La hija de la casa Baenre (18 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Había una tentación oculta en aquel pensamiento y la joven drow la atrapó al vuelo. Una sorda y siniestra risita escapó de sus labios mientras la idea tomaba cuerpo; si Shakti quería pescarla escabullándose de la Academia, ella estaba más que dispuesta a complacerla.

—Muy bien —anunció en voz alta—, que empiece la cacería.

En primer lugar, Liriel conjuró una esfera de oscuridad alrededor de la joya, impidiendo por completo la visión a cualquiera que la espiara. Aquello atraería el interés de su enemiga y daría comienzo al juego. A continuación se vistió rápidamente con sus ropas de viaje y se armó con una variedad de armas pequeñas y prácticos conjuros, además de coger el libro de conjuros que Gomph le había dado, que guardó en la parte superior de su bolsa de viaje. Cuando estuvo lista, Liriel ya había urdido un plan que confería a su escapada un pícaro toque de venganza creativa.

Echándose su
piwafwi
alrededor de los hombros, salió subrepticiamente al vestíbulo. La capa mágica podía otorgar invisibilidad a quien la llevara y con sus botas encantadas Liriel andaba tan silenciosamente como una sombra. Tan deprisa como se atrevió a hacerlo, la joven se encaminó hacia los lujosos apartamentos que alojaban a las maestras de Arach-Tinilith.

Una de tales instructoras, una sacerdotisa recientemente ascendida de la casa Faen Tlabbar, tenía fama de poseer, en grado sumo, el lascivo temperamento de las mujeres de aquel clan. La maestra Mod'Vensis Tlabbar casi nunca carecía de compañía, pues tenía a los maestros y alumnos tanto de la escuela de magia como de la academia de lucha a mano, por lo que, en opinión de Liriel, el dormitorio de una hembra Tabblar era un lugar excelente para esconder la joya de visión de Shakti.

Ésa, desde luego, era la parte delicada. Para reforzar su resolución, la muchacha imaginó lo que, probablemente, sucedería al cabo de unas horas. El hechizo que iba a lanzar oscurecería la gema durante varias horas, lo que daría a Shakti tiempo más que suficiente para llevar sus acusaciones y esfera de visión a la maestra Zeld; pero la escena que aparecería cuando el círculo de oscuridad se desvaneciera sería sin lugar a dudas muy distinta de la que la sacerdotisa Hunzrin había esperado.

Liriel sonrió satisfecha mientras imaginaba cómo la expresión triunfal de Shakti se transformaba en una de contrariedad... y pánico. No envidió a su adversaria la tarea de explicar cómo y por qué se había inmiscuido en la intimidad de la maestra Mod'Vensis. ¡Hacerlo requería una lengua mucho más ágil que la que poseía Shakti!

Con tan agradable pensamiento para darse fuerzas, la joven drow se agazapó y esperó. El inhabitual silencio tras la puerta de la sacerdotisa Tlabbar indicaba que las correrías nocturnas no se habían iniciado aún.

Al poco rato, un apuesto y joven alumno de lucha se deslizó con cautela por los pasillos en dirección a la puerta de Mod'Vensis y Liriel se preguntó por un instante si habría algo de verdad en el rumor sobre que las mujeres Tlabbar elaboraban una poción que provocaba la devoción apasionada de cualquier varón que la tomara. Una buena idea, supuso la joven, si se carecía de tiempo y talento para la seducción más convencional. El comportamiento del joven parecía respaldar el rumor, pues su forma de actuar mientras corría hacia la cita con su amante revelaba más ardor que discreción.

El varón se acercó a la puerta y empezó a golpear con los nudillos en un complicado código. Liriel se arrebujó aún más en su
piwafwi
para que la ayudara a sofocar mejor su sombra de calor. Flexionó los dedos varias veces para darles mayor agilidad, luego se aproximó cautelosamente y, con el sigilo que había aprendido de su doncella —una mediana ratera convertida en esclava—, introdujo la gema de visión en el doblez de las botas del hombre. La puerta se abrió y unas manos femeninas engalanadas con una manicura letal y una fortuna en joyas salieron al exterior y tiraron violentamente del joven.

Con una amplia sonrisa, Liriel regresó apresuradamente a su propia habitación. Con la ayuda de su cuchillo de hoja fina, reemplazó con rapidez la cerradura de Shakti por la que había tenido ella antes; luego cerró la puerta y colocó una sencilla alarma diseñada por ella misma: una pequeña pirámide de copas apiladas contra la puerta. No resultaría tan efectivo como una protección mágica, desde luego, pero si alguien intentaba abrir la puerta, ¡el ruido atraería al menos una atención no deseada!

Quedaba una cosa por decidir: su destino. Liriel sacó el libro de conjuros de Gomph de su bolsa y lo dejó caer, abierto, sobre su mesa de estudio. Sintiéndose temeraria y casi mareada por la idea de libertad, cerró los ojos y proyectó el dedo hacia abajo para elegir el conjuro que lanzaría. Bajó la mirada y se cubrió rápidamente la boca con una mano para reprimir un alarido de puro júbilo.

Aquella noche saldría a la superficie.

Pronunció la palabra de poder que activaba el portal de Kharza— kzad, y saltó a través de él, para ir a aterrizar a cuatro patas en los aposentos de su tutor en la Torre de los Hechizos Xorlarrin. Kharza no se hallaba en su estudio a aquella hora, pero siguió el sordo y chirriante sonido de los ronquidos del hechicero hasta su dormitorio.

No todos los elfos oscuros dormían, pero Kharza evidentemente era uno de los que lo hacían. Unos pocos drows todavía descansaban en forma de ensueño elfo, una especie de meditación vigilante, pero con cada siglo que transcurría, aquellos drows menguaban en número. Los elfos oscuros, incapaces ya de encontrar la paz en su interior, necesitaban la inconsciencia del auténtico sueño para descansar. Aquello le iba muy bien a Liriel, pues resultaba mucho más fácil localizar a alguien que roncaba que a alguien que simplemente soñaba.

No tardó en localizar el dormitorio y saltó al lecho de su tutor. Arrodillándose sobre el hechicero, sujetó su camisa de dormir con ambas manos y lo sacudió hasta despertarlo. Kharza salió de su, en absoluto élfica ensoñación, farfullando y despeinado, e inmediatamente buscó a tientas alguna clase de arma.

Liriel volvió a zarandearlo y por fin los ojos del otro se clavaron en su atacante. Su pánico se desvaneció y la exasperación inundó su rostro arrugado.

—¿Qué hora es? —inquirió ella.

—En estas circunstancias —bufó él—, ¿no crees que debería ser yo quien hiciera esa pregunta?

—No. —La joven volvió a zarandearlo con energía—. Arriba, en la superficie, ¿qué hora es allí? ¿A qué hora marca la puesta de sol Narbondel, y cuándo regresa éste?

Emociones encontradas —temor y comprensión— aparecieron en los ojos de Kharza-kzad.

—¿Vas a ir Arriba? Pero ¿por qué?

—Llámalo cacería —respondió la joven drow sin darle importancia; rodó fuera del lecho y se quedó allí de pie, con las manos apoyadas en las caderas—. Bueno, ¿no vas a ayudarme?

El hechicero apartó a un lado las sábanas.

—Debería enviarte de vuelta a Arach-Tinilith —refunfuñó, pero se puso una túnica y la ató a su cintura mientras seguía a su alumna a su estudio.

Aseguró a Liriel que acababa de oscurecer en las Tierras de la Superficie y juntos ensayaron las palabras y ademanes de los conjuros de portales que la joven necesitaría.

—Debo insistir en una cosa —advirtió—. Debes conjurar un portal que localice a otros drows que estén en la superficie. Las Tierras de la Luz están llenas de peligros a los que jamás te has enfrentado. Estarás más segura en compañía de otros drows.

—¿De veras? —repuso ella con hiriente sarcasmo—. Nunca antes había observado que fuera ése el caso.

Kharza no le discutió el comentario.

—Aun así, con tu insignia de la casa Baenre y tu propia, más que considerable, magia, serás bien recibida por cualquier expedición de saqueo o grupo de comerciantes que haya oído hablar de Menzoberranzan. Deberías estar a salvo.

Liriel aceptó de mala gana. Acostumbraba a efectuar casi todas sus exploraciones sola, no quería que su primera visión de las Tierras de la Luz quedara contaminada por la presencia de extraños. Pero, impaciente como estaba por ponerse en marcha, lanzó el conjuro y penetró en el portal.

Al instante se vio arrojada a un túnel en forma de impetuoso torbellino, en una estimulante caída libre que iba más allá de cosas como la velocidad y el tiempo. Era algo parecido a descender las corrientes de agua, pero sin las rocas, el ruido ni los violentos encontronazos. Resultaba aterrador y maravilloso. Y terminó demasiado pronto.

La muchacha se encontró de repente de rodillas. La cabeza le daba vueltas, el estómago no acababa de decidir qué hacer con las dos últimas comidas que había tomado y sus manos aferraban algo húmedo y verde.

—Helechos verdes —murmuró, al reconocer las plantas—. Qué curioso.

La sensación de náusea que siguió al mágico viaje desapareció con rapidez, y la drow se incorporó despacio. Protegiéndose los ojos con la mano, alzó la mirada despacio hacia el cielo.

¡El cielo! La momentánea imagen que le había ofrecido su cuenco de visión no había conseguido prepararla para aquella enorme e infinita bóveda, tan brillante como los zafiros casi negros que los drows amaban por encima de todas las piedras preciosas. Mientras miraba cada vez más hacia lo alto, algo en las profundidades de su ser pareció liberarse y emprender el vuelo.

¡Y las luces! La mayor y más brillante debía ser lo que Kharza había llamado luna; era redonda y de un blanco reluciente, apenas asomándose desde detrás de las lejanas colinas. Salpicando el cielo azul zafiro se veían miles de luces más pequeñas que a sus sensibles ojos aparecían no tan sólo blancas, sino amarillas, rosadas y de un nítido azul pálido. ¡Si eso era la noche, se maravilló Liriel, hasta qué punto podría llegar el resplandor con la llegada del amanecer!

¡Y el aire! Estaba vivo y se arremolinaba a su alrededor en una exuberante ráfaga, transportando con él cientos de aromas vegetales. La joven extendió los brazos a ambos lados y elevó el rostro al danzante viento, aunque resistió, con un gran esfuerzo, la tentación de desprenderse de sus ropas y dejar que las caprichosas brisas juguetearan con su piel.

Los sonidos que las corrientes de aire le llevaban eran igual de exóticos y seductores que los aromas. Oyó la sorda llamada ahogada de alguna ave desconocida sobre un telón de fondo de un coro de cantos repetitivos y chirriantes que recordaban ligeramente los ronquidos de Kharza. Se aproximó despacio hacia aquel croar, atravesando un grueso macizo de los extraños helechos verdes. Al otro lado había un estanque, y el sonido provenía de unas pequeñas criaturas verdes sentadas sobre anchas hojas que flotaban en el agua. Las criaturas se parecían un poco a gordos y redondos lagartos, y durante muchos minutos la joven se contentó con escuchar su canto, pues en la Antípoda Oscura, los lagartos no cantaban.

Más allá del estanque se extendía un bosque, un enorme revoltijo de plantas que recordaba en algo los huertos de setas gigantes que crecían aquí y allá en la Antípoda Oscura. Aquél no estaba lleno de hongos, sino de altas plantas verdes, y ella había visto algo parecido en su libro, un tosco dibujo que ilustraba un mito llamado «El árbol de Yggsdrasil». Aquellas plantas, pues, debían de ser árboles.

La joven bordeó apresuradamente el estanque para examinar uno de los árboles más de cerca. Acarició la áspera corteza, luego arrancó una de sus hojas y la estrujó entre los dedos para aspirar su aroma.

Allí donde mirara, todo era verde, brillante y nítido bajo la reluciente luz de la luna que empezaba a alzarse, y la imagen de su cuenco de visión no la había preparado del todo para aquello. El verde era el color más difícil de encontrar en la Antípoda Oscura y allí había tantas variedades que la simple palabra no podía ni empezar a abarcar todas las tonalidades y matices. Liriel se adentró en el bosquecillo, tocando uno y otro árbol, al tiempo que exploraba los perfumes, texturas y colores del lugar. Luego, con un débil grito de deleite, se inclinó para recoger un objeto familiar.

Era una bellota, un dibujo que aparecía a menudo en su nuevo libro de tradiciones locales. Se detuvo y examinó las hojas del árbol situado justo encima. Sí, la forma era correcta; eso, pues, debía de ser un roble, el árbol que se mencionaba tan a menudo en la magia de runas de los antiguos rus.

Llevada por un impulso, Liriel trepó a las ramas del roble y ascendió tan alto como pudo. Tras encontrar un lugar cómodo en el que instalarse, se inclinó hacia atrás y miró en dirección al estanque y las colinas situadas más allá. Aquel árbol era algo magnífico y comprendió por qué la magia de las runas usaba el poder del roble para ayudar en las curaciones. Había un misterio y grandeza en aquel árbol que jamás había visto en las plantas de la Antípoda Oscura, ni siquiera en las setas salvajes de mayor tamaño. Pensó en los micónidos, extraños hombres-hongo dotados de sensibilidad y más altos que los drows, y se preguntó qué clase de hombres-árbol habitaría en aquel maravilloso bosque.

Entonces le llegó el olor a humo transportado por las corrientes de aire y el sabroso perfume de la carne asada. Liriel casi había olvidado la insistencia de Kharza-kzad en que utilizase un portal hechizado para localizar un campamento drow. El humo, supuso, debía de provenir de uno de tales campamentos.

Sabía que debía presentarse a los desconocidos drows de inmediato, antes de que ellos percibieran su presencia y lanzaran un ataque. Por otra parte, el olor a carne asada no indicaba que hubiera encontrado a otros miembros del Pueblo. Los drows tomaban sus alimentos tanto crudos como cocinados, y no le entusiasmaba la idea de darse de bruces con humanos o, lo que era aún peor, elfos de la superficie.

Entonces empezó la música y Liriel supo al instante que el conjuro del portal había funcionado como se esperaba. La música era familiar, con una misteriosa melodía obsesiva y complejas gradaciones en el ritmo; el puro tono argentino de la flauta era nuevo para ella, pero el estilo era inconfundiblemente drow.

Liriel descendió de su atalaya y se deslizó cautelosamente por entre las excesivamente verdes plantas en dirección a la seductora música. Se detuvo en la entrada de una pequeña caverna forestal —un trozo de terreno despejado rodeado de árboles— y contempló con asombro la reunión que tenía ante ella.

Allí, girando y saltando alrededor de una llameante fogata, bailaban una veintena de elfas oscuras, mientras otras cuatro permanecían apartadas del círculo, tocando flautas de plata y pequeños tambores. Todas las mujeres, sin excepción, eran altas y los músculos de sus desnudas extremidades, tirantes, largos y poderosos, y cada una lucía una larga melena plateada que parecía retener la luz de las llamas. Aparte de su altura, aquellas mujeres tenían el mismo aspecto que cualquier drow de los que ella conocía: eran delgadas, misteriosas y terriblemente hermosas. Tampoco se mostraban más recatadas que cualquiera de sus semejantes, pues iban vestidas únicamente con ligeras prendas de gasa que se arrollaban a sus piernas como humo.

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