Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
En aquel momento, bajo la tienda, alumbrados por una lamparilla minúscula, cada uno de ellos calentado por el otro, el hombre experimentó un nuevo sentimiento. Sus alientos formaban una única nube de vapor. Un calor animal ascendía de su carne. Sintió que Gerrith no temblaba y puso una mano en la de la mujer.
—¿Tu don te dijo por qué tenías que realizar un trayecto tan largo y penoso?
—Ahora no hablemos. No hablemos de nada.
La atrajo hacia sí. La mujer sonrió, sin resistirse. Con los dedos, Stark trazó el contorno de sus mejillas y de su mandíbula. La admirable estructura de los huesos resultaba visible bajo la piel curtida por el viento. Los ojos eran inmensos, la boca tierna y dulce, entreabierta.
Inseguro, la besó. Gerrith le estrechó apasionada y después de ello nada fue incierto. Fuerte y ardiente, Gerrith era la vida incluso en aquel lugar lleno de frío y muerte, dando y tomando con la misma generosidad. Y Stark reconoció que, desde el principio, sabía que así sería; lo sabía desde el momento en que Mordach arrancó la túnica negra dejándola vestida tan sólo con su magnífico e indestructible orgullo.
Ni uno ni otra hablaron de amor. Para el amor es necesario el futuro. Durmieron uno en brazos del otro, felices.
Al alba, en un negro amanecer, partieron, siguiendo la estrella verde. Se detuvieron brevemente para rendir homenaje al Viejo Sol que se levantaba. Hargoth miró a Gerrith con cierta pena, pero la mujer estaba entre los irnanianos, al lado de Stark. Al mediodía, se detuvieron de nuevo para descansar y comer algunas vituallas: líquenes comestibles prensados para hacer galletas duras y una mezcla con fuerte regusto a grasa, carne fibrosa y hierbas amargas.
Stark discutió de estrategia con Kintoth. El capitán dibujó con el dedo, en la nieve, un mapa rudimentario.
—Ahí —explicó—. Ahí está la ruta por la que viajamos. Es muy sinuosa; y ahí se encuentra Thyra, entre una docena de colinas. La antigua ciudad. La ciudad nueva se extiende alrededor.
Con el dedo, realizó unas sucintas marcas en el perímetro.
—La ciudad nueva, ¿cómo es de antigua? —preguntó Stark.
—Menos que la nuestra. Debe tener unos mil años. El Pueblo del Martillo llegó de ninguna parte, o eso dicen los bardos, y se hizo con las ciudades antiguas.
—¿Más de una?
—Hay varias tribus. Nosotros negociamos con los thyranos, pero se dice que hay más, en otros lugares, pero que su dios es también Strayer.
—Todos han sido atacados por la misma locura —comento Hargoth—: la locura del hierro y de la forja. Minan la osamenta de las ciudades; el metal es para ellos mucho más que cualquier otra posesión. Es su propia vida.
—Bueno. —Stark estudió el mapa—. Thyra, antigua y nueva. El camino. ¿Qué más?
Más allá de Thyra, Kintoth esbozó unas montañas estilizadas.
—Se las conoce como las Llamas Brujas, por una razón que entenderás en cuanto las veas. Marcan la frontera entre las Tierras Oscuras y el Alto Norte. Aquí se encuentra el paso que debemos cruzar para atravesarlas... si lo alcanzamos alguna vez.
Thyra era un muro ante la entrada al paso.
—¿No hay otro camino a través de las montañas?
Kintoth se encogió de hombros.
—Unos cien. Pero ése es el único que conocemos y la Ciudadela está en alguna parte más allá. Sobre la ruta, aquí. —Dibujó unas fortificaciones en los alrededores de Thyra—. Este puesto está fuertemente armado. Alrededor de la ciudad, en todo el contorno, hay puestos de centinela. —Marcó en la nieve pequeños agujeros—. No conozco las posiciones exactas. Los thyranos viven entre las ruinas y en las lindes de éstas. Son más vulnerables que nosotros en las Torres. Vigilan su riqueza y su preciosa carne, por temor a que ambas sean devoradas.
El paisaje parecía totalmente desierto.
—¿Qué enemigos tienen? —quiso saber Stark.
—Ésta es la frontera norte de las Tierras Oscuras —replicó Hargoth—. Pasamos toda la vida en estado de sitio. No importa quién, no importa qué, puede caer sobre nosotros. A veces, los grandes dragones de las nieves, de alas blancas, de hielo y con ávidos colmillos. Otras, una bandada de Los Que Viven Fuera, que recorren como dementes nuestro mundo llevándose lo que se pone al alcance de sus garras. Y además, criaturas que se ocultan en la sombra, huelen la comida caliente que anda sobre dos piernas y no piensan más que en hacerse con ella...
—No hay que dar muestras ni de debilidad ni de imprudencia —remató Kintoth—. Los Harsenyi podrían sentir la tentación de atacar si pensasen que podrían vencer. Las otras tribus del Martillo se tornarían más avariciosas. Naturalmente, los thyranos son los que deben protegerse mejor. —Señaló con el dedo la esbozada cadena de las Llamas Brujas—. Tienen vecinos en esas montañas. Los Hijos de Nuestra Madre Skaith.
En el rojizo crepúsculo del valle, Stark le miró fijamente. El viento arrastraba nubes de nieve.
Halk se rió; ronca, desagradablemente.
—¡Quizá tengas una segunda oportunidad, Hombre Oscuro! —exclamó.
Y se volvió a reír.
Largas sombras en la ruta marcaban el norte. Calzado con pieles forradas, el grupo avanzaba silenciosamente. El implacable viento borraba sus recientes huellas.
—¿Cómo son los Hijos de Nuestra Madre Skaith?
Hargoth sacudió la estrecha cabeza.
—Los thyranos dicen que son monstruos y cuentan de ellos muchas historias terribles.
—¿Son ciertas?
—¿Quién sabe?
—¿No sabes nada más? ¿Ninguno de los tuyos ha estado en las montañas, ninguno ha cruzado el paso?
—En las Tierras Oscuras —replicó Hargoth—, es bastante difícil quedarse aún. Sólo se viaja por ellas con una sola razón: sobrevivir.
—Sin embargo, los Harsenyi lo hacen.
—Son nómadas. Es su modo de vivir. Son bastante fuertes como para rechazar los ataques de los seres sin cerebros, las bocas hambrientas, y se lo reconocemos. Son nuestro único lazo con el mundo exterior. Nos traen objetos que ni tenemos ni podemos fabricar. Por encima de todo, nos traen noticias. Como son nómadas, no nos quitan ni alimento ni comida. Además, nos hemos acostumbrado a ellos.
—Y atraviesan las Llamas Brujas.
—Y van mucho más allá. Se dice que incluso comercian con los Hombres Encapuchados en la otra cara de las Montes Crueles. —Reflexionó durante un momento—. Dicen que tratan también con los Hijos de Skaith.
A costa de un terrible esfuerzo, la voz de Stark no traicionó la irritación que le embargaba.
—¿Qué dicen los Harsenyi de los Hijos?
—Que son monstruos y magos más poderosos que nosotros. Que tienen poder sobre las piedras y sobre todo lo que pertenece a la tierra, que la hacen temblar cuando así lo ordenan. Dicen...
—¡Dicen! Los Harsenyi, sin duda, estarán muy bien informados. Salvo que los mercaderes mientan para conservar a salvo sus secretos. ¿Alguien sabe algo?
—¿Quieres decir si te puedo informar con más precisión acerca de los Hijos? No.
—Quieres que renuncien a seguirnos, Hombre Oscuro —intervino Halk—. No lo harán tan fácilmente.
Stark, sin contestar, le miró. Se preguntó si él tendría los ojos tan irritados y tan agotado aspecto como Halk y los demás. Los gruesos capotes de Izvand estaban pelados y el cuero se veía en los puntos en que el roce había sido mayor. Los hombres ya no se afeitaban, pues Amnir no les vendió ni navajas ni cuchillos. Desde su liberación, la barba y el pelo largo les protegían un poco del frío. Las mujeres se cubrían el rostro con trozos de tela. Breca avanzaba junto a Halk. Gerrith, al lado de Stark. Sólo ella parecía llena de vida. Los otros, como autómatas, parecían esperar a que alguien les pusiera en movimiento. Stark compartía aquel sentimiento. La tierra y el cielo pesaban en sus hombros como un fardo: fríos, vacíos, desprovistos de promesas.
Y nadie sabía lo que estaba pasando en el sur.
Las sombras se alargaron. El viento del Alto Norte empezó a soplar, arrastrando nieve seca.
Súbitamente, en cierto punto, Kintoth agarró el brazo de Stark.
—¡Allí! ¿Lo ves? En el cielo, Stark. ¡Levanta la vista!
Stark vio un brillo de oro pálido.
—Son las Llamas Brujas.
La ruta giró y los picos desaparecieron.
Dos de los hombres de Kintoth, enviados por delante como exploradores, volvieron, corriendo como liebres.
—Un grupo, procedente de Thyra.
—¿Muchos? —preguntó Kintoth.
—Bastantes. No les hemos visto más que de lejos.
Instantes después, salieron del camino. Stark dejó a Kintoth al cuidado de que ninguna huella les delatase. Se ocultarían detrás de las piedras, en los hoyos del terreno. Stark encontró un lugar desde el que podía vigilar la ruta. Halk se tendió a su lado. Un poco más lejos, Hargoth acechaba y esperaba; Kintoth se le unió un momento después.
Se oía a los thyranos desde lejos. Los tambores marcaban su paso, acompañados por el lamento irregular de un instrumento agudo y el estrépito de metal al entrechocar. Por fin, el grupo giró en un recodo de la senda.
Stark estimó que los thyranos serían unos cincuenta, incluyendo en ellos a los tambores, flautistas y timbaleros. Todos portaban armas metálicas. Todos llevaban cascos de hierro y, sobre las capas, corazas del mismo metal. Escudos férreos colgaban del hombro izquierdo de cada hombre. Banderas y estandarte flotaban al viento, con rayas rojas y negras y el símbolo de un martillo. Eran hombres pequeños y rechonchos, de poderoso aspecto. Avanzaban con terrible determinación, semejante a la de un ejército de hormigas guerreras. Se les notaba que no estaban acostumbrados a la derrota.
—Van en busca de Amnir —explicó Halk en voz baja, aunque los tambores y el chirrido del metal habrían cubierto cualquier sonido—. Les deseo que lo pasen bien cuando le encuentren.
Stark esperó a que el último carro traqueteante hubiera desaparecido antes de reunirse con Hargoth.
—¿Envían los thyranos cada año una escolta al mercader?
—No. Vigilamos los grupos de hombres armados y numerosos.
—Exactamente —intervino Kintoth—. Una o dos veces seguimos al mercader hasta las puertas de Thyra y no había más que los centinelas normales. Es imposible prever la llegada del convoy con tanta precisión y, de cualquier modo, Amnir lleva con él bastantes hombres.
—No obstante —dijo Stark—, Halk piensa que van a su encuentro. —Reflexionó—. ¿Podrían atacar las Torres?
—No con cincuenta hombres. Creo que Halk tiene razón.
—Sin embargo, por lo que dices, Amnir cuenta con muchos hombres. Esa tropa es bastante numerosa para vencer, o al menos intimidar a las fuerzas de Amnir. Se diría que los thyranos tienen un interés especial por el mercader... este año. Quizá haya algo que los thyranos quieran arrebatarle... algo de excepcional valor. Me pregunto si la Ciudadela no habrá enviado noticias a los thyranos.
—Sin duda, fuimos seguidos hasta Izvand —explicó Gerrith—. Mensajeros rápidos que recorrieran la Ruta de los Heraldos habrían advertido a la Ciudadela que Amnir estaba tras nuestros pasos.
—Rápidos o lentos, poco importa —comentó Halk—. Nunca pasaremos Thyra a menos que vayamos por otro camino.
—Lo haremos ahora mismo —cortó Stark.
La antigua ruta se había llenado repentinamente de amenazas. Patrullas y exploradores podían abundar en ella. Stark intentó calcular el tiempo que necesitaría la tropa thyrana para encontrar lo que pudiera quedar de Amnir y su convoy, y para que hicieran saber el desastre en Thyra. Sin duda, enviarían a un correo. ¿Y luego? ¿Empezarían a rastrear las colinas? Stark pensó que tenían que cruzar las Llamas Brujas lo antes posible.
Salieron del camino. Seguir en la dirección correcta no era difícil. El Viejo Sol tachonaba de rojo, ocre y desdibujado, el cielo del sudoeste y, al desaparecer, la estrella verde empezó a brillar intensamente, como una pequeña luna, en el noreste. Stark contaba con Kintoth para que le dijera dónde se hallaba Thyra. El terreno era o muy fácil o muy escabroso y a menudo quedaba interrumpido por un imprevisto barranco o acantilado que les hacía volver atrás cansinamente. La marcha adquirió una lentitud exasperante.
Aquella noche no hubo amor. No se detuvieron más que cuando la fatiga les obligó a hacerlo y se volvieron a poner en marcha en cuanto recuperaron algo de fuerza. Incluso Halk dejó de quejarse. Todos parecían percibir los riesgos que ocultaban las montañas, peligros monstruosos les impedían descansar en paz. Querían salir de allí lo antes posible.
La Antorcha del Norte ascendió en el cielo. Su halo pasó del blanco al rosa y al verde pálido. Y, por la noche, percibieron una presencia.
Los altos picos de las Llamas Brujas se dibujaban en el norte, y aquellos delicados colores que las teñían se reflejaron en sus flancos helados despertando mil facetas luminosas. Una maravilla nacida del frío.
—Las Llamas Brujas están dedicadas a la Diosa —explicó Hargoth—, aunque las vemos muy raramente.
Hacia la medianoche, Stark encontró una senda.
Una pista furtiva, maligna, como la que trazan las bestias; Stark la vio tan sólo porque se había pasado la vida en lugares agrestes. Era muy estrecha, y se deslizaba de arriba abajo por la pendiente, sinuosa, trazada hábilmente para evitar acantilados y cañones. Tras un momento, se dio cuenta de que no era una senda única. Formaba parte de una red de pasadizos a través de las montañas.
Preguntó quién las hizo y Hargoth respondió:
—Los Que Viven Fuera, probablemente, aunque otros seres puedan usarlas. Las ciudades les atraen, ya te lo dije. Siempre hay esperanza de encontrar comida...
Era imposible saber si la senda se había utilizado recientemente. El suelo desnudo estaba demasiado helado y en la nieve dispersa no se veían huellas. De todas formas, el viento las habría borrado.
Stark iba en cabeza. No confiaba nada más que en sí mismo.
Olió a humo en el aire puro. Avanzando más prudente, vio una cresta enfrente suyo. Los sonidos provenían de más allá de la cumbre. Sonidos inimaginables.
Deshizo lo andado para advertir a los demás y trepó hasta la cima de la loma.
Miró un pequeño valle hendido en las montañas. Sobre una ladera ardía una hoguera pequeña, de líquenes secos, en el interior de un círculo de piedras ennegrecidas. La luz era diminuta. El valle estaba impregnado por la luz del halo y la estrella verde. Las Llamas Brujas centelleaban en el norte. La nieve que cubría las laderas del valle relucía débilmente. Y, en aquel brillo sin sombras, una veintena de siluetas bailaban al son de la música aguda y salvaje de una flauta.