La estrella escarlata (22 page)

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Authors: Leigh Brackett

Después de todos los pacíficos siglos transcurridos, ¿cuántos hombres quedarían? Lo ignoraba. Miró a los Perros del Norte, esperó que cumplieran con su deber. Si no lo hacían, incluso un puñado de hombres podrían con uno solo armado con un mero cuchillo.

En las murallas vio centinelas; hombres de ojos brillantes y rostros inexpresivos. Vieron a Stark en el borde de la nube, seguido por la jauría. Incluso entre el rugido de los pozos hirvientes, Stark les escuchó gritar.

«¡Deprisa!» Les dijo a los Perros del Norte.

«Inútil». Respondió el joven perro llamado Gerd.

Los perros trotaban hacia la base de la Ciudadela: unos inmensos peñones labrados en los riscos.

«Os matarán». Les recordó Stark. Echó a correr, cambiando de dirección constantemente.

Las flechas que saltaron de los muros cruzaron por una luz cobriza. Ninguna alcanzó a Stark, aunque las sintió pasar muy cerca. Algunas saetas se clavaron en el suelo. Dos alcanzaron a los perros.

«Os dije que os matarían».

Estaban ya a los pies de la Ciudadela, al abrigo de las flechas.

«¿Por qué, N´Chaka?»

Era un grito de angustiado estupor. Los Perros del Norte echaron a correr.

«Creen que venías a atacarles».

«Siempre hemos sido fieles».

Un tercer perro rodó por el suelo, aullando, con el flanco atravesado por un flechazo.

«Ahora dudan de vosotros».

¡No era sorprendente! Por primera vez desde el nacimiento del primer cachorro de su raza, habían dejado entrar a un intruso. Habían dejado entrar a un intruso.

Los Perros del Norte aullaron.

Vieron una abertura en la roca. Se lanzaron por ella. La caverna era grande, seca, protegida del viento. Olía a madriguera; allí estaban los pesebres donde comían los perros. Al fondo, una puerta de pesadas barras de acero con gruesos cerrojos que se echaban por el interior. Stark se dirigió hacia ella. Sentía el estupor y la rabia que embargaba a los animales.

«Han intentado mataros. ¿Por qué no enviasteis miedo?»

Gerd gruñó y gimoteo. Fue uno de los dos que resultaron heridos en la primera lluvia de flechas. La saeta le había causado un doloroso rasguño en los riñones.

«Nunca les enviamos miedo antes».

«Ahora lo haremos».

Stark pasó la mano por los barrotes y empezó a descerrojar la puerta.

«¿Hay humanos en la Ciudadela?»

Dudoso, Gerd respondió:

«Con los Heraldos».

Si estaban con los Heraldos o con los Señores Protectores, no era cosa de Gerd.

«¿Hay humanos? ¿Podéis llegara sus mentes?»

«Humanos. Una mente».

Una mente. Un ser humano.

¿Gerrith? ¿Halk? ¿Ashton?

Stark abrió la puerta.

«Id a matar para N´Chaka».

Fueron.

Encontraron una sala con reservados a cada lado y una grosera escalera que subía en la oscuridad. Stark trepó por ella a toda prisa, más de lo indicado por la prudencia, empuñando la daga. Los habitantes de la Ciudadela estaban sorprendidos, desamparados, y quería aprovecharse de aquel hecho. En lo alto de la escalinata encontró una maciza puerta de hierro, que podía ser atrancada si alguien conseguía salir vivo de la perrera de los Perros del Norte; un torno permitía cortar parte de la subida. Más allá, una larga estancia llena de los restos de una larga ocupación, destinados a ser finalmente destruidos en los Pozos Termales. Una tronera barrada dejaba entrar muy poca luz.

Una escalera, más larga, conducía desde aquella habitación a una sala larga y baja, iluminada con lámparas. Carecía de ventanas. Filas de estanterías de madera la ocupaban totalmente, aplastadas por el peso de innumerables rollos de pergamino.

Los archivos, supuso Stark, de las generaciones de Heraldos llegados a la Ciudadela para informar de sus trabajos en el mundo.

Arderían bien. Lo mismo que las enormes vigas que sostenían el techo.

En el lado opuesto de la biblioteca, vio una nueva escalera. Stark estaba a medio camino de ella cuando un grupo de hombres le cerró el paso. Sin duda, llegaban para echar los cerrojos de la puerta de hierro.

Se inmovilizaron al ver a los perros. Los perros nunca entraban en la Ciudadela. Era inconcebible. Pero lo habían hecho.

Sus rostros y sus ojos brillantes se quedaron sin expresión incluso cuando los perros enviaron miedo.

«Matad». Ordenó Stark, y la jauría obedeció. Lo hizo furiosa, rápidamente. Cuando terminaron, Stark tomó una espada, sin sacar ni del cinturón ni de la vaina. Podía con ella.

Subió algunos peldaños.

Gerd, mentalmente, le dijo:

«N´Chaka. Heraldos».

Stark leyó «blanco» en la mente de Gerd y comprendió que se refería a los Señores Protectores. Los perros no distinguían entre los diversos tipos de Heraldos.

«Los Heraldos hablan de matarte».

Lo esperaba. Los perros eran fieles a los Heraldos. ¿Cuán fuerte era su propio dominio sobre ellos? Si los Heraldos eran más poderosos, acabaría allí su carrera, como acabó la de los hombres sin expresión.

Se volvió hacia Gerd y clavó la mirada en los ojos demoníacos.

«No podéis matar a N´Chaka».

Gerd le devolvió la mirada. Las pesadas mandíbulas entreabiertas dejaban ver los colmillos, todavía ensangrentados. La jauría gruñía, arañando las piedras.

«¿A quién seguís?» Preguntó Stark.

«Seguimos al más fuerte. Pero Colmillos obedecía a los Heraldos».

«Yo no soy Colmillos. Soy N´Chaka».

«¿Tengo que matarme como tú mataste a Colmillos?»

Lo habría hecho. La punta de la espada apuntaba a la garganta de Gerd y el propio Stark estaba tan sediento de sangre como los propios animales.

Gerd lo sabía. La mirada ardiente se desvió. La cabeza se inclinó. La jauría se calló.

«Enviad miedo». Pidió Stark. «Cazadles a todos, salvo a los Heraldos y al ser humano. Cazad a los servidores que os matan. Luego hablaremos con los Heraldos».

«¿No matar?»

«No matar ni a los Heraldos ni al ser humano. Hablar».

Pero la mano de Stark se crispaba en la espada.

Los Perros del Norte le obedecieron. El aire vibró al ser surcado por el miedo.

Precedió a los animales en la escalera. Al llegar arriba, vio algunos hombres, con las entrañas retorcidas por el miedo. Los perros les desgarraron sin prisa. Gerd tomó al jefe entre las mandíbulas como si se tratara de un gatito.

Nadie más se opuso a ellos. Los que quedasen se vieron obligados a huir.

Stark, al fin, alcanzó otra sala, más alta que la de los archivos pero menos larga. Sus ventanas se abrían a la perpetua bruma. Sus muebles eran sencillos y ascéticos. Un lugar de meditación. Kell de Marg, la vengativa Hija de Skaith, se había equivocado. Allí no se veía rastro alguno de pecados secretos ni del menor lujo. Ni en la sala, ni en los rostros de los siete hombres de togas blancas, inmóviles, sorprendidos por la estupidez del evento.

Estaba presente un octavo hombre. No iba vestido de blanco.

Simon Ashton.

Gerd dejó caer al que llevaba entre los dientes. Stark apoyó la mano izquierda en la gigantesca cabeza y dijo:

—Deja que el terráqueo venga conmigo.

Ashton se adelantó y se situó a la derecha de Stark. Estaba más delgado, se le notaba el largo cautiverio, pero no parecía haber sufrido en exceso.

—¿Dónde está Gerrith? —les preguntó Stark a los Señores Protectores.

El más importante de ellos respondió. Como los demás, era viejo. No parecía muy mayor, ni estar enfermo. Su vejez provenía de los trabajos y la meditación. La mandíbula, delgada y dura, lo mismo que sus ojos penetrantes, reflejaban una fuerza inflexible que no aceptaba ningún compromiso.

—La interrogamos, lo mismo que al hombre herido, y les enviamos hacia el sur con Gelmar. No resultaba creíble que salieras vivo de la Morada de la Madre. —Miró a los perros—. Tampoco esto resulta creíble.

—Sin embargo —replicó Stark—. Aquí estoy.

Y lo estaba. Se preguntó lo que haría con ellos. Viejos. Ancianos orgullosos, atados a sus propios principios, gobernando con la inflexibilidad de la virtud, crueles a fuerza de generosos. Les odiaba. Si hubieran matado a Ashton, él mismo podría matarlos. Pero Ashton estaba a salvo y Stark no se hacía a la idea de aniquilarles a sangre fría.

Y había una cosa más. Los Perros del Norte.

Al percibir sus pensamientos, los animales gruñeron y Gerd apoyó el macizo cuerpo en el de Stark. Para detenerle.

El hombre vestido de blanco sonrió levemente.

—Ese instinto, al menos, es más fuerte que tú. No te dejarán matarnos.

—En ese caso —decidió Stark—, iros. Reunid a vuestros servidores y marchaos. Que los habitantes de Skaith vean lo que son realmente los Señores Protectores. Que no son ni dioses ni inmortales. Siete viejos naufragados en este mundo. Voy a destruir esta Ciudadela.

—Puedes destruirla. Pero no puedes acabar con lo que simboliza. No nos puedes destruir porque nuestra obra es más fuerte que nuestros cuerpos. La profecía es falsa, hombre venido de las estrellas. No triunfarás. Seguiremos sirviendo a nuestro pueblo. —Tras una pausa, concluyó—: Soy Ferdias. Acuérdate de ese nombre.

—Lo haré. Dejando a un lado la profecía, Ferdias, ya llevas mucho tiempo aprovechándote de todo esto.

—¿Y quieres aprovecharte tú? La insignificancia de un solo hombre. Para ser uno solo, has turbado bastante nuestro mundo.

—También él es sólo un símbolo —replicó Stark en voz baja—. El símbolo de la realidad. De la realidad a la que combatís. No es uno o dos hombres, Ferdias. Espera a que las estrellas caigan sobre vosotros. Al fin, sucederá.

Dieron media vuelta; salieron. Miró las espaldas orgullosas y obstinadas. Los Perros del Norte, gruñendo, le sujetaban.

—Eres un insensato, Eric —le recriminó Ashton—. Como dijo Ferdias, es mucho perturbar para un solo hombre.

—Bueno —aseveró Stark—, antes de que todo esto haya terminado, quizá lamentarás que no te haya dejado con los Señores Protectores. ¿Por qué te han perdonado la vida?

—Les persuadí de que les sería más útil estando vivo. Están muy inquietos, Eric. Saben que algo muy importante les amenaza, pero no pueden calibrar toda su trascendencia. No la comprenden. El concepto de la Unión Galáctica y los vuelos espaciales es demasiado nuevo, demasiado raro. Enloquecedor. No saben cómo afrontarlo. Admitieron que podría ayudarles porque formaba parte de la Unión. Les hice ver que podrían ejecutarme más tarde.

Miró a los perros y se estremeció.

—No te preguntaré cómo lo has conseguido. Me da miedo saberlo.

—Eres el hombre mejor informado para entenderlo —respondió Stark, sonriendo—. ¿Cuánto tiempo hace que Gelmar partió con Gerrith?

—Ayer.

—No nos llevan mucha ventaja. Halk les hará ir más despacio. Simon, sé que el Ministerio no lo hará pero tú sí intentarás pararme, ¿verdad?

De nuevo, Ashton miró la jauría.

—No. Tus amigos podrían molestarse.

Stark se dedicó a destruir la Ciudadela lo mejor que pudo. Los muebles, las colgaduras, los archivos y las inmensas vigas ardieron muy bien. Las murallas resistirían. Pero el interior quedaría inhabitable; y, de todos modos, el sagrado aislamiento de la Ciudadela, y el terror sagrado que inspiraba, desaparecerían para siempre.

Stark pensó que la destrucción de los Señores Protectores podría ser igualmente completada. Se felicitó por no haberles matado. De haberlo hecho, serían para siempre una leyenda poderosa y sagrada. La verdad, cuando la viera el pueblo llano, les vencería antes que la espada.

Los Perros del Norte no intentaron impedir el incendio de la Ciudadela. Su tarea parecía limitarse a los varios placeres de impedírselo a cualquier intruso.

De pie, junto con Ashton, en la ruta que se extendía ante la Ciudadela, Stark miró cómo las llamas lamían las aberturas de las ventanas y dijo:

—Bien. Aún nos falta rescatar a Gerrith y un largo camino hacia el sur. Luego ya veremos lo que se puede hacer por Irnan y para abrir la ruta de las estrellas. Sin mencionar el asunto de salir vivos de Skaith.

—Un programa muy cargado —bromeó Ashton.

—Tenemos aliados.

Stark se volvió hacia los perros, hacia Gerd.

«¿Qué haréis ahora que no queda nada que vigilar?»

«Seguir al más fuerte» Respondió Gerd, lamiendo la mano de Stark.

«En efecto». Pensó Stark. «Hasta que esté herido o enfermo. Entonces, me haréis lo que hicisteis con Colmillos. O, al menos, intentaréis hacerlo».

No se lo reprochaba. Era su naturaleza.

«En ese caso, venid».

Con Ashton a su lado, Stark se dirigió hacia los pasos de las Montañas Crueles y la Ruta de los Heraldos que se encontraba más allá. Gerrith se hallaba en alguna parte de aquel camino, y al final esperaban los navíos que llevaban a las estrellas.

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