La hija de la casa Baenre (30 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Como había esperado, la joven sacerdotisa recibió su adulación con una sonrisa complacida, para, a continuación, hacer una seña al hechicero, quien entregó al hombre un pequeño frasco.

—Cuando estés a salvo en el interior, bebe esta poción. Invertirá el hechizo y te devolverá a tu tamaño normal —indicó el hechicero.

—Asegúrate de no ser visto —añadió Shakti—. Mata a los criados sólo si es necesario. Una vez que estés seguro de que no seremos descubiertos, puedes dejarme entrar por la puerta trasera. Es casi seguro que las puertas no están protegidas desde el interior.

A una seña de la sacerdotisa, el mago empezó a conjurar su hechizo. Con los ojos cerrados, salmodió las arcanas palabras de un largo y prolongado cántico, realizando en todo momento complicadas gesticulaciones en el aire. Shakti aguardó con tranquilidad durante todo el conjuro, mostrándose paciente por una vez en su vida a pesar de su expectación; teniendo en cuenta el precio del hechizo y la reputación del hombre había esperado cierto espectáculo.

Durante todo el proceso, el soldado se mantuvo en posición de firmes: tenso y estoico. El cántico alcanzó una nota aguda y gimoteante, y el hechicero finalizó el conjuro con un veloz revoloteo de las manos y un breve fogonazo de luz morada.

Una humareda, del mismo extraño tono púrpura que el destello de luz, surgió de las manos extendidas del conjurador, se dirigió directamente al soldado, y lo envolvió de pies a cabeza, como una nube en forma de drow. Al instante la nube empezó a moverse hacia dentro, para condensarse sobre el cuerpo del soldado y presionarlo por todos lados.

Los ojos del varón se desorbitaron cuando la mágica bruma se apretó a su alrededor, y poco a poco, de un modo inexorable, el cuerpo del drow empezó a ceder bajo la presión. Un dolor intenso contorsionó su rostro, y su boca se abrió en un alarido angustiado. El proceso de reducción y los alaridos prosiguieron durante un buen rato.

Shakti se inclinó al frente, con los ojos iluminados por un malsano placer mientras observaba. Finalmente, el soldado alcanzó el tamaño que se acomodaba a sus propósitos, y detuvo al hechicero con un gesto de cabeza. El humo morado se desvaneció al instante y el soldado, ahora lo bastante pequeño como para caber en la palma de la mano de la sacerdotisa, se desplomó sobre el suelo.

—A propósito, esto puede resultar doloroso —mencionó el mago con indiferencia.

La sacerdotisa se dio cuenta de la expresión satisfecha que mostraba el hechicero, del perverso regocijo de sus ojos, y vio la oportunidad escrita allí. Incluso en la venganza, la mujer era una avara administradora, tan astuta como cualquier comerciante de la ciudad.

—Tus honorarios —dijo, entregando al hechicero unas monedas que sumaban un poco menos de la cantidad acordada.

La mujer indicó con una significativa mirada al diminuto drow del suelo, y su única ceja enarcada dio a entender a su interlocutor que ya había sido bien recompensado por el placer que su hechizo le había proporcionado.

El hechicero no discutió su silenciosa lógica; aceptó las monedas que se le ofrecían y, con una última mirada satisfecha a su obra, se perdió en la oscuridad de Menzoberranzan.

Shakti se agachó y levantó al soldado, maravillándose ante lo frágil que resultaba el luchador con aquel tamaño. Podía aplastarlo cerrando los dedos y sólo mediante un supremo esfuerzo consiguió la sacerdotisa no dejarse llevar por el tentador impulso.

En su lugar se prometió un regalo cuando aquello hubiera finalizado: una docena de soldados diminutos, celebrando una batalla a muerte para divertirla. ¡Qué maravilloso, qué divino, resultaría! ¡Qué emocionante, la sensación de poder! Sería como si rozara la misma sombra de Lloth. Algo así era más que una diversión, razonó la joven sacerdotisa; sería un acto de devoción y por el que no le importaría pagar el alto precio de los conjuros del hechicero.

Shakti introdujo al varón en la parte frontal de su túnica. Allí estaría seguro, aferrado a la cadena de la insignia de su casa e introducido en su amplio escote. La satisfacía aquel patente recordatorio del poder que las hembras ejercían sobre los inferiores varones.

Shakti Hunzrin no se andaba con sutilezas.

La sacerdotisa Hunzrin se agachó, con el pretexto de recoger un paquete caído, y subrepticiamente depositó al luchador en miniatura cerca de la puerta principal de Liriel. Como le habían indicado, éste corrió en dirección a la puerta para lagartos y empujó.

Shakti aspiró con fuerza y empezó a alejarse; la rodearía y se acercaría a la mansión por detrás. Si todo salía bien, su diminuto espía le daría acceso al castillo de la joven Baenre, y ella registraría el lugar con rapidez, antes de que su propietaria regresara.

Un sonido se dejó oír a su espalda, un agudo gorjeo como los chillidos de una rata herida. Shakti se detuvo en seco, y lanzó un juramento. Así pues, la diminuta puerta también contenía trampas.

Giró en redondo y contempló con rabia a la pequeña figura que se acercaba a ella tambaleante; la levantó rápidamente del suelo y la acercó a sus ojos. De su cuerpo sobresalía un dardo, como los que los drows usaban en sus pequeñas ballestas, pero teniendo en cuenta su tamaño actual, era como si el luchador hubiera quedado empalado en una lanza de casi un metro. Y le había acertado en el vientre, una de las muertes más lentas y dolorosas.

Shakti volvió a lanzar un juramento, y sus ojos se dirigieron veloces hacia la calle. Una patrulla de drows montados en lagartos se aproximaba, realizando su silenciosa ronda por la ciudad.

—Te preocupaban los lagartos —siseó al pequeño varón—. Sin embargo, si fueras a vivir lo suficiente, te sentirías feliz por haberte tropezado con éste.

Con estas palabras, arrojó al soldado drow en el camino de una de las monturas lagarto que pasaban. La larga y delgada lengua de la criatura se movió veloz y giró alrededor del inesperado bocado, que se tragó tan deprisa que su jinete ni siquiera se dio cuenta de lo que su montura se acababa de comer.

Una vez más Shakti volvió sobre sus pasos en dirección al complejo Hunzrin. Ahora que conocía la naturaleza de las trampas que custodiaban la puerta, enviaría a otro criado, uno mucho más valioso que un soldado varón.

Al cabo de menos de una hora, Shakti cruzaba triunfante la puerta trasera de Liriel, contemplando a la criatura que le había permitido el acceso con una mezcla de orgullo y repugnancia. Su rostro era una espantosa parodia de un semblante drow; de color azul oscuro, con largas orejas puntiagudas que casi parecían cuernos, la cabeza podría haber pertenecido a un habitante del Abismo, mientras que el cuerpo era el de una gruesa serpiente, con casi tres metros de longitud y cubierto de escamas también de color azul oscuro. La balanceante cola de la criatura terminaba en una punta aserrada y venenosa. Era un naga oscuro, una de las criaturas más infrecuentes de la Antípoda Oscura y una aliada valiosa de la casa Hunzrin.

—Paga a Ssasser ahora —susurró el naga con una voz etérea y sibilante, dejando al descubierto los colmillos en una mueca expectante, al tiempo que la larga lengua bífida chasqueaba al exterior—. Terminada servidumbre de Ssasser a la familia Hunzrin.

—Esos no fueron los términos de nuestro acuerdo. Cuando tenga a Liriel Baenre en mi poder, serás libre —le recordó Shakti.

La criatura hizo una mueca amenazadora y luego soltó un tremendo eructo. Sus finos labios se fruncieron y escupió un pequeño dardo a los pies de la sacerdotisa.

—Esto tragó Ssasser, cuando Ssasser puerta atravesó. Era buena trampa. Si Ssasser no saber existencia disparador mágico, Ssasser muerto estaría.

Shakti apartó el dardo de una patada. Entre las innumerables habilidades del naga oscuro se hallaba la capacidad de tragarse virtualmente cualquier cosa sin sufrir daño. Armas, venenos, libros de hechizos; todos quedaban bien almacenados en el órgano interno del ser que permitía a éste transportar cualquier cosa que necesitara. Había que reconocer que atrapar un dardo disparado por una ballesta resultaba bastante extraordinario, pero quedaba claro que el naga había estado a la altura de tal desafío.

—Costó a Ssasser, ya lo creo, el hechizo de invisibilidad —insinuó éste.

—Y recibirás otro, sin ningún coste adicional —prometió la sacerdotisa.

Por encima de todas sus otras armas, el naga era apreciado por su habilidad mágica; pero el alto coste de desarrollar su magia natural a menudo forzaba a los nagas a la servidumbre. Aquella criatura estaba demasiado en deuda para verse libre de la familia Hunzrin en un futuro próximo, de modo que Shakti sintió que podía mostrarse generosa.

Ordenó al ser-serpiente que regresara a la casa Hunzrin y luego empezó a registrar el castillo. El hogar de Liriel era, como ya había esperado, un verdadero antro de relajación, pero como la sacerdotisa Hunzrin no sentía demasiado interés por los lujos, dedicó a la mayor parte de la casa muy poca atención. La habitación que le interesaba era el estudio.

Y en él halló lo que buscaba. Los libros eran algo raro y caro, pero Liriel tenía un buen número de ellos. La mayoría, bellamente encuadernados en preciosas pieles y repujados con elegantes runas drows, estaban pulcramente ordenados en estantes, y Shakti no les dedicó más que una ojeada, pues estaba mucho más interesada en los toscos y estropeados tomos que parecían estar desperdigados por todas partes.

Había libros apilados sobre la mesa de estudio, amontonados contra una pared, repartidos por el suelo. Y ¡qué libros! Muchos de ellos trataban de humanos y de su magia; temas prohibidos en Menzoberranzan.

Llena de regocijo ante su descubrimiento, Shakti apretó uno de los condenatorios volúmenes contra su pecho. Habían muerto drows por ofensas menos graves y la posesión de aquellos libros era suficiente para provocar serios problemas incluso a un miembro de la casa Baenre. Pero aquello no era suficiente para la vengativa joven; quería saber por qué Liriel había buscado aquella información en la superficie.

Nadie corría tales riesgos motivado únicamente por una curiosidad intelectual. ¿Planeaba la casa Baenre otro golpe contra la superficie? ¿O buscaba tal vez una alianza con un grupo de humanos? Si cualquiera de ambas cosas resultaba cierta, la ciudad se rebelaría.

Shakti arrojó el libro a un lado y alargó la mano para coger otro. Al instante se quedó inmóvil cuando una serie de páginas sueltas cayeron del libro que acababa de tirar.

La sacerdotisa se inclinó y recogió una hoja. Era un excelente pergamino vitela, cubierto con una pequeña y bien trazada escritura drow. Incluso sin luz, la miope joven pudo leer la página, ya que estaba escrita en tinta siempre negra, la rara y reluciente tinta utilizada sólo por los hechiceros drows más poderosos y prósperos.

A medida que leía, su excitación iba en aumento. ¡Eran las notas de Liriel Baenre, escritas de su puño y letra! Shakti echó un vistazo a una página tras otra, y lo que fue saliendo a la superficie superaba en mucho sus más siniestros sueños de venganza.

Liriel Baenre había hallado un modo de trasladar sus innatos poderes drow a la superficie. Había encontrado un amuleto, un objeto humano no especificado, que le otorgaba ese poder.

Las páginas cayeron inadvertidas de las manos de Shakti cuando ésta comprendió finalmente la importancia de su descubrimiento. En aquellas hojas leía la condena a muerte de su adversaria, pues la mayoría de los drows de la ciudad matarían tranquilamente por conseguir tal magia. Y luego ¿qué sucedería? Para bien o para mal, algo así podría cambiar a Menzoberranzan para siempre.

Pero ¿cómo, se preguntó Shakti, había conseguido Liriel tal cosa? Con impaciencia, la sacerdotisa cogió un libro tras otro y, por fin, escondido entre las hojas de un volumen particularmente estropeado, encontró lo que buscaba: una factura manuscrita firmada sólo con un tenue y familiar dibujo, que Shakti reconoció como la marca de El Tesoro del Dragón.

Una mueca salvaje crispó el rostro de la joven. Conocía bien la banda comerciante. De hecho, había adquirido un nuevo semental rote a El Tesoro del Dragón, un carnero blanco cuyo compacto tamaño e inusual calidad de la lana lo señalaban como propiedad de la casa Zinard, una familia de la ciudad drow de Ched Nasad. El rote era robado, desde luego, pues los Zinard jamás se habrían deshecho de un animal tan valioso.

Se rumoreaba por todo Menzoberranzan que El Tesoro del Dragón podía proporcionar artículos de contrabando de casi cualquier clase. La banda comerciante protegía los innumerables secretos de sus clientes, pero sin duda Shakti hallaría un modo de hacer hablar a uno de los mercaderes. Poseía tanto talento para la tortura como cualquier drow de Menzoberranzan, y los juramentos de discreción, e incluso el temor a morir a manos del capitán Nisstyre, no significarían gran cosa para el infortunado varón que cayera en sus manos.

Antes de que sonara la campana llamando a los devotos de Lloth a la ceremonia, Shakti había extraído cierta fascinante información a la presa que había elegido. El mercader no había sabido nada sobre Liriel Baenre, pero se había mostrado muy elocuente respecto a su amo.

Nisstyre, al parecer, no era sólo un capitán comerciante. Era un hechicero adiestrado en las escuelas de Ched Nasad, que había huido de la ciudad hacía muchas décadas antes que someterse a la prueba de lectura mental para demostrar su lealtad a Lloth. Shakti se dijo que tal vez ella supiera el motivo.

En sus últimos momentos de agonía, el torturado drow había confesado ser un seguidor de Vhaeraun, el dios drow de la intriga y el latrocinio, y parecía poco probable que un criado se atreviera a seguir a tal dios sin el conocimiento y aquiescencia de su señor. Eso proporcionaba a Shakti una poderosa arma que usar contra Nisstyre, pero curiosamente, la mujer no se sentía inclinada a utilizarla.

El concepto de una deidad rival le fascinaba, si bien jamás había albergado tales pensamientos, sabiendo que era su destino convertirse en sacerdotisa de Lloth. Siempre se había sentido agraviada por ello, pero jamás lo había considerado de otro modo.

Ahora, por primera vez en su vida, Shakti empezó a pasar del descontento a la ambición. La ciudad se encontraba al borde de la anarquía, y por lo tanto, ¿qué mejor momento para destruir el poder de las sacerdotisas de Lloth? Y ¿qué mejor instrumento que una deidad rival? Si ese Vhaeraun poseía poderosos seguidores ocultos en la ciudad, tal vez ella encontraría algo que los persuadiera de presentar batalla al vacilante matriarcado. Lo que resultaba más delicioso aún, una conexión demostrada entre los seguidores de Vhaeraun y la casa Baenre podría muy bien derribar a la primera casa. Liriel no sobreviviría a tal conflicto, desde luego, pero incluso tan agradable perspectiva perdía interés ante el esquema más amplio que iba apareciendo en la mente de Shakti.

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