Read La estrella escarlata Online
Authors: Leigh Brackett
—No lo sé. Por supuesto, trataremos de persuadirlas. Pero la mayor parte de ellas esperarán a ver qué ocurre.
—Esperar... ¿Para qué?
—Para comprobar que la profecía es cierta.
Jerann se dio la vuelta hacia uno de sus ayudantes.
—Traedme a un izvandiano.
El hombre se alejó rápidamente y Jerann le dijo a Stark:
—Debemos saberlo lo antes posible.
Hubo unos momentos de espera en los que todos estaban incómodos; un silencio que sólo se rompió por los gritos de victoria que provenían de las calles. Los miembros del Consejo estaban cansados y tensos. La gran decisión que Irnan había tomado en este día pesaba como una losa sobre ellos.
Entró un pequeño grupo; en el centro se hallaba un guerrero esbelto y de cabello blanco. Stark se fijó en los ornamentos de oro que llevaba en la guarnición, el rodete y los brazaletes. Un jefe; sin duda el comandante de los mercenarios. Le condujeron hasta la mesa del Consejo. Permaneció impasible frente a Jerann.
Con frialdad Jerann le dijo:
—Te saludo, Kazimni.
El izvandiano contesto:
—Te escucho, Jerann.
Jerann cogió de la mesa un pesado saquete.
—Aquí está el oro que se te debe.
—¿También el de mis muertos? Hay familias...
—Y el de tus muertos.
Jerann sopesó la bolsa.
—Y además, la mitad de lo que se te debía.
—Si lo que pretendes es comprarnos para que dejemos Irnan, guarda tu dinero, ya no tenemos nada que hacer aquí —dijo Kazimni con desprecio.
Jerann negó con la cabeza.
—No. Este oro es para pagar tus servicios.
Kazimni levantó insolentemente la ceja.
—¿Oh?
—Algunos de los nuestros, un grupo no muy numeroso, irán a las Tierras Estériles. Queremos que les escoltéis hasta Izvand.
Kazimni no se molestó en preguntar para qué iban los irnanianos a las Tierras Estériles, eso no les incumbía.
—Bien —dijo—, danos permiso para enterrar a nuestros muertos y para prepararnos para el viaje. Partiremos a la salida del Viejo Sol —y añadió—: Con nuestras armas.
—Con vuestras armas —aprobó Jerann. Entregó el oro a Kazimni y se dirigió a la escolta irnaniana—. Ya lo habéis escuchado. Dejadles enterrar a sus muertos y dadles las provisiones necesarias.
—Mas valdría matarles —murmuró uno de los irnanianos.
A pesar de ello, llevaron dócilmente a Kazimni.
—¿Por qué Izvand? —pregunto Stark.
—Porque es la ciudad que se encuentra más cerca de la Ciudadela y en toda esa distancia tendrás la protección de una escolta. A partir de allí tendrás que actuar por ti mismo. Te advierto... no subestimes los peligros.
—¿Dónde se encuentra exactamente la Ciudadela? ¿Está en el Corazón del Mundo?
—Te puedo contar dónde la sitúa la tradición. La verdad, tendrás que averiguarla tú mismo.
—Los Heraldos lo saben.
—Sí. Pero en Irnan ya no hay Heraldos vivos.
—¿Dónde está Gerrith?
—Se fue a su residencia.
—¿No será un tanto arriesgado? El campo debe estar lleno de Errantes por todas partes.
—Está bien protegida —contestó Jerann—. La verás mañana. Ve a descansar. Has hecho un largo camino hasta aquí y el que te espera mañana será aún más largo.
Durante toda la noche, entre sueño y vigilia, Stark escuchó las voces ardientes de la ciudad preparándose para la guerra. La revolución había empezado bien. Y no era más que el principio. Todo un planeta tenía que cambiar para que dos hombres de otro mundo pudieran escapar. Era la orden que había recibido sin haberla solicitado y no veía otra salida.
En fin, pensó, predecir el futuro era cosa de Gerrith, le dejaría esa tarea a ella. Se durmió.
A la mañana siguiente se levantó cuando un hombre vino a despertarle y esperó pacientemente.
Jerann estaba abajo, en la Sala del Consejo. Stark pensó que había pasado la noche allí. Halk, Breca y otros dos miembros del grupo de Yarrod se encontraban también allí.
—Siento que Irnan no pueda ofrecerte los hombres que precisas. Pero tenemos necesidad de ellos aquí.
—Tenemos que contar con nuestra rapidez y tratar de que no nos vean —dijo Halk—. Pero, con el Hombre Oscuro con nosotros ¿Cómo vamos a fracasar?
Stark hubiera preferido salir solo; guardó silencio. Trajeron alimentos y una cerveza fuerte y amarga. Cuando acabaron de comer, Jerann se levantó y dijo:
—Ya es la hora. Iré con vosotros hasta la Gruta de La que Ve.
La plaza del mercado aparecía extrañamente tranquila bajo los primeros fríos del alba. Se habían retirado algunos de los cuerpos. Otros estaban apilados, esperando las carretas. Las Mujeres Árbol se habían ido. Los centinelas vigilaban en las murallas y en las torretas de guardia de la puerta.
Unos sesenta izvandianos se encontraban sentados en sus cabalgaduras. Salía vaho del aliento de los hombres y de sus monturas. Las de Stark y sus compañeros estaban listas y esperándoles, situadas detrás de los izvandianos. Kazimni, al pasar, les saludó con un breve gesto.
El Viejo Sol se levantó, las puertas se abrieron chirriando, y la cabalgata emprendió la marcha.
El camino, que el día anterior había rebosado de gente, estaba totalmente desierto, a excepción de los cadáveres. Muchos Errantes no habían corrido suficientemente deprisa. La bruma de la mañana planeaba espesa y blanca por los campos; el olor fresco y limpio de la vegetación perfumaba el aire. Stark inspiró profundamente y se dio cuenta de que Jerann le estaba observando.
—Te alegra dejar la ciudad. No te gustan los muros.
Stark rió.
—No pensé que fuese tan evidente.
—No conozco a los terráqueos —añadió educadamente Jerann—. ¿Son todos como tú?
—Para ellos soy tan extraño como para ti —la mirada divertida de Stark tenía un brillo cruel—. Incluso más extraño que para ti.
El anciano asintió.
—Gerrith ha dicho...
—Un lobo solitario, un hombre sin tierra y sin tribu. Me educaron los animales, Jerann. Eso explica por qué me parezco a ellos —miró hacia el norte—. Los terráqueos mataron a todos. A no ser por Ashton, también me hubieran matado a mí.
Jerann contempló el rostro de Stark y tembló ligeramente. Mantuvo silencio hasta que llegaron, al otro lado del valle, a la Gruta de la Mujer Sabia.
Sólo pararon Stark y Jerann; la cabalgata prosiguió su camino a media velocidad, cubriendo bastante terreno pero sin cansar a las bestias. Stark podría alcanzarla sin demasiado esfuerzo. Puso pie a tierra y siguió a Jerann por un camino escarpado que subía sinuosamente entre un bosque oscuro y tupido. Al fin llegaron a una colina en la que la roca emergía desnuda, formando columnas toscas, a cada uno de los lados de la gruta. Los dos hombres que estaban haciendo la guardia sentados ante el fuego se levantaron para hablar con Jerann. La Mujer Sabia se encontraba en su casa, sana y salva.
En el interior de la gruta había una antesala; Stark supuso que era allí donde la gente debía esperar a que el oráculo hablase. Al otro extremo había unos pesados cortinajes rojos, bordados en negro con símbolos solemnes, que tenían el aspecto de haber pertenecido a numerosas Gerriths. Era una habitación sin alegría, fría, con el macabro olor a polvo de los lugares en donde jamás entra el sol.
Una alta anciana entreabrió las cortinas y les hizo señas para que entraran. Llevaba un vestido largo y gris. Su rostro huesudo era severo. Fijó la mirada en Stark, una mirada acerada que parecía perforarle la carne y los músculos.
—Mi antigua señora murió por tu causa —dijo—, espero que no fuera en vano.
—Yo también lo espero así —dijo Stark pasando a la habitación interior.
Aquella estancia era un poco menos siniestra. Había tapices y cortinajes que abrigaban la piedra. Se veían lámparas taladradas que dispersaban la luz, y un brasero que daba calor. Pero seguía siendo una gruta y Gerrith parecía no encajar muy bien allí. Su juventud y su dorada piel estaban hechas para el sol.
Se encontraba sentada en una silla, frente a una mesa en la que había una copa de plata llena de agua clara.
—El Agua de la Visión —señaló negando con la cabeza— no me ha enseñado nada.
Tenía ojeras muy marcadas, como si hubiera pasado la noche entera frente a la copa de plata.
—Nunca tuve los poderes de mi madre. Nunca los he deseado, aunque ella me dijo que llegarían en su momento, lo quisiera o no. Mi don es insignificante, no lo puedo dominar. Es peor que no tener ninguno. Antes utilizaba la Corona. Creo que el poder de mi madre y de las otras Gerriths de todos los siglos, el nombre es una tradición en nosotras, residía en la Corona, vivía y hablaba a través de ella. La Corona ya no existe y, como Mordach dijo, ya no habrá más Mujeres Sabias en Irnan.
Stark sacó del cinturón un objeto envuelto en un trozo de tela y se lo ofreció a Gerrith.
—Era todo lo que quedaba.
Desató el paquete. El pequeño cráneo la miró sonriendo. La expresión de Gerrith cambió.
—Basta con esto —dijo.
Se inclinó ante la copa, con el cráneo entre las manos. El agua se onduló como si una brisa soplara de repente, después quedó totalmente en calma.
Stark y Jerann esperaban en silencio. A Stark le pareció que el agua se tornaba roja, espesa, y que en ella se percibían formas que se movían; siluetas que hicieron que Stark temblara; un ligero sonido salió de su garganta.
Sorprendida, Gerrith levantó los ojos.
—¿Has visto?
—En realidad, no.
El agua estaba clara de nuevo.
—¿Qué son?
—Sean lo que sean, están en tu camino a la Ciudadela. —Gerrith se levantó—. Debo acompañarte.
—¡Vamos, señora! —protestó Jerann—. ¡No puedes dejar Irnan ahora!
—Mi tarea en Irnan ha terminado. Te lo he dicho. Y el Agua de la Visión me ha mostrado el camino.
—¿Te ha mostrado el fin?
—No. Debes encontrar tu propia fuerza y tu propia fe. A ti, Jerann, nunca te ha faltado ni la una ni la otra. —Le sonrió con verdadero afecto—. Vuelve con tu pueblo y, si tienes tiempo, reza de vez en cuando por nosotros. —Se volvió burlona a Stark y le dijo—: No estés tan preocupado, Hombre Oscuro, no te voy a cargar con copas, tapices, braseros, ni trébedes. Sólo esto —dijo, colocando el pequeño cráneo en un bolsillo de su cintura—. Cabalgo y tiro tan bien como lo pueda hacer cualquiera.
Llamó a la anciana y desapareció en otra habitación que había detrás de las colgaduras.
Jerann miró a Stark. No tenía nada que decir. Intercambiaron un breve saludo. Jerann se fue. Stark esperó contemplando malhumorado el agua plácida de la copa de plata y maldiciendo a las Mujeres Sabias. Fuese lo que fuese lo que había visto en el agua, hubiera preferido verlo únicamente en el momento que ocurriese.
Enseguida regresó Gerrith, vistiendo túnica y capa de jinete. Salió con Stark de la gruta; bajaron el escarpado camino y mientras lo hacían, la anciana les observó desde la entrada de la cueva con una mirada fría como el acero. Stark se sintió aliviado cuando los árboles le protegieron de su mirada. Un hombre viejo y escuálido había llevado la montura de Gerrith al pie del camino. En la silla había atado un saco de provisiones. Gerrith le dio las gracias, se despidió y se pusieron en camino.
Hacia el mediodía, alcanzaron a la expedición, cuando el Viejo Sol proyectaba sombras rojizas bajo el vientre de las monturas. Halk alzó los hombros al mirar a Gerrith.
—Todos los espectros estarán con nosotros ahora —le dijo a Stark escapándosele una sonrisa—. Aunque al menos la Mujer Sabia se fía de la profecía de su madre como para poder afrontar el peligro.
Avanzaban a una velocidad regular hacia las Tierras Estériles, guiados por la Antorcha del Norte.
Al principio, la ruta atravesaba montañas. Había torres de guardia construidas en las crestas y pueblos fortificados en ruinas colgaban de los acantilados como nidos de avispas. A pesar de todo, las montañas estaban habitadas aún. Durante tres días, les siguió una banda de seres hirsutos, avanzando paralelamente por sus secretas pistas. Portaban armas primitivas y corrían de una forma curiosa, inclinados hacia delante a partir del talle.
—Una de las Bandas Salvajes —dijo Gerrith—. No se rigen por ninguna ley más que la de sobrevivir. A veces llegan hasta Irnan. Los Heraldos las aborrecen, pues matan a Heraldos y Errantes igual que nos matan a cualquiera de nosotros.
La escolta izvandiana era demasiado fuerte como para que fuese atacada y no había rezagados. Por la noche, Stark escuchaba movimientos furtivos, más allá de las pequeñas hogueras del campamento. En varias ocasiones, los centinelas izvandianos tiraron flechas contra cosas rampantes que se acercaban a ellos. Uno de los intrusos resultó muerto. Stark vio el cuerpo a la luz del amanecer y se tapó la nariz.
—¿Por qué quieren sobrevivir? —dijo sorprendido.
Halk le advirtió:
—¡Retírate! Se le están yendo los piojos.
Dejaron el huesudo cuerpo sin sepultar, sobre el pedregoso suelo.
Las montañas fueron haciéndose más suaves, convirtiéndose en colinas cubiertas por una vegetación corta y oscura. Más allá, la tierra era llana, una inmensa llanura que alcanzaba hasta el horizonte. Una inmensidad sin árboles, blanca y gris verdosa, una tierra esponjosa, sembrada de un millón de estanques helados. El viento soplaba fuerte, a veces con inusitada violencia. El Viejo Sol, día a día, era más débil. Los irnanianos, estoicos, cabalgaban en el frío sin quejarse, envueltos en sus capas cubiertas de escarcha. Los izvandianos estaban a gusto, contentos. Era su tierra.
Stark cabalgaba, a veces, al lado de Kazimni.
—Cuando el sol era joven —decía Kazimni, antes de empezar a contar una de las mil leyendas que se sabía de memoria—, todos alababan el calor, la riqueza y la prosperidad del país. Entonces los hombres eran gigantes, las mujeres increíblemente bellas y gráciles. Los guerreros tenían armas mágicas que mataban a distancia; los pescadores, naves mágicas que llenaban el cielo. Ahora —concluía—, la tierra es como la ves. Sobrevivimos. Somos fuertes. Somos felices.
—Perfecto —contestó Stark—. Te felicito. ¿Y dónde está ese sitio llamado el Corazón del Mundo?
Kazimni alzó los hombros.
—Al norte.
—¿Es todo lo que sabes?
—Sí. Si el lugar existe.
—Se diría que tú no crees que existan los Señores Protectores. —El rostro de Kazimni expresó un desdén aristocrático.