La hija de la casa Baenre (48 page)

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Authors: Elaine Cunningham

La drow flotaba justo debajo de la superficie del agua, con los brazos colgando inertes y los blancos cabellos flotando alrededor de ella como una aureola. Fyodor agarró un puñado de cabellos y la arrastró a la superficie. Despacio, penosamente, empezó a nadar hacia la orilla.

Debido a que el pueblo natal de Fyodor se hallaba en la orilla de un pequeño y helado lago, éste había aprendido desde la infancia lo que significaba vivir cerca del agua. Hizo girar a la drow de espaldas y empezó a presionar rítmicamente, hasta que por fin brotó agua por su boca, y la joven aspiró aire con fuerza. La muchacha se puso a gatas y se arrastró sin fuerzas algo más allá, en tanto que Fyodor se apartaba, a fin de conceder a la orgullosa elfa la intimidad necesaria para deshacerse del agua que había tragado.

Totalmente agotado y con todos los huesos y músculos doloridos, el rashemita se dejó caer sobre un tronco caído. Su descanso fue breve; una Liriel reanimada corrió hacia él, con ojos llameantes.

La drow saltó sobre él, lanzándolos a ambos rodando sobre la arenosa orilla; luego agarró la andrajosa camisa de Fyodor con ambas manos y lo atrajo hacia sí. Lo primero que el muchacho pensó fue que la traicionera drow se volvía de nuevo contra él, y en esta ocasión no podía criticarla, pues era él quien la había persuadido de navegar por aquel río tan peligroso, y la joven casi había pagado con su vida. Su muerte, de tener lugar a manos de la muchacha, no sería inmerecida.

Entonces, ante su total asombro, Fyodor se dio cuenta de que los ojos de su compañera ardían no de rabia, sino de excitación.

—¡Otra vez! —jadeó, y le dio una leve sacudida—. ¡Hagámoslo otra vez!

Con un gemido, Fyodor se dejó caer de espaldas en la orilla, y miró con fijeza a la incontenible drow, no muy seguro de si abrazarla o estallar en carcajadas. Hizo ambas cosas.

Esta vez, la risa de Liriel se unió a la suya.

24
El paseo

N
o volvieron a ver a Nisstyre ni a sus cazadores durante el viaje; pero fue mejor así, pues los rigores del camino fueron más que suficientes para el gusto de Liriel.

Fyodor pasó la mayor parte del primer día buscando a sus caballos y, aunque Liriel agradeció la velocidad que esto les concedió, casi deseó que las malditas bestias hubieran conseguido huir. En la Antípoda Oscura se la consideraba una jinete experta, pero los andares de un caballo eran totalmente distintos de los suaves y rápidos movimientos de una montura lagarto. Al final del primer día de cabalgada, a Liriel le dolían músculos que nunca antes había sabido que tenía. Pero a medida que transcurrían las jornadas, su cuerpo se fue acostumbrando al discordante trote, igual que sus ojos se adaptaban a la brillante luz.

El largo viaje a caballo en dirección oeste supuso también otros cambios para la drow. Liriel jamás había sido alguien que se sentara a reflexionar; ahora no tenía demasiada elección. Sin embargo, por mucho que lo intentaba, no encontraba palabras para la noche que ella y Fyodor habían compartido en el claro iluminado por la luz de la luna. Finalmente le preguntó sin andarse por las ramas cuáles eran las costumbres de los humanos en tales cuestiones.

La pregunta no pareció sorprenderlo, pero tardó bastante en responder.

—Esas cosas no se pueden explicar con facilidad. Pregunta a diez hombres lo que significa pasar una noche con una joven y probablemente recibirás diez respuestas diferentes.

—Gracias, aceptaré tu palabra al respecto —repuso ella con un escalofrío. Una vez, en su opinión, ofrecía más confusión de la que podía digerir.

Fyodor respondió con una profunda e irónica risita.

—¡Por favor, pequeño cuervo! Un hombre tiene su orgullo.

—No era mi intención... —La joven frunció el entrecejo.

—No tienes que dar explicaciones —repuso él, haciendo un ademán para acallarla—. Creo que ambos nos sorprendimos por lo que encontramos juntos. Existe un vínculo entre nosotros, para bien o para mal, y así permanecerá. Debes comprender que jamás he tomado tales cosas a la ligera, pero creo que es mejor convenir en que, dado que nos unimos como amigos, dejemos las cosas así.

Liriel meditó la cuestión. Parecía razonable y también correcto. De todos modos...

—Nunca antes había compartido pasión con un amigo —reflexionó.

—¿Con quién, pues? —inquirió él, enarcando una ceja—. ¿Tus enemigos?

—Sí, eso más o menos lo resume. —Una breve y sobresaltada carcajada escapó de los labios de la drow.

—Ah. —Fyodor asintió con solemnidad, pero sus ojos centellearon—. Eso explica muchas cosas.

Liriel aceptó su burla con una sonrisa sarcástica y se sintió más que contenta de dejar el asunto así. Hablar de ello aclaró las cosas entre ellos y eso, por ahora, era suficiente. Los desafíos que les aguardaban eran abrumadores y no podía permitirse verse distraída por cosas que no podía esperar comprender. La información que había obtenido ya era bastante perturbadora.

Pues Liriel había llegado a aceptar la posibilidad de que no pudiera recuperar jamás sus poderes drows, y todas las noches, cuando se detenían para que los caballos descansaran, convencía a Fyodor de que hicieran prácticas con la espada. Nisstyre le había dejado las armas que carecían de magia —unos cuantos cuchillos, la daga larga que había cogido del naga— y estaba decidida a empuñarlas lo mejor que pudiera. Día a día, su fuerza y habilidad aumentaban, y el manejo de la espada sin orden ni concierto de una princesa malcriada empezó a convertirse en el feroz arte de un drow. Liriel planeaba abrirse camino como hechicera; el tesoro del naga le permitiría adquirir componentes para hechizos y libros de conjuros en los mercados de Puerto de la Calavera. Con el tiempo, podría recuperar una cota de poder similar a la magia que había controlado en una ocasión; pero hasta entonces tenía que sobrevivir.

No fue hasta que se acercaron a Aguas Profundas que Liriel se dio cuenta de que no había perdido todos los dones drows que poseía. El arte de la intriga, una vez aprendido, no se olvidaba con facilidad.

Ella y Fyodor se aproximaron a la ciudad desde el norte, cabalgando con cautela a través de los verdes campos de labranza y rodeando las calzadas muy concurridas. Por fin divisaron las elevadas torres alzándose por encima de los grandes campos de hortalizas e instaron a sus caballos a acercarse. Los detuvieron algo más allá en una pequeña ladera boscosa de una colina.

Extendida ante ellos, elevándose sobre una vasta llanura y varias concurridas calzadas comerciales, estaba Aguas Profundas, la Ciudad del Esplendor. Una amplia sonrisa iluminó el rostro de la drow, que extendió los brazos a ambos lados, como si pudiera abarcarlo todo en su abrazo.

¡Qué hermosa era aquella ciudad colgada entre el mar y el cielo! El aire allí poseía un delicioso sabor salado, y transportaba un sordo y agitado murmullo que sólo podía ser la voz del mar. La ciudad misma era mayor que Menzoberranzan y llena de actividad; carretas y caballos transportaban un continuo flujo de gente a través de las puertas. Liriel dejó caer los brazos a los costados.

—Las puertas —murmuró, viendo de inmediato el problema.

—Todos los que desean entrar deben pasar ante guardias armados —añadió Fyodor en tono preocupado, echando una ojeada a su compañera. Incluso con la capucha y los guantes, no podía pasar por humana sin la ayuda de un hechizo; y todos sus conjuros habían sido utilizados en el peligroso trayecto hacia el oeste.

La drow se mordisqueó el labio inferior mientras estudiaba los muros de la ciudad. Sin duda debía existir algún punto débil, algún modo de que pudiera deslizarse al interior sin que la vieran. Pero no, las murallas eran altas y gruesas, y la llanura que las rodeaba no ofrecía demasiado resguardo. Observó las caravanas de mercaderes y meditó la posibilidad de pasar clandestinamente. No había modo de hacerlo: los soldados registraban cada carromato con meticulosidad.

Mascullando un juramento, Liriel devolvió su atención a la planicie. Era lisa y estaba cubierta de hierba, salpicada con pequeños grupos de arbustos y unos cuantos árboles de sombra. En aquella agradable zona se habían alzado unos cuantos pabellones: tiendas confeccionadas con telas de brillantes colores y decoradas con primorosos escudos de armas. Paseando alrededor de las ociosas tiendas había una multitud de humanos, vestidos con sedas de colores intensos, pieles lujosas, y joyas, y las brisas primaverales transportaban el aroma de comidas deliciosas y el sonido de música y diversión. Gentes adineradas y ociosas que disfrutaban de una fiesta al aire libre, se dijo Liriel.

Entonces la música cambió, adoptando el majestuoso y acompasado ritmo de un paseo. Los ojos de Liriel se entrecerraron. Advirtió la mareante variedad de trajes que llevaban los humanos —algunos de los cuales estaban mejorados mediante la magia— y el modo en que los danzantes desfilaban ante una tarima tapizada de flores. Una lenta sonrisa curvó sus labios. Los elfos oscuros tenían una costumbre parecida: bailes solemnes conocidos como
illiyitrii
. La mayoría de éstos eran cuestiones políticas cargados de peligrosas posturas llenas de matices, pero de vez en cuando un paseo era una excusa para competir de un modo menos letal; se hacía ostentación de riqueza, belleza e ingenio mediante disfraces imaginativos y vestidos extravagantes.

De improviso, a Liriel se le ocurrió cómo entrar en la ciudad.

La drow observó y aguardó hasta que un hombre y una mujer, riendo por lo bajo debido a alguna agudeza inducida por el vino y abrazándose mutuamente para no caer, se encaminaron tambaleantes a la intimidad de los arbustos que se apiñaban al pie de la colina. La mujer era menuda y delgada, vestida con un traje de ceñida seda blanca, y llevaba un complicado casco en la cabeza, ahora ligeramente torcido, que imitaba las orejas, la melena y el cuerno de un unicornio.

—Espera aquí —siseó la joven a Fyodor.

Antes de que el rashemita pudiera responder, la muchacha saltó de su caballo y avanzó en silencio ladera abajo. Fyodor oyó un par de golpes sordos y, tras unos instantes de silencio, la drow hizo su aparición triunfante, con los brazos cargados de reluciente seda.

—No los habrás... —empezó Fyodor, mirándola con cautela.

—¿Matado? —finalizó ella, alegremente—. ¡Un esfuerzo malgastado! Esos dos apenas se tenían en pie; lo único que necesitaron fue un ligero empujón. Despertarán con un dolor de cabeza no mucho mayor del que ya se habían ganado mediante sus excesos. Y he dejado un puñado de monedas para cubrir las pérdidas —añadió con ironía—. Algo me ha dicho que no te haría demasiada gracia un pequeño hurto inofensivo.

La drow se desprendió rápidamente de sus desgastadas ropas y se pasó el vestido por la cabeza. Peinó sus cabellos y los dejó caer en una ondulante cascada sobre sus hombros desnudos, luego sujetó el colgante con la araña encerrada en la cápsula de ámbar alrededor de su cuello. Acallando las protestas de Fyodor, le entregó la túnica que había «tomado prestada» —con algunas manchas de hierba pero exquisita de todos modos— para que se la pusiera sobre sus ropas de viaje.

A continuación tomó un pedazo de seda roja y la ató alrededor de la cabeza del joven, a modo de turbante, sujetándola con un alfiler cubierto de joyas.

—Ya está —anunció en tono satisfecho—. Así es como quedaba en el otro hombre. No tengo ni idea de qué se supone que eres, pero imagino que los humanos sí lo sabrán.

—Deseas unirte a la fiesta y deslizarte al interior de la ciudad mezclada con los demás —dijo él—. Pero ¿qué pasa con tu disfraz?

—Soy una drow, claro está —sonrió Liriel con astucia—. Resulta un disfraz bastante exótico. ¡Y auténtico, además! —añadió con un deje de ironía.

Los ojos del hombre se iluminaron comprendiendo primero, y con burlona admiración después. Intercambiaron una sonrisa conspiradora y descendieron despacio la colina para unirse a los festejantes.

Durante la siguiente hora, Liriel danzó, bebió vino, aceptó cumplidos necios sobre su «disfraz», y observó a Fyodor con asombro. El joven encajaba en la alegre compañía con la misma facilidad de un espada en su vaina: riendo y bebiendo y contando historias. No tardó mucho en reunir a su alrededor un grupo de jóvenes nobles, cada uno esforzándose por superar a los otros con jactanciosos relatos de sus propias aventuras. Fyodor hacía circular su frasco de vino de fuego y escuchaba con profunda atención sus mentiras. La drow oyó murmurar la palabra «Puerto de la Calavera», y sus ojos centellearon con divertida comprensión; su plan los haría entrar en Aguas Profundas, pero Fyodor se ocupaba ya de la siguiente tarea.

Alguien apartó a un lado los cabellos de la joven y depositó un beso en su nuca, y ella se giró en redondo, instintivamente, con un gruñido.

Un hombre alto de ojos grises y cabellos color trigo retrocedió un paso, como sobresaltado por su vehemente reacción, y Liriel lo reconoció como uno de los nobles que había intercambiado historias con Fyodor. Si bien su porte tambaleante y la copa casi vacía de su mano sugerían que había bebido más de la cuenta, había una expresión perspicaz en sus ojos que la joven notó y de la que receló. Entonces la aguda mirada desapareció y el joven le sonrió graciosamente.

—Oh, ya veo. Actúas como tu personaje. —Alzó las manos en burlón gesto defensivo y fingió acobardarse—. Debo reconocer, Galinda, que te has superado a ti misma esta vez. ¡Es un disfraz maravilloso! Pero ¿no deberías llevar alguna clase de arma espantosa para añadir realismo: un látigo o algo parecido?

Por primera vez en su vida, Liriel realmente envidió a las grandes sacerdotisas sus látigos de cabeza de serpiente, y le mostró los dientes en algo parecido a una sonrisa.

—El problema con los látigos es que nunca parece haber uno a mano cuando realmente lo necesitas —gorjeó.

—¡Es muy cierto! —El hombre echó la cabeza hacia atrás y rió—. A menudo he pensado eso mismo.

Su lasciva mirada de soslayo era cómica y amable, su risa contagiosa. Liriel abandonó de improviso su enojo. Una sonrisa auténtica curvó sus labios y contempló al apuesto varón con interés.

Fyodor eligió aquel momento para aparecer junto a ella y, de nuevo, la drow vislumbró un centelleo de aguda inteligencia en los ojos grises del desconocido cuando éste calibró al rashemita. Antes de que nadie pudiera hablar, un mujer sumamente achispada de cabellos de un rojo brillante y luciendo un generoso escote se tambaleó sobre ellos para apoderarse del brazo del joven.

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