La hija de la casa Baenre (16 page)

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Authors: Elaine Cunningham

—Muy amable por tu parte, Kharza —respondió—. Intentan mantenerme muy ocupada aquí, pero estoy segura de que podré escabullirme antes de que pase mucho tiempo.

—Sí. Bien. Ya sabes dónde encontrarme.

Las manos del hechicero se movieron veloces efectuando los ademanes del conjuro y un tenue portal ovalado apareció en la habitación. Dio a Liriel la palabra de poder que activaría la puerta y luego salió por ella hacia la libertad de Menzoberranzan.

Una vez sola, la muchacha suspiró profundamente. Si Kharza buscaba deliberadamente vengarse por sus burlas, ése habría sido un modo genial de hacerlo, pues saber que la forma, de escapar la tenía en una sola palabra habría sido toda una tortura para la inquieta joven. Su padre le había dado un libro de conjuros para que pudiera abandonar la Academia si era necesario, pero más tarde le había recalcado la necesidad de utilizar tales conjuros con extrema discreción. Lo que probablemente quería indicarle con eso era que sólo tenía que usarlos cuando él lo ordenara, se dijo con un arrebato de rebelde cólera. Pero tenía el suficiente sentido común para comprender el riesgo que implicaba y correrlo sólo por una buena causa.

Encendió otra vela con la llama de un cabo casi consumido y luego se acomodó ante su mesa para leer. El libro que Kharza le había dado era muy viejo, y los relatos simples y bastante pintorescos. Eran historias sobre unas gentes de temperamento inquieto que hacía mucho tiempo se pusieron a navegar en chalupas por mares y ríos, primero para saquear y aterrorizar, y posteriormente para establecerse. Sin embargo había una energía, un amor por la aventura, que resonaba en cada página, y Liriel leyó hasta bien entrada la noche, encendiendo una valiosa vela tras otra.

Jamás había pensado mucho en los humanos, pero aquellos relatos le fascinaron. En aquellas hojas amarillentas había historias sobre héroes audaces, animales extraños y feroces, poderosos dioses primitivos, y una magia que era parte y tejido de esa tierra lejana. Liriel estudió detenidamente cada palabra, absorbiendo el lenguaje de aquel tiempo tan remoto, el modo de pensar de la gente, y su extraña magia. Su entusiasmo fue en aumento a cada página.

El concepto de magia con runas resultaba fascinante. Algunas runas eran sencillas y podían enseñarse; otras eran únicas y profundamente personales. Un conjurador, descubrió, tenía que dar forma a la runa antes de que pudiera ser usada mágicamente. El proceso recibía el nombre de «modelado». Se llevaba a cabo en tres fases: planeado, tallado y activación. En el curso de un viaje, o como resultado de una misión o aventura, una runa adquiría forma poco a poco en la mente de su conjurador, y sólo cuando la runa resultaba comprensible por completo podía ser tallada. Muchos conjuros especificaban la clase de superficie requerida. Una runa sencilla para acelerar la curación, por ejemplo, debía tallarse en la rama de un árbol llamado roble.

—¿Qué es un árbol? —murmuró Liriel, y a continuación prosiguió con su estudio.

El paso final cargaba la runa de poder mediante su unción o el recitado de las frases de un hechizo. Esta fase también parecía ser sumamente personal; ningún rollo de pergamino comprado facilitaría el secreto. Liriel asintió pensativa mientras lo absorbía todo. Kharza tenía razón: en un primer examen, la magia con runas parecía ridículamente simple. Sin embargo exigía algo a quien la usaba. La magia provenía de un viaje, tanto si era un viaje de la mente o la misión de un peregrino aventurero.

Un viaje. Una grandiosa misión.

Una oleada de añoranza la sacudió con la fuerza de un puñetazo. Eso, comprendió de improviso, era lo que había ansiado toda su vida. Eso es lo que había provocado todas aquellas incursiones en la Antípoda Oscura y el interminable revoloteo social por la ciudad. Era una viajera nata, atrapada entre seres que se contentaban con vivir y morir en una caverna que medía tan sólo tres kilómetros de anchura. Por maravillosa que pudiera ser Menzoberranzan, era un lugar pequeño para alguien como ella.

Liriel enterró la cabeza entre las manos y se esforzó por no chillar. La joven jamás había conocido la desesperación, pero ésta cayó sobre ella, y también se estrecharon las paredes de su habitación hasta amenazar con engullir la luz de la vela.

Entonces, con la misma rapidez con que había aparecido, el momento se esfumó, ahuyentado de su mente por un audaz plan. La joven levantó los ojos despacio hacia su cuenco de visión.

«¿Por qué no?», pensó, rebelde. Si se le permitía echar un vistazo al Abismo y estudiar sus criaturas y funestos secretos, ¿por qué no debía aprender más sobre su propio mundo? Tal vez en alguna parte de las Tierras de la Luz, descendientes de los rus vivían con el mismo enérgico y pendenciero espíritu despreocupado que había vislumbrado en aquel viejo libro. ¿Por qué no encontrarlos y estudiar sus costumbres?

Le pasó por la cabeza que incluso aquello podría no ser suficiente, pero al instante apartó a un lado tal pensamiento y cogió rápidamente su precioso rollo de pergamino. Había aprendido a tomar lo que la vida le ofrecía sin reflexionar en exceso sobre lo que no tenía.

Así pues, la elfa oscura encendió otra vela más y empezó a estudiar cómo podría abrir una ventana a las Tierras de la Luz.

Fyodor no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba vagando por la Antípoda Oscura, pues allí incluso el tiempo parecía distorsionado e irreal. No era sólo que se encontrara muy por debajo de la superficie, lejos de los reconfortantes ritmos del sol y la luna. La constante sensación de alerta con los nervios a flor de piel necesaria para mantenerse con vida concedía a cada instante una increíble claridad, de modo que cada uno permanecía en su mente hasta mucho después de que hubiera debido dejar paso al siguiente. En cierto modo, aquel transcurrir más lento del tiempo era como lo que experimentaba durante el frenesí enloquecido y resultaba casi igual de agotador.

Había llevado consigo a la Antípoda Oscura comida y agua suficientes para dos días, y aunque había comido y bebido con moderación, ambas cosas estaban casi agotadas. Peor aún, su provisión de antorchas empezaba a acabarse y no había visto nada en aquel lugar que diera la impresión de poder arder, lo cual era un problema; pues mientras tuviera luz, Fyodor podía seguir el rastro de los ladrones drow. Se enfrentaba a una dura elección: seguir adelante o hallar un camino de vuelta a la superficie para conseguir las provisiones que necesitaba para volverlo a probar.

Fyodor siguió adelante. El rastreo era complejo y si titubeaba ahora tal vez jamás encontraría las huellas. Aunque eran cinco drows, andaban con paso ligero, y cualquier rastro era difícil de seguir en un terreno tan distinto al de su propia tierra.

Mientras reflexionaba sobre las dificultades de su misión, no se le ocurrió preguntarse qué haría cuando encontrara a los elfos oscuros. Sabía lo que podía hacer y esa información lo espoleó.

En su país, famoso por sus guerreros enloquecidos, Fyodor era un campeón. Era respetado en su tierra y ya se hablaba de convertirlo en un
fang
, un caudillo a cargo de un grupo de guerreros. Le respetaban, pero también le temían por lo que era y él temía aquello en lo que podía llegar a convertirse.

Una de las magias más incomprendidas de los rashemitas implicaba la destilación de
jhuild
, una libación tan potente que era denominada comúnmente —y con toda razón— «vino de fuego». Una versión menos potente se destilaba para su comercio, pero era sin duda alguna un gusto adquirido, uno que pocos extranjeros deseaban contraer. Cada guerrero enloquecido llevaba consigo un frasco que contenía una inacabable provisión de
jhuild
y bebía de él de vez en cuando sin mayores efectos que los que se esperarían de cualquier potente bebida destilada. Pero antes de la batalla, el
jhuild
se, usaba en un ritual que inflamaba las pasiones y llevaba a los guerreros a un nivel inconcebible de destreza y ferocidad. Eso era algo que se enseñaba a hacer a los rashemitas desde el momento en que nacían y nadie que no hubiera tenido ese adiestramiento podía provocar con éxito un frenesí combativo.

A diferencia de sus camaradas guerreros, Fyodor era un enloquecido nato y la furia se adueñaba de él sin necesidad de
jhuild
o ceremonial. Combatía con mayor ferocidad que sus hermanos, pero sin su control. Mientras duraba la furia, no podía usar estrategias ni cambiar sus tácticas para ayudar o proteger a los otros rashemitas. Lo único que podía hacer era atacar, masacrar a sus adversarios hasta que no quedaba ninguno y algún día eso significaría su muerte, Fyodor estaba seguro. Sin embargo, no era la muerte lo que temía; su mayor temor era que llegaría el día en que sería incapaz de distinguir al amigo del enemigo.

La batalla en el claro del bosque le preocupaba, ya que antes de aquella noche había combatido sólo para proteger a su gente y su tierra. ¡Ahora se había sumido en el frenesí batallador para salvar a una banda de ladrones drows! Qué sería lo siguiente: ¿se uniría a los magos de Thay en sus asaltos a los círculos de las torres de las Brujas de Rashemen? No, era mucho mejor que muriera allí, en ese país subterráneo y lejano.

El sendero ante él se alzó pronunciada e inopinadamente. Fyodor trepó a lo alto de la cuesta y alzó bien alta la antorcha. Más allá, el túnel se hundía y describía una curva cerrada a la derecha. Con sorpresa, vio que una tenue luz brotaba del pasadizo.

Con sumo cuidado, con todo el silencio de que era capaz, se arrastró hacia la luz. El sonido de agua que goteaba aumentó a medida que avanzaba y el aire se tornó húmedo como una marisma en primavera. Cuando por fin dobló el recodo, lo que vio le cortó la respiración.

Se encontraba en otra caverna. Era más pequeña que la anterior, pero más extraña que cualquier cosa que hubiera visto jamás. Los muros estaban húmedos y en ellos crecían, en formaciones de aspecto curioso, brotes de musgo y hongos que brillaban en luminiscentes tonos morados y azules. La luz se reflejaba en la húmeda roca negra e inundaba toda la cueva con aquel extraño color. Fyodor extendió la mano; incluso su piel parecía relucir de un modo raro en la tenue luz azulada.

El joven guerrero aspiró con fuerza y miró en derredor. Había llegado a considerar la Antípoda Oscura poco más que una colmena de roca maciza, pero en aquella caverna crecía una sorprendente variedad de plantas. Rizados helechos azul oscuro rodeaban un pequeño estanque, y musgo de un pálido tono plateado colgaba, como un velo de encaje, en elegantes pliegues del techo de la gruta. No muy lejos, bajo un saliente, crecían agrupaciones de hongos. Fyodor se agachó para observarlos con más atención.

Jamás había visto setas con tales colores ni formas tan curiosas; algunas se parecían a las de los bosques de su hogar, excepto que eran mucho mayores y de un fuerte tono violeta. Otras eran más etéreas, con tallos delicados y finos bordes estriados que parecía que iban a desmenuzarse si se tocaban. Había pedos de lobo, envueltos de carmesí y azul lavanda, y blanquecinos champiñones que se alzaban como robustos y bajos centinelas.

Fyodor decidió que podía intentar comer alguna de las curiosas plantas, pero sólo como alternativa a la muerte por inanición. Incluso en su país las setas llevaban veneno; ¿quién podía decir qué efectos podrían tener aquellas extrañas plantas? Al menos los blanquecinos y gruesos champiñones resultaban algo familiares; si llegaba el momento, probaría esos primero. Alargó la mano para tocar uno, y el champiñón se echó hacia atrás y profirió un agudo y siseante alarido.

Fyodor apartó la mano al instante.

—Las setas chillan —masculló, incrédulo.

A saber qué tendrían que decir los helechos. No le interesaba averiguarlo, pero había agua más allá del macizo de plantas y no podía permitirse despreciarla.

Vadeó por entre los rizados helechos sin incidentes, luego se detuvo en seco. Los huesos de algún viajero muerto hacía mucho tiempo yacía medio dentro medio fuera del agua. Pero ¡qué huesos! Parecían los restos de un lagarto, aunque el esqueleto tenía el tamaño de un corcel de guerra; más extraño aún era que restos de cuero podrido y pedazos de metal descansaban alrededor de los enormes huesos. Fyodor se inclinó para verlos mejor. El esqueleto estaba intacto, a excepción de un hueso roto en una pata.

El guerrero meneó la cabeza al comprender lo que debía de haber sucedido. Alguien había usado aquella especie de lagarto como montura y, cuando la pata se rompió, el inútil animal fue abandonado, negándole incluso el don de la muerte. Fyodor pensó en
Sasha
y se preguntó qué clase de ser podía tratar a una montura fiel de ese modo.

Se inclinó para beber agua y supo al instante cómo le había llegado finalmente la muerte a la desesperada criatura. El agua desprendía un leve olor mineral. Fyodor sumergió la mano y la olió. En una ocasión anterior ya había olido la cal, fue durante una época en que la peste se llevó a muchos de los habitantes de su poblado y jamás olvidaría aquel terrible verano, ni el aroma de la cal al ser espolvoreada en el interior de la única y enorme fosa. Se puso en pie y se alejó del mortífero estanque.

Fyodor paseó la mirada por la caverna. El agua discurría en arroyuelos por las paredes y un goteo más fuerte resonaba por el lugar procedente de túneles situados más allá. Seguramente no todos los afluentes del estanque serían venenosos y como él tenía que encontrar agua pronto, sin duda ésa era su mejor oportunidad de hacerlo. Sin embargo, los túneles eran tan sinuosos que el agua que oía con más claridad tanto podía estar al girar la esquina como a un día de camino. Lo mejor que podía hacer, decidió, era continuar siguiendo a los ladrones drows, porque ellos también necesitarían agua, y a lo mejor lo conducirían hasta ella. Así pues, examinó rápidamente los pasadizos que abandonaban la caverna y encontró las huellas del paso de botas elfas.

El luminoso resplandor azul se desvaneció cuando dejó atrás la cueva, y la pálida luz de su antorcha pareció pura y saludable en comparación. El sendero que seguía era estrecho y empinado, y no tardó en tener que esforzarse para respirar en el enrarecido y extraño aire. Al poco rato de andar localizó el agua. Una pequeña cascada se derramaba desde un rocoso nicho, esparciendo sus gotas sobre un arroyo poco profundo y veloz. El agua seguía el sendero unos pocos pasos, luego desaparecía por un agujero en el suelo del túnel. Sobre la abertura, tendida de un extremo del túnel al otro, colgaba una enorme telaraña. Las gotas atrapadas allí reflejaron la luz de la antorcha de Fyodor y convirtieron la tela en un millar de prismas con los colores del arco iris. El joven observó la presencia de unos cuantos insectos diminutos que pasaban rozando la superficie del arroyo, lo que era indicio de que el agua era potable, y probó el agua, que encontró dulce.

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