se situaron junto al trono. Fenn y Ferdic, a la izquierda. Gelmar, Stark, Gerrith y los guardias, se quedaron a los pies de la escalinata.

—Ahora —empezó Kell de Marg—, háblame del nuevo peligro que amenaza Skaith.

Gelmar se dominó. Su voz casi sonaba amable.

—Ciertamente, Hija de Skaith. Pero me gustaría explicártelo en privado.

—Los que me rodean son los Guardianes de la Morada, Gelmar. Las Madres del Clan, los hombres y mujeres responsables del bienestar de mi pueblo. Quiero que escuchen.

Gelmar, inclinando la cabeza, miró a Stark y a Gerrith.

—En ese caso, que se lleven a estos dos.

—¡Ah! —exclamó Kell de Marg—. Los cautivos. No, Gelmar. Se quedarán.

Gelmar ahogó una queja rabiosa y empezó a contar la historia de los navíos espaciales. Kell de Marg la escuchó atentamente; lo mismo hicieron Fenn, Ferdic, las Madres del Clan y los consejeros. Bajo la atención brillaba el miedo y algo más. Cólera, rabia... el instintivo rechazo a una verdad intolerable.

—Quiero entender algo por completo —pidió Kell de Marg—. Esos navíos... ¿vienen de fuera, de muy lejos?

—De las estrellas.

—Las estrellas... Casi las hemos olvidado. Los hombres que vuelan en esos navíos, ¿también vienen de fuera? ¿No han nacido en Nuestra Madre Skaith?

—No —respondió Gelmar—. Son totalmente extranjeros. Les hemos permitido venir porque nos traerían muchos bienes de los que carecemos; por ejemplo, metales. Pero nos han traído también sus costumbres de otros mundos e ideas muy perniciosas. Y han corrompido a parte de nuestro pueblo.

—Nos han corrompido con la esperanza —replicó Gerrith—. Hija de Skaith, déjame decirte cómo es nuestra vida bajo la ley de los Señores Protectores y los Heraldos.

Gelmar habría querido obligarla a callar; pero Kell de Marg escuchó a Gerrith. Cuando la Mujer Sabia se calló, Kell de Marg dijo:

—Tu pueblo y tú queréis esos navíos para salir de Skaith y partir a otro mundo, ¿verdad? ¿Queréis vivir en un suelo extraño, respirar un aire distinto al que os dio la vida?

—Sí, Hija de Skaith. Aunque te cueste trabajo admitirlo, para nosotros representa la vida.

No hacía falta decirlo. Lo sabía. Stark lo sabía. Sin embargo, era necesario que se dijese.

—Nosotros hemos encontrado la felicidad en otro sendero —replicó Kell de Marg—. Nos volvimos al vientre de la Madre y mientras vosotros teníais hambre, os desgarrabais y moríais bajo el Viejo Sol, nosotros vivimos calientes, bien alimentados, seguros del amor de la Madre. No cuentes con mi compasión. Poco me importa lo que hagan los Heraldos en su propio territorio. Mis preocupaciones son de otra índole.

Se volvió hacia Gelmar.

—¿Continúa la rebelión?

A disgusto, el Heraldo respondió:

—Sí.

—Eso —intervino Stark— ya lo sabíamos.

—Quieres llevarte a esta gente al sur —continuó Kell de Marg—. ¿Por qué?

—Hay una profecía.

—Sí —dijo Kell de Marg—. Los Harsenyi nos han hablado de ella. Era sobre este hombre, ¿no es así?

Miró a Stark con fijeza.

Gelmar pareció ansioso por cambiar de tema.

—La profecía desencadenó la rebelión. Si demuestro que es falsa...

Kell de Marg le interrumpió, dirigiéndose a Gerrith.

—¿Fuiste tú la que profetizo, Mujer Sabia?

—Mi madre.

—¿Qué dijo?

—Que vendría de las estrellas para derrocar a los Señores Protectores

La risa argentina y maligna de Kell de Marg hizo que Gelmar se ruborizase.

—¡Comprendo tu inquietud, Gelmar! ¡Sería una desgracia que os destruyeran antes de que llegara tu momento!

—¡Hija de Skaith!

—¿Lo saben?

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