La hija de la casa Baenre (36 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Me parece que el primer asalto es un empate —concedió con una ligera reverencia.

—Y el segundo será mío —le aseguró Kharza.

El hechicero sacó una bolita pegajosa de un bolsillo oculto de su túnica y la arrojó a lo alto; la bolita estalló, y lo que había sido simplemente un pedazo de telaraña se ensanchó para convertirse en líneas grises de fuerza mágica. Tentáculos pegajosos salieron disparados en todas direcciones, en busca de roca sólida, que no tardaron en localizar. En menos de un segundo toda la cueva estaba cogida en una gigantesca y sombría telaraña, y ésta se estremeció por encima de las cabezas de los hechiceros, como un dosel gigante. Una gran gota pegajosa se desprendió despacio para caer con un silbido en el estanque de lava del suelo.

El rostro de Nisstyre, que brillaba rojo en la oscuridad de la caverna, palideció hasta tornarse casi gris cuando la telaraña de sombras le robó mágicamente el calor del cuerpo. Sus facciones mostraron el dolor provocado por aquella gelidez que le atenazaba los huesos, y sus manos se movieron con desesperante lentitud mientras formaban los gestos de un hechizo de respuesta.

El hechicero Xorlarrin no esperó el ataque; salmodió las palabras de una convocatoria. Arañas gigantes aparecieron a una orden suya y corretearon por la pegajosa tela gris en dirección a la presa designada. Resbalaron por los hilos y empezaron a descender mediante hebras plateadas en dirección a Nisstyre.

—¡Una muerte apropiada para un hereje! —se regocijó Kharza-kzad mientras las venenosas arañas, tan amadas por la Señora del Caos, se acercaban.

—¿Realmente luchas por el honor de Lloth? —se burló el otro.

La mano del hechicero más joven se balanceó despacio al frente en un arco amenazador, no hacia las arañas, sino hacia la telaraña misma. Kharza había esperado que aquello sucediera más tarde o más temprano, pues sólo un ataque mágico podía disipar la tela. Para su asombro, su contrincante soltó no una vibración de letal energía, sino un rayo de simple fuego.

Simple, pero efectivo, pues las llamas corrieron por cada hilo, prendiendo fuego a toda la telaraña. La telaraña de fuego era una gloriosa y deslumbrante visión, y Kharza se maravilló al contemplarla; también era, tuvo que reconocer, una brillante estrategia. El calor y la zahiriente luz de las llamas lo obligaron a ocuparse del fuego, y esto daría a su enemigo tiempo para ordenar su energía mágica, para recuperarse algo de la congelación del hechizo. Por fortuna, Kharza estaba bien preparado para la labor.

Protegiéndose los ojos con una mano de la brillante luz, el anciano sacó una escultura de obsidiana del tamaño de un puño de un bolsillo de la túnica. Como correspondía a un maestro de Sorcere, poseía un amuleto de Plelthong, un antiguo y poderoso objeto drow que controlaba muchos ataques y defensas. Kharza pronunció las palabras que liberarían la fuerza necesaria, alzó el amuleto —el rostro esculpido de un sonriente hechicero drow— y apuntó con él a la llameante telaraña.

Los labios de obsidiana se fruncieron y el amuleto en forma de drow escupió un chorro de fría luz azul hacia lo alto. La magia se extendió, hasta convertirse en un cono de poder que envolvió el fuego y lo extinguió; la telaraña siguió allí, pero ennegrecida y quebradiza, y los cuerpos carbonizados de las arañas colgaron y se balancearon un instante antes de caer en dirección a la lava.

Kharza se permitió una sonrisa triunfal y sólo un momento de celebración. Demasiado largo: un negro dardo salió disparado hacia él y le atravesó la mano alzada, arrancándole el valioso amuleto, que rodó entre las piedras corrientes.

El hechicero profirió un grito de dolor y ultraje, pero había aprendido lo peligrosa que era la vacilación. Sin preocuparse por arrancar el fino dardo de su mano, sacó una varita de su cinturón y apuntó con ella hacia arriba.

Como había esperado, otros dos mortíferos dardos habían emprendido el vuelo, y otro más estaba en la mano de Nisstyre. El comerciante no arrojó el último proyectil, sino que se lo llevó burlonamente a los labios y lo lanzó al aire como si se tratara de un beso. Ni se preocupó en apuntar, no lo necesitaba. Hechizadas para buscar a su blanco, las largas y negras armas describieron un círculo por la caverna y se abalanzaron sobre el hechicero Xorlarrin como aves de presa.

Kharza oprimió el mango de su varita una vez, dos y luego una tercera. Sostuvo el arma con firmeza por si era necesario un cuarto y definitivo ataque; pero su puntería era certera y los tres globos de luz volaron al encuentro de los proyectiles. El hechicero hizo uso de su poder natural para levitar y se elevó en diagonal, poniendo tanto distancia entre él y el inminente impacto como le fue posible.

Las esferas chocaron con los mortíferos dardos y estallaron, una tras otra, en espectaculares explosiones de luz verdosa. Los globos escupieron un ácido que corroyó el negro metal, y lanzaron gotitas de ácido y metal líquido a la repisa donde se había encontrado Kharza momentos antes.

Pero el hechicero Xorlarrin estaba a salvo de la letal lluvia. Flotando muy por encima del campo de batalla, echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de puro regocijo. ¡Qué maravilloso poder, qué deliciosa destrucción, liberaban sus creaciones! ¡Había poseído aquellos maravillosos juguetes durante todos aquellos años y nunca los había disfrutado!

Nisstyre observó la satisfacción de su enemigo y tomó buena nota de su creciente confianza en sí mismo. Permitió a Kharza su momento, sabiendo que pronto finalizaría, ya que todo iba como él, Nisstyre, había planeado. El hechicero de cabellos cobrizos había estudiado bien a Kharza-kzad, y había esperado cada ataque y defensa del hechicero de más edad. Sabía que el hechicero Xorlarrin era un maestro en batallas mágicas y tácticas, y había llegado a conocerlo lo suficientemente bien como para sospechar que el aislamiento del estudio, la concentración del esfuerzo necesario para crear fabulosas armas de destrucción, habían dejado peligrosos puntos ciegos en la educación de Kharza. Xorlarrin podía ser un maestro de magia y retorcida lógica drow, pero carecía del instinto del terreno del luchador, y por lo tanto, cuanto más sencillo el ataque contra un adversario así, mayores las posibilidades de tener éxito.

Pensando de ese modo, Nisstyre lanzó su siguiente hechizo. A una orden suya, el aire de la caverna empezó a agitarse, a adquirir fuerza e impulso, y antes de que el levitante Kharza fuera capaz de reaccionar, un potente viento lo atrapó al vuelo y lo arrojó aún más alto, a los brazos expectantes de la telaraña de sombras.

El fuego había reducido y ennegrecido la tela, pero ninguna fuerza física podía destruir su magia. El hechicero Xorlarrin chocó contra las pegajosas hebras y quedó sujeto allí, rebotando ligeramente y contemplando el estanque de lava. Sus ojos se volvieron veloces hacia Nisstyre; las manos del hechicero más joven centellearon en el aire mientras formaban el conjuro que destruiría la telaraña. Kharza se dio perfecta cuenta, y comprendió el peligro que corría. Su habilidad natural para levitar se había agotado y, una vez libre de la telaraña, podría lanzar un hechizo de levitación antes de precipitarse a su muerte, pero no estaba seguro; no tenía ni idea de lo que se podía tardar en recorrer aquella distancia.

Kharza-kzad no tuvo mucho tiempo para decidirse, pues su palpitante corazón no había latido ni tres veces cuando su oponente terminó la disipación del hechizo y se encontró cayendo en picado al mortífero estanque. El anciano sólo encontró una posibilidad de sobrevivir, y la utilizó; mientras caía, sus dedos se cerraron sobre otra varita, su mejor creación y su más profundo secreto.

Le tocó ahora a Nisstyre el turno de reír mientras contemplaba cómo su rival se hundía en la roca fundida. Había planeado aquel combate paso a paso y también tenía preparado un hechizo que pescaría de la lava los huesos del viejo drow. Desde el principio, había dudado que un Kharza-kzad vivo fuera a facilitarle alguna información útil, pero había modos de obligar a un espíritu a decir la verdad. Pronto sabría todo lo que el hechicero había averiguado sobre Liriel Baenre y su amuleto, y estaría en camino de hacerse con ambos.

La risa del comerciante se truncó de improviso. Algo se removía en el estanque de lava. Una forma oscura empezaba a surgir de la borboteante superficie y, mientras observaba, estupefacto, la figura esquelética de un drow se alzó despacio de la roca fundida. La lava había derretido toda la carne, pero la túnica del hechicero —y probablemente toda la magia que contenía— había sobrevivido intacta. Nisstyre no sabía cómo lo había hecho Kharza-kzad, pero sabía en lo que se había convertido el anciano drow.

Kharza-kzad era ahora un lichdrow, un hechicero elfo oscuro que existía más allá de la muerte, más allá de las limitaciones de la mente y el cuerpo. Invulnerable, casi invencible, la criatura no muerta podía conjurar a voluntad todos los hechizos reunidos durante sus siglos de vida.

El lichdrow se elevó en el aire, deteniéndose sólo al llegar a la altura de los ojos de su pasmado enemigo. Alzó un mano huesuda, y sujeta entre los dedos descarnados había una fina vara de metal, que brillaba todavía con el calor adquirido de la lava.

—Mi creación más excepcional —anunció el hechicero no muerto en un susurro tan árido como los huesos desecados—. Una varita de lichdom. ¿Quieres ver otra demostración... en tu persona, quizás?

Nisstyre se vio terriblemente aventajado, pero incluso ahora estaba decidido a decir la última palabra. Sujetó un anillo de teletransporte que lo sacaría del lugar y una sonrisa burlona se dibujó en su rostro.

—Tal vez dentro de varios siglos, cuando haya contemplado el triunfo de Vhaeraun y me aburra la vida, podría sentirme tentado a aceptar tu oferta. Cuando ese momento llegue, sin duda te encontraré todavía aquí.

Y con estas palabras, el comerciante conjuró la magia que lo sacaría del volcán y lo llevaría fuera del alcance del lichdrow Xorlarrin.

Con el tiempo, el antiguo Kharza-kzad podría hallar el camino de vuelta a Menzoberranzan, pero Nisstyre sabía que el hechicero conocía pocos conjuros de portales, y se había asegurado —o al menos, estaba tan razonablemente seguro como un drow podía estarlo sobre los secretos de otro— de que Kharza no conocía el camino de vuelta a su propia Torre de los Hechizos. Por el momento, por lo tanto, Nisstyre sentía que podía regresar a la ciudad con toda tranquilidad.

Puede que no hubiera conseguido la información que necesitaba de Kharza, pero había otro drow en Menzoberranzan que sabía más sobre los planes de Liriel de lo que estaba dispuesta a admitir. Era hora de ir en busca de su socia.

Shakti Hunzrin acababa de regresar a Tier Breche cuando llegó la llamada. Junto con otra docena de alumnas de nivel superior, estaba asistiendo a una sesión práctica sobre el acceso a los planos inferiores y cómo conversar con sus habitantes. El tema no tenía demasiado interés para la joven; en realidad, tras los acontecimientos de los últimos días, todos sus estudios en Arach-Tinilith no parecían otra cosa que un aburrido anticlímax, y habría dado la bienvenida a casi cualquier tipo de interrupción.

Casi.

Ocho guardias hembras armadas —parte de las fuerzas de elite de la casa Baenre— llegaron hasta la puerta del aula y ordenaron respetuosamente a Shakti que las acompañara. Con ellas iba un disco flotante, el transporte volador mágico usado por las matronas y sacerdotisas más poderosas. Shakti nunca había esperado viajar en uno, y no disfrutó mucho con ello mientras se deslizaba con gran pompa en dirección a la fortaleza Baenre, rodeada por su prestigiosa escolta. Pues al enviarle el disco flotante, la matrona Triel no honraba a su invitada sino que exhibía de modo descarado su propio poder y posición, y a Shakti, aquello le parecía el lógico primer paso hacia una muy pública ejecución. Lloth podría haber decretado que ninguna sacerdotisa matara a otra, pero el clan Baenre siempre parecía estar por encima de la ley.

Sus esperanzas no mejoraron cuando llegaron a la mansión Baenre y se la condujo al centro mismo de la primera casa: la enorme capilla. Gomph pasó veloz junto a ella en la puerta, con expresión sombría y taciturna, y Shakti comprendió al instante el motivo: ocho sacerdotisas Baenre estaban reunidas alrededor del altar. Un siniestro rito iba a realizarse en aquella sala que ningún varón podía presenciar.

La matrona Triel hizo una seña a la joven para que se acercara al altar y, mientras ésta lo hacía, alzó despacio el brazo. En él había un látigo armado con las cabezas de dos serpientes que se retorcían enfurecidas.

—Lloth sabe lo que hay en tu corazón —anunció Triel en tono frío y uniforme, al tiempo que empezaba a avanzar, despacio, con un destello de burlona satisfacción en sus por lo general inescrutables ojos.

En aquel momento Shakti comprendió que la Reina Araña había asistido a su trato con Nisstyre e informado a la primera matrona de su traición. Puesto que no podía hacer otra cosa, Shakti permaneció inmóvil aguardando el primer golpe del látigo pero, ante su total perplejidad, la matrona Baenre hizo girar el arma y la ofreció, por el mango, a la joven drow.

—Por orden de Lloth, vas a ser ascendida a gran sacerdotisa. Este látigo será tuyo. Asciende al altar para el rito de armonización.

No sin temor, Shakti hizo lo que le ordenaban. Había presenciado la ceremonia, que por lo común se celebraba después de las de graduación, y no era un espectáculo para los pusilánimes. Pero habría sufrido el rito de buen grado, de haber confiado en que Triel realmente lo fuese a celebrar.

Por una vez, la matrona Baenre mantuvo su palabra, y el círculo de sacerdotisas efectuó el ritual que armonizaba el arma con las emociones de la única persona que podría empuñarla.

Bastante más tarde, las ocho sacerdotisas ayudaron a Shakti a descender del altar. Las serpientes vivas que la habían sujetado allí se alejaron reptando hasta desaparecer en la oscuridad, a excepción de tres que había sido añadidas por medios mágicos al látigo. La joven admiró su nueva arma con una mezcla de orgullo y temor. ¡Cinco cabezas! Pocas sacerdotisas controlaban tantas, un látigo así era una señal del más alto favor de Lloth.

Triel despidió a las otras mujeres con un movimiento de la mano y luego indicó a Shakti que ocupara un asiento.

—Ahora debemos hablar sobre tu futuro —dijo sin rodeos—. No es necesario que regreses a la Academia, excepto para asistir a las ceremonias de graduación cuando llegue el momento. Eres libre de ocuparte de los negocios de tu familia, con todo el rango y honor de una gran sacerdotisa. Si esos negocios te alejan de Menzoberranzan de vez en cuando, que así sea. La casa Baenre y la casa Hunzrin han trabajado juntas en el pasado. Ahora volveremos a hacerlo, como nunca antes, por la gloria de la Reina Araña.

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