El Patriarca mantuvo la vista fija en el pastor. El Cardinal parecía indeciso, pero finalmente su expresión se endureció obstinadamente. El entrecejo de Vanya se frunció de nuevo. Los dedos de sus manos se enroscaron unos con otros irritados, mientras permanecían, escondidos, a su espalda. El Cardinal era, generalmente, un hombre apacible y sin pretensiones cuya mejor cualidad, por lo que se refería a Vanya, era su lentitud de pensamiento; pero esta misma lentitud tenía sus inconvenientes en algunas ocasiones. La propia vida del Cardinal estaba repartida en porciones iguales de blanco y negro; por consiguiente, nunca podía ver más allá de aquellas escuetas rayas para discernir los sutiles tonos grisáceos. Si su ministro pudiera hacer su voluntad, reflexionó Vanya amargamente, ¡al joven Saryon se lo sentenciaría con toda probabilidad a la Transformación!
Con voz tranquila, Vanya murmuró en voz baja, haciendo hincapié en las cuatro últimas palabras:
—Lamentaría causarle a la madre de Saryon la más mínima pena, especialmente en un momento en que está tan preocupada, como lo estamos todos, por la salud de
su prima, la Emperatriz...
El rostro del Cardinal experimentó una leve crispación. Podía ser lento de pensamiento, pero no era ningún estúpido; y ésta era otra de sus valiosas cualidades.
—Comprendo —dijo, inclinándose.
—Estaba seguro de que lo haríais —repuso el Patriarca Vanya con sequedad—. Ahora —se dirigió de nuevo a su escritorio y siguió con energía—, ¿quién está enterado de la infracción cometida por ese desgraciado joven?
El Cardinal se puso a pensar.
—El Submaestro que lo encontró y el Director...; tuvimos que informarle, naturalmente.
—Lo supongo —murmuró Vanya, mientras su mano reptaba una vez más por el escritorio—. Los Ejecutores. ¿Alguien más?
—No, Divinidad. —El Cardinal negó con la cabeza—. Afortunadamente era la Hora del Reposo...
—Sí. —Vanya se frotó la frente—. Muy bien. Los
Duuk-tsarith
no serán un problema. Puedo confiar en su discreción. Enviadme a los otros dos, junto con ese desdichado joven.
—¿Qué haréis con él?
—No lo sé —dijo Vanya suavemente, tomando la carta del Emperador y mirándola sin verla—. No lo sé.
Pero, cuando una hora más tarde, entró en el despacho el Sacerdote que desempeñaba el cargo de secretario del Patriarca para anunciarle que el Diácono Saryon estaba allí esperando para verle, tal y como se le había pedido, Vanya ya había decidido lo que iba a hacer.
Teniendo sólo un vago recuerdo del aspecto de Saryon, el Patriarca había estado intentando que acudiera a su memoria la fisonomía del joven desde que el Cardinal lo dejara. Aquello no podía considerarse como un descrédito a los poderes de observación del Patriarca, ya que éstos eran muy agudos; y, en cambio, sí decía mucho en su favor el que consiguiera finalmente extraer el rostro serio y demacrado del joven genio de las matemáticas, de entre los otros rostros de los cientos de hombres y mujeres que entraban y salían de El Manantial.
Una vez que hubo fijado aquel rostro firmemente en su cerebro, Vanya continuó trabajando durante la media hora siguiente al anuncio de la llegada del joven. «Dejemos que el pobrecillo sufra un poco», se dijo Vanya con tranquilidad, sabiendo perfectamente que la más exquisita forma de tortura es aquella que uno se inflige a sí mismo. Echándole una ojeada al reloj de cristal que descansaba sobre su escritorio, observó, por la posición del diminuto y mágico sol que giraba por encima del reloj de sol que encerraba aquella prisión de cristal, que había transcurrido ya el tiempo necesario. Levantando una mano, hizo vibrar un pequeño carillón de plata, que dejó escapar una suave nota. Luego, poniéndose en pie sin prisa, el Patriarca se colocó la mitra sobre la cabeza y se alisó las ropas. Una vez listo, avanzó hacia el centro de la suntuosa habitación, y se quedó allí de pie, aguardando con gran majestuosidad.
La puerta se abrió, y el secretario apareció en ella durante un instante, pero su presencia quedó inmediatamente oscurecida al pasar junto a él las figuras enlutadas y encapuchadas de los silenciosos
Duuk-tsarith
, que rodeaban la figura vacilante de un joven al que sujetaban, envolviéndolo al igual que la noche envuelve la Tierra.
—Podéis dejarnos —les dijo el Patriarca a los Ejecutores, quienes se desvanecieron haciendo una reverencia. La puerta se cerró silenciosamente, dejando solos al Patriarca y a su joven transgresor.
Manteniendo cuidadosamente una expresión fría y severa, Vanya miró al joven con curiosidad, diciéndose a sí mismo con satisfacción que su evocación de las facciones de Saryon había sido exacta, aunque tuvo que estudiarlo con detenimiento durante algunos segundos para asegurarse de ello, de tal forma había cambiado el rostro que se presentaba a sus ojos. Demacrado ya lo había estado, debido a las largas horas de estudio, pero ahora aparecía cadavérico y atacado de una palidez propia de un difunto. Los ojos brillaban febriles, y se hundían en los elevados pómulos; el largo y delgado cuerpo temblaba, al igual que las enormes manos. El sufrimiento, el remordimiento y el temor eran visibles en cada línea de aquel tembloroso cuerpo, en los enrojecidos ojos y en las huellas dejadas por las lágrimas, que le recorrían el rostro.
Vanya se permitió sonreír para sus adentros.
—Diácono Saryon —empezó con voz profunda y sonora.
Pero antes de que pudiera decir nada más, el desdichado joven atravesó la habitación de un salto y, cayendo de rodillas ante el sobresaltado Patriarca, agarró el borde de su túnica y se lo llevó a los labios. Luego, gimoteando algo incoherente, Saryon rompió a llorar.
Ligeramente desconcertado, el Patriarca frunció el entrecejo al ver cómo una gran mancha se extendía por el reborde de su costosa túnica de seda, y la arrancó de las manos del muchacho. Saryon no se movió, sino que continuó inmóvil de rodillas, doblado sobre sí mismo con las manos cubriéndole el rostro, sollozando lleno de aflicción.
—¡Serénate, Diácono! —dijo Vanya bruscamente, añadiendo luego con más amabilidad—: Vamos, muchacho. Has cometido un error, pero no es el fin del mundo. Eres joven. La juventud es la época de la exploración. —Agachándose, sujetó el brazo de Saryon—. Es un momento de nuestra vida en el que nuestros pasos nos llevan por caminos inexplorados —siguió, tirando casi de él para levantarlo del suelo—, donde, algunas veces, tropezamos con las tinieblas. —Conduciendo sus vacilantes pasos, el Patriarca llevó a Saryon hasta una silla, mientras le hablaba con dulzura—. Todo lo que tenemos que hacer en estos casos es dirigirnos a Almin para que nos ayude a encontrar el buen camino. Aquí, eso es. Ahora, siéntate. Imagino que ni anoche ni esta mañana habrás comido ni bebido nada, ¿verdad? Ya lo pensaba. Prueba este jerez. Es realmente delicioso, proviene de los viñedos del Duque Algor.
El Patriarca le sirvió una copa de jerez a Saryon, que el joven se negó a aceptar echándose hacia atrás como si le ofrecieran veneno, aterrado de que el Patriarca le sirviera a él.
Observando el desconcierto del joven con secreta complacencia, Vanya incrementó sus atenciones hacia él, colocando la copa de jerez en su reacia mano; luego, quitándose la mitra, el Patriarca se sentó frente a él en una mullida, confortable y a la vez elegante silla. Sirviéndose una copa de jerez, la dejó suspendida en el aire cerca de su boca y se alisó las ropas, poniéndose cómodo.
Totalmente estupefacto, Saryon no podía hacer otra cosa que mirar con los ojos abiertos de par en par a aquel gran hombre, que en aquellos momentos tenía más el aspecto de un pariente cercano algo sobrado de peso, que no el de una de las autoridades más poderosas del país.
—Alabado sea Almin —brindó el Patriarca, haciendo que la copa le rozara los labios, y tomando un pequeño sorbo de aquel excelente jerez.
—Alabado sea Almin —musitó Saryon reflexivamente, intentando beber y derramándose en su nerviosismo la mayor parte del jerez sobre las ropas.
—Bien, Hermano Saryon —dijo el Patriarca Vanya, adoptando el aire de un padre que está a punto de castigar a su hijo más querido—, dejemos de lado las formalidades. Quiero saber de tu propia boca lo que ocurrió exactamente.
El joven parpadeó; la copa, que había conseguido finalmente hacer flotar en el aire, se tambaleó al perder la concentración sobre ella, y tuvo que agarrarla precipitadamente, depositándola sobre una mesita cercana con mano temblorosa.
—Divinidad —murmuró el infortunado Saryon, aturdido—, mi crimen... es algo perverso... imperdonable...
—Hijo mío —dijo Vanya en un tono de tal infinita paciencia y dulzura, que los ojos de Saryon volvieron a llenarse de lágrimas—, Almin, en su infinita sabiduría, conoce tu crimen, y en su misericordia, te perdona. Comparado con nuestro Padre, yo no soy más que un pobre mortal, pero, también yo desearía conocer el crimen para poder unirme a su perdón. Explícame qué fue lo que te llevó a dar ese desgraciado paso.
El pobre Saryon estaba tan desmoralizado, que durante un buen rato no le fue posible hablar. Vanya aguardó, sorbiendo su jerez, mostrando exteriormente una expresión de paternal benevolencia, mientras que interiormente ocultaba una sonrisa de satisfacción. Finalmente, el joven Diácono empezó a hablar. Sus palabras surgieron vacilantes y desmayadas al principio, mientras sus ojos se clavaban en el suelo; luego, al encontrar compasión y comprensión cada vez que levantaba los ojos para ver el efecto que causaban lo que él creía que eran las confesiones de un alma tan embrutecida y corrompida que debía estar ya perdida para siempre, empezó a calmarse. Sus pecados brotaron como un torrente.
—¡No sé qué fue lo que me obligó a hacerlo, Divinidad! —exclamó con impotencia—. Yo me sentía tan feliz, tan satisfecho aquí...
—Creo que lo sabes. Ahora debes confesártelo a ti mismo —repuso Vanya sosegadamente.
Saryon vaciló.
—Sí, quizá lo sé. Perdonadme, Divinidad, pero últimamente me he sentido...
Titubeó, como si no estuviese dispuesto a confesarlo.
—¿Aburrido? —sugirió Vanya.
El joven se sonrojó, sacudiendo la cabeza.
—No. Sí. Quizá. Los deberes son tan simples... —Movió la mano con impaciencia—. He aprendido todas las técnicas necesarias para hacerle de catalista a cualquier clase de mago. Sí —añadió como respuesta a la mirada escéptica de Vanya—. No me estoy vanagloriando. Y no es sólo eso, sino que he desarrollado nuevas fórmulas matemáticas para reemplazar los tradicionales y torpes cálculos que hemos estado utilizando durante siglos. Supongo que eso hubiera debido satisfacerme, pero no ha sido así. Me hizo desear más. —Absorto en lo que decía, Saryon empezó a hablar más y más deprisa, para, finalmente, levantarse y empezar a pasear por la habitación, gesticulando con las manos—. ¡Empecé trabajando en fórmulas que prepararían el terreno para nuevas maravillas, actos mágicos nunca antes soñados por el hombre! Ahondé más y más en las bibliotecas que existen en El Manantial. Finalmente, en un remoto rincón de la Biblioteca, descubrí la Cámara del Noveno Misterio.
»¿Podéis imaginar lo que sentí? No. —Saryon miró de reojo al Patriarca, azorado—. ¿Cómo podríais vos, vos que sois la bondad personificada? Me quedé mirando los caracteres rúnicos que había grabados sobre la entrada y me invadió un sentimiento muy parecido al Hechizo que sentimos cada mañana cuando percibimos la magia. Sólo que ese sentimiento no era uno que iluminase y llenase de satisfacción; era como si la oscuridad que invadía mi alma se intensificase hasta llegar a absorberme en su interior. Me sentía desfallecer y, literalmente, temblaba de deseo.
—¿Qué hiciste? —preguntó Vanya, fascinado a pesar suyo—. ¿Entraste entonces?
—No. Estaba demasiado asustado. Permanecí de pie frente a la cámara, con los ojos clavados en ella durante no sé siquiera cuánto tiempo —suspiró Saryon fatigadamente—. Debí de permanecer así durante horas, porque repentinamente noté que tenía las piernas doloridas y me sentí mareado. Entonces me derrumbé sobre una silla aterrorizado, y miré a mi alrededor. ¿Y si me habían visto? ¡No había duda de que aquellos pensamientos prohibidos que habían pasado por mi cabeza debían reflejarse claramente en mi rostro! Pero no había nadie, estaba solo.
Saryon volvió a derrumbarse sobre su silla, uniendo la acción a las palabras de manera inconsciente.
—Sentado ahí, en la Sala de Estudio, cerca de la habitación prohibida, supe lo que era ser tentado por el Mal. —Hundió la cabeza entre las manos—. ¡Divinidad, yo sabía, tan seguro como que estaba sentado en aquella silla de madera, que podía atravesar aquellas puertas prohibidas! Claro que están custodiadas y protegidas por hechizos y runas —se encogió de hombros con impaciencia—, pero están selladas con unos hechizos tan elementales que cualquiera que tenga algo de Vida puede fácilmente deshacerlos. Es como si estuvieran custodiadas de esa manera por puro trámite, al darse por sobreentendido que nadie en su sano juicio querría jamás estar cerca de los textos prohibidos, y mucho menos leerlos.
Entonces, el muchacho se quedó silencioso. Bajando la voz, habló como si lo hiciese consigo mismo:
—Quizá no estoy en mi sano juicio. Últimamente parece como si todo lo que mirase estuviese distorsionado y nebuloso, como si mirara a través de una cortina hecha de gasa. —Levantando los ojos hacia Vanya, sacudió la cabeza y continuó, con la voz teñida de amargura—: En aquel instante me di cuenta de algo más, Divinidad. No había descubierto aquellos libros por casualidad. —Apretó el puño con fuerza—. No, yo los había estado buscando, buscándolos deliberadamente sin querer confesármelo a mí mismo. Mientras estaba sentado allí, me vinieron a la mente pasajes enteros de libros que había leído, pasajes que hacían referencia a libros que nunca había podido encontrar y que di por sentado que habían sido destruidos después de las Guerras de Hierro. Pero, cuando encontré aquella habitación, lo vi todo diferente. Estaban allí dentro. Tenían que estar. De hecho lo había sabido siempre.
»¿Qué hice? —Se echó a reír histéricamente, con una risa que se quebró en un sollozo—. ¡Salí huyendo de la Biblioteca como si me persiguieran fantasmas! Corrí sin parar hasta llegar a mi celda y me arrojé sobre la cama temblando de miedo.
—Hijo mío, debieras haber hablado con alguien —le reprendió suavemente Vanya—. ¿Tan poca fe tienes en nosotros?
Saryon sacudió la cabeza, enjugándose las lágrimas con gesto impaciente.