La estrella escarlata (5 page)

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Authors: Leigh Brackett

La cima de la bóveda no era muy alta, de modo que Stark saltó al suelo con facilidad. Los Errantes no le oyeron, pues estaban muy ocupados; Baya gritaba a pleno pulmón.

Stark pegó al más alto una sola vez, en la base del cráneo. Se desplomó. El más bajo le imitó un segundo después sin emitir queja alguna, desparramando las flores que le quedaban. Stark retiró los cuerpos. Baya le observó con una mirada vaga y llena de estupefacción. Masculló algo, quizá su nombre. Stark no estaba seguro. Presionó el centro nervioso del cuello de Baya y ésta se desmayó.

Yarrod había salido del refugio y permanecía de pie, a su lado; estaba furioso.

—Te has tomado muchas molestias. ¡Idiota! ¿Qué puede importarte la suerte de una Errante?

—El idiota lo serás tú —contestó Stark—, te has traicionado. Iba a contar a Gelmar que el Maestro de la Secta es un impostor.

Se colgó la chica a la espalda y se levantó sin hacer el menor esfuerzo.

—Presumo que te ha visto.

—Creo que sí.

—¿Y estos dos?

Los dos hombres roncaban estrepitosamente. Olían fuerte, un olor agridulce, y tenían la boca abierta, sonriente.

—No —contestó Stark—, pero han oído lo que Baya ha dicho de ti. Podrían acordarse.

—Bueno —concluyó Yarrod todavía enfadado—, supongo que da lo mismo; ¿para qué lamentarse? No tenemos otra elección. Hay que huir... y muy deprisa.

Contempló las luces de Skeg que brillaban al otro lado del río y regresó a la bóveda.

Momentos después, avanzaban por las ruinas y pronto estuvieron en la jungla. Las Tres Reinas brillaban con serenidad. El aire era tibio y húmedo, cargado con el pesado perfume de las plantas trepadoras, que abren sus flores por la noche, el barro y la descomposición. Correteaban animalillos bajo sus pies, haciendo ruidos y lanzando gritos agudos. Stark ajustó el ligero peso de Baya en sus hombros.

—Las rutas les están prohibidas a los extranjeros de otros planetas —dijo—. ¿Has pensado en eso?

—¿Crees que hemos llegado hasta aquí por las carreteras? —adujo Yarrod—. Salimos de Irnan haciendo creer que íbamos de caza. Dejamos las monturas y el equipo al otro lado de las montañas y vinimos hasta aquí a través de la jungla. —Miró al cielo, escudriñándolo—. Podremos llegar mañana al mediodía si caminamos al límite de nuestras fuerzas.

—Existe otra posibilidad, ¿no es así? —agregó Stark—. Que Gelmar piense que te has llevado a tu gente por el modo en que se han desarrollado los acontecimientos y que, Baya, simplemente se haya ido. Hirió a uno de sus amigos y dejó el estilete con ellos.

—Sí, existe una posibilidad. Sí. Gelmar no puede estar seguro de nada, ni de tu propia muerte. ¿Qué harías tú en su lugar?

—Pondría vigilancia por todo el territorio, especialmente en Irnan.

Stark maldijo el nombre de Gerrith y deseó que no hubiese hablado.

—Sus palabras le valieron la muerte —dijo secamente Yarrod—, castigo más que suficiente.

—Lo que me intranquiliza es que su profecía hace que peligre mi vida —dijo Stark—. Si hubiese conocido la existencia de esa maldita profecía, habría actuado de una forma totalmente distinta.

—Bueno —arguyó Halk dirigiendo una sonrisa a Stark—. Si la profecía es cierta, si eres el hombre del destino, no tienes nada que temer, ¿no es verdad?

—El hombre que no teme, no vive mucho tiempo. Tengo temor de todo, incluso de esto —contestó Stark palmeando la nalga desnuda de Baya.

—En eso tienes razón. Lo mejor que podías hacer es matarla.

—Ya veremos —dijo Stark—, no tenemos ninguna prisa.

Avanzaban siguiendo a una pequeña estrella fija de luz verde. Yarrod la llamó la Antorcha del Norte.

—Si Gelmar envía la alarma a Irnan, lo hará como de costumbre: por mensajeros y por las rutas. Salvo que ocurra algún accidente, llegaremos antes que ellos.

—A menos que el Hombre Oscuro y su mochila no nos retrasen —apuntó Halk, señalando a Baya.

Stark sonrió entre dientes.

—Tengo la impresión, Halk, de que no vamos a ser los mejores amigos del mundo.

—Ten paciencia, Stark —replicó Yarrod—. Es un guerrero, y la espada nos es más necesaria que un carácter dulce.

Estaba en lo cierto. Stark ahorro su aliento para apretar el paso, cosa que todos imitaron.

6

Estaba amaneciendo. Se detuvieron para descansar en la cima de una colina de la jungla.

El mar ensoñador había quedado muy lejos tras de ellos y su horror disimulado por la distancia y la bruma matinal, fantásticamente coloreada por la salida de la estrella roja. Los irnanianos se dieron la vuelta hacia el este y ofrecieron una libación. Incluso Baya inclinó la cabeza.

—Gloria a ti, Viejo Sol, te damos las gracias por este día —rezaron con sinceridad.

Después, como de costumbre, Halk estropeó aquel emocionante momento. Con agresividad, se volvió hacia Stark.

—No siempre hemos sido pobres, ávidos de los cortos días de existencia, teniendo que economizar cada viruta de metal para poder fabricar los cuchillos con los que cortar la carne. Sobre este mar navegaron barcos. Máquinas voladoras surcaron los aires. Tuvimos todo tipo de comodidades; ahora ya sólo son leyendas. Antaño, Skaith fue un mundo rico, tan rico como cualquier otro.

—Pero ya es demasiado viejo —dijo Yarrod—, su senilidad y su locura se agravan con cada generación. Ven y descansa.

Se sentaron para compartir unas escasas raciones de alimento y vino. Cuando le tocó a Baya, no le dieron nada.

—¿Y a la chica? —preguntó Stark.

—Nos hemos pasado la vida alimentándola, a ella y a sus semejantes —contestó Breca—. No necesita comer.

—Además —añadió Halk—, no la hemos invitado a venir.

Stark partió su ración por la mitad y se la dio a Baya. Ella la tomó y comió rápidamente, sin decir palabra. Desde que recobró el conocimiento se mostraba dócil, andando deprisa y sin apenas quejarse. Stark la llevaba como a un perrillo, con una cuerda atada al cuello. Stark sabía que tenía miedo; estaba rodeada por gente que la odiaba abiertamente y no tenía cerca ningún Heraldo que la protegiera ni les aterrorizase. Tenía ojeras y la pintura con la que se adornaba el cuerpo se veía borrosa y sucia.

—A pesar de toda su tecnología —comenzó Yarrod mientras se metía dos trozos de pan duro en la boca—, las viejas civilizaciones no consiguieron efectuar ningún viaje espacial. Tuvieron que ocuparse de otras cosas más importantes. Así que no encontraron salida, ni para ellos ni para nosotros. Ninguna esperanza de huir. Y luego, de repente, hemos oído hablar de navíos espaciales que han aterrizado procedentes de algo llamado Unión Galáctica, de otros mundos. Comprenderás la repercusión que ha tenido esta noticia en nuestro pueblo una vez que hemos comprobado que era cierta. Tenemos esperanza. Podemos evadirnos.

Stark apuntó:

—Comprendo también por qué no les gusta a los Heraldos. Si los trabajadores se van, todo su sistema se hunde.

Halk se inclinó sobre Baya.

—¡Se hundirá! ¿Que harás entonces, pequeña Errante? ¿Eh?

Baya se encogió, pero Halk continuó hostigándola, hasta que ya no pudo contener la rabia.

—¡Eso no ocurrirá jamás! —dijo enseñando los dientes—. Los Señores Protectores no lo consentirán. Os cogerán y os matarán a todos. —Llena de odio miró a Stark—. Los que vienen de otros mundos no tienen nada que hacer aquí. Sólo crean problemas. No se les tendría que haber dejado venir.

—Pero han venido —dijo Stark—, y las cosas ya nunca serán igual que antes —concluyó, sonriéndola.

—Yo, en tu lugar, aprendería a atender mis necesidades. Siempre podrías emigrar.

—¡Emigrar! —rió Halk—, ¡Aha! Sólo tendrá que aprender a hacer el amor y divertirse.

—Skaith se muere. ¿Qué otra cosa se puede hacer?

Stark sacudió la cabeza.

—Skaith sobrevivirá a vuestra generación y puede que una o dos generaciones más, así es que esa no es una buena razón.

Le maldijo y gritó furiosa:

—Sois malvados y moriréis todos; todos moriréis, como la Mujer... Gerrith. Los Señores Protectores os castigarán. Ellos defienden a los débiles, alimentan a los hambrientos, abrigan...

—¡Ya basta! —la cortó Halk, pegándola. Y ella se calló, con la mirada encendida de rabia.

Halk levantó la mano de nuevo.

—Déjala —atajó Stark—, ella no ha inventado el sistema. —Dio la vuelta hacia Yarrod—. Si Irnan está tan vigilado como dices, ¿cómo podré entrar sin que me descubran?

—No tendrás que entrar. La Gruta de la Mujer Sabia está en las montañas, al salir del valle.

—Y, ¿no la vigilan?

—¡Como gavilanes! —Y añadió siniestramente—: Ya nos encargaremos.

Halk miraba a Baya con malas intenciones.

—Y, ¿qué piensas hacer con ella?

—La liberaremos cuando su lengua no pueda hacernos daño.

—¿Cuándo será eso? No, entrégamela, Hombre Oscuro. Procuraré que no se aburra.

—No.

—¿Por qué tanto celo por su vida? Ella estaba dispuesta a entregar la tuya.

—Tiene sus razones para odiarme y para temerme. —Stark miró el rostro de Baya lleno de lágrimas y sonrió nuevamente—. Además, la impulsaban motivos muy nobles.

—Por todos los demonios, ¿no es el caso de los demás?

Cuando terminaron de comer emprendieron de nuevo la marcha al límite de sus fuerzas. Lo que implicaba que Baya no podía seguirles. Stark la llevó durante un buen trecho del camino. Incluso tropezaba a veces, de puro cansancio, se sentía tremendamente dolorido a causa de las heridas que le había hecho el difunto Hijo del Mar. Subieron y la estrella roja brilló sobre sus cabezas. A media mañana alcanzaron la cima y comenzaron a bajar. Al principio les resultó fácil, pero a medida que iban bajando se les hizo más duro por la pendiente tan pronunciada. El camino, que apenas era visible, serpenteaba por la ladera de la montaña, pero Yarrod en varias ocasiones les hizo bajar en línea recta con el fin de ganar tiempo.

Aunque no se mataron, tampoco llegaron a su meta antes del mediodía. Stark calculó que el sol habría pasado su apogeo una media hora; entonces fue cuando Yarrod ordenó que se detuvieran.

Se encontraban en medio de un bosque muy poblado, con árboles de troncos claros llenos de estrías, cuyo alto, denso y oscuro follaje escondía totalmente el cielo. Deslizándose con precaución; Yarrod empezó a avanzar, seguido de Halk. Stark tendió una correa de Baya a Breca y les alcanzó. Se percató de que los irnanianos eran unos excelentes conocedores del bosque, aunque su excepcional oído sufría por el ruido que hacían. Cuando llegaron a los límites del bosque, fueron más prudentes aún, oteando los alrededores desde detrás de los árboles.

Stark vio una inmensa pradera bañada por la luz del sol. A cierta distancia, se erguía una torre en ruinas que bien podía haber sido un molino o restos de una fortaleza. Junto a la puerta de la torre vieron a dos hombres sentados, relajados, vestidos con túnicas de color vivo y jubones de cuero, con las armas a su lado. Estaban demasiado lejos para poder discernir sus rasgos. Entre el monte alto había una docena de animales dispersos que pacían tranquilamente en la abundante hierba. No se escuchaba ningún ruido, salvo los de la naturaleza: la brisa ligera y el pacer de las bestias.

Yarrod quedó satisfecho; era lo que esperaba. Se dio la vuelta para llamar a sus camaradas.

Stark, con su pesada mano, le agarró el hombro.

—¡Espera!

Y donde un momento antes no se había escuchado ni un ruido, escucharon una multitud.

—Allí hay hombres. Allí... y allí.

Todos pudieron oír el crujir de las sandalias de cuero, el entrechocar del metal y movimientos rápidos y furtivos.

—Nos están cercando...

Yarrod gritó. Los irnanianos, conscientes de que habían caído en una trampa, echaron a correr. Baya tropezó y cayó al suelo. O, posiblemente, se tiró al suelo a propósito. En cualquier caso, la dejaron abandonada. Se escucharon voces dando órdenes perentorias. Los pasos martilleaban el suelo. Los irnanianos salieron huyendo hacia la pradera en dirección a la torre, donde tenían escondidas las armas. Se oyeron silbar las flechas por el aire. Cayeron dos irnanianos y sólo se levantó uno de ellos. Corrían entre las bestias que se apelotonaban y se dispersaban asustadas. Luego Stark pudo ver que los dos hombres que había a la entrada de la torre no se movían, por lo que dedujo que estaban muertos.

La pradera era amplia y larga, totalmente al descubierto bajo la luz del sol. Una lluvia de flechas saltó de la torre y se clavaron en el suelo a su alrededor.

Yarrod quedó inmóvil. Miró a su alrededor, no había un solo lugar donde poder ponerse a cubierto; no quedaba esperanza. Tras de ellos no dejaban de salir hombres del bosque, lanzando flechas. De la torre, aparecían otros hombres apartando los cuerpos a patadas. Su jefe era un hombre bajo y pelirrojo, vestido con una túnica de color rojo oscuro; no llevaba armas, sólo portaba la vara de mando de su rango. Halk pronunció una sola palabra. Un nombre que escupió como una maldición.

—¡Mordach!

Stark había tomado una decisión. Las flechas eran largas y afiladas; no podría escapar de ellas corriendo. Así que él también esperó, inmóvil, pues no quería perecer en aquel lugar, tontamente, bajo la estrella roja.

—¿Quién es Mordach? —preguntó.

—El Primer Heraldo de Irnan —contestó Yarrod con voz entrecortada por la rabia y la desesperación—. Alguien ha hablado. Alguien nos ha traicionado.

Los arqueros formaron un círculo a su alrededor, un círculo que Mordach atravesó para levantar su mirada ante los altos irnanianos, sonriendo.

—Los apacibles cazadores —dijo—, sin armas y con una extraña vestimenta. Cuando menos habéis dado caza a una buena pieza.

Posó su mirada en Stark, que en aquel momento pensaba que bien podía haber desafiado a las flechas.

—Un habitante de otro mundo —dijo Mordach— en un lugar que les está prohibido a los habitantes de otros mundos. Y en compañía de malhechores que han infringido la ley. ¿Habéis ido a buscarle? ¿Alguien que pretende cumplir vuestra profecía?

—Quizá la cumpla, Mordach —dijo Halk con malicia—. Gelmar así lo creyó. Trató de matarle sin lograrlo.

«Gracias, buen amigo». Pensó Stark, tensando los músculos del vientre como prevención.

Se acercaron dos hombres sosteniendo a Baya.

—La hemos encontrado en el bosque. No parece pertenecer al grupo.

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