La estrella escarlata (10 page)

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Authors: Leigh Brackett

Halk miró alrededor de la mesa.

—¿Estáis todos de acuerdo?

Lo estaban. Halk apuró otro vaso de Khamm.

—Muy bien. Cojamos la ruta y vayamos deprisa.

—Otra pregunta —dijo Stark—. ¿Iremos solos o con algún mercader?

—Ir acompañados de un mercader sería más seguro...

—¡Si se puede confiar en el mercader!

—...pero nos veríamos obligados a seguir su paso.

—No buscamos seguridad —dijo Halk.

—Por una vez, estoy de acuerdo contigo —dijo Stark—. Entonces, iremos solos.

Los demás asintieron. Stark se inclinó de nuevo sobre los mapas.

—Me gustaría saber cuál es la Ruta de los Heraldos.

—No figura en estos mapas —dijo Gerrith—. Sin duda irán de Skeg hacia el este, a través del desierto. Deben de tener paradas de postas y lugares en donde haya agua y todo lo necesario para terminar con facilidad el viaje.

—Y salvaguardia, para que nadie pueda seguirles —dijo Stark, enrollando los pergaminos—. Saldremos a las cuatro. Descansemos un poco.

—Aún no —dijo Breca, señalando la puerta del albergue.

Kazimni acababa de entrar acompañado de un hombre moreno y delgado que llevaba una capa de piel; era un hombre que se movía con la gracia ágil y ávida de un lobo.

Kazimni les vio y se acercó con su compañero.

—Hablaré yo —dijo Stark—. Diga lo que diga, no hagáis ningún comentario.

Kazimni les saludó alegremente.

—¡Saludos, amigos! Os presento a un hombre que os va a encantar haber conocido: Amnir de Komrey.

El hombre que llevaba la capa de piel se inclinó para saludar. Le brillaban los ojos, como si fueran de berilo marrón, cuando volaron de un rostro a otro. Sonreía.

—Amnir va a vender muy lejos dentro de las Tierras Oscuras. Cree poder ayudaros.

Stark les invitó a que se sentasen y presentó a sus compañeros. El mercader pidió una ronda de Khamm para todos.

—Kazimni me dice que tenéis cosas que hacer en el norte —dijo, una vez que los vasos estuvieron en la mesa y cada uno a su manera se hubo mojado los labios—. Lo que pienso sobre un viaje de tal calibre, se sale de mis cuentas. —Echó una mirada a los pergaminos y añadió—: Veo que habéis comprado mapas.

—Sí.

—¿Tenéis intención de viajar solos?

—Sabemos que es un riesgo —dijo Stark—, pero el tiempo nos apremia.

—Más vale no tener tanta prisa que apresurarse en vano —sentenció Amnir—. Hay gente muy peligrosa en las Tierras Estériles. De una maldad inimaginable. Seis de vosotros, como veo todos excelentes guerreros, de lo que estoy convencido, no podríais hacer nada contra los que os encontraréis en el camino.

—¿Qué querrían de nosotros? —preguntó Stark—. No tenemos nada que valga la pena ser robado.

—Vosotros mismos —dijo Amnir—. Vuestros cuerpos. Vuestra fuerza —se inclino ante las damas—, vuestra belleza. En las Tierras Estériles, se venden hombres y mujeres con múltiples fines.

Halk dijo:

—En nuestro caso, harían un mal negocio.

—Sin lugar a dudas. Pero, ¿por qué correr ese riesgo? Si os capturan u os matan al resistir a la captura, ¿qué sería de vuestra misión? —Se inclinó sobre la mesa, lleno de seguridad—. Voy más lejos que nadie, me adentro más que nadie en las Tierras Oscuras, porque afronto los peligros, no sólo con valentía, otros también son valientes, sino además con prudencia, cualidad que no todos poseen. Viajo con cincuenta hombres bien armados. ¿Por qué no compartir esa seguridad?

Stark frunció el ceño, como si estuviera reflexionando. Halk quería hablar, pero una mirada furiosa de Breca se lo impidió.

—Lo que dice es cierto —aseguró Kazimni—. Lo juro por el Viejo Sol.

—Pero el tiempo —dijo Stark—. Solos iríamos más deprisa.

—Durante un tiempo —asintió Amnir—. Pero luego... —hizo un gesto con la mano que simulaba cortar un cuello—. Además, no seré un lastre, no puedo permitírmelo. Perderíais poco tiempo.

—¿Cuándo sales?

—Mañana por la mañana, antes del amanecer.

Nuevamente Stark hizo como si reflexionara.

—¿Cuál es tu precio?

—No hay precio. Lleváis las monturas y las provisiones, por supuesto. Si nos atacan, combatís. Eso es todo.

—¿Qué más se puede pedir? —pregunto Kazimni—. Y en caso de que su velocidad sea demasiado lenta, siempre podéis dejar el convoy. ¿No es así, Amnir?

Amnir rió.

—No seré yo quien se lo impida.

Stark miró a Gerrith.

—¿Qué opina la Mujer Sabia?

—Que debemos seguir el consejo del Hombre Oscuro.

—Bien, si es cierto que podemos dejar la caravana si lo deseamos...

—¡Por supuesto, por supuesto!

—En ese caso, creo que debemos salir con Amnir.

Sellaron el trato con un apretón de manos; volvieron a beber Khamm, y se pusieron de acuerdo en los últimos detalles. Luego, los dos hombres se fueron. Stark recogió los mapas. Los compañeros le siguieron a una de las pequeñas habitaciones del primer piso.

—Y ahora, ¿qué opina la Mujer Sabia? —preguntó Stark.

—Que Amnir de Komrey no nos desea nada bueno.

—Para saber eso no se necesita la Visión —dijo Halk—. El hombre apesta a falsedad. Y aún así, el Hombre Oscuro ha aceptado su escolta.

—El Hombre Oscuro miente cuando lo cree necesario —replicó Stark—. No esperaremos a las cuatro. En cuanto el albergue esté tranquilo y la gente duerma, nos iremos. Dormiréis en las monturas.

Salieron de Izvand en plena noche estrellada. La cinta helada de la ruta se dirigía hacia las Tierras Oscuras y estaban solos. Aprovecharon la soledad. A Halk, al igual que a Stark, le obsesionaba la idea de la premura. Stark también deseaba alejarse lo más posible de Amnir.

La ruta subía hacia las montañas heladas del norte y, desde las colinas, Stark podía vigilar la retaguardia. Podía inspirar el aire, escuchar el silencio y sentir la secreta y vasta tierra que le rodeaba.

No era una buena tierra. El hombre primitivo que había en él presentía un maleficio, una perversión.

El hombre primitivo deseaba desandar el camino y alcanzar gritando el calor de Izvand y la protección de sus muros. El hombre razonable opinaba lo mismo, pero seguía avanzado a pesar de ello.

Las nubes escondieron a las Tres Reinas. Empezó a nevar. A Stark no le gustaba; quería ver claramente y a lo lejos. Al abrigo de las pálidas nubes, cualquier peligro podía echárseles encima. El grupo redujo el ritmo, apretó las filas.

Llegaron a un albergue situado en una encrucijada. Tenía un tejado en punta, como el gorro de un mago, y un ojo amarillo y oblicuo. Stark deseaba parar, pero inmediatamente cambió de parecer. De común acuerdo dejaron la ruta y dieron un largo rodeo para evitar el albergue, haciendo que los animales avanzaran con precaución y en silencio.

Se les hizo muy larga la noche. Cuando el Viejo Sol se mostró al fin, fue un resplandor rojo saliendo tras una cortina de copos de nieve.

Bajo aquella extraña luz rojiza llegaron al puente.

12

El puente, el barranco rocoso sobre el que pendía, y el pueblo, que sólo existía para mantener el puente y para cobrar un derecho de paso; todo ello venía claramente indicado en los mapas. Rodear el puente llevaría al menos una semana, incluso sin nieve. Stark sacó la espada de la funda y sacó varias monedas de la bolsa que llevaba colgada del cuello, bajo las gruesas pieles. Los irnanianos verificaron sus armas.

Trotaron en un grupo compacto, llevando las bestias de carga, en dirección al peaje; se trataba de una estructura baja que controlaba la entrada sur del puente. Había un armazón idéntico en la parte norte. Cada edificio contaba con una polea que elevaba o bajaba una parte del suelo del puente, de forma que nadie podía pasar sin pagar. Podían zafarse de uno de los pagos, pero no de los dos; una de las dos partes del puente quedaba abierta siempre. El puente estaba suspendido sobre una sima poco atractiva, con una profundidad de unos cientos de metros, jalonada por rocas cortantes que desembocaban en un torrente procedente de un glacial. El pueblo estaba construido en el lado sur; apoyado contra un acantilado bajo, parecía muy bien fortificado. Stark pensó que la utilidad del puente primaba sobre el peaje; durante generaciones, los mercaderes permitían su existencia.

Salieron tres hombres de la casa. Eran hombres pequeños, delgados y feos, cubiertos de pieles y con unas sonrisas demasiado abiertas. Olían muy fuerte.

—¿Cuánto? —preguntó Stark.

—¿Para cuántos viajeros?

Los ojuelos vigilaban la nieve, detrás de los recién llegados.

—¿Cuántos animales? ¿Cuántas carretas? El piso del puente sufre. La madera es cara. Las planchas se deben reemplazar. Es un trabajo muy duro. Tenemos que pagar la madera, nuestros hijos mueren de hambre.

—No hay carretas —respondió Stark—. Una docena de animales de carga. Lo que ves.

Los tres rostros incrédulos se les quedaron mirando.

—¿Seis personas solas?

—¿Cuánto? —preguntó Stark nuevamente.

—¡Ah! —dijo el jefe de los tres hombres con gran alborozo—, para un grupo tan pequeño un precio pequeño.

Le dio el precio. Stark se inclinó y le puso las monedas en la mano sucia. El precio parecía efectivamente muy bajo. En medio de la charla de los montañeses, los viajeros entraron en el peaje. Tenían un método para hacer señales al otro lado, pues, en un momento, los dos batientes del puente comenzaron a bajar, chirriando.

Stark y los irnanianos empezaron a cruzar el puente.

Las señales parecían muy perfeccionadas, pues, antes de que llegaran al otro lado del puente, la zona norte subió de nuevo, abriendo una enorme fosa mortal.

—Bueno —dijo Stark con tranquilidad—, tenemos que luchar.

Dieron media vuelta para atravesar la mitad del puente a toda velocidad; pero una lluvia de flechas salió de las troneras del muro del peaje hundiéndose en el suelo del puente, a sus pies.

—¡Quedaos donde estáis! —gritó una voz—. ¡Deponed las armas!

Toda una banda de gnomos armados y vestidos con pieles llegó a la ciudad con toda la velocidad que les permitían las torcidas piernas. Les apuntaron nuevas flechas.

—Atrapados —dijo—. ¿Seguimos o morimos ahora mismo?

—Vivir —respondió Gerrith.

Dejaron las armas y se quedaron inmóviles. Los aldeanos ocuparon el puente, empujándoles de las sillas, golpeándoles y riendo. Las bestias fueron atadas en un establo junto al paso. Apareció el guardián del puente y sus compañeros.

—¡Seis personas que viajan solas! —exclamó el guardián alzando los brazos hacía la rojiza luz del sur—. Viejo Sol, te agradecemos que nos envíes tales presentes.

Se volvió y registró a Stark, buscando la bolsa de cuero.

Stark resistió el deseo de abrirle la garganta a dentelladas. Halk, sometido al mismo trato, liberó las manos y empezó a debatirse. Unos porrazos le derribaron.

—No le matéis —dijo el guardián—. Esos músculos valen su peso en oro.

Encontró la bolsa, cortó el lado de cuero y apretó los dedos sucios en el pecho de Stark.

—Este también... Todos son hombres altos y fuertes, los cuatro. ¡Vaya, vaya! Y las mujeres...

Hipó, bailando.

—Quizá nos las quedemos durante un tiempo, ¿vale? Hasta que nos cansemos. ¡Miradlas, amigos míos, mirad qué piernas tan largas!

—Me equivoqué —confesó Gerrith—. Era mejor la muerte.

Era difícil oír otra cosa que no fueran las bromas de los aldeanos, aunque ninguno tenía el oído tan fino como Stark. Cuando los sonidos se acercaron, pudieron escucharlos; luego, todos los oyeron: cascos, chasquidos de arneses, entrechocar de armas. Los jinetes aparecieron mientras la nieve caía. Llevaban lanzas aceradas y Amnir de Komrey marchaba a su cabeza.

Los lugareños dieron media vuelta y huyeron.

—¡Oh, no! —exclamó Amnir, y los jinetes les persiguieron, punzándoles dolorosamente, haciéndoles saltar y chillar. El guardián del puente, inmóvil, sostenía en la mano la bolsa que le robó a Stark.

—Has violado el contrato —le dijo Amnir—. El contrato mediante el cual te permitimos vivir y que estipula que cuando un hombre ha pagado el peaje pasará sin ser molestado y libremente.

—Pero —dijo el guardián del puente—, seis personas solas... inconscientes así estaban condenados de antemano. ¿Cómo iba a despreciar semejante regalo del Viejo Sol? ¡Nos hace tan pocos! Los duros ojos de Amnir le escrutaban desde arriba y su lanza le arañó la garganta.

—Todo lo que tienes... ¿te pertenece?

El hombre sacudió la cabeza; la bolsa cayó al suelo pesadamente; las monedas tintinearon.

—¿Qué debo hacer contigo y con tu pueblo? —preguntó el mercader.

—Señor, soy un pobre hombre. Mi espalda se ha roto a fuerza de trabajar en el puente. Mis hijos se mueren de hambre.

—Tus hijos —replicó Amnir—, están gordos como cerdos y dos veces más sucios. En cuanto a tu espalda, no te impide robar.

El guardián del puente abrió los brazos.

—Señor, soy ambicioso. Vi ganancias a la vista y quise hacerme con ellas. Cualquier hombre haría lo mismo.

—Es verdad —contestó Amnir—. O casi verdad.

—Puedes matarnos si quieres —dijo el guardián del puente—. Pero, ¿quién hará entonces nuestro trabajo? Piensa en el tiempo que te llevará, en las riquezas que te costará. —Se sobresaltó—. Piensa en los Hambrientos Grises. Quizá tú mismo, señor, acabes cayendo en sus garras.

—Es una tontería que me amenaces —explicó Amnir, arañándole un poco más profundamente.

El guardián suspiró. Dos gruesas lágrimas corrieron por sus mejillas.

—Señor, estoy a tu merced —dijo, inclinándose y acurrucándose entre las pieles.

—¡Hum! —masculló Amnir—. Si te perdono, ¿respetarás el contrato?

—¡Siempre!

—Hasta la próxima vez en que creas que puedes romperlo sin correr riesgos. —Se volvió en la silla y gritó—: ¡Volved a las porquerizas, sucios que nunca os laváis! ¡Iros!

Los aldeanos huyeron. El guardián del puente, llorando, intentó alcanzar la rodilla de Amnir más cercana a su boca.

—¡Libre paso, señor! ¡Para ti no hay peaje!

—Me emocionas —dijo Amnir—. Quita las sucias patas.

El guardián, saludando, se retiró andando hacia atrás por el paso. Amnir echó pie a tierra y se reunió con Stark y sus hombres. Halk, furioso y ensangrentado, estaba de nuevo en pie.

—Te advertí —le recordó Amnir—. ¿No te advertí?

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