La estrella escarlata (3 page)

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Authors: Leigh Brackett

—Los Hijos del Nuestra Madre el Mar —dijo Stark—, ¿son caníbales?

—Lo son —respondió aterrorizado Gelmar—. Debes estar... loco...

—¿Qué tengo que perder? —le contestó, hundiéndole de nuevo bajo el agua.

Cuando le volvió a sacar, la arrogancia del Gelmar quedó anulada por violentas náuseas.

Las voces ululantes estaban cada vez más cerca: demostraban el mismo interés que los aullidos de los perros de caza cuando encuentran la pista.

—Dos preguntas nada más. ¿Está vivo Ashton?

Gelmar se atragantó, pero Stark le sacudió.

—¿Quieres que te coman los Hijos del Mar? ¡Contéstame!

Débilmente, Gelmar respondió:

—Sí. Sí, está vivo.

—¿Mientes, Heraldo? ¿Debo ahogarte?

—¡No!, los Señores... Protectores... le querían vivo. Para interrogarle. Nosotros le capturamos... en la ruta de Irnan.

—¿Dónde está?

—En el norte. En la Ciudadela... Los Señores Protectores. En el Corazón del Mundo.

Los Errantes habían empezado a gemir, lanzando quejas siniestras. Formaban una cadena humana que descendía por el acantilado, con las manos extendidas, para socorrer a Gelmar. La primera de las Tres Reinas bañó con un tono plateado el cielo y el mar. Stark sintió una alegría salvaje dentro de él.

—Bien. Otra pregunta más. ¿De qué profecía habláis?

—Gerrith... La Mujer Sabia de Irnan.

Gelmar recuperaba la voz, pero los gritos ululantes se acercaban.

—Ella predijo... que llegaría un extranjero... para destruir a los Señores Protectores... a causa de Ashton.

Stark miraba hacia los acantilados, sin furia, aunque intranquilo.

—Puede que haya acertado.

Empujó a Gelmar hacía las manos tendidas, pero no esperó a ver cómo le sacaban. A su alrededor salían chorros de agua tibia que hacían surgir una espuma blanquecina e inmunda. Como si muchos nadadores la generasen al batirla.

Stark se quitó las sandalias, se lanzó al agua y se dirigió a la orilla contraria.

Su rápida huida ensordeció el resto de los ruidos, pero supo enseguida que le iban a alcanzar. Consiguió avanzar más deprisa a fuerza de brazadas, pero no tardó en sentir vibraciones y un chapoteo de agua que se desplazaba rítmicamente. Tuvo plena conciencia de que le sobrepasaba un cuerpo tremendamente fuerte con gran rapidez.

En lugar de darse la vuelta y tratar de huir a ciegas, tal y como se esperaba, se lanzó al ataque.

3

Stark comprendió casi en el mismo momento que había cometido un error. Quizá el último error. Contaba con la ventaja de la sorpresa, pero no duró mucho. Stark estaba igualado en fuerza y reflejos con los de una bestia, en la medida en que un hombre puede estarlo. Pero su adversario se encontraba en su propio elemento. Stark asió a la criatura, pero ésta saltó del agua haciendo que soltara la presa. La vio ante él a la luz de las Tres Reinas. Tenía los brazos extendidos y en ellos brillaban gotas de agua, el cuerpo aparecía cubierto de espuma. La cosa le miró, riéndose; sus ojos parecían perlas. Desapareció enseguida, hundiéndose en el agua. Tenía forma humana, pero en algunas partes del cuerpo la piel presentaba un aspecto extraño. Carecía de orejas en la cabeza.

En aquel momento, el extraño ser estaba fuera de la vista, pero debía estar en alguna parte por debajo de él.

Stark se dio la vuelta y se sumergió.

La cosa daba vueltas a su alrededor, pasaba una vez y desaparecía. Se estaba divirtiendo.

Salió de nuevo a la superficie. A lo lejos, las salpicaduras habían cesado. Stark vio cabezas por encima del agua y oyó ulular y chillar las horribles voces. La jauría parecía esperar, dejando que su jefe jugase.

Stark no vio obstáculos entre él y la orilla y se dirigió de nuevo hacia ella, nadando frenéticamente. Durante unos instantes, no ocurrió nada y estaba ya tan cerca, tan al alcance de la mano, que Stark pensó que lo conseguiría. Pero, inmediatamente, una mano poderosa le agarró de la espinilla y le hundió bajo el agua.

Tenía que actuar con rapidez.

El momento de la verdad había llegado; sin escatimar fuerzas, encogió las rodillas y las piernas para evitar que la fuerza del agua las mantuviera extendidas. Se tocó la espinilla y encontró el puño del enemigo; lo agarró con fuerza. Durante todo aquel tiempo, la criatura marina y él descendieron cada vez más, hasta que la luz lechosa se oscureció.

El brazo que asía era largo y peludo; los músculos se notaban vigorosos y estaban cubiertos de una capa de grasa. La mano de Stark resbalaba continuamente, pero sabía que, si soltaba, sería su fin. Había inhalado oxígeno de reserva, pero se le acababa y el corazón le latía violentamente. Stark arañaba, desgarraba, avanzaba la mano convulsivamente para alcanzar un punto que hiciera ceder al contrario.

La dulce bajada se acabó. La criatura volvió la cabeza y Stark pudo ver un rostro mal definido con ojos glaucos y desorbitados; de una nariz atrofiada por el paso de los siglos, salían burbujas de aire. El brazo que la cosa mantuvo libre en la inmersión se lanzó contra la nuca de Stark. El juego había terminado.

Stark hundió la cabeza entre los hombros. Las garras le arañaron los músculos. La mano de Stark también se hundió en la piel palmeada de la axila de la criatura. Se enderezó violentamente y soltó la presa de la espinilla. Se colgó del antebrazo de la criatura.

El Hijo de Nuestra Madre el Mar también había cometido un error. El de menospreciar a su víctima. Los humanos a los que estaba acostumbrado, pescadores naufragados u ofrendas rituales ofrecidas por los adoradores de tierra adentro de Nuestra Madre el Mar, eran presas fáciles. Los desgraciados conocían su condena; sin embargo, Stark no estaba muy seguro de ello y, además, le daba fuerzas pensar en Ashton y en la profecía. Consiguió atrapar por detrás el musculoso cuello de la criatura; rodeó el poderoso cuerpo con las piernas.

Se colgó de él.

Fue una pesadilla. La criatura rodó, se hundió, luchando para soltar la presa. Fue como si Stark cabalgase sobre una ballena furiosa. Se sentía morir, pero cada vez apretaba más su presa con una rabia ciega y loca, decidido a no ser el primero en morir.

Cuando, repentinamente, crujieron los huesos del cuello de la criatura, no lo podía creer.

Soltó la presa. El cuerpo se escapó, y de la nariz y la boca de la bestia salieron burbujas oscuras. Stark se lanzó como una flecha hacia la superficie.

El instinto hizo que emergiera de forma silenciosa. Saboreó la delicia de respirar aire fresco, tratando de no hacer ruido aunque inhalaba con avidez. En un primer momento, fue incapaz de recordar por qué el silencio era tan importante. Segundos después, cuando se le despejó la mente, volvió a oír las voces ululantes y las risotadas de la jauría. Estaban esperando a que su jefe les llevara el festín. Stark sabía que su descanso tenía que ser breve.

La lucha le condujo más allá del estrecho canal, lo que le vino muy bien, ya que no podía regresar a Skeg. Sobre el acantilado, el grupo de Errantes, al igual que los Hijos, seguían esperando. Stark los veía como una mancha oscura en la lejanía. Por supuesto, el grupo no le podía ver y, con un poco de suerte, pensarían que había perecido en el mar.

Stark sonrió cínicamente. Con un poco de suerte... no es que no creyese en la suerte; simplemente pensaba que era una aliada poco segura.

Con gran precaución, Stark nadó hasta la cercana orilla y reptó a tierra firme. Divisó unas ruinas en la orilla del río, viejos muros abandonados desde hacía siglos recubiertos de parras salvajes. Las ruinas constituían un excelente refugio. Stark entró en ellas y se sentó, apoyando la espalda en las templadas piedras. Le dolían todos y cada uno de los músculos y tendones del cuerpo.

Una voz preguntó:

—¿Has matado a la cosa?

Stark levantó los ojos. Vio a un hombre, de pie, en una abertura del muro. No hizo ningún ruido, como si hubiese estado esperando a que Stark llegara y no hubiera dispuesto de tiempo más que para acercarse unos centímetros. Iba vestido con una túnica de color amarillo, aunque la luz de las pléyades alteraba los colores.

—Eres el hombre que vi en el vado.

—En efecto. Gelmar y la chica te siguieron y, tras de ellos, una banda de Errantes. Los Errantes nos tiraron piedras y nos dijeron que nos fuésemos. Dimos media vuelta, pero he dejado a los míos y he venido a ver qué ocurría.

Repitió la pregunta:

—¿Has matado a la cosa?

—Sí.

—En ese caso, tienes que alejarte de aquí. ¿Sabes que no son únicamente acuáticos? En cualquier momento, pueden aparecer por aquí para darte caza. —Y añadió—: Me llamo Yarrod.

—Eric John Stark.

Stark se puso en pie. Por la parte que daba al mar ya no se oían las voces de los Hijos, súbitamente silenciosos. Había pasado demasiado tiempo; a aquellas alturas, ya sabrían que lo ocurrido era algo anormal.

Yarrod avanzó por las ruinas; Stark le siguió hasta que estuvieron a bastante distancia del mar. Agarró el hombro de Yarrod con una mano y le obligó a detenerse.

—¿Qué vas a hacer conmigo, Yarrod?

—Aún no lo sé.

Miró a Stark a la luz de las estrellas. Yarrod era alto, de espaldas anchas, musculoso, de huesos fuertes. Stark pensó que era un guerrero que se hacía pasar por otra cosa.

—Tengo curiosidad por saber por qué Gelmar quería matar a un hombre venido de las estrellas precisamente aquí, donde está prohibido matar, incluso a los Errantes.

En aquel momento se escuchó un rugido de tristeza y furia que provenía del mar. Stark se estremeció.

—¿Oyes? —preguntó Yarrod—. Han encontrado el cuerpo. Gelmar se enterará de que has matado a la cosa y se preguntará si estás muerto o no. ¿Quieres verte acorralado por los Errantes en estas ruinas o prefieres confiar en mí y dejar que te esconda?

—No tengo mucha elección —respondió Stark encogiéndose de hombros.

Siguió a Yarrod con prudencia.

El tono del griterío cambió; algunas criaturas deambulaban por la orilla, a juzgar por los ruidos que se oían.

—¿Qué son? ¿Bestias o humanos?

—Ambas cosas. Hace unos dos mil años, se consideró que la única posibilidad estaba en retornar a Nuestra Madre el Mar, regresar a la matriz de donde salimos. Lo hicieron. Modificaron los genes por un método conocido con el fin de que se pudieran adaptar al medio. Y allí están, perdiendo humanidad en cada generación y más felices que nosotros.

Yarrod apretó el paso. Stark le imitó. De repente, el griterío se apagó. El cónsul dudó de la existencia de los Hijos del Mar. Stark no tenía ninguna duda.

Yarrod rió un momento y, como si le adivinase el pensamiento, le dijo:

—Skaith depara muchas sorpresas. Vas a tener otra más adelante.

En la orilla, por encima del vado, había una especie de túnel con el techo intacto y abierto por los dos lados, lo que no tenía importancia en un clima tan templado como aquél. Unas parras silvestres hacían de cortinas. En el interior ardía un fuego; alrededor de la hoguera se sentaban la media docena de personas que Stark vio cruzar el vado acompañadas de Yarrod. Estaban juntos, tomados de las manos. Cuando entraron, ni se movieron, ni levantaron la mirada.

—No ha estado mal, ¿verdad? ¿Ya estáis al corriente?

Stark repasó mentalmente el informe sobre Skaith.

—Son una Secta y tú eres su Maestro.

Una Secta, según el informe, consistía en la reunión de gente muy sensibilizada por una terapia de grupo, que no existían en tanto que individuos, sino como partes interdependientes de un organismo único. El Maestro de la Secta les entrenaba y les mantenía hasta que llegase el momento de la Beatitud Total. Esto sucedía cuando uno de los elementos moría; el resto del organismo le seguía, encontrando así la liberación. La vida media de una Secta era de cuatro años. Tras la liberación, el Maestro de la Secta volvía a empezar con otro grupo.

—Los Maestros de Secta pueden ir a todas partes —explicó Yarrod—. Se les respeta casi tanto como a los Heraldos.

Se dio la vuelta hacia el grupo.

—Bien, amigos, podéis seguir respirando... pero no por mucho tiempo. Gelmar y su jauría no tardarán en venir en busca de nuestro huésped. Breca, ¿quieres vigilar el vado?

El grupo se separó. Una mujer alta pasó por delante de Stark, mirándole con atención; evidentemente, se trataba de Breca. Un segundo después, desapareció tras la cortina de parra.

Stark escudriñó a los cinco restantes a la luz de las llamas. Eran rostros vigorosos, alerta y en guardia, y le estudiaban con gran curiosidad, como si él significase algo para ellos.

Uno de los cinco, un hombre fuerte y desafiante, con la mirada llena de celos, que a Stark le desagradó desde el momento en que le vio, se levantó y preguntó a Yarrod:

—¿Cuál es la causa de todo ese griterío procedente del vado?

Yarrod señaló a Stark.

—Ha matado a un Hijo del Mar.

—¿Y ha sobrevivido?

El hombre no se lo creía.

—Lo he visto —contestó secamente Yarrod—. Stark, dinos por qué Gelmar te ha echado a los Errantes.

—En parte, porque hacía preguntas sobre Ashton; y en parte, por una profecía.

Lanzaron el mismo suspiro que la joven Errante.

—¿Qué profecía?

—Una mujer llamada Gerrith, la Mujer Sabia de Irnan, ha profetizado que un hombre venido de las estrellas llegaría a Skaith para derrocar a los Señores Protectores a causa de Ashton.

Stark les miró fijamente.

—Vosotros ya sabéis todo esto. ¿No es así?

—Todos somos de Irnan —contestó Yarrod—. Esperamos a Ashton, pero en vano. Después, Gerrith hizo la profecía y los Heraldos la mataron. ¿Qué significaba Ashton para ti?

—Lo que un padre para un hijo, lo que un hermano para un hermano.

Stark cambió de postura para que su dolorido cuerpo se aliviara; pero para el dolor profundo que sentía no había remedio; se dieron cuenta de ello y se perturbaron. Los ojos de Stark tenían un brillo extraño.

—Los irnanianos habíais decidido dejar este planeta; lo comprendo. Os dirigisteis al cónsul de la Unión Galáctica, en Skeg, pidiéndole ayuda de forma confidencial. El Ministerio de Asuntos Planetarios aceptó instalaros en otro planeta y proveeros de las naves necesarias para la emigración. Ashton fue el enviado del Ministerio en Skaith para discutir con vuestros jefes y tomar las decisiones finales. Alguien me ha dicho que hizo el imbécil porque el asunto dejó de ser un secreto. ¿Quién habló?

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