Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
—En efecto.
A espaldas de Amnir, Stark miró a los jinetes, observando que habían formado un semicírculo de lanzas que rodeaba a los irnanianos desarmados, empujándoles hacia el extremo abierto del puente.
—Debes haber cabalgado muy deprisa para alcanzarnos.
—Muy deprisa. Tendrías que haber esperado, Stark, y venir con mis carros. ¿Por qué? ¿No confiabas en mí?
—No —respondió Stark.
—Tuviste razón —sonrió Amnir. Les hizo un gesto a sus hombres—. Atadles.
Las Tres Reinas estaban lejos y apenas se veían. La Antorcha del Norte, esmeralda ardiente, dominaba el cielo. Los cortos días de las Tierras Oscuras eran apenas más claros que las noches. La luz rojiza y mate del Viejo Sol manchaba el cielo en vez de aclararlo. La nieve blanca adquiría color de herrumbre; la vasta llanura, jalonada por las ruinas de ciudades abandonadas, subía lentamente hacia una remota cadena de montañas, cuyas cimas se perfilaban con el mismo color rojo ocre. Los grandes carros avanzaban con lentitud por el irreal paisaje; en total, eran dieciséis, con cubiertas de tela agitadas por el viento. Mucho antes de amanecer, pero bastante después de que hubiera acabado la noche, los carros se detenían y formaban un recinto en cuyo interior se protegían los animales y los viajeros.
Stark y los irnanianos cabalgaban en sus propias monturas y comían de las provisiones compradas en Izvand. A Amnir le alegraba que no le costasen nada. Cada montura era conducida por un jinete armado. Las manos enguantadas de los cautivos estaban atadas y sus pies, metidos en abrigadas botas, también iban enlazados debajo de las ropas de las cabalgaduras; pero lo hicieron de tal modo que la circulación no quedaba interrumpida y no existía posibilidad de congelación.
Pese a la incomodidad, su situación era preferible a la de los primeros días, cuando Amnir les encerró en los carros, lejos de las miradas de los curiosos. Otras caravanas de mercaderes armados recorrían los caminos y Amnir negociaba con dos o tres centros a los que los vendedores itinerantes, como los nómadas Harsenyi, llevaban sus mercancías. Aquellos centros parecían fortines. A su alrededor se distribuían groseros refugios en los que los viajeros podían encontrar cierta protección contra el viento y el frío. Amnir no los usaba. Parecía no contar con muchos amigos en las Tierras Oscuras. Sus hombres no se mezclaban con los de otras caravanas; se mantenían lejos de ellos, siempre vigilantes.
En el último centro que visitaron estalló un violento altercado con gente de aspecto salvaje que llevaban pequeñas bestias hirsutas cargadas de sacos. Insultaron a Amnir en un dialecto bárbaro. Le tiraron piedras y trozos de hielo. Los hombres de Amnir estaban listos; pero antes de que éstos dieran rienda suelta a su malhumor, los salvajes se retiraron.
Amnir permaneció impasible.
—Les he quitado una buena parte de su comercio —explicó—, y tuve que matar a algunos. Que gruñan todo lo que quieran.
Tras aquel incidente, salieron de los caminos marcados y penetraron en la inmensidad vacía. Los carros seguían una pista antigua y apenas visible, salvo cuando pasaba bajo un viaducto o los residuos de una calzaba demostraban la existencia de una tecnología desaparecida mucho antes en Skaith.
—Un antiguo camino —dijo Amnir—, de cuando el Viejo Sol era joven, esta tierra rica y se encontraban en ella grandes ciudades abastecidas por esta misma ruta. En aquellos tiempos, la gente no montaba en bestias, ni viajaban en carros pesados y burdos. Contaban con máquinas brillantes, rápidas como el viento. O, si lo deseaban, podían volar y recorrer el cielo como estrellas fugaces. Ahora, como ves, nos arrastramos sobre el cadáver helado de nuestro mundo.
Pero, al decirlo, se oía el orgullo que impregnaba su voz.
Somos hombres, sobrevivimos, no estamos vencidos.
—¿Hacia dónde nos arrastramos? —preguntó Stark.
Amnir se negaba a revelarle sus intenciones. A juzgar por las evaluativas miradas que le lanzaba, tenía grandes esperanzas puestas en él. Fueran cuales fuesen, Kazimni debía compartirlas, así como los beneficios. Stark no apreciaba a Kazimni. Había cumplido satisfactoriamente la tarea de conducirles a Izvand. Nadie le encargó que les hiciera salir sanos y salvos... Sabiendo perfectamente a dónde quería llegar Stark, Amnir sonrió y contestó de modo evasivo.
—El comercio —respondió—. La riqueza. Ya te dije que me adentro mucho más que los otros mercaderes en las Tierras Oscuras. Puedes ver por qué. Hay lingotes de metal que aparecen constantemente en los mercados de Komrey e Izvand. Lingotes como nunca viera antes, de calidad superior, con la marca de un martillo. Mis centros de avidez están muy desarrollados. Estimularon mi curiosidad y mi sentido del beneficio. Encontré el rastro de los lingotes, a través de una cadena comercial larga y complicada, relaciones con los hombres salvajes que viste en el último centro. En la búsqueda, murieron muchos hombres, pero encontré la fuente.
Cabalgaba, como solía hacer, cerca de Stark, ocupado, durante horas y horas, en hablar.
—El pueblo de los lingotes me estima y me considera como su benefactor. Antes, se encontraban a merced de muchas cosas: accidentes, pérdidas, robos, estupideces, los riesgos de pasar por muchos intermediarios. Ahora que comercio directa y honestamente con ellos, son tan ricos y gordos que ya no tienen que devorarse entre ellos. Naturalmente, eso significa que su población aumenta y que algún día parte de la población tendrá que abandonar Thyra para fundar otra ciudad.
—Thyra —repitió Stark—. Una ciudad. ¿Una de las que están marcadas con una calavera?
—Sí —sonrió Amnir.
—No necesitan devorarse entre ellos.
—No —replicó Amnir, ampliando la sonrisa—. Reza para que lleguemos a ellos, terráqueo. Antes hay muchas cosas peores. —Duramente, añadió—: Ningún beneficio se obtiene sin correr riesgos.
Stark observaba el paisaje. A medida que avanzaban, estuvo más seguro de ver, en la rojiza penumbra, seres pálidos que se deslizaban furtivamente detrás de los oteros y los barrancos. Eran lejanos, silenciosos. Quizá no eran más que sombras. Bajo aquella luz, la vista se confundía. En las mañanas y los atardeceres sin luna, nadie podía estar seguro de nada. Sin embargo, Stark no dejaba de vigilar.
En aquellas horas sin luna, Amnir miraba las estrellas ocasionalmente; como si, por primera vez en su vida, pensase en ella como en soles que poseían planetas, otros mundos con habitantes y costumbres diferentes. Aquel pensamiento le turbaba y maldecía a Stark por haberlo provocado.
—Skeg está lejos. Hemos oído hablar del navío y de los forasteros, pero no pensamos mucho en ellos, porque sólo lo creemos a medias. Tenemos ya bastantes cosas de qué ocuparnos. Comer. Beber. Reproducirnos. Tengo seis hijos, ¿lo sabías? Y también hijas. Mujeres. Tengo problemas familiares. Bienes. Mucha gente depende de mí para sobrevivir. Tengo que considerar problemas comerciales, resolverlos. Muchos asuntos me ocupan los días, los años, la vida entera. Como los izvandianos, los habitantes de Komrey descendemos de gente que llegó del Alto Norte. Gente que no quería ir más hacia el sur que lo que resultara necesario para vivir a su modo. Nos quedamos en las Tierras Estériles de buen grado. Consideramos que los pobladores de las ciudades estados, como los irnanianos, son blandos y corruptos.
Se fijó en las estrellas, casi odiándolas.
—Se nace en un mundo. Quizá no sea perfecto, pero es el mundo que se conoce. El único. Se adapta uno a él, sobrevive. Luego, a menudo, se descubre que la lucha es inútil pues uno puede elegir entre otros mundos. Es turbador. Eso altera toda la base de la vida. ¿Para qué os necesitamos?
—No es un asunto de la vida —respondió Stark—. Los mundos están allí. Se puede ir o no. Es una decisión privada.
—¡Pero lo hacen todo tan inútil! Consideremos el ejemplo de los thyranos. Conozco todas sus canciones: «La larga marcha», «La destrucción de los Cazadores Rojos», «La llegada de Strayer», el héroe legendario que según ellos les enseñó a trabajar el metal; a mi entender, hubo varios Strayer, «La conquista de la Montaña»... y así sucesivamente. Largos y terribles años, valor, muerte y dolor y, finalmente, el triunfo. Y ahora vemos que si lo hubieran sabido habrían podido huir a un mundo mejor y ahorrarse todo esto.
Amnir sacudió la cabeza.
—No me gusta. Un hombre debe contentarse con lo que conoce.
Stark se negó a discutir. Poco después, traicionado por la curiosidad, Amnir le preguntó: ¿Cómo se está en los otros mundos? ¿Cómo comen, se visten o negocian? ¿Cómo hacen el amor? ¿Sus habitantes, son realmente personas? Stark disfrutó cruelmente al contestar, apuñalando la seguridad de Amnir, abriendo los cielos para mostrarle los mil mundos en que Amnir, fuera de su contexto, no existiría.
Amnir apretaba los dientes.
—Me es igual. Soy yo mismo, peleo en mi propia guerra y me labro un porvenir. No pido nada más.
Stark hizo una oferta tentadora.
—Pero no estás del todo satisfecho, ¿verdad? Eres un hombre ambicioso. ¿Te imaginas a los grandes navíos yendo y viniendo entre los soles, transportando cargamentos que no conoces y que valen más que todo lo que tu mundo puede contener? Podrías tener un navío propio, Amnir. Sin tener que pagarlo.
—Si os libero. Si triunfas. Si, si, si... Las oportunidades son mínimas. Además... soy un hombre ambicioso, pero mi ambición es sabia. Conozco mi limitado horizonte. Y es adecuado. Las estrellas no.
Amnir mantenía a los cautivos separados entre sí. El riesgo, así, era menor; sabía que sólo pensaban en escapar. Stark podía ver a los otros cabalgando en monturas guiadas, pero no podía hablarles. Se preguntó lo que pensaría Gerrith de la predicción.
Halk hizo una desafortunada y desesperada intentona de huir. Tras capturarle, le encerraron en un carro. Por la noche, los encerraban a todos. Stark era atado al montante, de modo que no podía llegarse a las manos, ni intentar siquiera morder la gruesa correa con los dientes. Cada vez que le ataban comprobaba la solidez de los nudos para averiguar si los carceleros habían sido negligentes. Una vez asegurado negativamente, se tendía en los fardos que formaban su lecho y se dormía con la inquebrantable paciencia de los seres salvajes. No olvidaba a Ashton. No olvidaba nada. Simplemente, esperaba. Cada día le acercaba más al punto al que quería dirigirse.
Le preguntó a Amnir sobre la Ciudadela.
—Ya me preguntaste antes —replicó Amnir— y tengo que volver a darte la misma respuesta. Habla con los thyranos.
Sonrió. Stark estaba cansado de aquellas eternas sonrisas.
—¿Cuánto tiempo hace que negocias tan al norte?
—Si lo termino, éste será mi séptimo viaje.
—¿Crees que corres el riesgo de no terminarlo?
—En Skaith, ese riesgo es continuo —dijo Amnir que, por una vez, no sonrió.
Las ruinas se hicieron más abundantes. En ciertos lugares, no eran más que lomas informes, montones de hielo y nieve. En otros, muñones de torres que se alzaban todavía en pie; vieron laberintos de muros y pozos. Distintas clases de criaturas se ocultaban entre las ruinas. Parecían subsistir devorándose entre ellas. Las más agresivas aullaban y daban vueltas alrededor de los carros por la noche, enloqueciendo a los animales.
En dos ocasiones, de día, los carros fueron atacados. Las formas raquíticas y feroces parecieron emerger del mismo suelo, lanzándose por el crepúsculo de color herrumbre en una loca y ululante carrera. Se empalaron en lanzas y espadas; sus semejantes las desgarraron y las devoraron aún vivas. Los hombres armados las rechazaron después de que algunas monturas fueran cogidas de los arneses por formas hormigueantes que las devoraron. Las criaturas morían sin dejar de comer. Lo peor de todo, al menos para Stark, era que su infecto relente era innegablemente humano.
Mientras pasaban por las peligrosas ruinas, las sombras apenas visibles desaparecieron para reaparecer un poco más adelante. Resultaba evidente que Amnir era consciente de su presencia y que le inquietaban.
—¿Sabes lo que son?
—Se llaman el Pueblo de las Torres. Los thyranos les consideran grandes magos. Les llaman los Gusanos Grises y se niegan a cualquier contacto con ellos. Siempre les he entregado un buen tributo por pasar por su ciudad y nunca hemos tenido problemas. Nunca han actuado así antes: siguiéndonos, espiándonos. No lo entiendo.
—¿Cuándo llegaremos a su ciudad?
—Mañana —respondió Amnir. Crispó la mano en el pomo de la espada.
En la sombría mañana, bajo la estrella esmeralda, franquearon un río helado, junto a los pilares de un puente desaparecido. Al otro lado del río, desgarradas torres se recortaban contra el cielo; salvo por el ruido del viento, estaban silenciosas; pero había luces brillando en ellas.
La ruta conducía a las torres. Stark las miró con inmenso desasosiego. Estaban cubiertas de hielo. La nieve tapaba las fisuras, redondeaba los torturados bordes. Parecía indecente que hubiera luces tras aquellos muros.
Amnir cabalgaba a lo largo de la caravana.
—¡Acercaos! ¡Acercaos! ¡Cuidado! Que vean las armas. ¡Atentos! Mirad mi lanza y seguid andando.
Las torres en ruinas se agrupaban alrededor de una plaza redonda. En el centro de la glorieta se veía un enorme montón de lo que debió ser un monumento. Tres siluetas se recortaban en el lugar. Hombres descarnados, con largos brazos y la espalda ligeramente curvada. Llevaban trajes ceñidos de un color gris poco definido. Unos capuchones les cubrían las estrechas cabezas. Unas máscaras protegían sus rostros del viento. Los símbolos de los rangos respectivos se destacaban en las máscaras, bordados con hilos de un color más oscuro. Los tres hombres estaban solos, inmóviles. Las puertas en ruinas de los edificios formaban a cada lado bocas negras y cavernosas.
Las narices de Stark se estremecieron. Un olor a vida llegaba de aquellas puertas: un olor seco y sutil de cuerpos apretujados, humo, animales, lana e innombrables alimentos. Cabalgaba en su puesto habitual, junto al tercer carro. Gerrith, a sus espaldas, iba junto al cuarto. Los demás cautivos, a excepción de Halk, recluido en un carro, avanzaban detrás de la Mujer Sabia. Stark tiró de las ataduras con nerviosismo; el hombre que conducía su montura le golpeó con el tacón de la lanza y le pidió que permaneciese tranquilo.
El ruido de los carros destacaba en el silencio. Amnir se adelantó, dirigiéndose hacia las tres siluetas. Le siguieron unos hombres con sacos, fardos y rollos de tela.