Y nos dimos cuenta de que estábamos solos. Almin nos había abandonado.
¿Cuándo tendrá lugar esta Profecía? ¿Qué significa? No lo sabemos, a pesar de que nuestras mentes más preclaras la estudian palabra por palabra, letra por letra incluso. El nuevo Patriarca está considerando la posibilidad de conjurar otra Visión, pero hay pocas probabilidades de que pueda llevarse a cabo, puesto que el teúrgo se está muriendo y casi con toda seguridad era el último de los de su clase que quedaba vivo en este mundo.
Por lo tanto, se ha decretado que yo escriba esto para aquel que tal vez pueda ver un futuro en el que muchos de nosotros no creemos. Este pergamino será entregado a los
Duuk-tsarith
para que lo custodien. Su existencia únicamente la conocerán ellos, que todo lo saben, y el Patriarca del Reino, al cual se le dará a conocer el día de su coronación.
Manténgase pues en secreto, para evitar que el pueblo se alce presa del pánico para destruir las Casas Reales y descienda sobre nuestro país un reinado de terror como el que nos obligó a abandonar nuestro antiguo hogar.
Que Almin esté contigo... y con todos nosotros.
El nombre escrito al final es ilegible y tampoco tiene importancia.
Desde ese momento, todos los Patriarcas del Reino —y ha habido muchos— han leído la Profecía. Todos se han preguntado, atemorizados, si se cumpliría durante su mandato. Todos han rezado para que no fuera así...
... y en secreto han planeado qué es lo que harían si se cumpliera.
El niño estaba Muerto.
En cuanto a eso, todo el mundo estaba de acuerdo.
Todos los brujos, los magos y los supermagos que flotaban en un reluciente círculo sobre el suelo de mármol, cuya tonalidad había sido cambiada precipitadamente la noche anterior, para pasarla del blanco radiante al tono de azul apropiado para el luto, estaban de acuerdo. Todos los Señores de la Guerra, que vestidos con sus negros ropajes mantenían su actitud de fría reserva y estricta atención al deber, mientras flotaban hacia los lugares que se les había asignado, parecían, por la postura aún más rígida que habían adoptado, estar totalmente de acuerdo. Todos los taumaturgos —los catalistas—, que permanecían humildemente de pie sobre el suelo azul, también estaban, tal como lo indicaban los sombríos colores de sus túnicas, de acuerdo.
Una lluvia suave, cuyas lágrimas se deslizaban por las bóvedas acristaladas que coronaban las paredes de cristal de la magnífica Catedral de Merilon, se derramaba mostrando su conformidad. El mismo aire que circulaba por el interior de la Catedral, matizado por las débiles emanaciones de la luna que los brujos habían hecho aparecer para que iluminase aquella solemne ocasión, coincidía en ello. Incluso los árboles blancos y dorados del parque de la Catedral, cuyas airosas ramas relucían bajo la pálida y nebulosa luz, estaban de acuerdo; o le parecía a Saryon que lo estaban. Le parecía como si pudiese oír las hojas susurrar con un murmullo quedo y lúgubre: El Príncipe está Muerto..., el Príncipe está Muerto...
El Emperador estaba de acuerdo. (Para obtener aquella conformidad, pensó Saryon, mordaz, el Patriarca Vanya se habría pasado sin duda la mayor parte de la noche anterior de rodillas, exhortando a Almin para que le concediera la facilidad de palabra de la serpiente.) Suspendido en el aire de la Catedral, el Emperador flotaba junto a la vistosa cuna de madera de palisandro situada en el centro de una plataforma de mármol, con la mirada fija en el bebé y los brazos cruzados sobre el pecho para indicar rechazo. Su rostro se mostraba severo e inmutable. El único signo exterior de su dolor era el cambio gradual en el color de sus vestiduras, que iba pasando de
Sol Áureo
a un tono
Azul Llanto
: el mismo color que el suelo de mármol. El Emperador conservaba la serena majestad que de él se esperaba, incluso en aquella hora, en que su última oportunidad de conseguir un heredero para el trono se había esfumado con aquella minúscula criatura; ya que el Patriarca Vanya había conjurado la Visión y había pronosticado que la Emperatriz, cuya salud era frágil y precaria, no tendría más descendencia.
El Patriarca permanecía de pie sobre la plataforma de mármol cerca de la cuna de palisandro. No flotaba sobre ella, como lo hacía el Emperador. De pie también él, Saryon no pudo evitar preguntarse si Vanya sentiría la misma envidia que roía al catalista; envidia de los magos, quienes, incluso en aquella solemne ocasión, parecían quererse pavonear de su poder ante los débiles taumaturgos, cerniéndose sobre ellos desde el aire.
Son únicamente los magos de Thimhallan quienes poseen el Don de la Vida, en tal abundancia que son capaces de viajar por el mundo en las alas del viento. La Fuerza Vital del catalista, por el contrario, es tan reducida que se ve obligado a conservar cada chispa de ella. Puesto que está destinado a andar sobre la tierra toda su vida, el símbolo de la Orden de los catalistas es el zapato.
El zapato: un símbolo de nuestra piadosa abnegación, un símbolo de nuestra humildad, reflexionó Saryon amargamente, apartando su mirada, con un esfuerzo, de los magos y obligando a su mente a concentrarse de nuevo en la ceremonia. Vio, entonces, cómo el Patriarca Vanya inclinaba la mitrada cabeza para orar a Almin y vio, también, al Emperador observando atentamente al Patriarca, esperando sus indicaciones, aguardando instrucciones. A una sutil señal de Vanya, el Emperador inclinó también la cabeza, al igual que toda la corte.
Por el rabillo del ojo, Saryon echó una nueva ojeada a los magos que flotaban alrededor y por encima de él, mientras murmuraba la oración distraídamente. Pero esta vez su actitud era pensativa. Sí, un símbolo humilde el zapato...
El Patriarca Vanya levantó la cabeza con rapidez y otro tanto hizo el Emperador. Saryon observó que la sensación de alivio que experimentaba Vanya en aquellos momentos se marcaba acusadamente en su rostro. Que el Emperador hubiera estado de acuerdo con él en que el Príncipe estaba Muerto lo hacía todo más fácil. La mirada de Saryon se desvió hacia la Emperatriz. Allí habría problemas; el Patriarca lo sabía, todos los catalistas lo sabían, toda la corte lo sabía. En una reunión de catalistas, convocada apresuradamente la noche anterior, se les había advertido a todos sobre cómo debían reaccionar. Saryon se percató de que todo el cuerpo de Vanya se ponía en tensión. En apariencia, estaba repasando todas las formalidades con el Emperador, según el ritual prescrito por la ley.
—... Este cuerpo sin Vida será llevado a El Manantial, donde tendrá lugar la Vigilia...
Pero, en realidad, Vanya observaba atentamente a la Emperatriz, y Saryon vio cómo el Patriarca fruncía el entrecejo de manera casi imperceptible. El color de la túnica de la Emperatriz, que hubiera debido ser el más vivido, el más hermoso tono
Azul Llanto
de todos los allí presentes, aparecía ligeramente apagado: una especie de
Gris Ceniza
pálido. Pero Vanya se abstuvo de recordarle discretamente, como hubiera hecho en cualquier otra ocasión, que lo cambiara. Daba gracias —todos los allí presentes daban gracias— de que la mujer pareciera haber recuperado el control de sí misma. Siendo una maga poderosa, una de los
Albanara
, su primera reacción, provocada por el dolor y el sentimiento de haber sido ultrajada que había producido en ella la noticia de que su hijo estaba Muerto, había sido tal que todos los catalistas le retiraron sus conductos por temor a que utilizara la Fuerza Vital que ellos le facilitaban para sembrar la destrucción en el Palacio.
Pero el Emperador había hablado con su amada esposa, y ahora incluso también ella parecía estar de acuerdo. Su hijo estaba Muerto.
De hecho, el único de entre los presentes que
no
estaba de acuerdo en que el niño estaba Muerto parecía ser el mismo niño, quien no paraba de berrear frenéticamente; pero sus lloros se perdían en el inmenso y abovedado cielo de cristal que había sobre él.
El Patriarca Vanya, su mirada ahora fija en la Emperatriz, pasó al capítulo siguiente de la ceremonia con bastante más precipitación de lo que era estrictamente correcto. Saryon sabía por qué. El Patriarca temía que la Emperatriz cogiera al niño, cuyo cuerpo había sido lavado y purificado. Ahora, únicamente al Patriarca Vanya le era permitido tocarlo.
Pero a la Emperatriz, exhausta por el difícil parto y por su reciente arrebato, no le quedaba, aparentemente, energía para desafiar las órdenes de Vanya. Carecía incluso de fuerzas para flotar sobre la cuna, por lo que permanecía sentada junto a ella, vertiendo lágrimas de cristal que se hacían añicos sobre el mármol azul. Aquellas brillantes lágrimas mostraban su conformidad.
Un músculo se contrajo en el rostro de Vanya, cuando aquellas lágrimas empezaron a caer sobre el suelo con melodioso sonido. A Saryon incluso le pareció ver que Vanya esbozaba una sonrisa de alivio, pero el Patriarca se sobrepuso a tiempo y recompuso cuidadosamente su semblante para que mostrara una expresión de dolor más apropiada.
Cuando el Patriarca acabó sin contratiempos el ritual, el Emperador asintió, una vez, con gran solemnidad, repitiendo las antiguas frases prescritas, cuyo significado nadie recordaba, con tan sólo una ligerísima sombra de temblor en la voz.
—El Príncipe está Muerto.
Dies irae, dies illa. Solvet saeclum in favilla. Toeste David cum Sibylla.
Vanya, que se relajaba cada vez más a medida que la ceremonia se acercaba a su final, se volvió entonces hacia la corte para asegurarse de que cada cual estaba en el lugar que le correspondía y de que cada uno había cambiado el color de sus ropas por el tono azul que designaba su posición social.
Su mirada pasó del Cardinal a los dos Sacerdotes presentes y de ellos a los tres Diáconos, sobre los que se detuvo su mirada. El Patriarca frunció el entrecejo.
Saryon se estremeció. ¡Los severos ojos del Patriarca estaban clavados en él! ¿Qué era lo que había hecho? No tenía ni idea de qué era lo que estaba mal. Miró a su alrededor con desesperación, esperando obtener alguna indicación de los que estaban cerca de él.
—¡Demasiado de ese maldito verde! —murmuró entre dientes el Diácono Dulchase.
Saryon bajó la mirada apresuradamente hacia su túnica. ¡Dulchase tenía razón! ¡Las ropas de Saryon eran de color
Agua Turbulenta
, mientras que las de los demás eran de color
Cielo Lacrimoso
!
Sintiendo que su rostro se ruborizaba de tal manera que era un milagro que no vertiera gotas de sangre sobre el suelo, de la misma manera que la Emperatriz vertía lágrimas, el joven Diácono procuró cambiar el color de su túnica para que hiciera juego con las de sus hermanos, que permanecían de pie en el Círculo de Ilustres de la Corte. Puesto que para cambiar el color de la vestimenta se precisa únicamente un mínimo de Fuerza Vital, es un acto mágico que incluso los catalistas más débiles pueden realizar. Saryon dio gracias por ello; hubiera sido muy embarazoso si se hubiera visto obligado a pedirle a uno de los magos que le ayudara. De todas maneras, estaba tan nervioso que apenas si pudo llevar a cabo aquel sencillo conjuro; su túnica pasó de
Agua Turbulenta
a
Estanque Dormido
, permaneció así durante unos angustiosos momentos y luego, finalmente —en un supremo esfuerzo—, el joven Diácono consiguió el color
Cielo Lacrimoso
.
La vista de Vanya permaneció fija en él hasta que hubo acertado el color. Para entonces, los ojos de todos los presentes estaban clavados en el pobre hombre, incluso los del Emperador. «Probablemente fue una suerte que yo no hubiera nacido mago —pensó Saryon, agonizante—; me hubiera desvanecido en el acto.» Tal y como estaban las cosas, no podía hacer más que permanecer allí, sintiéndose morir bajo la airada mirada del Patriarca, hasta que, aún con el ceño fruncido, Vanya completó su inspección, recorriendo con la vista el semicírculo hasta llegar a los nobles de la corte.
Satisfecho, Vanya se volvió de cara al Emperador y se embarcó en la parte final de la ceremonia que se oficiaba por el Príncipe Muerto. Saryon, absorto en su propia vergüenza, no prestó atención a lo que se estaba diciendo. Sabía que se le reprendería. ¿Qué diría en su defensa? ¿Que el llanto del niño le angustiaba?
Eso, al menos, era bastante cierto. El niño, que sólo tenía diez días, yacía en su cuna, llorando con fuerza —era un niño fuerte, bien formado— para reclamar el amor, las atenciones y los alimentos que una vez recibiera pero que ahora ya no se le volverían a dar. Saryon podía ofrecer aquello como su excusa, pero sabía por propia experiencia que el rostro del Patriarca Vanya no mostraría más que una expresión de infinita paciencia.
—No podemos oír el llanto de los Muertos, únicamente su eco —le oyó decir Saryon, tal como había dicho la noche anterior.
Quizás era verdad; pero Saryon era muy consciente de que aquel eco atormentaría su sueño durante muchísimo tiempo.
Podía decirle esto al Patriarca, lo cual era verdad, pero sólo parte de la verdad, o podía decirle el resto: «Me sentía angustiado porque la muerte de este niño ha arruinado
mi
vida».
Podría o no decir mucho en favor del Patriarca, pensó Saryon con pesimismo, pero tenía el presentimiento de que Vanya estaría más dispuesto a simpatizar con la segunda explicación del motivo de su error en el asunto de la túnica, que con la primera.
Al recibir un ligero codazo en las costillas —era el codo de Dulchase—, Saryon inclinó rápidamente la cabeza de nuevo, obligando a las palabras rituales a salir de entre sus apretados dientes. Luché desesperadamente por serenarse, pero era difícil. El llanto del niño le partía el corazón. Sentía unos deseos locos de precipitarse fuera de la sala y deseaba sinceramente que la ceremonia terminara de una vez.
La salmodiante voz de Vanya se apagó. Levantando la cabeza, Saryon vio cómo el Patriarca miraba interrogativamente al Emperador, quien debía dar su permiso para que se iniciara la Vigilia. Ambos hombres se miraron durante lo que a Saryon le pareció una eternidad; luego, asintiendo con la cabeza, el Emperador se volvió de espaldas al niño y permaneció, con la cabeza inclinada, en la postura que establece el ceremonial de duelo. Saryon exhaló un suspiro de alivio tan sonoro que el Diácono Dulchase, escandalizado, le golpeó de nuevo en las costillas.
A Saryon no le importó; la ceremonia estaba ya casi terminada.