La estrella escarlata (13 page)

Read La estrella escarlata Online

Authors: Leigh Brackett

Hargoth no respondió. Stark ignoraba lo que pensaba. Sólo sabía una cosa: nunca volvería a ser prisionero de nadie, aunque debiera morir para impedirlo. Se movió, lamentando que sus músculos estuvieran tan abotargados por el frío.

—Para mí eres un sabio —dijo Hargoth finalmente—. ¿Cómo debo llamarte?

—Stark.

—Para mí eres un sabio, Stark, pero también lo soy yo. Y te digo que Thyra está entre nosotros y la Ciudadela.

—¿No se puede dar un rodeo? La tierra es muy ancha.

—Hasta que se vuelve estrecha. Y Thyra domina la estrechez. Thyra es fuerte, poblada, ambiciosa. Trata con los Heraldos. Los thyranos sabían todo esto antes que nosotros.

Stark asintió. Frunciendo el ceño, miró el suelo.

—Hacia el sur —continuó Hargoth—. Es el único camino.

Su voz poseía un innegable acento de triunfo. Stark no respondió más que con un encogimiento de hombros que Hargoth podía interpretar como mejor le pareciera.

Aparentemente, expresó asentimiento, pues siguió descendiendo por la ladera.

—Las hogueras son calientes y los refugios están preparados. Aprovechémoslos. Mañana, al amanecer, imploraremos la bendición del Viejo Sol.

Stark siguió a Hargoth. No había amenaza en sus palabras pero Stark no se sentía a gusto. Miró a Gerrith. La mujer caminaba a su lado; la larga cabellera se balanceaba. Una cabellera con el color del sol. Una mujer con el color del sol. ¿Qué quería Hargoth? Stark fue a preguntárselo, pero Gerrith le miró como advertencia. Por encima del hombro, Hargoth les observó, sonriendo con dureza.

Impasibles, le siguieron.

En el campamento sólo había hombres y jóvenes. Las mujeres, los niños y los hombres de más edad se preparaban, les dijeron, para la emigración; haciendo el equipaje, secando carne, cociendo pan para el viaje, sacando todos sus bienes de sus hogares en las torres derruidas, eligiendo las bestias que no morirían para emplearlas más adelante.

Cantaban, explicó Hargoth, un himno muy antiguo conservado desde tiempo inmemorial; aunque todos lo conocían, nadie lo había cantado hasta entonces. El Himno de la Entrega.

El Ser Prometido nos guiará

sobre las largas rutas de las estrellas

hacia un nuevo principio...

Los hombres lo cantaban alrededor de las hogueras cuando llegaron Stark y los demás. Tenían los rostros sonrosados; sus ojos brillantes se clavaban en el extranjero procedente de lejanos cielos. Stark se sentía molesto y nervioso. Desde su llegada a Skaith no hacían más que imponerle deberes que él mismo ni elegía ni deseaba. ¡Que el diablo se los llevase a todos, con sus profecías y leyendas!

—Nuestros ancestros eran hombres sabios —le explicó Hargoth—. Soñaban con los vuelos estelares. Mientras su mundo moría, siguieron soñando y trabajando, pero ya era muy tarde. Nos dejaron la promesa; aunque no pudiéramos partir, algún día llegarías a nosotros.

Stark se calmó cuando terminó el himno.

Gerrith se negó a comer y pidió ser conducida sola a su tienda. Su rostro tenía la lejana expresión de la doble visión. Los batientes de la tienda de piel cayeron tras ella y Stark sintió un escalofrío de aprensión.

Se comió lo que le ofrecieron. No es que tuviera mucha hambre, pero la bestia nunca sabe cuándo podrá comer de nuevo. Tomó una fuerte bebida preparada con leche fermentada. Los irnanianos se sentaron a su lado, en grupo cerrado. Sentía que querían hablarle, pero les intimidaban Hargoth y los suyos. Los Hombres de las Torres se acuclillaban junto a las hogueras, o se movían entre ellos como delgados fantasmas de hombros altos y caídos. Sus rostros enmarcados de gris, sin expresión, eran idénticos entre sí. Los Hombres de las Torres les quitaron las ataduras de Amnir; pero Stark desconfiaba.

En ellos se discernía la locura, el fruto de las largas tinieblas y una fe demasiado antigua. Que quisieran ejercer su locura sobre él no ayudaba a calmarle.

Gerrith salió de la tienda y se quedó de pie ante la luz de las llamas. Se había quitado las gruesas pieles. Llevaba la cabeza descubierta. En sus manos, el cráneo de marfil, todavía manchado por la masacre de Irnan.

Hargoth se levantó. Gerrith se enfrentó a él. Los ojos de cobre dorado se miraron en los ojos de hielo.

La mujer habló, con la misma voz dulce y clara que empleó el día en que Mordach intentó humillarla y lo pagó con la vida.

—Hargoth, quieres ofrecerme al Viejo Sol. Un sacrificio para obtener su bendición.

Hargoth no apartó la vista, aunque escuchó que Stark y los irnanianos se levantaban llevando las manos a las armas.

—Sí —contestó—. Eres la ofrenda elegida y vienes a mí para ello.

Gerrith sacudió la cabeza.

—Mi destino no es morir aquí. Si me matas, tu pueblo y tú nunca recorreréis las rutas estelares ni veréis un sol más joven.

Su convicción era tanta que Hargoth no contestó.

—Mi lugar está al lado del Hombre Prometido —continuó Gerrith—. Mi camino me lleva hacia el norte, y te digo que el Viejo Sol recibirá sangre suficiente antes de que acabe todo esto.

Levantó el cráneo un poco más, por encima del fuego. Las llamas se volvieron de color rojo oscuro y marcaron a todos los presentes con el tinte de la muerte.

Hargoth, aunque inseguro, era orgulloso y obstinado.

—Soy rey y sumo sacerdote. Sé lo que debo hacer por mi pueblo.

—¿Estás seguro? —preguntó Stark tranquilamente—. No conoces más que el sueño. Yo conozco la realidad. ¿Cómo sabes que soy realmente el Hombre Prometido?

—Vienes de las estrellas —replicó Hargoth

—Sí. Y el extranjero que se encuentra en la Ciudadela también. Y él es quien ordena que vengan los navíos. No yo.

Hargoth le miró con fijeza a través del brillo rojo de las llamas.

—¿Tiene ese poder?

—Lo tiene —respondió Stark—. ¿Cómo puedes estar seguro de que él no sea el Hombre Prometido?

Gerrith bajó las manos y retrocedió. Las llamas volvieron a su color normal. En voz baja, dijo:

—Estás en una encrucijada, Hargoth. La ruta que elijas ahora determinará la suerte de tu pueblo.

Frases sentenciosas, pensó Stark, pero no tenía ganas de sonreír. Era la verdad; su destino y el de Ashton también se encontraban en juego.

Cerró la mano en la guarda de la espada arrebatada a uno de los hombres de Amnir. Esperaba la respuesta de Hargoth. Si persistía en su estupidez de inmolar a Gerrith y viajar hacia el sur, el Viejo Sol recibiría algún holocausto en muy poco tiempo.

La incierta mirada de Hargoth iba de Stark a Gerrith; su mirada era brillante y fría, una mirada de locura, de fanática convicción. Los sacerdotes que le asistieron en el campamento se reunían a su alrededor, al acecho, con los rostros enmascarados e inmóviles. Súbitamente, Hargoth dio media vuelta y se unió a ellos. Se alejaron. Sus espaldas formaron un muro que ocultaba lo que hacían, pero el movimiento de los hombres delataba que celebraban algún tipo de rito. Salmodiaron con un murmullo bajo y sonoro.

—Sin poder sacrificar algo vivo —explicó Gerrith—, consultan otro augurio.

—Que hará bien en ser favorable —expresó Halk, desenvainado la espada.

El silencio no terminaba. El fuego moribundo crepitó bajo la nieve y el hielo. El Pueblo de las Torres, en la oscuridad creada por el viento, esperaba.

Los sacerdotes exhalaron un largo lamento. Se inclinaron ante una presencia invisible y volvieron junto al fuego.

—Tres veces hemos lanzado los dados sagrados del Hijo de la Primavera —dijo Hargoth—. Tres veces han señalado el norte. —Sus ojos traicionaban una decepción furiosa y desesperada—. Muy bien. Nos enfrentaremos a los thyranos. Y si conseguimos pasar, ¿sabes lo que nos espera después de Thyra para impedirnos llegar a la Ciudadela?

—Lo sé —respondió Stark—. Los Perros del Norte.

Una sombra cruzó el rostro de Gerrith. Tembló.

—¿Qué te pasa? —preguntó Stark.

—No lo sé. Me parece... que cuando has dicho eso... te han oído.

Lejos, en la desolación del gran norte, una forma grande y blanca dejó de moverse lentamente por la nieve. Se volvió. Una enorme boca llena de colmillos olisqueó hacia el sur.

16

Como Hargoth dijo, la tierra ancha se cerraba. Empezaba a elevarse abruptamente hacia una serie de lomas. A cada lado, se encontraban colinas y profundos barrancos llenos de hielo. La pista de los carros de Amnir seguía la antigua ruta. La fuerza del deshielo de verano bastaba para cortar el camino en muchos puntos. La senda fue establecida de nuevo sobre un lecho de canales más anchos; los más estrechos se veían llenos de piedras. Un homenaje al trabajo y voluntad de los hombres muertos de Amnir.

Con los hombres de Hargoth, el grupo contaba con treinta y seis miembros: dos decenas de hombres acostumbrados a las armas y su capitán, con hondas y jabalinas; el Rey de la Cosecha y ocho sacerdotes, armados con magia; y los seis de Irnan, entre ellos el propio Stark, que habría prescindido gustoso de nuevos aliados. El grupo era demasiado numeroso como para viajar libremente y en secreto y demasiado débil para ser una unidad de ataque. Stark pensó, no obstante, que Hargoth y sus sacerdotes podrían resultar útiles frente a los Perros del Norte. El Aliento de la Diosa podría, cuando menos, frenar un tanto a aquellos legendarios demonios. En todo caso, no le quedaba otra elección.

Los delgados hombres de gris eran casi infatigables. Su marcha era una especie de trote que a Stark y a sus compañeros les costó seguir debido al largo cautiverio. Pero poco a poco fueron adoptando el mismo paso. Su fuerza y ligereza volvieron a ellos. Sólo Halk, el que más tiempo estuvo encerrado, tropezaba en la retaguardia, transpirando y maldiciendo. Su humor era tal que Breca renunció a ayudarle y se unió a los que viajaban por delante.

—¿Qué distancia hay de aquí a Thyra? —preguntó Stark.

—Tres largas marchas.

Hargoth nunca había ido a Thyra; Kintoth, capitán de los hombres armados, sí. Su máscara portaba rayos y la espada que le armaba era de hierro.

—A veces vamos hasta allí para negociar con útiles y armas —explicó Kintoth, dando una palmada en el pomo de la espada—. Los thyranos son grandes herreros. Les llevamos carne seca, pieles y telas; pero antaño, antes de la llegada del mercader, a veces temíamos que nos considerasen a nosotros mismos como viandas y siempre íbamos muchos. Ahora que Amnir ha muerto, tendremos que desconfiar nuevamente. Los thyranos tienen bestias y dan cuchillos a los recolectores del liquen que emplean como forraje. Pero nunca hay suficiente en los tiempos de hambre.

—También cambiamos mujeres —comentó Hargoth—. Por necesidad, aunque nos disgusta tanto como a los propios thyranos. Para sobrevivir, tenemos que poseer sangre nueva. Hace tiempo, había una tercera ciudad en el negocio; pero su pueblo, muy orgulloso, se negaba al mestizaje y acabaron por desaparecer.

Trotó algún tiempo en silencio. Por último, añadió:

—A veces, los Heraldos traen mujeres del sur. No viven mucho tiempo. Como regla general, se las ofrecemos al Viejo Sol.

Miró a Gerrith.

—¿Y la Ciudadela? —preguntó Stark, que vio la mirada.

—Nunca la hemos visto. Nadie la ha visto. Ni siquiera los Harsenyi. Los Perros del Norte la guardan de los extranjeros. Y la bruma.

—¿La bruma?

—Una bruma espesa, permanente, que brota como vapor de una caldera. Una magia muy fuerte. La Ciudadela siempre está oculta.

—¿Conoces el camino?

—Sé lo que dicen los Harsenyi. Algunos de ellos sirven a los Heraldos.

—Pero no sabes nada realmente. ¿Lo sabrán los thyranos?

—Ya te lo he dicho. El camino es conocido y desconocido.

—¿Y las mujeres del sur?

—Las que nos dan, nunca llegan a la Ciudadela; se quedan antes.

La boca de Hargoth era una delgada línea.

—¡Los presentes de los Heraldos! Sólo nos traen mujeres. Botellitas y gallinas, alegría y sueños para todos... y la esclavitud perpetua. Incitan a los jóvenes a irse al sur a unirse con los Errantes. ¡No nos gustan los Heraldos!

Hargoth escrutó a los extranjeros. El Viejo Sol se encontraba por encima del horizonte y Hargoth miró un rostro después de otro, lentamente, observando en la luz herrumbrosa lo que no vio a la luz de las estrellas o a la de las hogueras de los campamentos.

—Venís desde muy lejos para destruirlos. ¿Por qué?

Escuchó. Cuando se callaron, comentó:

—Los del sur debéis estar muy afectados para admitir que estáis tan mal gobernados.

Gerrith, alzando una mano, impidió el estallido de Halk. Miró a Hargoth con total frialdad y dijo:

—Has oído hablar de los Errantes. Pero nunca les has visto. Nunca has visto a una multitud enloquecida. Quizá la veas antes de que acabe todo esto. Dame tu opinión entonces.

Hargoth inclinó la cabeza.

—¿Qué sabes —preguntó Stark— de los Señores Protectores?

—Creo que sólo son una mentira que vale para que los Heraldos conserven el poder. O bien que, si alguna vez han vivido, llevan muertos mil años. Por eso te diría que este viaje es una tontería salvo por la existencia real de los Heraldos. Y si, como dices, quieren prohibirnos el camino de las estrellas...

Aparentemente, no estaba convencido. Y las miradas de soslayo que lanzaba en ocasiones a Gerrith no terminaban de gustarle a Stark.

—Mi Señor la Oscuridad, mi Dama el Hielo y su hija el Hambre —comentó Stark—. Veneráis a la Diosa y ella os confía su poder. Sin embargo, también veneráis al Viejo Sol.

—Para que frene a los dioses de las tinieblas. De otro modo, moriríamos. Además, la Hija del Sol debería ser una ofrenda de despedida.

Mucho tiempo después de la puesta del Viejo Sol, salieron de la ruta y encontraron un valle entre las colinas. Los guerreros encendieron pequeñas hogueras con musgos y líquenes que recogieron entre las piedras amontonadas por el viento. No esperaban una ausencia tan larga de las Torres, y llevaban unas raciones muy escasas. Nadie lo lamentaba. Estaban acostumbrados al hambre.

Cuando llegó la hora de dormir en las tiendas de pieles, Stark le dijo a Gerrith:

—Dormirás conmigo. Creo que Hargoth no ha renunciado.

Aceptó sin protestar. Stark vio la cínica mirada de Halk mientras seguía a Gerrith a la tienda.

Los dos cuerpos ocupaban todo el hueco. Stark se dio cuenta de que era la primera vez que estaba a solas con Gerrith desde el sangriento día de Irnan. En el camino de Izvand estuvieron los mercenarios y los irnanianos. Ningún instante de soledad. Halk y Breca no se preocupaban, pero su relación era más antigua. Stark y Gerrith no habían tenido más relaciones que las que les impusieron sus respectivos papeles de Mujer Sabia y Hombre Oscuro. Papeles que no se prestaban a la intimidad. Stark ignoraba si Gerrith le desearía. Su condición de profetisa la ponía en un lugar aparte, en algo casi intangible. Además, Stark se mostró muy frío. Después, cautivos de Amnir, ni siquiera pudieron hablar.

Other books

When China Rules the World by Jacques Martin
Faith of My Fathers by Lynn Austin
An Eligible Bachelor by Veronica Henry
Echoes of the Fourth Magic by R. A. Salvatore
Specter (9780307823403) by Nixon, Joan Lowery
Music at Long Verney by Sylvia Townsend Warner
Isolation by Lauren Barnholdt, Aaron Gorvine
Formerly Fingerman by Joe Nelms