La estrella escarlata (6 page)

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Authors: Leigh Brackett

—Soy una Errante —dijo Baya arrodillándose ante Mordach—. En nombre de los Señores Protectores...

Sacudió el extremo de la correa que llevaba al cuello.

—Me ha sacado a la fuerza de Skeg.

—¿Él?

—Este hombre. El que viene de otro mundo. Eric John Stark.

—¿Por qué?

—Porque sobrevivió en vez de morir, como tenía que haber sido.

Temblorosa y llena de odio, miró a Stark.

—Se nos escapó, se refugió en el mar. ¡Ya sabes lo que significa eso! Y sin embargo, ¡está vivo! ¡Lo he visto!

Si hubiera tenido fuerza y aliento le hubiera gruñido.

—Es el Hombre Oscuro de la profecía. ¡Mátale! ¡Mátale ahora!

—Vamos, vamos —dijo Mordach distraído, acariciándola el pelo enmarañado. Fijó su mirada fría en Stark y con los ojos entornados añadió—: Incluso... Gelmar puede equivocarse. De todas formas...

—¡Mátale! —gimió Baya—. ¡Te lo suplico! Enseguida.

—Matar es algo muy grave —dijo Mordach—. También saludable. Una sentencia de muerte no debe aguarse.

Mordach hizo una seña a sus hombres.

—Atadles con esmero. En especial al hombre de otro mundo.

Mordach levantó a Baya.

—Ven aquí hija mía; ahora estarás segura.

—Os habéis traicionado. Vuestros preparativos os llevaron mucho tiempo y esfuerzo. Se os vigiló; y tú, Halk, eres uno de los miembros más activos del Partido de la Emigración; los demás sabemos que son amigos tuyos. Cuando salisteis todos juntos de caza, nos intrigó la presa. Os hemos seguido. Una vez que llegasteis a la torre, sólo tuvimos que esperar.

Fijó nuevamente la mirada en Stark.

—Le llevabais a ver a la hija de Gerrith, ¿no es así?

Yarrod no contestó, pero Mordach afirmó con la cabeza.

—Por supuesto que sí. Te prometo que os encontraréis con ella. De una forma totalmente abierta, para que todos lo puedan ver.

—Mordach se alejó con Baya, quien miró atrás una vez más mientras los soldados les ataban con cintas de cuero. No fueron ni brutales ni suaves, pero sí muy eficaces. Pertenecían a una raza que Stark no había visto antes. Tenían el cabello blanco, los pómulos muy acentuados, los ojos oblicuos y de color amarillo, parecían lobos. Con seguridad no eran Errantes.

—Los Errantes no son más que basura, sólo son buenos para poder destrozarles y pisotearles —dijo Yarrod—. Los Heraldos buscan siempre mercenarios para los asuntos serios. Les reclutan a lo largo de la frontera. Éstos proceden de Izvand, del interior de las Tierras Estériles.

Tenía la cabeza gacha por la vergüenza y la pena, pero la levantó lleno de orgullo cuando uno de los mercenarios acercó un ronzal; quería que se lo pudiera poner con facilidad; su rostro reflejaba soberbia.

—Lo siento —dijo, evitando la mirada de Stark.

Le tocó a Stark llevar una cuerda al cuello y caminar detrás de la montura de Baya, tragando polvo.

El Hombre Oscuro llegó finalmente a Irnan.

7

Era una ciudad gris, rodeada de murallas de piedra, construida sobre una colina en medio de un valle teñido de verde por la primavera. Mordach, sus prisioneros y sus mercenarios habían recorrido un largo camino hacia el norte, escalando montañas cuya subida fue aún más penosa por las lluvias, dejando muy lejos a sus espaldas el verano tropical. Irnan estaba rodeada de campos labrados, tierras de pastoreo y campos en flor, una guirnalda rosa y blanca, curiosamente tintada por el resplandeciente Viejo Sol.

El camino que conducía a la ciudad contaba con un tráfico intenso: carretas de granja, gentes que iban y venían del trabajo de los campos, llevando delante de ellos los animales. Mercaderes con caravanas llenas de campanillas, grupos de saltimbanquis; una caravana de prostitutas de ambos sexos, con letreros brillantes en donde anunciaban su talento; y la amalgama abigarrada de vagabundos que parecía pulular por todo Skaith. El grupo de Mordach iba por el centro del camino, precedido por cuatro soldados armados, a caballo, que rítmicamente hacían resonar las lanzas al chocar con la armadura metálica. Les abrían paso. Tras de ellos, la gente permanecía de pie, al borde de la cuneta, contemplándoles y señalándoles, con el dedo, murmurando. Luego comenzaron a seguirles.

Salieron dos Heraldos de las puertas de la ciudad, vestidos con túnicas verdes, símbolo de su rango, para dar la bienvenida a Mordach, seguidos de un sinfín de Errantes. Minutos más tarde, la noticia se había extendido como la pólvora.

—¡El Hombre Oscuro! ¡Han cogido al Hombre Oscuro! ¡Han apresado a los traidores!

Aparecieron otros Heraldos, como surgidos del asfalto. Se reunió una muchedumbre, apiñada alrededor de Mordach como un enjambre de abejas. Los mercenarios cerraron las filas. Por poco pisotearon con las monturas a los cautivos; colocaron las puntas de las lanzas hacia los lados, formando una barrera contra la muchedumbre.

—Permaneced de pie —ordenó el capitán de los izvandianos—. Si os caéis no podremos hacer nada por vosotros.

Pasaron por debajo del arco de la gran puerta. Stark pudo ver que las piedras que lo formaban sufrían la huella del tiempo y que los bajorrelieves apenas eran visibles, en el capitel había esculpida una criatura alada, con una espada entre las garras y mandíbulas feroces abiertas para devorar a cualquier recién llegado. Las hojas de las puertas estaban reforzadas con cuero curtido, más fuerte que el metal, eran prácticamente resistentes a toda prueba. Había un pasaje a lo largo de toda la muralla, un inmenso túnel con gran reverberación sonora. Enseguida llegaron a la plaza del mercado y franqueando un paso entre las estanterías subieron a una plataforma central de madera, sólidamente construida, y situada por encima de las cabezas de la muchedumbre que se apresuraba por llegar. Algunos de los mercenarios montaron guardia, otros pusieron pie a tierra y obligaron a los prisioneros a que subieran rápidamente por una escalera de pocos peldaños. Stark pensó que la plaza del mercado era el lugar abierto más grande de toda la ciudad y que la plataforma se utilizaba en todas las celebraciones públicas, tales como ejecuciones y otras distracciones edificantes.

Había potros permanentes, ennegrecidos por el uso. En segundos, Stark, Yarrod y los otros quedaron atados allí. Los mercenarios tomaron posiciones en los bordes de la plataforma, de cara a la muchedumbre. Los dos Heraldos vestidos de verde se alejaron; aparentemente, Mordach les había encargado alguna misión. Mordach arengó a la muchedumbre. La mayor parte del discurso se ahogó con el griterío, pero no había duda alguna sobre el significado. Irnan había pecado y los culpables iban a pagar.

Stark se tendió contra las ataduras de cuero. Pero se le incrustaron en la carne sin ceder. El potro era tan firme como un árbol. Se apoyó como pudo y contempló el lugar donde sin lugar a dudas moriría.

—¿En qué estas pensando, Hombre Oscuro? —preguntó Halk. Estaba atado al potro que había al lado izquierdo de Stark; Yarrod, al de la derecha.

—Pienso que pronto sabremos si Gerrith tenía Don Verdadero.

Nuevamente Stark maldijo a Gerrith; pero esta vez en voz baja.

La muchedumbre aumentaba sin cesar. La afluencia no cesaba y parecía que la plaza estaba ya a rebosar. Sin embargo, la multitud seguía acercándose. La plaza del mercado estaba rodeada de casas construidas con piedra, altas y estrechas, pegadas unas a otras. Los tejados eran de pizarra, puntiagudos y brillaban al sol. Las ventanas superiores estaban atestadas de curiosos. Pronto se subieron en tropel a los árboles, canalones y almenas de las murallas exteriores.

La muchedumbre estaba compuesta por dos elementos claramente distintos. En las primeras filas alrededor de la plataforma, gritando y ladrando, los Errantes y otras chusmas. Más allá, muy callados, estaban los habitantes de Irnan.

—¿Qué podemos esperar de ellos? —preguntó Stark.

Yarrod alzó los hombros.

—No están todos con nosotros. Nuestro pueblo vive aquí desde hace mucho tiempo. Sus raíces son profundas. Skaith, a pesar de todos sus defectos, es el único mundo que conocemos. Algunos piensan que la sola idea de dejar Skaith es horrible y una blasfemia y no levantarán ni un solo dedo para ayudarnos. Los demás... no lo sé.

Mordach incitaba a que la muchedumbre tuviera paciencia, pero gritaban con odio. Un grupo de mujeres se abrió camino hasta la plataforma y comenzó a subir por los peldaños. Llevaban capirotes negros con los que se tapaban el rostro, por lo demás iban totalmente desnudas, la piel parecía corteza de árbol, a fuerza de haber estado expuesta al sol.

—¡Entréganos al Hombre Oscuro, Mordach! ¡Deja que le llevemos a la cima de la montaña para que el Viejo Sol se alimente con su fuerza!

Mordach levantó su varita de mando para detenerlas. Les habló con dulzura. Stark preguntó:

—¿Quiénes son?

—Viven salvajemente en las montañas. De vez en cuando, vienen porque tienen hambre. Adoran al sol, al que sacrifican cualquier hombre que capturan. Creen que ellas solas velan por la vida del Viejo Sol —rió Halk—. ¡Míralas, esas golosas! Nos desean a todos.

Tendían los brazos, que eran como ramas torcidas llenas de avidez.

—Morirán, hermanas —dijo Mordach—. Todos morirán para el Viejo Sol. Vosotras miraréis y cantaréis el Himno a la Vida.

Con suavidad les obligó a retroceder. De mala gana, se volvieron a unir a la muchedumbre. En aquel mismo momento, Stark oyó un tumulto delante de la puerta de una de las casas que había alrededor de la plaza. Surgió una procesión encabezada por los dos Heraldos vestidos de verde. Algunos Errantes mariposeaban tras ellos y a su alrededor. En el centro de la procesión había una docena de hombres y mujeres vestidos sobriamente, con un collar colgado al cuello como símbolo de su cargo. Caminaban de una forma curiosa; cuando se acercaron Stark pudo ver que les habían atado para obligarles a andar encorvados, arrastrando los pies como los penitentes.

Un largo lamento se escapó del pueblo irnaniano y Yarrod gruñó entre dientes:

—Son nuestros jefes y nuestros Nobles.

Stark creyó adivinar un movimiento entre los irnanianos y esperó que salieran a socorrer a sus jefes, dando la señal de revuelta general. Pero el movimiento no continuó. La procesión llegó a los peldaños y los subió penosamente bajo las puyas del populacho. Los Nobles tuvieron que permanecer de pie en la plataforma. Y acusándoles con odio, Mordach les señaló con su varita:

—Habéis obrado mal —gritó, con una fuerte voz que resonó por toda la plaza—. ¡Ahora lo vais a pagar!

El populacho bramó y lanzó piedras. Los ciudadanos de Irnan estaban a disgusto. Murmuraban pero no actuaban.

—Tienen miedo —dijo Yarrod—. Los Heraldos han colocado Errantes por todas partes. Una palabra y destruirían Irnan, no dejarían piedra sobre piedra.

—No obstante, los irnanianos tienen la ventaja de ser más numerosos.

—Pero no nuestro partido. Y los Heraldos tienen rehenes.

Le hizo una señal con la cabeza señalándole a los hombres y mujeres que había encorvados bajo el sol.

En aquel momento el aire tenía un cierto aroma: un olor caliente, asfixiante que salía de la muchedumbre. Una muchedumbre excitada, hambrienta, ávida de sangre y muerte. El hombre primitivo que había en Stark conocía muy bien este sentimiento feroz. Las ataduras le cortaban la carne, el potro le hacía daño en la espalda. La estrella roja le bañaba con luz cobriza; estaba empapado de sudor.

Alguien gritó:

—¿Dónde está la Mujer Sabia?

Otras voces repitieron al unísono, clamando entre los grises muros.

—¿Dónde está la Mujer Sabia? ¿Dónde está Gerrith?

Mordach les calmó.

—Han ido a buscarla. No tardará.

Yarrod maldijo a Mordach.

—¿Vas a asesinarla como asesinaste a su madre?

Mordach sonrió:

—Esperad —dijo.

Esperaron. La muchedumbre se impacientaba. Algunos grupos robaron los estantes y comenzaron a tirar frutas y legumbres, y destrozándolos los convirtieron en garrotes. Bebieron vino, intercambiaron drogas. Stark se preguntaba durante cuánto tiempo podría mantener controlado Mordach al populacho.

Se oyó un clamor que procedía de las puertas.

—¡Llega Gerrith, la Sabia!

Se restauró una calma expectante en la plaza del mercado. Cientos de cabezas se volvieron en aquella dirección. Fue como si todos los irnanianos contuviesen la respiración a la vez.

Aparecieron hombres armados que se abrían paso. Tras de ellos iba una carreta de granja, sucia por las labores del campo, detrás la seguían más hombres armados.

En el interior de la carreta iban dos Heraldos. Con una mano se agarraban a la barandilla de la carreta y con la otra sujetaban el cuerpo esbelto de la mujer, que se mantenía de pie entre los dos.

8

Iba toda vestida de negro, tapada con un gran velo que la cubría de la cabeza a los pies; llevaba un vestido suelto como un manto que disimulaba su cuerpo. En la cabeza, una diadema de color marfil sujetaba el velo.

—El Vestido y la Corona del Destino —dijo Yarrod, y los irnanianos exhalaron su aliento, retenido como protesta salvaje.

El populacho la ahogó con gritos de odio.

Los hombres armados y la carreta atravesaron la plaza, deteniéndose ante los peldaños de la plataforma. Obligaron a la mujer a que saliera y subiera los escalones. Lo primero que se vio fue la diadema. Parecía una pieza muy antigua, muy frágil. Estaba ornada con un círculo de pequeños cráneos sonrientes, luego se vieron los ropajes negros ondulando al viento, Gerrith, la Mujer Sabia, estaba de pie escoltada por los Heraldos frente a Mordach.

Stark no podía estar seguro de ello, a causa del velo que llevaba, pero pensó que Gerrith le miraba a él y no a Mordach.

Pero se dirigió a Mordach, con voz clara, armoniosa y fuerte, sin el menor signo de temor.

—Esto no está bien, Mordach.

—¿Seguro? Vamos a averiguarlo —se dio la vuelta y dirigiéndose a los Errantes y a los ciudadanos de Irnan, les arengó, con una voz fuerte que se escuchaba desde las murallas—: ¡Vosotros, ciudadanos de Irnan! ¡Mirad y que sirva de ejemplo! —dio la vuelta hacia Gerrith y le preguntó señalando con su varita a Stark—. ¿A quién ves ahí, hija de Gerrith?

—Veo al Hombre Oscuro.

—¿El Hombre Oscuro de la profecía de tu madre?

—Sí.

«Qué otra cosa podía decir». Pensó Stark.

—El Hombre Oscuro, atado, impotente y esperando la muerte.

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