La hija de la casa Baenre (35 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Kharza-kzad estaba allí para recibirla, pero no parecía el mismo drow quejumbroso de siempre. El hechicero estaba en pie, tenso e inmóvil. Sus ralos cabellos, que por lo general aparecían totalmente desordenados, habían sido pulcramente peinados, e incluso las arrugas de su rostro parecían menos pronunciadas; también parecía extrañamente decidido, curiosamente sosegado.

—¿Tienes idea de lo que has hecho? —inquirió él con voz tensa y lúgubre.

Liriel se quedó helada, aturdida por un instante al comprender que Kharza la había descubierto. Pero desde luego podía manejar al anciano; ya había conseguido convencerlo en muchas ocasiones con sus encajitos.

—¡Claro que sé lo que he hecho! Es maravilloso, en realidad. He encontrado un modo de...

—¡Has firmado tu sentencia de muerte, eso es lo que realmente has hecho! —interrumpió él—. ¿Eres tan ingenua como para pensar que quienes gobiernan Menzoberranzan te permitirán la posibilidad de utilizar tal poder? ¿Qué drow no mataría por poseer ese poder ella misma?

La muchacha parpadeó perpleja. Pocos drows de Menzoberranzan se aventuraban al interior de la Antípoda Oscura, aparte de las patrullas a las que se ordenaba que mantuvieran los túneles circundantes libres de enemigos. Pocos elfos oscuros compartían su naturaleza curiosa, su amor por la aventura y la exploración. Y desde luego nadie deseaba viajar a las Tierras de la Luz en una búsqueda de conocimiento, en busca de una runa de poder. Respecto a eso, ¿qué drow de Menzoberranzan sabía lo que era la magia de las runas? Por pura casualidad ella había conseguido juntar todas las piezas que conformaban la historia del Viajero del Viento. Nadie podía saber lo que el amuleto significaba para ella ni lo que podía hacer.

Comprendió al instante. ¡Desde luego que no lo sabían! Sin duda las drows creían que el amuleto era como la mayoría de los objetos mágicos de la ciudad, ¡que su simple posesión por parte de un hechicero o sacerdotisa de suficiente poder bastaría para desatar sus hechizos! ¡No era extraño pues que Kharza dijera que muchas matarían por obtenerlo!

—¡Pero el amuleto no les serviría de nada! Su magia no se parece a nada que conocemos —dijo con vehemencia—. Deja que te explique...

—No lo hagas —interrumpió él, tajante, alzando ambas manos de improviso en un ademán para imponer silencio—. Cuanto menos sepa sobre ese amuleto, mayores son mis probabilidades de sobrevivir.

Los ojos de Liriel descendieron hasta la varita de combate que su tutor sujetaba en la mano derecha, luego se alzaron despacio hacia su rostro resuelto. Comprendió de repente: Kharza pensaba matarla.

El hechicero dio un paso al frente, la mano vacía extendida hacia ella y la varita sostenida hacia atrás y en posición baja, como una espada lista para atacar.

—El amuleto debe ir a Sorcere para ser estudiado. Dámelo ahora.

La mano de la joven se cerró sobre la diminuta funda de oro que colgaba sobre su corazón. Intentó hablar y descubrió que no podía, de tan seca como estaba su garganta y tan fuerte como era el dolor que sentía en el pecho. Liriel había sufrido muchas traiciones durante su joven vida, pero ninguna se había abatido sobre ella de un modo tan inesperado como aquélla; sabía que Kharza, a su manera, se preocupaba por ella, tal vez más de lo que nadie lo había hecho antes, y había llegado a confiar en eso de tal modo que algo cercano a la confianza se había desarrollado entre ellos. Pero entre los drows, la confianza invariablemente daba paso a la traición. Liriel reconoció lo grande que había sido su estupidez y aceptó su castigo.

Con el valor y desprecio esperado de una noble elfa oscura, la joven alzó la barbilla para enfrentarse a la muerte. Sus dedos se cerraron con fuerza alrededor del amuleto y con la mano libre formó sus últimas palabras en el lenguaje silencioso de los drows.

Ataca ya. El amuleto sobrevivirá. Puedes recogerlo de entre las cenizas.

Kharza-kzad alzó la varita y le apuntó con ella, y ambos permanecieron mirándose en un tenso y doloroso silencio durante un buen rato.

Luego, inesperadamente, el hechicero masculló un juramento y arrojó la mágica arma a un lado.

—No puedo —se lamentó.

Liriel contempló con incredulidad cómo las manos de su tutor trazaban a toda velocidad los ademanes de un hechizo, y una puerta, un reluciente portal en forma de diamante, apareció en el centro de la habitación.

—Debes abandonar Menzoberranzan —insistió el hechicero, empujándola en dirección a la brillante puerta—. No es seguro para ti permanecer aquí. Llévate tu nueva magia a la superficie y vive allí lo mejor que puedas.

—Pero...

—No hay tiempo para discutir. Márchate ahora.

Demasiado aturdida para objetar nada, Liriel se encaminó hacia el portal.

—¡Aguarda! —chilló Kharza, abalanzándose para arrastrarla hacia atrás.

El anciano farfulló consigo mismo unos instantes, mientras contaba afanosamente hasta nueve con los dedos.

—Lo que me imaginaba —masculló, y agarró el cordón de una campanilla que colgaba de la pared, tirando de él con insistencia.

Un sirviente varón llegó en veloz respuesta a la llamada y Kharza lo sujetó con fuerza y lo introdujo de un empellón en el portal. Se produjo una explosión de luz, y el acre olor de la carne quemada inundó la estancia mientras el infortunado criado desaparecía.

—Cada novena persona que atraviesa esa puerta resulta incinerada —explicó el hechicero en tono distraído—. Como ya te he dicho antes, ningún portal mágico carece de salvaguardas ni peligros.

El familiar tono pedante de la voz de su profesor rompió la especie de trance conmocionado que se había apoderado de Liriel, y ésta se arrojó a los brazos de su tutor, permaneciendo ambos durante un breve instante en tan desesperado abrazo. Ninguno tenía ganas de hablar, pues no había palabras en el lenguaje drow para tales momentos.

—Márchate ahora —repitió Kharza-kzad, apartando a la joven con suavidad.

La joven drow asintió y se encaminó hacia el portal. Alzó una mano en señal de despedida y desapareció en el interior del refulgente hechizo.

Los delgados hombros del hechicero se alzaron y hundieron en un fuerte suspiro. Dio media vuelta, con movimientos que el desconocido peso de la tristeza y la sensación de pérdida tornaban más lentos, dejando que la abertura se desvaneciera por sí sola. Al hacerlo, un pedazo de metal caído le llamó la atención. Siempre ordenado, el anciano drow se inclinó para recogerlo; se trataba de un brazalete de latón, grabado con el símbolo de la casa Xorlarrin, era todo lo que quedaba del criado drow.

El hechicero deslizó el objeto en su propia muñeca. Era demasiado grande para él, pero contempló el trofeo con orgullo.

—Qué maravilla —murmuró, girando el brazo a un lado y a otro de modo que el brillante latón centelleara bajo la luz de las velas—. Después de todo, he conseguido matar a alguien.

17
Armas

E
stoy tan contento de haberte encontrado aún aquí... Creía que ya habrías corrido a la seguridad de Sorcere a estas horas.

Sobresaltado, Kharza-kzad giró en redondo para enfrentarse a su importuno visitante, y mientras sus ojos se posaban sobre el drow de cabellos cobrizos —tumbado con insolente naturalidad en el sillón de Kharza— el hechicero maldijo amargamente el día en que empezó a hacer negocios con el comerciante. Una vez más, Nisstyre se había introducido en la Torre de los Hechizos Xorlarrin, usando el portal que habían establecido muchos años atrás para ese propósito, sin invitación ni permiso. Aquello se había convertido en una práctica frecuente y molesta.

—¿Qué quieres? —inquirió Kharza-kzad.

El otro sonrió y apoyó los pies sobre la mesa de estudio, sin prestar atención al montón de pergaminos que aplastaban sus botas.

—No más que cualquier otro drow en la ciudad. Quiero el amuleto de Liriel Baenre.

El hechicero se forzó a que sus ojos no fueran en dirección al tenue y casi desvanecido contorno del portal que había puesto a salvo a Liriel.

—No tengo ni idea del modo en que la chusma como tú se entera de tales noticias, pero no te servirá de gran cosa —respondió con bastante más bravura de la que sentía.

Incluso enardecido por la impresión de su primera muerte, Kharza-kzad no sentía un deseo real de alzar su varita de combate contra otro hechicero. Sabía que el éxito en la batalla requería más que poder en armas y en hechicería; hacían falta instintos que él jamás había puesto a prueba, y mucho menos desarrollado. Su mejor posibilidad de evitar el conflicto, creyó, sería desanimar por completo al hechicero comerciante.

—Por orden del consejo regente, el amuleto fue llevado a Sorcere para ser estudiado —dijo Kharza, invocando deliberadamente a todos los poderes de Menzoberranzan—. A menos que pienses solicitar tu entrada como alumno allí, está totalmente fuera de tu alcance.

—No lo creo —repuso Nisstyre con tranquilidad, sin hacer caso de los insultos de su interlocutor—. Por alguna razón dudo que el amuleto haya ido a parar a Sorcere. Tú estás aquí, al fin y al cabo. Y, si no me equivoco, esperas una visita de tu alumna.

—Tal visita sería bien recibida, pero es muy improbable. Liriel está en Arach-Tinilith —mintió él.

—No es así, me temo. Mis fuentes en Arach-Tinilith me aseguran que Liriel se esconde en alguna parte en la ciudad o en la Antípoda Oscura, no muy lejos de aquí. O tal vez —siguió el comerciante despacio—, ha huido ya a la Noche Superior.

Nisstyre se puso en pie y encarándose con el hechicero murmuró:

—Dime lo que sabes.

En respuesta, el hechicero Xorlarrin sacó una varita de su cinturón. Si alguna vez había sentido escrúpulos respecto a matar, éstos no aparecieron ahora en su dura mirada. Una llamarada azul chisporroteó a lo largo del arma y arrojó una bola de luz y poder contra el mercader de cabellos rojizos.

Ante el asombro de Kharza, la bola de fuego atravesó tranquilamente el cuerpo de Nisstyre y se estrelló contra la pared opuesta de la estancia, para a continuación estallar en silencio y dejar caer una lluvia de brillantes chispas sobre la alfombra. El fuego prendió y las llamas se alzaron para lamer la pared. Un tapiz de valor incalculable que estaba colgado allí empezó a arder.

Kharza se dio cuenta de que el Nisstyre que tenía delante no era más que una proyección mágica, y que el cuerpo del joven hechicero estaba en otra parte, puede que lejos de Menzoberranzan, o más probablemente en aquella misma habitación. El anciano giró en redondo, buscando frenético a su enemigo, pero no se veía otra señal de la presencia del pelirrojo drow.

—¿Tienes la valentía de reunirte conmigo en terreno abierto? —se burló la imagen de Nisstyre—. ¿O prefieres que entre los dos arrasemos la Torre de los Hechizos Xorlarrin hasta sus cimientos?

De modo que se había llegado a aquello: no tenía otra elección que luchar. Por extraño que parezca, Kharza-kzad no sintió el temor que había esperado sentir. Una oleada de júbilo recorrió su viejo cuerpo, y dedicó una airada y firme mirada a la imagen proyectada de su némesis.

—Estoy listo —respondió con sencillez—. Sólo tienes que elegir el lugar.

—Está elegido, y te espero. —La mágica proyección extendió una delgada mano, aparentemente sólida—. Dame un objeto personal, un anillo o algo parecido, para que pueda armonizar el portal a tu persona.

Kharza-kzad no consideró aquella exigencia desmedida, pues sabía que los portales mágicos poseían una infinita variedad de requisitos. Algunos exigían una ofrenda de oro o piedras preciosas, otros concedían transporte sólo en ciertos momentos, mientras que otros requerían hechizos o rituales. Jamás había oído hablar de armonización, pero no resultaba inconcebible, de modo que se quitó un anillo de oro y ónice del dedo y lo dejó caer sobre la mano extendida.

Al instante el hechicero Xorlarrin sintió cómo el mágico remolino de un hechizo de teletransporte lo envolvía, y se lo llevaba en medio de una ráfaga de energía y movimiento como jamás había experimentado. Kharza no había tenido una gran necesidad de portales mágicos durante su larga vida; podía conjurar sólo cinco o seis, y únicamente en una ocasión había utilizado uno personalmente: para su breve viaje desde la habitación de Liriel en Arach-Tinilith a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Desde luego, sabía lo suficiente sobre principios mágicos generales para ayudar a la joven a practicar los conjuros de portales de su nuevo libro, pero no se había molestado en copiar ninguno de los conjuros ni en aprenderlos. Ahora lo lamentaba, pues aquella nueva experiencia resultaba estimulante más allá de lo que se podía expresar con palabras.

De improviso sintió roca sólida bajo los pies y se encontró en el interior de una enorme caverna deshabitada. Mientras miraba en derredor con admiración, el hechicero se dio cuenta de que era la primera vez que abandonaba Menzoberranzan. En circunstancias menos extremas, se habría sentido fascinado por el paisaje de roca salvaje, al que ni la magia ni el artificio habían tocado jamás, y por el hirviente estanque de roca fundida que borboteaba y escupía hacia las alturas a sus pies.

Kharza-kzad lanzó una mirada a lo alto. Sus ojos no estaban acostumbrados a tales distancias ni su mente equipada para registrarlas; pero percibió a lo lejos, en lo alto, una luz lejana, un brillante fragmento de azul que sólo podía ser el cielo de las Tierras de la Superficie. Al parecer, Nisstyre había elegido el corazón de un volcán en activo para su enfrentamiento. Que así sea, se dijo el anciano, y se preparó para la lucha que se avecinaba.

—Muéstrate —gritó—. ¡Empecemos!

En respuesta, un proyectil de piedra líquida se alzó del estanque y salió disparado hacia él. Kharza cruzó los antebrazos frente al rostro y pronunció una única palabra de poder. Un escudo redondo, que resplandecía negro pero era tan transparente como el cristal, apareció entre él y el torrente de lava; la reluciente piedra golpeó el escudo mágico con un tremendo siseo, y se enfrió al instante para convertirse en un sólido muro protector.

Con insolente tranquilidad, Kharza lanzó un hechizo que convirtió la pared en una cascada de guijarros y polvo, luego se quedó allí, con los brazos cruzados y una expresión levemente aburrida en su rostro arrugado.

Unos aplausos burlones resonaron por la caverna y Nisstyre apareció ante él. El hechicero de cabellos cobrizos se encontraba en el otro extremo del estanque de lava, sobre una elevación rocosa aproximadamente a la altura de los ojos de su adversario.

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