La hija de la casa Baenre (21 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Con Liriel, la acción por lo general seguía directamente al impulso; así que se puso en pie, con la barbilla elevada en un ángulo regio.

—Voy a regresar a mi ciudad ahora. Vendrás conmigo —ordenó.

Su cabeza trabajaba frenéticamente mientras hablaba. Dejaría al humano en su casa de Narbondellyn, bajo la custodia de sus criados, y luego regresaría a la Academia. Nadie lo sabría, y más adelante, siempre podría declarar que había comprado aquel esclavo humano a una banda de comerciantes. Los esclavos humanos no eran corrientes en Menzoberranzan, pero no eran algo insólito, de modo que su historia resultaría verosímil.

El hombre la estudió durante un silencioso instante. Estaba claro que no comprendía sus intenciones, ya que sus ojos no mostraban temor y sus oscuras cejas se fruncieron en una expresión perpleja.

—Esta es una tierra temible —dijo él despacio— y no es lugar para que alguien vaya solo. Si deseas que viajemos juntos te ofreceré mi protección mientras compartamos ruta.

—¿Tu protección? —repitió ella con incredulidad, demasiado atónita incluso para reír. Que un humano, y además un varón, se ofreciera a protegerla a ella, a una noble drow, una hechicera elfa oscura y sacerdotisa novicia de Lloth, resultaba absurdo—. No sabes nada sobre la Antípoda Oscura, ¿verdad?

—Parece que no —reconoció él.

—Mira con atención —le advirtió, extendiendo los brazos a ambos lados—. Tez negra, cabellos blancos, orejas puntiagudas, ojos que brillan rojos en la oscuridad. Deténme si algo de esto te resulta familiar.

—Eres una drow —respondió él, sin comprender todavía.

—Bien. Muy bien. Has oído hablar de nosotros, entonces. Los drows gobiernan esta «tierra temible», en palabras tuyas, no mías, y nosotros hacemos las reglas. Sí yo no hubiera llegado, tú te habrías convertido en alimento para murciélago subterráneo. Según mis reglas, tu vida es mía. Y resulta que necesito un nuevo esclavo.

El hombre consideró sus palabras, mientras se tiraba pensativo de la oreja.

—Pero ¿por qué? Dices que no necesitas protección.

—Quiero aprender más sobre la superficie —dijo Liriel con franqueza.

—El conocimiento es algo loable —convino él— y nadie podría desear una dueña más hermosa. Pero ningún hombre ni mujer de Rashemen es esclavo de otro.

—A lo mejor iniciarás una moda. —La joven enarcó una blanca ceja.

—Tal vez no —repuso él con suavidad, pero Liriel advirtió el destello de furia en sus ojos azules y se puso en tensión, lista para actuar.

El hombre se arrojó en dirección a su garrote; pero mientras su mano se cerraba alrededor del mango, la muchacha sacó un cuchillo de su manga y lo lanzó. La hoja se hundió profundamente en la madera y se quedó temblando allí, apenas a unos centímetros de la mano del joven.

Sin, perder un segundo, la drow conjuró una pequeña esfera transparente. Oleadas de luz se retorcían en su interior y el proyectil vibraba con energía apenas contenida. Lo arrojó arriba y abajo unas cuantas veces, y una significativa sonrisa jugueteó en sus labios.

—Una bola de fuego drow —explicó con indiferencia—. Explotan al chocar. Y habrás observado que acierto a lo que apunto.

—Sabes persuadir a la gente —concedió él; aflojó las manos que sujetaban el garrote y las levantó en señal de rendición.

La ironía de su voz sorprendió a Liriel. El humano mostraba más agudeza de la que había esperado y le parecía casi una vergüenza esclavizar a una criatura así.

—Sería un desperdicio dejarte aquí para que murieras —reflexionó, hablando tanto para sí misma como para el humano—. Y sin duda morirías, solo y casi desarmado. ¡Es un milagro que consiguieras sobrevivir casi todo un día!

—¿Sólo un día? —repitió él con incredulidad.

La drow pareció desconcertada por un instante, pero luego su rostro se aclaró.

—Sin duda entraste por el túnel de la Hondonada Seca. La entrada de la superficie se encuentra tal vez a un día de esta caverna, pero supongo que puedes haber estado vagando durante mucho tiempo.

—Sólo un día de viaje —repitió él, pensativo.

—Uno —confirmó Liriel; se acercó más y le dio un golpecito con el pie—. Levanta. Nos vamos, ahora.

Hizo lo que le ordenaba e instintivamente la drow retrocedió un paso. De cerca, el hombre parecía mucho más grande. Liriel pasaba quizá cinco centímetros del metro y medio de estatura y poseía la delicada figura común a los elfos; él le sacaba al menos una cabeza y era muy fornido, con amplios hombros y brazos de gruesos músculos. La drow se sintió impresionada, pero no preocupada; con su magia y su superior armamento, seguía llevándole ventaja.

El desconocido pareció reconocerlo, pues le dedicó una respetuosa reverencia.

—Soy Fyodor de Rashemen, y da la impresión de que ahora haremos la
dajemma
juntos. Pero antes de que vea tu tierra, tal vez te gustaría escuchar una historia sobre la mía.

—Ya habrá tiempo para eso más tarde —respondió la drow con una mueca, perpleja ante la curiosa oferta.

—Pero más tarde podría no ser capaz de recordar este relato en concreto.

Eso lo creía, pues parecía un poco retrasado, con su audaz mirada y su lenta y reflexiva manera de hablar. Y francamente, empezaba a sentir curiosidad por lo que tuviera que contarle, pues había algo en la forma y cadencia de su conversación que le resultaba familiar. Los relatos de su nuevo libro de costumbres tenían ese mismo tono. Así pues, le indicó que siguiera con un conciso movimiento de cabeza. El hombre se recostó en la pared de piedra y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Cierto campesino atravesaba el bosque de camino al mercado, con un enorme saco echado al hombro —empezó Fyodor con su voz grave, en el mismo tono tranquilo que si estuviera sentado ante la chimenea de su casa—. A poca distancia un lobo, un enorme y feroz depredador, escapó de una trampa y puso pies en polvorosa, perseguido de cerca por los cazadores. El lobo se tropezó con el campesino y le suplicó que lo ayudara. El hombre ocultó al lobo en su saco y cuando aparecieron los cazadores, les dijo que no había visto ningún lobo. Cuando ya no hubo peligro, el campesino abrió el saco y el lobo saltó fuera, enseñando los dientes.

—El hombre fue un estúpido ayudando a una criatura así —comentó Liriel.

—Eso parecería. El campesino suplicó por su vida, recordando al lobo que lo acababa de salvar de los cazadores; pero el lobo se limitó a contestar: «Los viejos favores se olvidan enseguida».

»El campesino se sintió muy afectado ante tan negra visión de la vida y pidió al lobo si podía preguntar la opinión de las tres primeras personas que encontraran. Si todos estaban de acuerdo en que los viejos favores se olvidan enseguida, el campesino no diría nada más y consentiría en convertirse en la cena del lobo. Así que se pusieron en marcha y al cabo de un rato se encontraron con un caballo viejo, un animal lo bastante grande para montarlo, y le preguntaron si pensaba que los viejos favores se olvidan enseguida. El animal lo meditó y estuvo de acuerdo en que así era. «Durante muchos años serví a mi dueño, llevándolo a dondequiera que quiso y tirando de su carro hasta el mercado. Sin embargo ahora que soy viejo, me ha echado de los pastos para que muera en el sendero.» El campesino y el lobo dieron las gracias al caballo y siguieron su camino. Al poco se encontraron con un perro viejo, tumbado a la sombra de un árbol y le hicieron la misma pregunta. El perro respondió al instante: «Sí, así es el mundo. Durante muchos años serví a mi amo, protegiendo su casa y su familia. Pero ahora que soy viejo y mis dientes están demasiado mellados para morder, me ha echado».

»Al poco tiempo se tropezaron con una zorra, que es una prima pequeña y más lista del lobo. Contaron a la zorra lo que había pasado entre ellos y le hicieron la pregunta. Pero ella replicó: «¡No me creo vuestra historia! Es imposible que un lobo tan grande pudiera caber en ese saco». Y el lobo, ansioso por demostrar que su historia era cierta, se metió en el saco. La zorra cogió los cordones del saco con los dientes y tiró de ellos cerrándolo con fuerza, luego dijo al campesino: «¡Rápido! ¡Arroja el saco y al lobo a aquel barranco de allí, y luego discutiremos qué pago me debes por haberte salvado!».

»El campesino levantó el saco y lo balanceó con todas sus fuerzas. Al hacerlo, golpeó a la zorra y la arrojó al barranco junto con el lobo. Luego el hombre se detuvo junto al borde del elevado precipicio y gritó a la magullada zorra: «¡Los viejos favores se olvidan enseguida!».

—¿Conoces otras historias como ésta? —preguntó Liriel, que se había echado a reír, complacida por el tortuoso giro del final.

—Muchas.

La drow asintió, confirmando en silencio su decisión de añadir a aquel humano a su colección de sirvientes, luego volvió a adoptar su expresión torva y blandió la reluciente esfera que sostenía en la mano.

—Andarás frente a mí. Si intentas escapar o atacar, te arrojaré la bola de fuego.

—Como tú digas —aceptó él.

Juntos abandonaron la caverna tenuemente iluminada y se encaminaron de vuelta al portal de Liriel. Pero el hombre no podía andar en la oscuridad, y no hacía más que tropezar, hasta que finalmente, cerca de la entrada de un pequeño túnel, se detuvo y sacó un palo de su mochila. Golpeando piedra contra metal hizo saltar una chispa y encendió el extremo envuelto en tela del palo. La repentina llamarada de luz hirió los ojos de la drow.

—Apaga eso.

—A diferencia de ti, yo no puedo ver en la oscuridad —respondió él con suavidad—. Ni tampoco puedo seguir andando más sin beber. Combatir monstruos y contar historias son tareas que dan mucha sed.

Cuando la drow no puso objeciones, el hombre sacó un frasco de su faja y lo inclinó hacia atrás para tomar un buen trago. A continuación ofreció la botella a Liriel.

—Esto lo prepararon en mi país. Somos famosos por tales cosas. Puedes tomar un poco si quieres, pero es muy fuerte —le advirtió.

Liriel sonrió con afectación. Mucha no gente, desde orcos a enanos de las profundidades, abrigaban aquel concepto erróneo sobre los aparentemente frágiles drows. Los vinos y licores de los elfos de la superficie no eran desconocidos en Menzoberranzan, y si bien éstos podían tener un sabor dulzón y ligero, unas cuantas copitas podían sumir al más robusto de los enanos en un profundo estupor plagado de ronquidos. Las libaciones drows —de un modo quizá muy previsible— eran aún más fuertes. Así pues, la muchacha aceptó el frasco y tomó un trago.

El líquido tenía un horrible sabor acre y le quemó la boca como si fuera roca fundida. Liriel lo escupió y arrojó el recipiente al suelo. La humeante poción se derramó en un charco cada vez mayor, e, inmediatamente, el hombre bajó la antorcha hacia él. El líquido se encendió con un potente estallido, y una pared de fuego se alzó entre él y su captora drow.

Liriel retrocedió, cubriéndose los sensibles ojos con las manos, y por encima del rugido de las llamas, oyó la profunda voz del hombre que le decía:

—Adiós, pequeño cuervo. ¡Los viejos favores se olvidan pronto!

La cólera llameó en el corazón de la elfa oscura, tan brillante y abrasadora como el fuego que obstruía el túnel. ¡Cómo había podido ser tan estúpida! ¡Ser engañada por un humano y que además era un varón! Su orgullo drow le había llevado a subestimar a su adversario.

Mientras los pensamientos de la joven repasaban veloces los acontecimientos de la última hora, ésta reconoció que debía considerarse afortunada por no haber perdido más que a un posible esclavo. Y, tras haber malgastado tanto tiempo con el humano, tendría suerte si regresaba a Arach-Tinilith antes del comienzo de las clases del día. No obstante...

Una lenta sonrisa de admiración se extendió por su rostro. El humano de ojos azules había demostrado una rara astucia y le había jugado una buena treta, una que no olvidaría fácilmente.

Mientras se dirigía apresuradamente al lugar del segundo portal mágico, tuvo la impresión de que los acontecimientos de aquella noche permanecerían en su mente durante mucho tiempo.

10
Pasión viajera

L
iriel realizó su viaje de vuelta a través de la Antípoda Oscura sin más incidentes, tomando una serie encadenada de portales mágicos que la transportaron sin pausa en dirección a Menzoberranzan. Su último conjuro la llevó a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. En cuanto salió por el portal, Kharza-kzad saltó sobre ella. El hechicero sujetó a su alumna por los hombros y la expresión de su rostro sugería que no estaba muy seguro de si debía abrazarla o zarandearla hasta que le castañetearan los dientes.

—¿Dónde has estado durante tanto tiempo? —exigió saber—. La Muerte Negra de Narbondel hace mucho que tuvo lugar... ¡se aproxima el nuevo día! ¡He estado aquí todo el tiempo desde que te fuiste, dando vueltas, loco casi de preocupación!

—La Muerte Negra de Narbondel —repitió ella en voz baja, apartando distraídamente las manos del hechicero. En el mundo de la superficie, eso significaría medianoche. El amanecer no tardaría en llegar al claro del bosque, ¡y ella no estaría allí para verlo!

Por otra parte, no se había dado cuenta de que había transcurrido tanto tiempo y no deseaba estar fuera de la Academia cuando el hechizo que oscurecía la piedra de visión de Shakti Hunzrin se disipara. Existía siempre la posibilidad de que la sacerdotisa pudiera convencer a la maestra Zeld de que la habían engañado, de que otra persona había enviado unos ojos fisgones al dormitorio de Mod'Vensis Tlabhar. Liriel sabía perfectamente que la lista de sospechosas sería muy corta.

—Escucha, Kharza, tengo que regresar a Arach-Tinilith. Hablaremos más tarde.

—¿Eso es todo? ¿Es eso todo lo que tienes que contarme? Después de todo lo que he pasado, del terrible riesgo, la preocupación, las horas sin dormir, lo mínimo que podrías hacer sería...

Liriel penetró en el portal, dejando al hechicero protestando y farfullando a su espalda. Una vez sola en la silenciosa oscuridad de su propia habitación, la joven pensó que Kharza olvidaría su ira más tarde o más temprano. Más temprano, si no tenía quién le escuchara. El hechicero tendría mayores preocupaciones si se descubría que la había ayudado a escabullirse de la Academia para correr una aventura no autorizada, por lo que era mejor para ambos que regresara de inmediato. De este modo, si Zeld y su secuaz drow decidían asaltar la habitación de Liriel, encontrarían a su supuesta bromista sentada ante su mesa de estudio, trabajando con ahínco entre su montaña de libros y pergaminos con toda la diligencia de un enano en una mina de mithril.

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