La hija de la casa Baenre (17 page)

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Authors: Elaine Cunningham

El guerrero se arrojó al suelo y bebió con avidez, luego, lanzando un suspiro de satisfacción y alivio, alargó la mano hacia su cantimplora. Su mano se frenó en seco, y se maldijo diciéndose que era un completo idiota. Donde había telarañas, por lo general había arañas, y él se había aproximado a la gigantesca tela con tan poco sentido común como una mosca. Cara a cara con la araña más grande que había visto jamás, Fyodor comprendió lo que debía sentir una mosca atrapada.

La cabeza de la araña era casi tan grande como el puño de un hombre, y bajo la débil luz de la antorcha su peludo y redondeado abdomen negro resplandecía como el de un bien acicalado gato casero. La criatura completa debía de medir casi un metro de anchura, y sus ocho enormes patas estaban dobladas en una tensa posición acuclillada.

El rostro sobresaltado de Fyodor contempló a éste, reflejado mil veces en los ojos múltiples de la criatura. El horror que esperaba sentir no llegó; al contrario de la criatura-escorpión, aquel ser no era una bestia estúpida y voraz, sino que mostraba una apariencia de vigilante inteligencia. El ser estaba claramente tan interesado en él como el guerrero en el arácnido, y se mostraba igual de cauteloso. Despacio, en silencio, la araña gigante retrocedió, moviendo una pata cada vez, y cuando estuvo fuera de su alcance profirió un bajo y chirriante sonido y empezó a elevarse en el aire.

Fyodor observó con asombro cómo el animal se deslizaba hacia arriba por un hilo de seda. Había visto a arañas hacer aquello muchas veces en su mundo, pero nunca había advertido la gracia y elegancia del silencioso vuelo. Resultaba extraño que una criatura tan grande pudiera moverse por un sendero tan fino; y más extraño aún, que el gigantesco arácnido desapareciera sencillamente en mitad del vuelo, mucho antes de haber alcanzado el techo del túnel.

¿Tendría poderes mágicos? Reflexionó. Si las setas de aquel lugar podían chillar, a lo mejor una araña podía utilizar magia.

O tal vez obedecía a alguien que sí podía.

La idea espoleó al joven a actuar. Llenó con rapidez su cantimplora y echó a correr por el túnel. Si aquella araña era alguna especie de mensajero, su presencia en aquel lugar no tardaría en ser conocida; y si no recuperaba el amuleto pronto, sin duda moriría en aquel mundo de pesadilla. Por encima de todo, no debía perder la cabeza.

Eso al menos sí lo sabía: la Antípoda Oscura no era sitio para los que soñaban.

La noche se había consumido casi antes de que Liriel sintiera que estaba lista para probar el conjuro. Primero encendió varias velas y las colocó alrededor de los bordes del cuenco de visión, pues una imagen conjurada carecía de calor y, por lo tanto, no podía ser contemplada sin luz. Llenó el cuenco de agua y, en lugar de la sustancia pulverizada que pedía el hechizo, rompió una esquina de una de las viejas páginas de su libro y la arrugó en el agua.

Salmodiando, pronunció las palabras del conjuro. El agua se arremolinó con fuerza, luego se inmovilizó adquiriendo un brillante color negro. La joven se inclinó impaciente sobre el cuenco.

En su interior vio agua, una gran extensión de agua, que se elevaba y descendía en olas de blancas crestas. «Un mar», pensó emocionada. Había oído hablar de tales cosas. Aquel mar era maravilloso, tan grande y despejado, y lleno de posibilidades. El agua subía y bajaba a pesar de no haber rocas ni rápidos visibles que explicaran el movimiento, y hendiendo las embravecidas aguas se encontraba el bote más grande y extraño que había contemplado nunca.

La embarcación era larga y estrecha, construida con una gruesa sustancia pálida y coronada con enormes alas blancas que se curvaban con fuerza a un lado. Las alas no se movían, pero el bote navegaba sobre las aguas con fascinante rapidez, lanzando al aire chorros de blanca espuma al atravesar las olas. Lo más pasmoso de todo era la proa de la nave, que estaba toscamente tallada con la forma de la cabeza de un dragón.

De modo que todavía vivían descendientes de los rus, se maravilló Liriel, y todavía cruzaban los mares para realizar largas travesías con sus naves. ¿Adonde podrían conducirla las alas de ese dragón, se dijo anhelante, si pudiera viajar con los inquietos humanos? Se inclinó más, asiendo los costados del cuenco de visión con ambas manos mientras devoraba la imagen que tenía ante ella.

La embarcación viró bruscamente. Las blancas alas revolotearon un instante y luego se tensaron con fuerza hacia el otro lado. Justo al frente, visible por encima del dragón rampante de la proa, había una isla, sus bordes oscurecidos por la bruma y la espuma. Liriel sabía lo que eran las islas, pues incluso en la ciudad existían pequeños islotes de roca y tierra en el lago Donigarten. Pero ese lugar se parecía tanto a los pastos de los rotes como el negro y melancólico Donigarten a aquel mar. La isla era inmensa, con una orilla salpicaba de rocas por todas partes y elevados acantilados; y era verde, tan verde que su contemplación hería la vista.

La isla se fue acercando cada vez más, pues la embarcación volaba hacia ella con asombrosa velocidad. Una ensenada hizo su aparición, una gran bahía curva resguardada por las plantas más altas y extrañas que la joven había visto jamás. Había muelles y diminutas figuras de gente que aguardaba para dar la bienvenida a los viajeros. Liriel se sintió atraída por aquel puerto del mismo modo que había escuchado la llamada del mar y, sin un parpadeo y apenas sin respirar, mantuvo la mirada fija en el interior del recipiente.

Transcurrieron varios minutos antes de que advirtiera el dolor que ardía detrás de sus ojos. En un principio lo achacó a su intensa concentración; luego se dio cuenta de que el cielo cambiaba de color. El maravilloso y vivido color azul noche se desvanecía para dejar paso a un luminoso color plateado y el mar también cambiaba, transformándose en un brillante gris con toques rosáceos que hería sus ojos. Súbitamente, Liriel comprendió lo que sucedía.

—El amanecer —musitó admirada—. El sol se acerca.

El sol. El inexorable y abrasador enemigo que había derrotado a su gente en la batalla contra los enanos, la luz cegadora que los mantenía prisioneros Abajo. Curiosamente, Liriel no experimentó el temor ni la repugnancia que le habían enseñado que debía sentir; lo único que sentía era un anhelo irrefrenable de ver tales maravillas con sus propios ojos. Para conseguirlo, daría cualquier cosa, se juró.

Entonces la realidad de su vida regresó a ella con la violencia de una puñalada y la tentadora imagen del cuenco de visión se desvaneció al instante. Liriel se desplomó hacia atrás en su silla.

No, se corrigió a sí misma; por algo así, lo daría todo.

Puede que no temiera al sol, pues sus ojos habían sido preparados para soportar la luz de las velas desde su quinto año de vida; pero Liriel sabía lo que sucedería si salía a las Tierras de la Luz: su oscura magia elfa se consumiría.

Había oído las historias que se explicaban a media voz sobre la desastrosa guerra en la superficie y cómo los hechizos salían mal y los componentes para conjuros se desintegraban con la llegada del amanecer. En la superficie sería vulnerable como no lo había sido nunca y sus innatos poderes drows también se desvanecerían. Liriel suponía que podía vivir sin fuegos fatuos, sin el delicado vuelo de la levitación y sin la mágica
piwafwi
que le proporcionaba invisibilidad; podría incluso ser capaz de sobrevivir sin la increíble resistencia a los ataques mágicos que era patrimonio de un drow. Suponía que podría vivir, pero llevar una vida así sería como pedirle a un músico que renunciara al sentido del oído, o a un pintor al de la vista.

Sí, tal vez podría realizar su viaje a la luz, pero a costa de su identidad. La oscura magia elfa era más que una colección de conjuros, poderes y armas; era su pasión y su patrimonio. Fluía por sus venas; conformaba cada uno de sus planes y acciones. Con ella, era una drow. Sin ella, ¿qué sería?

Como en sueños, Liriel se levantó de su mesa y tomó el cuenco de visión, que volcó, dejando que el agua se derramara despacio sobre el suelo cubierto de alfombras. Luego arrojó el recipiente a un lado y se dejó caer boca abajo en su lecho.

Por segunda vez en su vida, Liriel deseó llorar. La primera vez fue el día en que perdió a su madre. Ahora lamentaba la pérdida de un mar abierto y de un sueño recién nacido.

8
La Doncella Oscura

L
a noche pasada en blanco dejó a Liriel ojerosa y malhumorada.

Su humor no mejoró a medida que transcurría la jornada, ni siquiera durante la clase avanzada sobre los planos inferiores. Shakti Hunzrin estaba allí, totalmente empapada en perfume para disfrazar el permanente olor a abono, aunque había sustituido su acostumbrada expresión torva por una sonrisita afectada de autocomplacencia, y siguió cada movimiento de Liriel con mirada especulativa y mesurada. La robusta sacerdotisa tramaba algo, de eso la joven no tenía la menor duda, y aunque la joven Baenre no se sentía excesivamente preocupada, no estaba de humor para ese juego.

Ni tampoco tenía tiempo. La maestra Zeld parecía consagrada a ocupar cada momento de su nueva alumna con dos actividades distintas, preferiblemente en extremos opuestos de la Academia. A la joven se le había suprimido el escaso tiempo libre para que pudiera asistir a más lecciones aún, e incluso, a partir de ese momento, tomaría sus comidas en compañía de un tutor. Asistir a una conferencia sobre las complejidades del protocolo clerical era suficiente para acabar hasta con el apetito de la muchacha, y ésta apartó a un lado la comida, sin haberla probado, a pesar de que el entrante —caracoles picantes al vapor— era uno de sus platos predilectos. Liriel tuvo que correr para cumplir su nuevo horario, y al final del día sus brazos estaban llenos de pergaminos con conjuros y libros sobre costumbres y tradiciones que debía aprender para la siguiente ronda de clases.

Puesto que no era una persona que aceptara el atropello en silencio, Liriel se encaminó al estudio de la maestra Zeld, donde expresó sus inquietudes con su acostumbrada energía.

La maestra permaneció impasible hasta que la princesa Baenre hubo terminado su rimbombante discurso.

—La dama matrona me ordenó que te convirtiera en gran sacerdotisa en un tiempo récord. Tengo mis órdenes —dijo en voz baja y amenazadora— y tú tienes las tuyas.

No había gran cosa que Liriel pudiera decir para contestar a aquello, de modo que se levantó para irse. Sabía que Zeld sospechaba que era la autora de las travesuras y había creído que la maestra se limitaba a mantenerla demasiado ocupada para que no se dedicara a tales diabluras. De haber sido ése el caso, un pequeño recordatorio del apellido de la joven y su paternidad habrían sido suficientes para poner de nuevo en vereda a la maestra; pero puesto que la orden provenía de la matrona Triel, no había modo de que Liriel pudiera pasarla por alto.

«Estupendo», decidió la muchacha con amargura mientras se dirigía a grandes zancadas hacia su habitación, profusamente cargada con sus tareas. «Me convertiré en gran sacerdotisa antes de los cuarenta y cinco, sirva para lo que sirva, y habré muerto de agotamiento, claro está, ¡pero al menos la casa Baenre tendrá la satisfacción de quemarme con uno de esos látigos de serpiente en la mano!»

Cuando por fin regresó a su dormitorio, la mayoría de las alumnas dormía ya. La puerta de su habitación estaba intacta y cerrada con llave, pero el tenue olor entremezclado de perfume y excrementos de rote flotaba en el pasillo, lo que le indicó que su intimidad había sido invadida de nuevo.

Con un siseo de rabia arrojó a un lado pergaminos y libros, y se inclinó para examinar la cerradura. Una rápida mirada le indicó lo que había sucedido. Chirank no había cambiado la antigua cerradura, como Liriel había indicado, y lo único que Shakti necesitó para entrar en la estancia fue una de sus viejas llaves, ya que a las alumnas no se les permitía atrancar sus puertas con hechizos.

Liriel maldijo a la ogresa por su estupidez, a sí misma por su descuido y al libro que la había mantenido despierta toda la noche con viejas historias y sueños inútiles. Abrió de un tirón la puerta y entró para evaluar los daños.

La cerradura de su cofre de libros mostraba varios arañazos diminutos, como si alguien hubiera intentado forzarla. No obstante, el fino, casi invisible hilo de tela de araña que Liriel había tendido a lo largo de un costado del cofre permanecía intacto. Shakti podía poseer una magia formidable, concedió Liriel, pero tenía mucho que aprender sobre robos. Dentro del armario todo parecía seguir igual que como lo había dejado, pero no dándose por satisfecha con las apariencias, la joven hechicera se cubrió los ojos, y luego lanzó un conjuro que podía dejar al descubierto cualquier acción mágica.

Una esfera de luz azul apareció de improviso alrededor del pulcro montón de prendas de viaje y Liriel alargó la mano para tocar la reluciente bola; no sintió nada, pero en cuanto la yema del dedo atravesó la luz, la esfera reventó tan silenciosamente como una pompa de jabón. Se trataba de una alarma, dispuesta para sonar cuando se tocara el montón de ropa.

De modo que eso era lo que tramaba Shakti, comprendió la joven con un cierto regocijo. La sacerdotisa Hunzrin pensaba pescarla escabullándose fuera de la Academia. Si era eso lo que quería, ¡tendría que hacerlo mejor!

La elfa oscura aguardó hasta que el resplandor azulado del hechizo se apagó. Transcurrieron varios segundos, ya que había muchos pergaminos y objetos mágicos en su habitación y la reveladora luz iluminaba dolorosamente la estancia. Cuando pudo volver a ver sin molestias, registró metódicamente el lugar en busca de cualquier otro regalo que Shakti hubiera podido dejar.

Por fin lo localizó: oculta en los primorosos frunces y pliegues de unas colgaduras había una pequeña gema oval. Era una piedra mediocre de un blanco turbio con motas azules, pero Liriel supo enseguida de qué se trataba. Una gema así se podía hechizar para cualquier propósito y se usaba en ocasiones para ayudar a ver tanto planos lejanos como adversarios cercanos. Esa en concreto era sin duda una especie de mecanismo de visión.

Liriel apretó con fuerza la piedra en su mano mientras decidía qué era lo mejor que podía hacer. Los conjuros necesarios para activar la gema era muy difíciles y ello hizo subir varios puntos su opinión sobre Shakti Hunzrin. Cuando la sacerdotisa no estaba motivada por la rabia ciega, podía resultar una adversaria creíble; tal vez incluso una muy respetable, reflexionó la joven.

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