Con los brazos extendidos, el Patriarca Vanya dio un paso hacia adelante en dirección a la cuna. Al oír el roce de sus ropas, la Emperatriz levantó la mirada por primera vez desde que la corte se había reunido allí para la ceremonia. Mirando a su alrededor, aturdida, vio a Vanya que se acercaba a la cuna. Frenética, buscó con la mirada a su esposo, encontrándose con la espalda del Emperador.
—¡No!
Con un gemido desgarrador, echó los brazos por encima de la cuna, apretándola contra su pecho. Fue un gesto conmovedor. Incluso en su dolor, no se atrevía a tocar a su hijo, para no desafiar a los catalistas.
—¡No! ¡No! —sollozó una y otra vez.
El Patriarca Vanya lanzó una rápida mirada al Emperador y carraspeó significativamente. El Emperador, que observaba a Vanya por el rabillo del ojo, no precisó volverse. Lentamente, asintió de nuevo con la cabeza. Vanya avanzó con determinación. Entonces, con gran audacia, abrió un conducto en dirección a la Emperatriz, intentando utilizar el flujo de Vida para mitigar su irracional dolor. A Saryon aquello le pareció una insensatez. Era darle más poder a una maga ya de por sí poderosa. Pero, a lo mejor, Vanya sabía lo que estaba haciendo; después de todo, conocía a la Emperatriz desde hacía treinta años, desde que era una niña.
—Querida Evenue —dijo Vanya, dejando de lado el protocolo—. La espera puede ser larga y dolorosa. Necesitáis descansar para recuperar vuestra salud. Pensad en vuestro amante esposo, cuyo dolor iguala al vuestro, y que, sin embargo, debe sobrellevar además vuestro sufrimiento. Permitidme que me lleve al niño y realice la Vigilia en nombre de todo Thimhallan...
Alzando un rostro surcado de lágrimas, la Emperatriz miró a Vanya con sus ojos castaños que brillaban ahora tan negros como sus cabellos. Bruscamente, empezó a atraer la energía, absorbiendo Vida del catalista. El conducto por el que corría la magia, normalmente invisible a la vista, brilló resplandeciente entre ambos, formando un arco de cegadora luz blanca cuando la Emperatriz, con un movimiento de la mano, hizo que el Patriarca saliera despedido por el aire a un metro y medio de distancia. Ni un solo miembro de la corte se atrevió a moverse, contemplando con pavor aquel formidable torrente de fuerza mientras Vanya aterrizaba pesadamente sobre el mármol color
Azul Llanto
del suelo.
Al atraer la Energía Vital que fluía a través del conducto del Patriarca, la debilitada Emperatriz obtenía una fuerza que ella de por sí no poseía. Dando un salto, la maga se suspendió en el aire por encima de la cuna de su hijo. Resonó el chisporroteo de unas palabras mágicas y, extendiendo las manos, la maga hizo aparecer una llameante esfera, encerrándose ella y el niño entre sus ardientes paredes.
—¡Jamás! ¡Fuera! —chilló, con voz que abrasaba como el fuego—. ¡Vete, bastardo! ¡No te creo, no os creo a ninguno! ¡Fuera! ¡Mentiste! ¡Mi hijo no falló las Pruebas! ¡No está Muerto! ¡Le tienes miedo! ¡Temes que te usurpe tu precioso poder!
Un murmullo acompañado de un crujir de ropajes se extendió por el Círculo de Ilustres, sin que nadie supiese hacia dónde mirar. No era correcto dirigir la vista hacia el Patriarca, estando éste en una postura tan poco digna; con la mitra en el suelo y la tonsurada cabeza brillando a la luz de la luna, el Patriarca, que se había enredado en su vestimenta ceremonial, luchaba por ponerse en pie. Algunas personas miraron en dirección a la Emperatriz, pero era lastimoso contemplarla y resultaba aún más penoso escuchar sus sacrílegas palabras.
Saryon se refugió en la contemplación de sus zapatos, deseando desesperadamente poder estar a cientos de kilómetros de distancia de aquella patética escena. Evidentemente sus sentimientos eran compartidos por muchos cortesanos, ya que las tonalidades de
Azul Llanto
, tan cuidadosamente diferenciadas para reflejar rango y posición social, cambiaban a gran velocidad según el nerviosismo de cada uno, de modo que el efecto general era el de diminutas olas en un apacible lago.
El Patriarca consiguió finalmente ponerse en pie con la ayuda del Cardinal. Ante la visión de su rostro lívido, toda la corte se echó hacia atrás, amedrentada, incluso muchos magos descendieron ligeramente colocándose más cerca del suelo. El mismo Emperador, que se había vuelto, palideció visiblemente a la vista de la cólera del Patriarca. Mientras el Cardinal volvía a colocar la mitra sobre su cabeza, Vanya alisó sus ropas para colocarlas en su sitio —aquel hombre tenía tal control sobre sí mismo, que su vestimenta no había cambiado de color en lo más mínimo— y, reuniendo las fuerzas que aún le quedaban, cerró bruscamente el conducto que iba hacia la Emperatriz.
La ardiente esfera se desvaneció. No obstante, la Emperatriz había obtenido tanta Vida del Patriarca, que siguió flotando sobre el niño, vertiendo lágrimas de cristal sobre la criatura. Lágrimas que, al chocar con el desnudo y diminuto pecho, se hacían añicos, provocando que el niño gritase con más fuerza, chillando en plena crisis histérica, causada por el terror y el dolor. Toda la corte pudo ver cómo el niño sangraba.
Vanya apretó los labios. Aquello había ido demasiado lejos. Tendrían que volver a lavar y purificar al niño. El Patriarca le lanzó otra mirada al Emperador; esta vez, la mirada de Vanya no era interrogativa. Vanya ordenaba, y todos los presentes se dieron cuenta.
La severa expresión del Emperador se suavizó. Flotando por el aire, fue a detenerse junto a su esposa y, alargando la mano, le acarició dulcemente la hermosa y brillante cabellera. Se comentaba entre los miembros de la Casa Real que idolatraba a aquella mujer y que hubiera hecho cualquier cosa por complacerla. Pero, aparentemente, no podía darle la única cosa que ella quería: un niño vivo.
—Patriarca Vanya —le dijo el Emperador al catalista, aunque sin mirarlo directamente—, tomad al niño. Enviadnos la señal cuando todo haya terminado.
Una sensación de alivio inundó la corte. Saryon pudo oír los suspiros elevándose en el aire. Lanzando una mirada a su alrededor, observó que el color de las vestiduras de casi todo el mundo había vuelto a cambiar ligeramente. Donde antes había habido un perfecto espectro
Azul Luto
, ahora había tonalidades y matices que oscilaban errantes entre
Verdes Enfermizos
y
Grises Desconsolados
.
El alivio mezclado con la ira estaba, también, patente en el rostro del Patriarca. Incluso él estaba demasiado débil para ocultarlo por más tiempo. Un hilillo de sudor le bajaba por la afeitada cabeza, brotando de debajo de la mitra. Enjugándoselo, respiró profundamente; luego le hizo una reverencia al Emperador.
Con movimientos mucho más rápidos de lo que se consideraba correcto en una ocasión tan solemne, y manteniendo todo el tiempo los ojos fijos en la Emperatriz, que seguía flotando sobre él, el Patriarca alargó los brazos y tomó en ellos a la frenética criatura. Volviéndose hacia un Señor de la Guerra, un Mariscal de los Ejecutores, le dijo en voz baja y ronca:
—Por medio de tu poder, llévame hasta El Manantial. —Luego añadió, dirigiéndose al Emperador—: Os enviaré la señal, Majestad. Estad a la espera.
El Emperador no pareció oírle, sus ojos seguían fijos aún en su frágil esposa; pero el Patriarca no perdió más tiempo. Haciéndole una señal al Cardinal, el cargo de más importancia dentro de la Orden después de él mismo, Vanya le murmuró algunas palabras. El Cardinal hizo una inclinación y, girándose hacia el Mariscal, abrió un conducto hacia el Señor de la Guerra enviándole toda la energía de que era capaz, concediéndole así Vida más que suficiente para efectuar el viaje por los Corredores de regreso a la fortaleza montañosa de El Manantial, centro neurálgico de la Iglesia en Thimhallan.
A pesar de su turbado estado de ánimo, Saryon se encontró a sí mismo efectuando de manera mecánica los complicados cálculos matemáticos necesarios para un viaje tan largo. Al poco tiempo, ya los había terminado, dándose cuenta de que el Cardinal había desperdiciado su energía, lo que era un grave pecado entre los catalistas, pues los deja débiles y vulnerables y les da a los magos energía extra que pueden guardar y utilizar de nuevo a voluntad. De todas formas, supuso Saryon, en aquella ocasión no importaba, ya que el Cardinal, que no obstante era un hábil matemático, hubiera tenido que calcular durante un buen rato para obtener el mismo resultado que Saryon había obtenido en unos segundos, y, tanto Saryon como el Cardinal, sabían que aquél era un tiempo del que no disponían.
Rápidamente, siguiendo las instrucciones de Vanya, el Señor de la Guerra penetró en el Corredor que se abrió ante él, en forma de disco azul que se precipitaba en el vacío. El Patriarca lo siguió llevando su diminuta carga. Cuando los tres estuvieron en su interior, el disco se alargó, comprimiéndose, y se desvaneció.
Todo había terminado. El Patriarca y el niño se habían ido.
La corte volvió a funcionar de nuevo. Los miembros de la Casa Real se elevaron hacia el Emperador para ofrecerle sus condolencias y su más sentido pésame, y para recordarle que estaban allí. El Cardinal, que le había transferido toda su energía al Mariscal, se desplomó, haciendo que la mayoría de los miembros de su Orden echaran a correr en su ayuda.
No obstante, uno de los catalistas no se movió. Saryon permaneció de pie en su lugar del Círculo, que ahora había quedado roto, mientras sus planes, sus esperanzas y sus sueños se desmoronaban a su alrededor, haciéndose pedazos, como las lágrimas de la Emperatriz al caer sobre el suelo color
Azul Llanto
. Ensimismado en su propio dolor, a Saryon le pareció que aún podía oír, flotando en el aire, el débil llanto del niño y el lúgubre murmullo de los árboles.
—El Príncipe está Muerto.
El mago estaba de pie en el portal de su casa solariega. Era una vivienda sencilla; ni opulenta ni ostentosa, puesto que aquel mago, aunque de noble cuna, era, sin embargo, de rango humilde. Y aunque se hubiera podido permitir un deslumbrante palacio de cristal, aquello hubiera sido considerado impropio en alguien de su posición social. No obstante, se sentía contento con su vida, y en aquellos momentos contemplaba sus tierras a las primeras luces del día, con un aire de tranquila satisfacción.
Se volvió al oír un ruido a su espalda que venía del vestíbulo.
—Date prisa, Saryon —dijo, enviándole una sonrisa a su pequeño hijo, que estaba tumbado en el suelo luchando por ponerse los zapatos—. Date prisa, si quieres ver cómo los Ariels entregan sus discos.
Con un definitivo y desesperado tirón, el chiquillo consiguió introducir el talón del pie en el zapato; luego, incorporándose de un salto, corrió hacia su padre. Levantando al niño en brazos, el mago pronunció las palabras que obligaban al aire a cumplir sus órdenes, y, montándose sobre el viento, éste lo levantó del suelo, haciéndolo flotar sobre el campo, mientras sus sedosas ropas se agitaban a su alrededor como las alas de una brillante mariposa.
El niño, agarrándose con una mano al cuello de su padre, abrió la otra para saludar el amanecer.
—¡Enséñame a hacer esto, Padre! —gritó Saryon, deleitándose con la sensación que producía el aire primaveral al azotarle el rostro—. Dime las palabras que hacen que el viento te obedezca.
El padre de Saryon sonrió y, sacudiendo la cabeza negativamente, le pellizcó solemnemente uno de los pies que los zapatos de cuero aprisionaban.
—Ninguna palabra tuya convocará jamás al viento, hijo mío —le dijo, apartando los rubios cabellos que caían sobre el decepcionado rostro del niño—. Tú no tienes ese don.
—A lo mejor no ahora —contestó Saryon tozudamente mientras flotaban sin rumbo fijo por encima de las largas hileras de campos recién arados, olfateando la fuerte y densa fragancia que despide la tierra húmeda—. Pero cuando sea mayor, como Janji...
Pero su padre volvió a negar con la cabeza.
—No, hijo, ni siquiera cuando seas mayor.
—¡Pero eso no es justo! —sollozó Saryon—. Janji no es más que un criado, como su padre, y sin embargo él puede ordenar al aire que le lleve a cuestas. Por qué...
Se detuvo, al sorprender la mirada de su padre.
—Es debido a estas cosas, ¿no es verdad? —dijo de repente—. Janji no lleva zapatos. Ni tampoco los llevas tú. Sólo yo y mi Madre. ¡Bueno! ¡Me desharé de ellos!
Sacudiendo los pies con fuerza, hizo que uno de los zapatos saliera despedido y fuera a caer en un campo arado, donde permaneció hasta que una Maga Campesina, que tropezó con él por casualidad mientras trabajaba, lo recogió y se lo llevó con ella a casa como curiosidad. Saryon intentó sacudirse el otro zapato, pero la mano de su padre se cerró sobre el pie del pequeño.
—Hijo mío, no tienes la suficiente... Vida...
—Sí que la tengo, Padre —insistió Saryon, interrumpiéndolo—. ¡Mira! ¡Mira esto!
Con un movimiento de su diminuta mano, obligó a su propia túnica, que le llegaba hasta las rodillas, a cambiar su color verde por un anaranjado intenso; estuvo a punto de añadirle manchas azules para conseguir una vestimenta que le gustaba bastante, pero que su madre jamás le permitía lucir dentro de casa. A su padre, sin embargo, no le importaba, y por lo tanto generalmente lo dejaba que la exhibiera cuando estaban solos, recorriendo la finca. Pero, en esta ocasión, el niño vio cómo la expresión de su padre, normalmente bondadosa, se tornaba severa, así que, con un suspiro, se calló y reprimió aquel impulso.
—Saryon —le dijo el mago—, tienes cinco años. Dentro de un año iniciarás tus estudios como catalista. Es el momento de que me escuches e intentes comprender lo que voy a decirte. Tú tienes el Don de la Vida. ¡Loado sea Almin! Algunos nacen sin él. Por lo tanto, debes estar agradecido por este don y utilizarlo juiciosamente; y no debes desear nunca más que aquello con lo que se te ha bendecido, porque ése es un sendero de oscura y amarga desesperación, hijo; escoger ese sendero conduce a la locura o a algo aún peor.
—Pero si tengo el don, ¿por qué no puedo hacer con él lo que quiera? —preguntó Saryon, temblándole el labio inferior tanto a causa de la desacostumbrada seriedad de su padre, como por el hecho de que, muy dentro de él, el niño sabía ya la respuesta pero se negaba a aceptarla.
—Hijo mío —replicó su padre con un suspiro—, yo soy un
Albanara
, y conozco muy bien el arte de guiar a aquellos que están a mi cuidado, de gobernar y mantener mi casa, de hacer que mi tierra brinde sus frutos y mis animales sus presentes como es su misión. Ése es mi don, que me fue concedido por Almin y que yo utilizo para obtener sus favores.