Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
Volvió hacia los extranjeros sus ojos brillantes y maliciosos.
—¿Lo sabéis? Los Señores Protectores son sólo Heraldos envejecidos.
El corazón de Stark dio un salto.
—¿Son hombres?
—Como Gelmar. Por eso deben permanecer invisibles en el Alto Norte, ocultos detrás de las brumas, los mitos y los Perros Demonio. La invisibilidad es una condición de la divinidad. Si el pueblo les viera, sabría la verdad. Los Señores Protectores dejarían de ser dioses inmortales. Sólo serían Heraldos, lo bastante ambiciosos e inteligentes para vestirse de blanco y pasar los últimos años en la Ciudadela, aprovechando todas las recompensas prometidas por el dios de la bondad. Y esas recompensas son muy numerosas.
Stark se echó a reír.
—¡Hombres! —exclamó, mirando a Gelmar.
La expresión del Heraldo era venenosa.
—No te burles, Hija de Skaith. Servimos a los necesitados mientras que vosotros, los Hijos, sólo os servís a vosotros mismos. Durante la Gran Migración, os pidieron asilo muchas veces gentes que morían de frío y hambre... siempre les rechazasteis.
—Así sobrevivimos —replicó Kell de Marg—. Dime: ¿cuántos desgraciados han sido protegidos contra los Perros Demonio y recibidos en la Ciudadela?
—La Ciudadela es sagrada...
—Como la Morada de la Madre. Los Hijos estaban aquí antes de que se erigiera la Ciudadela...
—Eso dice vuestra tradición.
—...y tenemos intención de seguir aquí cuando la Ciudadela ya no exista. Volvamos a nuestro tema. Hay un medio muy sencillo de poner fin a la rebelión. Despedid a los navíos.
Entre dientes, Gelmar rezongó:
—Concédeme cierta sabiduría, Hija de Skaith. Despedir a los navíos no arreglaría nada, pues...
—Pues —espetó Stark— no podrían impedirles volver. ¿Verdad, Gelmar? ¿No es esa la razón por la que los navíos se encuentran en el sur, como dice la Mujer Sabia?
De nuevo, Kell de Marg levantó la mano para impedir hablar a Gelmar. Una mano estrecha, de uñas curvas, sin anillos, con la palma desnuda y rosada. Hizo un gesto a Stark para que se aproximara y subiera los peldaños. Los guardias le siguieron.
—¿Realmente eres de otro mundo?
—Sí, Hija de Skaith.
La Hija tendió la mano y le rozó la mejilla. Todo su cuerpo pareció impresionado por el contacto. Se estremeció.
—Dime por qué Gelmar no podría impedir el regreso de los navíos.
—No tiene poder. Los navíos aterrizan en Skeg porque allí llegaron los primeros. El puerto y el enclave extranjero se encuentran en esa ciudad, y allí se realiza el comercio y el intercambio de mercancías. Es más fácil, más cómodo. Los Heraldos ejercen algo que podría tomarse por cierto control. Al menos, se enteran de lo que pasa.
Kell de Marg pareció comprender; inclinó la cabeza y le dijo a Gelmar secamente:
—Déjale hablar.
—Si Skeg es cerrado como puerto, los navíos estelares irán a cualquier otra parte donde sus capitanes piensen que pueden comerciar con beneficios. La mayor parte de las naves, las más pequeñas, pueden aterrizar en cualquier punto. Los Heraldos no podrían vigilarlas; su chusma Errante no puede estar en todas partes.
—¿Podrían aterrizar aquí?
—En las montañas, no, Hija de Skaith. Pero lo harían muy cerca.
—Y lo harían para obtener beneficios. Por dinero.
—Ya sabes cómo son esas cosas.
—Estudiamos el pasado. Somos historiadores. Sabemos. Esa necesidad de dinero no es más que una de las cosas que dejamos a nuestras espaldas.
—De donde quiera que vengan los hombres, la necesidad de dinero les atenaza. Creo que lo que Gelmar teme más que nada es que los navíos, por dinero, se lleven a la gente que quiere salir de Skaith.
Stark observó el cerrado rostro de Gelmar y pensó que su hipótesis era exacta.
—Los navíos no podrían evacuar a toda la población como lo haría la Unión Galáctica; pero sería un punto de partida. Gelmar quiere impedir cualquier tipo de brecha en el dique. Por eso está tan ansioso por dominar la rebelión de Irnan antes de que se extienda. Si la guerra civil domina el sur, los extranjeros se beneficiarán. Los Heraldos, no.
Ni los Señores Protectores, esos Heraldos llegados a la vejez. Una cadena sin fin desde los fundadores, renovada con cada generación. En aquel sentido, como Baya explicó, eran eternos, inmutables. Eternos e inmutables como la raza humana. E igual de vulnerables.
La sala blanca y luminosa parecía el interior nacarado de una madreperla. Kell de Marg estaba sentada en su centro, sobre las marrones rodillas de la Madre Skaith, entre sus brazos protectores.
Clavaba la mirada en Stark, inmenso, sudoroso, bárbaro lleno de cadenas y gruesas pieles; el hombre que no había sido engendrado por Nuestra Madre Skaith.
Brutalmente, Stark dijo:
—Los dados ruedan, Kell de Marg. Vuestro mundo ha sido descubierto. Eso es irreversible. Han llegado nuevas ideas; no se perderán. Los Heraldos perderán este combate. ¿Por qué tendrías que ayudarles?
Kell de Marg se volvió hacia los adivinos.
—Pidamos consejo a la Madre.
La Sala de los Adivinos se encontraba al final de un largo pasillo, en una parte de la Morada de la Madre destinada sólo a ellos. Las habitaciones que Stark pudo ir viendo al pasar eran austeras, oscuras, ocupadas por alumnos, acólitos y adivinos de rango inferior. Las salas estaban destinadas a ocupantes mucho más numerosos. Los corredores que se abrían a cada lado sólo conducían al silencio.
La sala era redonda; en el techo abovedado colgaba una única y enorme lámpara de plata tallada. Bajo la lámpara se extendía un objeto circular, muy alto, de casi un metro de ancho, cubierto por un velo finamente bordado. En lugar de esculpidas o recubiertas de piedra, las paredes estaban cargadas de tapices, aparentemente muy antiguos y sagrados. Un gigantesco y benevolente rostro femenino se hallaba presente de modo constante; resultaba atenuado por una antigüedad que no resultaba menos turbadora. Sus ojos parecían seguir cada movimiento de la gente que ocupaba la sala. La gran lámpara no estaba encendida; otras más pequeñas ardían débilmente en trípodes dispuestos por el perímetro de la habitación.
Reinaba el silencio.
Entraron los acólitos.
Con veneración, encendieron la lámpara de plata y retiraron el velo bordado sin dejar de salmodiar.
—El Ojo de la Madre sólo ve la verdad —murmuraron los adivinos.
El Ojo de la Madre era un enorme cristal encastrado en un marco de oro macizo. Era tan translúcido como una gota de lluvia y la luz de la lámpara se reflejaba en él. Con las cabezas inclinadas, los adivinos se dispusieron alrededor del cristal.
Allí no se veía ningún trono. Incluso Kell de Marg permanecía en pie, Fenn y Ferdic, a su espalda. Gelmar, Stark, Gerrith y los cuatro guardias formaban un grupo aparte, cerca de la puerta.
Kell de Marg fue la primera en hablar; su odio se repartía entre todos los extranjeros.
—Todos vosotros sois extraños a esta Morada. No me fío de ninguno de vosotros y habláis de cosas que no entiendo y no puedo juzgar, puesto que las desconozco.
—¿Por qué iba a mentirte, Hija de Skaith? —preguntó Gelmar.
—¿Qué Heraldo no lo haría cuando le conviniese?
Su mirada se dirigió a Gerrith y luego se fijó en Stark.
—Conozco a Gelmar. La mujer nació en Skaith y no dice que haya visto esos navíos. El hombre dice que sí. Adivinos, buscad en su mente la respuesta.
La imperiosa mano hizo un gesto a Fenn y Ferdic, que se acercaron a Stark. Los dos guardias no se movieron. Ferdic miró a Gelmar, que musitó una orden a sus propios guardianes. Se apartaron, pero siguieron a Stark cuando le acercaron al cristal.
—Mira en el Ojo de la Madre —le pidieron los adivinos.
La luz de la lámpara iba y venía por las profundidades translúcidas, moviéndose sin cesar, atrayendo la mirada cada vez con mayor fuerza.
—El cristal es como el agua. Deja que flote en ella tu mente, deja que tu espíritu vague libre...
Sonriendo, Stark hizo un gesto negativo.
—No se me puede engañar tan fácilmente.
Sorprendidos, furiosos, los adivinos le miraron.
—¿Queréis mis recuerdos? ¿Queréis la verdad? Os la daré libremente.
Cada mundo tenía sus métodos. Había visto muchos y dominado muy pocos. Pero algo sí sabía. A menudo se las había visto con la telepatía y el contacto mental. No le daban miedo. Lo esencial era conservar el autocontrol.
Compartió sus recuerdos con los adivinos; al menos los que eran lo suficientemente impersonales.
Con las cabezas inclinadas, los adivinos simulaban meramente contemplar el cristal. Sería más tarde. Por el momento, absortos, escuchaban el cerebro de Stark, registrando lo que deberían contarle a Kell de Marg.
Stark recordó. Los mundos de su juventud, el Sol, su estrella madre, brillando con un color dorado.
El espacio, como lo vio por primera vez, en los simuladores de un navío que se dirigía a Altair. El sorprendente esplendor de millares de soles centelleando en el océano tenebroso donde brillarían eternamente. Pléyades, enjambres cósmicos de encendidas abejas. Nebulosas amontonadas a lo largo de los pársecs, nubes inmensas de fuego y gloria. Nebulosas oscuras donde ahogados soles brillaban poco más que velas. Galaxias increíblemente lejanas. El universo infinito, sin techo de piedra que le aprisionara.
Por último, recordó la increíble ciudad mundo, Pax, y su inusitada luna, símbolos del poder de la Unión Galáctica.
Entre la agonía y el terror, los adivinos gritaron:
—¡Lo ha visto! ¡Lo ha visto, Hija de Skaith! Ha visto los abismos de la noche, los soles ardientes, los cielos de otros mundos.
Miraron a Stark como si estudiaran a un demonio.
Kell de Marg ejecutó un ligero gesto con la cabeza.
—De eso estamos ya seguros. Ahora, quiero saber por qué ha venido hasta aquí.
—Para encontrar a un amigo, Hija de Skaith. Alguien a quien ama, a quien los Heraldos han hecho prisionero y quizá matado. Siente un odio profundo contra los Heraldos y los Señores Protectores.
—Entiendo. ¿Y la profecía? ¿Es verdad?
—Lo ignora.
—La profecía y la carga de un hombre predestinado me fueron impuestas contra mi voluntad —recalcó Stark.
—Sin embargo, te las impusieron. ¿Por qué a ti entre todos los extraños?
—No lo sé. Pero no te deseo ningún mal, Hija de Skaith, y Gerrith tampoco. Los Heraldos son un peligro para ti y para todo el planeta, pues no comprenden a lo que se enfrentan.
—¡Miente! —gritó Gelmar—. ¡Si nos dejas ir, no habría ningún peligro para ti!
Silenciosa, Kell de Marg meditó mucho tiempo, como un armiño que pensase en sus presas. Finalmente, dijo:
—Te equivocas, Gelmar. No tengo miedo. Tus Meridionales y su revuelta no me interesan. Este hombre pertenece a una nueva fuerza que se alza en el mundo. Quizá sí, o quizá no, sea importante para el porvenir de los Hijos; eso sí me interesa. Cuando lo sepa, decidiré quién se va y quién no. —Se volvió hacia los adivinos—. ¿Qué ve el Ojo de la Madre?
Los adivinos miraban con fijeza el profundo corazón del cristal.
La sala estaba en silencio. Tan silenciosa que Stark escuchaba todas las respiraciones. La inquietud le dominó. Aquella cosa loca, animal y femenina, era todopoderosa; pensar en ello no resultaba agradable.
Los múltiples rostros de Nuestra Madre Skaith le miraban fijamente desde los muros. No tenían nada de tranquilizadores.
La espera resultaba insoportable. Nadie se movía. Los adivinos habrían podido ser estatuas de madera. El peso de la montaña agobiaba a Stark. Tenía calor, los grilletes eran pesados círculos, unidos por una cadena. Volvió la cabeza y no pudo ver a Gerrith que estaba a sus espaldas, junto a la puerta.
Súbitamente, uno de los adivinos inspiró y expiró con profundidad. Algo pasaba en el Ojo de la Madre.
Stark, en un principio, creyó que era debido a la lámpara. Pero ésta seguía brillando y derramando luz sobre el inmenso cristal, cuyo brillo sí disminuía, ensombreciéndose, yendo de una limpia claridad a un rojo oscuro, turbulento, sucio. Stark recordó otra ocasión, otra caverna, y el Agua de la Visión de Gerrith.
—Sangre —dijeron los adivinos—. Mucha sangre se derramará si este hombre sigue vivo. La muerte acudirá a la Morada de la Madre.
—En ese caso —dijo tranquilamente Kell de Marg—, debe morir.
Stark, con precaución, recogió la cadena de tal modo que no le oyeran hacerlo.
Gelmar se adelantó.
—Y morirá. Yo mismo velaré por ello, Hija de Skaith.
—Yo lo haré —replicó Kell de Marg—. ¡Fenn! ¡Ferdic!
Los dos llevaban a la cintura puñales engastados en joyas. Los sacaron y se colocaron con presteza junto a Gelmar.
—Ordena a tus criaturas que maten a este hombre, Gelmar —ordenó Kell de Marg.
Desesperada, furiosamente, Gelmar gritó:
—¡No, espera!
Durante un instante, los hermosos hombres de la Ciudadela titubearon. Miraron a Gelmar y esperaron.
Stark no dudó.
Se volvió, derribó al guardia con los puños cargados de cadenas y grilletes. La carne se abrió. El hombre gritó roncamente, cayendo. Stark saltó por encima suyo, cargando hacia la puerta. Los dos guardias de Gerrith quisieron interceptarle, pero Gerrith, que fue olvidada durante un instante, tomó la lámpara de uno de los trípodes y la arrojó contra el muro.
El aceite ardiendo se derramó, se extendió, ardió. Los tapices, secos desde hacía siglos, explotaron en humo y llamas.
Uno de los guardias se volvió y golpeó a Gerrith. Demasiado tarde; Stark la vio caer y luego dejó de verla. El humo le sofocaba, le cegaba. Voces aterradas y apremiantes se alzaron por doquier. Los múltiples rostros de la Madre se retorcieron, se convirtieron en masas negras y desaparecieron. Dos adivinos se lanzaron sobre el cristal, protegiéndolo con sus cuerpos. Los otros luchaban vanamente contra las llamas. Uno de los hermosos hombres ardía; otro, apresurándose a cumplir las órdenes de Gelmar, chocó con Stark, pero no se detuvo. Stark llamó a Gerrith, no recibió respuesta; pero tropezó con ella. La tomó de la túnica y la arrastró fuera de la sala. Les acompañaba una espesa capa de humo.
Por un momento, la creyó muerta. Luego, la mujer tosió y, con claridad, dijo:
—Si no te vas ahora, todo habrá terminado.