La Forja (9 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—Estuve a punto de hacerlo. El
Theldara
me hizo llamar. Pero estaba asustado. —Suspiró—. Pensé que podía arreglármelas por mí mismo. Intenté ahogar en mi trabajo aquella sed de conocimientos prohibidos. Busqué limpiar mi alma en la oración y el cumplimiento de mis deberes. Después de aquello no falté ni una sola vez a la Ceremonia Vespertina, y empecé a hacer ejercicio junto con los otros en el patio, hasta quedar tan agotado que no podía ni pensar.

»Por encima de todo, me mantuve alejado de la Biblioteca. Sin embargo, no había un solo momento, tanto si estaba despierto como dormido, en que no pensara en aquella habitación y en el tesoro que yacía en su interior.

»Debiera haberme dado cuenta entonces de que estaba perdiendo mi alma. —Sus propias palabras lo arrastraron a seguir hablando—. Pero el dolor que me causaba el deseo era demasiado fuerte, y me rendí. Anoche, cuando todos los demás se habían retirado a sus celdas porque era la Hora del Reposo, me deslicé al exterior y atravesé los pasillos sin ser visto hasta llegar a la Biblioteca. No sabía que se había apostado allí al anciano Diácono para que asustara a los roedores, pero no creo que me hubiera detenido de haberlo sabido, de tan consumido como estaba por el deseo.

»Tal y como había previsto, fue muy sencillo deshacer los hechizos. Incluso de niño hubiera podido realizarlo. Conteniendo el aliento, me detuve en el umbral, saboreando el dulce tormento de la anticipación. Luego penetré en la habitación prohibida, con el corazón latiéndome de tal manera que estuvo a punto de estallarme, y el cuerpo bañado en sudor.

»¿Habéis estado en alguna ocasión allí dentro? —Saryon miró al Patriarca, quien enarcó las cejas de forma tan alarmante que el joven se echó hacia atrás—. No, no, su... supongo que no. Los libros no están colocados cuidadosamente, ni tampoco siguen ningún orden. Simplemente están amontonados como si los hubieran lanzado allí dentro, apresuradamente, manos que estuvieran impacientes por librarse de la contaminación. Cogí uno, el primero que encontré. —Las manos de Saryon se crisparon—. El júbilo y la satisfacción que sentí al tocar aquel pequeño libro me hicieron perder el sentido de la vista y del oído, perdí incluso la noción de dónde estaba y de lo que estaba haciendo. Tan sólo recuerdo que lo sujetaba entre las manos y que pensaba en qué maravillosos misterios estaban a punto de serme revelados, y que aquel dolor abrasador brotaría finalmente al exterior y me vería libre de mi tormento.

—¿Y cómo era el libro? —preguntó el Patriarca Vanya muy dulcemente.

Saryon sonrió tristemente.

—Aburrido. Soso. A medida que volvía las páginas me sentía más y más confuso. ¡No entendí absolutamente nada, absolutamente nada! Estaba lleno de toscos dibujos de artefactos extraños y sin sentido, conteniendo referencias indirectas a cosas como «ruedas», «mecanismos» y «poleas». —Con un suspiro, Saryon inclinó la cabeza y suspiró como un niño al que acaban de desilusionar—. No mencionaba ni una palabra sobre matemáticas.

La sonrisa que Vanya había estado reprimiendo, por fin se hizo visible en sus labios, pero no importaba. Saryon no lo miraba, el joven tenía los ojos fijos en sus zapatos.

Con una voz sin vida, Saryon concluyó su relato:

—En aquel momento, llegaron los Ejecutores y... todo se oscureció. No... no recuerdo nada más hasta que... hasta que me encontré en mi celda.

Exhausto, se dejó caer de nuevo sobre los blandos cojines de la silla, cubriéndose el rostro con las manos.

—¿Qué hiciste entonces?

—Me di un baño. —Levantando la cabeza, Saryon vio la sonrisa de Vanya y, suponiendo que era debida a su afirmación, añadió a guisa de explicación—: Me sentía tan sucio y lleno de porquería...; debo de haberme bañado por lo menos unas veinte veces esta noche.

El Patriarca Vanya asintió, comprendiéndole.

—Y, sin duda, debes haber pasado toda la noche imaginando cuál podría ser tu castigo.

La cabeza de Saryon se inclinó de nuevo.

—Sí, Divinidad, desde luego —musitó.

—Indudablemente, te viste sentenciado a transformarte en uno de los Vigilantes, convertido en piedra para permanecer para siempre en la frontera del país.

—Sí, Divinidad —contestó Saryon en voz baja, apenas audible—. No es más que lo que me merezco.

—¡Ah!, Hermano Saryon, si a todos se nos castigara tan drásticamente por perseguir el conocimiento, éste sería un país de estatuas de piedra, y muy merecidamente. La búsqueda del conocimiento no es ningún mal. Tú lo buscaste en el lugar equivocado, eso es todo. Esos espantosos conocimientos fueron desterrados por un motivo: estuvieron a punto de destruir nuestro país. Pero tú no eres el único. A todos nosotros nos ha tentado el Mal en un momento u otro de nuestras vidas. Lo comprendemos. No lo condenamos. Debes confiar en nosotros. Debieras haber acudido a mí o a uno de los Maestros en busca de consejo.

—Sí, Divinidad. Lo lamento.

—En cuanto a tu castigo, éste ya ha sido infligido.

Asombrado, Saryon levantó la cabeza. Vanya sonrió suavemente.

—Hijo —le dijo, su voz llena de amabilidad—, esta noche has sufrido mucho más de lo que merecía tu leve pecado. No incrementaría ese sufrimiento por nada del mundo. No, de hecho, voy a hacerte un ofrecimiento para intentar, de alguna manera, compensarte por lo que me temo es mi parte de culpa en tu crimen.

—¡Divinidad! —El rostro de Saryon se tornó colorado, luego palideció—. ¿Vuestra parte de culpa? ¡No! Soy yo el único...

Vanya movió una mano con desaprobación.

—No, no, yo no he estado abierto a vosotros los jóvenes. Es evidente que me consideráis inaccesible. Lo mismo sucede, empiezo a darme cuenta, con los otros miembros de la jerarquía. Intentaremos remediarlo. De momento, necesitas un cambio de aires para quitarte esas polvorientas telarañas de la cabeza. Por lo tanto, Diácono Saryon —dijo el Patriarca—, me gustaría llevarte conmigo a Merilon, para que ayudases en las Pruebas que se le harán al Heredero de la Corona, cuyo nacimiento se espera en cualquier momento. ¿Qué respondes?

El joven no pudo responder, ya que se había quedado literalmente sin habla. Aquél era un honor por el que todos los miembros de la Orden habían estado compitiendo y rivalizando astutamente durante meses: desde el momento en que se anunció que la Emperatriz había quedado embarazada. Saryon, que había estado absorto en sus estudios y consumido por su sed de conocimientos prohibidos, no había prestado demasiada atención a las habladurías. De todas formas, él no pertenecía al círculo de jóvenes de ambos sexos que gozaban de gran popularidad en el seminario, y se imaginó que no le pedirían que fuese, aunque él quisiera ir.

Observando la perplejidad del joven, y dándose cuenta de que aún tardaría un poco en poder tomar una decisión, Vanya le empezó a hablar de las bellezas de la ciudad real y a comentarle las ramificaciones políticas de aquel nacimiento hasta que Saryon pudo, finalmente, musitar uno o dos comentarios inteligibles. El Patriarca comprendió lo que el joven estaba pensando. Habiendo esperado ser arrojado a la oscuridad y la ignominia, se encontraba, repentinamente, con que lo iban a llevar a la ciudad de la belleza y el placer, y lo iban a presentar en la Corte. Aquello le garantizaría un porvenir, no había duda de ello.

Hacía años que no había nacido un Heredero de la Corona. La Emperatriz había ascendido al trono a la muerte de su hermano, que no había tenido hijos. Las celebraciones que preparaba la ciudad de Merilon iban a ser de una espectacularidad increíble. A Saryon, como miembro honrado y reverenciado del personal del Patriarca Vanya, a la vez que emparentado —aunque de manera lejana— con la Emperatriz por parte de madre, le invitarían a fiestas y comidas los nobles más poderosos del país. Indudablemente, alguna noble familia le invitaría a ser su Catalista Residente; había varias plazas vacantes que necesitaban cubrirse. Tendría el porvenir asegurado.

Y, lo que era más importante, se dijo a sí mismo el Patriarca mientras acompañaba cortésmente hasta la puerta al todavía aturdido Saryon, el joven viviría en Merilon. No regresaría a El Manantial durante mucho, mucho tiempo, si es que regresaba alguna vez.

6. Merilon

Encantada ciudad de ensueño..., Merilon. Bautizada por él gran mago que guió a su pueblo hasta aquel mundo lejano, quien la contempló con ojos que habían visto el transcurrir de siglos, y escogió aquel lugar para su tumba, donde ahora yace bajo el Hechizo Final en el claro que tanto amó.

Merilon. Su Catedral y sus palacios de cristal centellean como lágrimas congeladas sobre la faz del firmamento azul.

Merilon. Dos ciudades: una construida sobre plataformas de mármol forzadas, mediante la magia, a flotar en el aire como pesadas nubes que hayan sido domesticadas y moldeadas por la mano del hombre. Conocida por el nombre de Ciudad Superior, proyecta sobre la Ciudad Inferior una perpetua luz crepuscular de tonos rosados.

Merilon. Rodeada por una esfera mágica, decorativas nevadas caen bajo un tórrido sol veraniego, y fragantes brisas perfuman el gélido y quebradizo viento invernal.

Merilon. ¿Puede el visitante que se traslada hacia las alturas en dorados carruajes, tirados por corceles cubiertos de pelaje y plumas creados mediante prodigiosos encantamientos, contemplar esta ciudad sin que su corazón se inflame hasta hacer que su rostro rebose orgullo y felicidad?

Desde luego, Saryon no podía; sentado en un carruaje creado a semejanza de media cáscara de nuez, hecho de oro y plata, y tirado por una extravagante ardilla alada, observaba las maravillas que le rodeaban sin apenas poderlas ver a causa de las lágrimas. Sin embargo, aquello no era nada de lo que tuviera que avergonzarse, puesto que la mayoría de los catalistas del séquito del Patriarca Vanya sentían una emoción similar, con la única excepción del cínico Dulchase. Éste, habiendo nacido y pasado su infancia en Merilon, ya lo había visto todo con anterioridad y ahora permanecía sentado en el carruaje mirando a su alrededor con una expresión de aburrimiento que era la envidia de sus compañeros.

Para Saryon, las lágrimas que derramaba constituían un alivio y una bendición. Los últimos días pasados en El Manantial no habían sido fáciles para él; el Patriarca Vanya había conseguido mantener en secreto la infracción del joven, y había convencido a Saryon de que era de vital importancia para la Iglesia que él tampoco hablara del tema. Pero Saryon disimulaba muy mal, y su sentimiento de culpa le hacía percibir las palabras «Noveno Misterio» como si resplandecieran sobre su cabeza en letras de fuego para que todo el mundo pudiera verlas. Tan desgraciado se sentía, a pesar de las amables palabras de Vanya, que más tarde o más temprano le hubiera confesado su pecado a la primera persona que le mencionara la palabra «Biblioteca». Lo único que lo salvó y lo mantuvo demasiado ocupado para pensar en su crimen, fue el frenesí de actividad en el que se vio precipitado mientras se preparaba para aquel viaje.

Y eso era, precisamente, lo que Vanya había previsto.

El mismo Patriarca, que precedía a su comitiva en el carruaje de la Catedral, formado por hojas de oro bruñido y tirado por dos aves de brillante plumaje rojo, estaba reflexionando sobre ello y preguntándose cómo se las estaría arreglando su joven pecador, mientras su mirada vagaba por la ciudad. A Vanya tampoco le impresionaban las bellezas de Merilon. Las había visto muchas, muchas veces.

La mirada aburrida del Patriarca pasó con rapidez sobre las paredes de cristal de las tres Casas Gremiales, que podían verse, colocada cada una de ellas sobre una plataforma de mármol de su mismo color, conocidas con el sobrenombre de Las Tres Hermanas. Le echó una ojeada a la Posada del Dragón, llamada así porque sus paredes de cristal estaban decoradas con una serie de quinientos maravillosos tapices, uno para cada habitación, que, cuando se los desenrollaba simultáneamente por la tarde, formaban el dibujo de un dragón cuyos colores llameaban en el cielo como un arco iris. Y bostezó cuando pasó junto a las mansiones de la nobleza, cuyas paredes acristaladas relucían con cortinas hechas de rosas, sedas o arremolinadas brumas. Sin embargo, al levantar la mirada hacia el cielo, hacia el Palacio Real que refulgía sobre la ciudad como una estrella, el Patriarca Vanya suspiró. No fue un suspiro de admiración y asombro, como los que dejaba escapar su séquito tras él. Fue un suspiro de preocupación e inquietud, o quizá de exasperación.

El único edificio de los niveles superiores de Merilon que captó totalmente la atención del Patriarca fue el edificio hacia el que se dirigían los carruajes: la Catedral de Merilon. Sus agujas y contrafuertes de cristal, que se había tardado treinta años en moldear, refulgían como una llama a la luz del sol, cuyo habitual color amarillento había sido cambiado aquel día por los practicantes del Misterio de las Sombras, los ilusionistas, por un brillante y refulgente rojo dorado, para disfrute del pueblo. Pero lo que atrajo la atención de Vanya no fue la resplandeciente belleza de la Catedral —cuya visión llenó a su comitiva de respeto—, sino un defecto que descubrió en el edificio.

Una de las gárgolas vivientes había cambiado ligeramente de postura y miraba ahora en la dirección equivocada. El Patriarca se lo mencionó al Cardinal, que estaba sentado a su lado, quien se mostró escandalizado. El secretario, sentado frente al Patriarca, tomó nota mentalmente y al descender se lo mencionó al Cardinal Regional, que era quien dirigía los asuntos eclesiásticos en Merilon y sus alrededores, y que se encontraba en aquellos momentos en la escalinata de cristal, resplandeciente en sus ropajes color verde ribeteados en oro y plata, aguardando para recibir a su Patriarca. El Cardinal Regional levantó la mirada y palideció; inmediatamente fueron enviados dos novicios para ocuparse de la gárgola que había cometido tal ofensa.

Una vez corregida la infracción, el Patriarca y su séquito penetraron en la Catedral, acompañados por los vítores de la gente que se alineaba en los puentes que unían las plataformas de mármol de Merilon con un entramado de hilos de oro y plata. El Patriarca se detuvo para enviar una bendición a la muchedumbre, que guardó silencio respetuosamente. Luego Vanya y su comitiva desaparecieron en el interior de la Catedral y el gentío se dispersó para volver a sus diversiones.

La ciudad de Merilon, tanto la Superior como la Inferior, estaba repleta de gente. En Merilon no se había conocido tal excitación desde el día de la coronación. Nobles de remotas regiones que tenían familiares en la ciudad les honraban con su presencia, mientras que aquellos nobles que no tenían la misma suerte se alojaban en la Posada. El Dragón de Seda estaba totalmente lleno, desde la punta del morro hasta el extremo de la cola. Los
Pron-alban
y los
Quin-alban
, artesanos y hacedores de hechizos, habían estado trabajando horas extras para añadir habitaciones de invitados a las ricas moradas de las mejores familias de Merilon. De esta forma las Casas Gremiales se veían inmersas en una actividad desacostumbrada, y muchos de sus miembros habían tenido que viajar desde lugares lejanos para ayudar con el trabajo extra.

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