La Forja (7 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

—Pa... parecía muy grande, no el ruido, claro. Quiero decir, como si lo hubiera hecho algo bastante grande y...
me pareció
oír cerrarse una puerta.

Un soplo de aire húmedo y caliente se escapó de la negra capucha.

—¡Claro que no! —El Diácono pareció escandalizarse—. Es la Hora del Reposo. A nadie se le permite estar aquí. Yo tengo dis... dispensa —añadió, aturullándose a causa del nerviosismo.

La cabeza encapuchada se volvió para examinar los sombríos pasillos que formaban las estanterías de cristal y su valioso contenido.

—A... ahí —dijo el Diácono con voz trémula, indicando hacia el extremo opuesto de la Biblioteca—. No vi nada. Simplemente oí un ruido, una especie de crujido, y luego... luego la puerta...

Se detuvo, al llegarle otro apagado suspiro.

—¿Qué hay ahí al fondo? Un momento. Dejad que piense. —La totalidad de su calva cabeza se arrugó mientras atravesaba penosamente la Biblioteca Interior con su imaginación. Por fin, su vacilante paseo mental le condujo a hacer un descubrimiento sorprendente, puesto que sus ojos se abrieron de par en par y se quedó mirando fijamente al
Duuk-tsarith
con espanto—. ¡El Noveno Misterio!

La negra capucha del Ejecutor dio un bandazo.

—¡La Cámara del Noveno Misterio! —El Diácono se retorció las manos—. ¡Los libros prohibidos! Pero si la puerta está siempre sellada. Cómo... Qué...

Pero le estaba hablando al vacío. El Señor de la Guerra había desaparecido.

Debido al estado de agitación en que se encontraba, el Diácono tardó un poco en asimilar lo que realmente había ocurrido. Pensando, en un principio, que el
Duuk-tsarith
podría haber huido aterrorizado, el Diácono estuvo a punto de seguirlo cuando le asaltó un pensamiento mucho más lógico. Estaba muy claro. El Ejecutor había ido a investigar.

Imágenes de la gigantesca rata surgieron amenazadoras ante los ojos del Diácono. «Quizá debería permanecer aquí vigilando la entrada», pensó. Pero entonces, la imagen del Maestro Bibliotecario reemplazó a la del enorme roedor, y, con un suspiro, el Diácono se recogió los faldones de la ondulante túnica blanca para que no arrastrasen por el polvo, y atravesó a toda prisa la Biblioteca, en dirección a la habitación prohibida.

Sintiéndose perdido, por un momento, en aquel laberinto de estanterías de cristal, el sonido de unas voces a su derecha, un poco más adelante, le indicó el camino a seguir y echó a correr, llegando ante la puerta de la cámara prohibida justo en el mismo momento en que otro silencioso y enlutado
Duuk-tsarith
se materializaba surgiendo de la nada. Como el primer Ejecutor había retirado el sello de la puerta, el segundo entró inmediatamente. El Diácono hizo un movimiento para seguirlos, pero la inesperada aparición del segundo Ejecutor le había alterado los nervios de tal manera que se vio obligado a apoyarse en la puerta durante unos segundos, apretando una mano sobre su palpitante corazón.

Al poco, recobrándose y no queriendo perderse el espectáculo de dos
Duuk-tsarith
batallando contra una rata gigante, el Diácono se asomó cautelosamente al interior de la cámara. A pesar de que las vetustas sombras habían sido rechazadas a sus rincones por la luz de una vela, parecían estar esperando la menor oportunidad para saltar fuera de ellos y volver a tomar posesión, una vez más, de su mohoso hogar; y mientras miraba al interior de la habitación, la rata gigante se esfumó de la enrarecida imaginación del Diácono, siendo reemplazada por un horror más real y profundo. En aquel momento se dio cuenta de que tenía que enfrentarse con algo mucho más siniestro y terrible.

Alguien había penetrado en la habitación prohibida. Alguien estaba estudiando sus oscuros y arcanos secretos. Alguien se había dejado seducir por el espantoso poder del Noveno Misterio.

Parpadeante, intentando acostumbrar sus ojos al brillante haz de luz que despedía la vela, el Diácono no pudo reconocer, al principio, a la figura acobardada que sujetaban los dos oscuros Señores de la Guerra. Únicamente pudo ver una túnica blanca bordeada de gris como la suya. Un Diácono de El Manantial, por lo tanto. Pero ¿quién...?

Un rostro demacrado y de aspecto desdichado levantó la vista hacia él.

—¡Hermano Saryon!

5. Los aposentos del Patriarca

Poniéndose en pie pesadamente, una vez realizada la Ceremonia del Alba, el Patriarca Vanya se alisó las rojas vestiduras y, dirigiéndose hacia la ventana, se quedó contemplando la salida del sol, con los labios apretados y el entrecejo fruncido. El sol, como si se hubiera dado cuenta del severo examen al que se le sometía, asomó tímidamente sobre los picos de las lejanas montañas Vannheim. Pareció incluso dudar durante unos pocos segundos, balanceándose sobre las agudas crestas de los nevados picos, aparentemente dispuesto a ocultarse de nuevo al momento a la más mínima indicación por parte del Patriarca.

El Patriarca, no obstante, se apartó de la ventana, tomando y colocándose pensativamente alrededor del cuello la cadena de oro y plata que simbolizaba el cargo que ostentaba y al mismo tiempo hacía juego con el reborde en oro y plata de sus ropas. Como si hubiera estado aguardando aquel momento, el sol se precipitó hacia el firmamento, inundando de luz la habitación del Patriarca. Frunciendo aún más el entrecejo, el Patriarca Vanya se dirigió de nuevo majestuosamente hacia la ventana y corrió las pesadas cortinas de terciopelo.

Un suave y tímido golpe en la puerta interrumpió a Vanya cuando se disponía a sentarse a su mesa para empezar con sus tareas diarias.

—Entrad con la bendición de Almin —dijo con voz suave y placentera, aunque dejó escapar un suspiro inmediatamente después, con expresión malhumorada, al posar la mirada sobre el montón de misivas, recién entregadas por los Ariels, que descansaban sobre la reluciente madera.

No obstante, la expresión ceñuda se había esfumado cuando el visitante hizo su aparición en el umbral. Un rebelde rayo de sol, que había conseguido filtrarse por un resquicio de las cortinas, hizo centellear un pedazo del reborde plateado que adornaba la blanca túnica de aquel hombre. El Cardinal se deslizó al interior de la habitación, sin que sus zapatos hicieran el menor ruido al andar sobre la gruesa alfombra; luego, tras haber saludado con una reverencia desde la puerta abierta, la cerró cuidadosamente tras él y se acercó temeroso.

—Divinidad —empezó, pasándose la lengua por los labios nerviosamente—, un incidente de lo más lamentable...

—Que el sol os alumbre, Cardinal —saludó el Patriarca desde su asiento de detrás del enorme escritorio.

El Cardinal se ruborizó.

—Os pido disculpas, Divinidad —murmuró, inclinándose de nuevo—. Que el sol os alumbre. Que la bendición de Almin os acompañe en este día.

—Y también a vos, Cardinal —deseó el Patriarca plácidamente, mientras estudiaba las misivas que los mensajeros le habían entregado en mano la noche anterior.

—Divinidad, un incidente de lo más lamentable...

—No debemos permitir nunca que las cosas mundanas nos afecten de tal manera que nos olvidemos de invocar la bendición de Almin —observó Vanya, con aspecto ensimismado, aparentemente absorto en la lectura de una de las cartas, que estaba envuelta por el aura dorada del Emperador. En realidad, no estaba leyendo la carta en absoluto. Otro «lamentable incidente». ¡Maldición! Acababa de vérselas con uno: un pobre estúpido, un Catalista Residente, que se había enredado con la hija de un noble de rango menor hasta tal punto, que ambos habían cometido el horrendo pecado de mantener relaciones carnales. La Orden había decretado su ejecución mediante la Transformación; una decisión muy sabia. Pero, de todas maneras, no había sido nada agradable y había trastornado la vida en El Manantial durante una semana—. Lo recordaréis, ¿verdad, Cardinal?

—Sí, desde luego, Divinidad —titubeó el Cardinal, mientras el rubor le ascendía desde el rostro a la calva cabeza. Vaciló.

—¿Bien? —El Patriarca levantó los ojos—. ¿Un muy lamentable incidente?

—Sí, Divinidad. —El Cardinal aprovechó de inmediato la oportunidad—. Uno de los Diáconos jóvenes fue descubierto anoche en la Gran Biblioteca después de haber sonado la Hora del Reposo...

Vanya frunció el entrecejo, malhumorado, y agitó su mano rechoncha con un movimiento impaciente.

—Que uno de los Submaestros determine el castigo que merece, Cardinal. Yo no puedo perder el tiempo ocupándome de todas las infracciones...

—Os pido disculpas de nuevo, Divinidad —interrumpió el Cardinal, dando un paso hacia adelante llevado por su ardor—, pero ésta no es una infracción corriente.

Vanya clavó la mirada en el rostro del otro y se dio cuenta, por primera vez, de la aterradora seriedad y solemne intensidad que se reflejaba en él. Con semblante grave, el Patriarca depositó la misiva del Emperador sobre el escritorio y le dedicó a su ministro toda su atención.

—Adelante.

—Divinidad, al joven se lo encontró en la Biblioteca Interior —el Cardinal se interrumpió, no porque intentara darle más dramatismo a la situación intencionadamente, sino porque precisaba reunir fuerzas para enfrentarse a la reacción que esperaba de su superior—, en la Cámara del Noveno Misterio.

El Patriarca Vanya contempló al Cardinal en silencio, con el disgusto oscureciéndole el semblante.

—¿Quién? —gruñó.

—El Diácono Saryon.

La severa mirada se acentuó.

—Saryon..., Saryon —murmuró, tamborileando abstraído con los dedos de su gordinflona mano sobre la mesa, mientras los movía arriba y abajo, como tenía por costumbre.

Al Cardinal, que ya se lo había visto hacer en otras ocasiones, le recordó vividamente a una araña que se moviera con lentitud y de manera inexorable por la negra madera. Con un movimiento involuntario, retrocedió un paso mientras refrescaba la memoria de su superior.

—Saryon. El matemático prodigioso, Divinidad.

—¡Ah, sí! —Las erizadas cejas se relajaron ligeramente, la indignación se redujo algo—. Saryon. —Se quedó pensativo un momento, luego volvió a fruncir el entrecejo—. ¿Cuánto tiempo permaneció dentro?

—No mucho, Divinidad —se apresuró a asegurarle el Cardinal—. Los
Duuk-tsarith
fueron alertados casi inmediatamente por el Submaestro, que oyó un ruido en el otro extremo de la Biblioteca. Por consiguiente, pudieron detener al joven a los pocos minutos de haber entrado.

El alivio se reflejó en el rostro del Patriarca, que estuvo casi a punto de sonreír. No obstante, al darse cuenta de que aquella expresión de alivio no había pasado inadvertida al Cardinal, y que éste le observaba con una creciente mirada de escandalizada desaprobación, Vanya adoptó inmediatamente un aire sombrío y severo.

—Esto no debe quedar sin castigo.

—No, desde luego que no, Divinidad.

—Este Saryon debe servir de ejemplo, no sea que los demás cedan a la tentación.

—Eso es exactamente lo que yo estaba pensando, Divinidad.

—Sin embargo —dijo Vanya pensativo, suspirando pesadamente y poniéndose en pie—, no puedo por menos que pensar que esto es en parte culpa nuestra, Cardinal.

Los ojos del Cardinal se abrieron desmesuradamente.

—Yo os aseguro, Divinidad —protestó con frialdad—, que ni yo, ni ninguno de nuestros Maestros ha siquiera...

—¡Oh, no quiero decir eso! —lo cortó Vanya, agitando la mano—. Recuerdo haber oído algunos comentarios sobre que ese joven estaba descuidando su salud y sus oraciones en favor de sus libros. Obviamente, hemos permitido que Saryon se dejara absorber de tal manera por sus estudios que ha llegado a perder el contacto con este mundo. Incluso ha estado a punto de perder su alma —añadió el Patriarca solemnemente, sacudiendo la cabeza—. ¡Ah!, Cardinal, se nos podría haber hecho responsables de la pérdida de esa alma, pero, gracias a la misericordia de Almin, se nos da una oportunidad de salvar a ese joven.

—Alabado sea Almin —murmuró entre dientes el Cardinal, al recibir del Patriarca una mirada llena de reproche, aunque era evidente que no consideraba que aquello constituyese una de las grandes bendiciones de su vida.

Dándole la espalda a su enfurruñado pastor, el Patriarca se dirigió a la ventana y, apartando la cortina a un lado con una mano, miró al exterior como si meditase sobre lo hermoso del día; pero el día estaba muy lejos de su pensamiento, como lo evidenció el hecho de que, al ver que el Cardinal no decía nada más, Vanya, sujetando aún la cortina con la mano, lo miró con el rabillo del ojo, y añadió:

—El alma de ese joven es de suprema importancia; ¿no estáis de acuerdo, Cardinal?

—Naturalmente, Divinidad —dijo el Cardinal, parpadeando al darle la luz en los ojos, y viéndola centellear en el ojo del Patriarca.

El Patriarca volvió a su contemplación de la hermosa mañana.

—Me parece a mí, por lo tanto, que nos corresponde algo de culpa por la caída de ese joven, a causa de nuestra negligencia al permitirle que vagara solo, sin guía o supervisión. —Al no recibir respuesta, Vanya exhaló un suspiro y se golpeó en el pecho duramente con la mano—. Yo me incluyo también entre aquellos a quienes hay que culpar, Cardinal.

—Su Divinidad es demasiado bondadoso...

—Por lo tanto, ¿no sería lógico que su castigo cayera sobre nosotros? ¿Que sirviéramos nosotros de ejemplo, no ese joven, puesto que hemos sido nosotros quienes le hemos fallado a él?

—Supongo...

Dejando caer la cortina bruscamente, sumergiendo de nuevo la habitación en una fresca penumbra, Vanya se apartó de la ventana volviéndose de cara a su pastor, que de nuevo parpadeaba, esforzándose por ajustar su visión a la semioscuridad al igual que se esforzaba por ajustar su mente al pensamiento del Patriarca.

—Humillarnos públicamente a causa de este incidente le haría a la Iglesia, no obstante, un mal servicio; ¿no lo creéis así, Cardinal?

—¡Desde luego, Divinidad! —La agitación del Cardinal iba en aumento, lo mismo que su confusión—. Algo así es inimaginable...

Con semblante pensativo y meditabundo, el Patriarca se puso las manos a la espalda.

—¿No es contrario a todos nuestros preceptos, sin embargo, que pague otro por nuestros pecados?

El Cardinal, perdido totalmente el hilo, únicamente pudo murmurar una evasiva.

—Por lo tanto —continuó el Patriarca con voz suave—, considero que sería lo mejor para la misma Iglesia y para el alma de ese joven que este incidente fuera... olvidado.

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