La hija de la casa Baenre (39 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Sólo pudo hacerlo una vez, porque el garrote de madera del humano descendió como una masa borrosa. El elfo oscuro extendió las manos hacia ambos extremos y paró el golpe con la parte central del mango de la lanza. La magia aguantó, pero la fuerza del impacto envió una oleada de insoportable dolor a los brazos y a la espina dorsal del drow. Las rodillas del luchador cedieron y éste se desplomó.

El elfo oscuro vio cómo el garrote volvía a descender. Rodó a un lado y, mientras lo hacía, sujetó la empuñadura de una daga en sus dedos entumecidos. Con la increíble velocidad y agilidad por la que son famosos y temidos los drows, Gorlist rodó sobre sí mismo varias veces y se alzó en cuclillas detrás del humano.

Contempló a su enemigo y calculó la distancia entre él y los tobillos del hombre. Su daga mágica podía fácilmente atravesar la piel de la bota y seccionar los tendones que había debajo, y una vez incapacitado de ese modo, el humano no podría combatir tan bien. Gorlist se lanzó al frente y asestó una violenta cuchillada del revés.

Para asombro suyo, las reacciones del hombre fueron aún más veloces que las suyas. El guerrero humano brincó y giró en un mismo movimiento, y con increíble exactitud, saltó sobre la embestida del drow y cayó sobre él con ambos pies. Gorlist chocó violentamente contra el suelo, cuan largo era, y el humano aterrizó con él, con una bota sobre cada uno de los riñones de su adversario.

Y el orgulloso drow que se mofaba del dolor soltó un alarido de terrible agonía. El humano se hizo a un lado y el caído vio cómo el garrote describía un arco de nuevo en su dirección, pero incluso aunque hubiera sido capaz de moverse, el arma descendió demasiado rápido para que hubiera podido esquivarla o desviarla.

El elfo oscuro sintió el chasquido de huesos cuando el garrote golpeó su caja torácica. Esta vez no chilló, pero no se enorgulleció demasiado; no había tiempo para aquello, no había tiempo para pensar en nada. Su cabeza se echó violentamente hacia un lado cuando el humano tiró de sus cabellos para levantarlo de un tirón.

Sujetando al delgado drow con facilidad a cierta distancia de él, el extraño guerrero dio varias zancadas al frente. Las puntas de las botas de Gorlist apenas rozaban el suelo, pero éste observó que el humano parecía mucho más pequeño visto tan de cerca. Resultaba un pensamiento curioso que le llegó vagamente entre el dolor de sus muchas heridas, pero el elfo oscuro lo guardó celosamente. Había sobrevivido a muchas peleas y lo había conseguido mediante un conocimiento de su enemigo, por lo que podría servir de ayuda algún día saber que aquél no era el guerrero de más de dos metros que le había parecido en un principio. Y a pesar de lo graves que eran sus lesiones, Gorlist seguía siendo muy consciente del campo de batalla y, de repente, comprendió lo que el humano pretendía hacer con él.

Unos pasos más allá había un escarpado barranco, con una pendiente de casi tres metros hasta llegar a un riachuelo poco profundo y pedregoso. Gorlist conocía el peligro de una caída así. Una de las costillas rotas sin duda perforaría un pulmón y le provocaría una lenta pero segura muerte.

La desesperación dio fuerzas al apaleado luchador y éste agarró la primera arma que encontró a mano: un cuchillo pequeño y fino introducido en la costura de la manga de su chaqueta. El drow lo levantó y lanzó una cuchillada al pecho del hombre; pero el grueso jubón de cuero, la vestimenta de un campesino humano, lo desvió con la misma efectividad que una cota de malla drow.

Frenético, el luchador volvió a lanzar una cuchillada con su endeble arma y, aunque consiguió acertar unas cuantas veces, dejando sangrientas marcas en los brazos de su adversario, el humano no aminoró el paso ni parpadeó siquiera para demostrar que había sentido el dolor. El hombre se limitó a soltar una de las manos que sujetaban a su presa por los cabellos y a sujetar con ella la muñeca en movimiento del otro, aplastando sin problemas los huesos y hundiendo la diminuta hoja profundamente en los dedos que la sujetaban. Sin embargo Gorlist ya no sentía dolor y no notó ni el crujido de su mano ni el sonido del cuchillo al caer sobre el pedregoso suelo.

El humano se detuvo y acercó a Gorlist hacia él, cara y cara, y luego lo lanzó hacia arriba. Se produjo un momentáneo vuelo, y a continuación llegó la terrible caída por la rocosa pendiente.

El drow fue a detenerse violentamente contra un peñasco en el centro del poco profundo riachuelo e intentó arrastrarse hacia la orilla, pero el esfuerzo le provocó un ataque de tos. Gorlist sintió el sabor de su propia sangre y supo que cualquier esfuerzo era inútil.

Casi con un sentimiento agradecido, el luchador se dejó caer en el arroyo, y las heladas aguas adormecieron su dolor y lo arrastraron a la inconsciencia, en dirección a lo que aguardara como recompensa a los fieles a Vhaeraun.

Cuando todo quedó en silencio, Henge, el sacerdote del Dios Enmascarado de la noche, gateó con cautela fuera de la cueva donde se había ocultado durante la batalla. Era por naturaleza un drow precavido, y lo que contempló ante él le confirmó lo sensato de su proceder.

Su hermano Brizznarth, que era famoso por su destreza con la espada, yacía en un charco de su propia sangre y, puesto que estaba claro que al joven drow ya no podía prestársele ninguna ayuda, Henge no perdió el tiempo con él ni malgastó energías llorándolo. Sólo se veía a otro luchador drow y no parecía hallarse en mejores condiciones que Brizznarth; de modo que el sacerdote se encaminó hacia la figura inmóvil de su jefe. Se agachó junto al pelirrojo elfo oscuro y se dio cuenta —sin lugar a dudas con sentimientos encontrados— que Nisstyre aún vivía.

—Lo que puede curarse hay que sobrellevarlo —masculló, en una sombría parodia de un proverbio humano.

Había una mancha de sangre en la sien del hechicero. Los dedos de Henge encontraron un impresionante bulto en el costado de la cabeza de Nisstyre. El hechicero tendría un dolor de cabeza del tamaño de Tarterus cuando despertara, pero sólo había quedado atontado, pues el garrote lo había golpeado de refilón. Si el enloquecido luchador humano le hubiera acertado de pleno, habría partido el cráneo de Nisstyre y desperdigado sus sesos tan lejos que los desagradables restos podrían transformar al hechicero en un creíble sacerdote de Lloth, se dijo Henge con un deje de humor macabro.

Un veloz examen le aseguró que Nisstyre había sufrido sólo aquella lesión, de modo que sujetó la cabeza del drow herido con ambas manos y empezó a salmodiar una oración a Vhaeraun, una súplica de curación y restablecimiento. El Dios Enmascarado estaba de su lado; los ojos del herido se abrieron, se fijaron en el sacerdote y luego se entrecerraron recelosos.

—Estás ileso —masculló con desconfianza—. ¿Participaste en el combate en realidad?

De improviso, el clérigo deseó haber tenido la previsión de embadurnarse con un poco de la sangre que su hermano menor había derramado con tanta abundancia.

—Sólo dos de nosotros sobrevivimos —repuso con calma, esquivando la acusación del hechicero— y los dos hemos escapado sin demasiados daños.

—¿El humano ha escapado?

La voz de Nisstyre tenía un tono de incredulidad. Brizznarth era la mejor espada bajo su mando y Gorlist era capaz de acabar a la vez con cinco guerreros humanos. El tatuado luchador lo había demostrado, una y otra vez, y el hechicero no podía creer que su fuerza de elite drow pudiera haber sido derrotada por un único humano.

Se levantó con esfuerzo y sin hacer caso del punzante dolor de su cabeza. Que Brizznarth y Codfael estaban muertos lo veía con toda claridad, pero no podía aceptar la muerte de Gorlist hasta que contemplara el cuerpo con sus propios ojos.

—¿Dónde está Gorlist?

Henge señaló en dirección al barranco y el hechicero se dirigió tambaleante hasta el borde y miró al arroyo.

—Respira. ¡Ocúpate de él inmediatamente!

—He usado todos mis hechizos curativos por hoy. —El sacerdote extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Entonces utiliza esto y hazlo rápido.

Nisstyre sacó un frasco de un reluciente líquido verde de su bolsa de hechizos y se lo tendió con brusquedad al clérigo. Observó atentamente mientras Henge se deslizaba por la pendiente rocosa y vertía con cuidado el líquido en la boca del luchador. El resultado era importante, ya que Gorlist era valioso para la causa del Dios Enmascarado; también era hijo de Nisstyre, un hecho que habría importado mucho menos si Gorlist no hubiera sido un luchador tan experto.

El drow herido gimió y empezó a moverse. Nisstyre lanzó un hechizo que levantó el magullado cuerpo del elfo oscuro y lo sacó del barranco. El hechicero observó la espuma rosada en los labios del luchador, se inclinó y pasó los dedos por el torso del joven.

«Tres, puede que cuatro costillas rotas», se dijo sombrío. Vaciló sólo un instante antes de introducir la mano en su bolsa de hechizos en busca de una segunda poción; estaba en un frasco en forma de llama de vela y resplandecía como si fuera fuego encerrado. Era una poción de último recurso, pues aunque curaba heridas muy graves en un cortísimo espacio de tiempo, había que pagar un alto precio por ello, pues la rápida soldadura de los huesos y tejidos producía un dolor insoportable, y la magia era alimentada por la energía vital de su receptor. La curación arrebataba más energía y provocaba más dolor de lo que muchos drows heridos podían soportar, y mataba casi a tantos como curaba.

Pero Nisstyre tuvo una idea. Entregó el frasco al clérigo, que acababa de trepar fuera del barranco.

—Ora a Vhaeraun —ordenó—. Pide al dios de los ladrones que robe la energía vital de otro ser para que dé poder a la poción. Y si tenemos suerte —masculló Nisstyre para sí—, ¡el señor de la máscara tomará la energía vital del humano engendrado por un orco que hizo esto!

Henge tomó la botella y empezó a salmodiar una oración. El hechicero se ocupó en otros preparativos; cortó un trozo de grueso palo verde de un árbol achaparrado de las inmediaciones y le quitó la tosca corteza. Gorlist necesitaría algo que morder durante la dolorosa curación.

El luchador herido recuperó la conciencia, y su mirada se posó en el llameante frasco que sostenía el clérigo. Un destello de feroz aprobación iluminó sus ojos e hizo un gesto al sacerdote para que administrara la poción de inmediato. Henge dudó en mitad de la salmodia.

—Hazlo —ordenó el luchador en su débil susurró medio ahogado por la sangre. Escupió y echó la cabeza hacia atrás para que el otro pudiera verter la poción en su boca. El sacerdote obedeció y el herido engulló el ardiente líquido de un único trago.

Las convulsiones se apoderaron de él al instante, y los otros dos drows se abalanzaron sobre su cuerpo e intentaron en vano mantenerlo tumbado. Gorlist los arrojó a un lado sin pensar y sin esfuerzo, inconsciente por completo de su presencia en medio de la agonía que abrasaba cada uno de sus nervios y tendones.

Puesto que no podía hacer otra cosa que esperar, Nisstyre se buscó una roca cómoda y se sentó hasta que aquello terminara. Había contemplado muchas muertes espantosas —la mayoría de ellas planeadas y ejecutadas por él mismo— pero jamás había visto tanto padecimiento; no obstante observó impasible cómo el fuego mágico recorría abrasador el cuerpo de su hijo.

—¿Ha sobrevivido? —preguntó Henge cuando por fin el cuerpo de Gorlist dejó de estar en tensión.

—Lo ha hecho.

La respuesta provino del propio Gorlist. El luchador escupió fragmentos de madera verde y se puso en pie despacio. Nisstyre observó el ansia de sangre en sus ojos, y comprendió que sería difícil impedir que el testarudo joven saliera en persecución del humano que le había producido tan terribles heridas. Nisstyre también ansiaba saborear la venganza, pero necesitaba que Gorlist se concentrara en un trofeo más valioso.

—Se mire como se mire, yo debería haber muerto —dijo el luchador, y se dirigió hacia el hechicero, desabrochándose, mientras lo hacía, los brazales que protegían sus brazos—. Declaro que me debes el precio de mi vida, y puesto que no tengo herederos, yo mismo lo cobraré.

—El humano estaba muy malherido —mintió su padre, que estaba seguro de lo que el otro iba a exigir—. Aunque escapó, no sobrevivirá mucho tiempo.

El luchador recibió la noticia con un encogimiento de hombros y lanzó el puño en alto, girándolo para que Nisstyre pudiera ver la fina cicatriz que recorría su antebrazo.

—La quiero a ella —declaró Gorlist, apretando los dientes.

El hechicero se balanceó hacia atrás, sin saber qué responder por un instante. Nisstyre solía consentir a sus seguidores, animándolos a tomar venganza según les dictara el ánimo. Los drows necesitaban algo en lo que concentrar su odio innato, una ocasional válvula de escape para su hirviente cólera, y era desafortunado que Gorlist hubiera elegido un objetivo tan valioso.

—En ese caso encabezarás la búsqueda para localizarla —respondió el hechicero con suavidad—. Sin embargo, no la matarás. Es demasiado importante para eso, tanto por la magia que maneja como por los niños que puede engendrar para seguir a Vhaeraun. Ya conoces la importancia de traer hembras drow a la Noche Superior. No permitiré que sea eliminada.

Gorlist hizo una mueca de enojo.

—Hay más de un modo de humillar a la princesita —siguió el otro en voz baja—. Quiero a esa hembra para Vhaeraun, y para mi propio placer, pero no soy contrario a compartirla. Con el tiempo, obtendrás tu venganza.

Los ojos del luchador se abrieron de par en par a medida que el significado de las palabras de su padre iba quedando claro. Los drows, de modo rutinario, infligían horrores sobre su propio pueblo y masacraban a las razas de la superficie simplemente por el placer de matar, pero lo que Nisstyre sugería iba más allá del código tácito de comportamiento de los elfos oscuros. Ninguna hembra, ni siquiera conquistada en combate, era tomada en contra de su voluntad. Siglos de adoctrinamiento habían forjado un tabú que pocas veces se ponía en duda y raramente se violaba. Las hembras ejercían el poder en su sociedad y todas, incluso las plebeyas, se consideraban encarnaciones mortales de Lloth.

Y sin embargo...

—Seguimos a un dios, no a una diosa —reflexionó Gorlist en voz alta.

—Empiezas a comprender —repuso Nisstyre; pero incluso mientras lo decía, su mano se alzó para acariciar el rubí que centelleaba en el centro de su frente, y se preguntó si su «socia» habría oído sus palabras, y de ser así, cómo consideraría Shakti Hunzrin tal herejía.

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